A mis abuelos, Martha Trejo y Mario Mora,

dondequiera que estén

Prólogo

Atención, Hollywood:

He visto cómo recientemente han acudido con más frecuencia a la literatura para hacer sus guiones de película. Por eso les recomiendo la historia siguiente que, de paso, no les llevará mucho trabajo adaptar pues está hecha pensando en ustedes. (Si se la hacen llegar a Steven se lo agradecería eternamente y los mencionaré en el discurso de aceptación de la estatuilla.)

El autor

1
Secreto revelado

—¿Cómo está mi padre, doctor?

—Está mal. Muy mal, joven Farmacio. Me temo que no va a llegar vivo al final de este capítulo.

—¿Cómo es posible? Si ni siquiera ha aparecido en la novela; estamos recién comenzando.

—No es mi culpa. Yo no escribo, solo prescribo. Y les aconsejo que pasen a verlo ya, pues no sé qué duración tengan estos capítulos.

Madre e hijo, profundamente compungidos, se acercan al lecho donde yace el moribundo.

—Por la cara que traen parece que no paso de este capítulo.

—Así es, mi querido esposo, estás muy mal. Por eso debo contarte un secreto que he guardado en lo más profundo de mí.

—Ah, qué bueno que nos enteraremos —se alegró el joven Farmacio—, porque si le tocara al viejo revelar el secreto, seguro se moriría antes de decir lo más importante, como siempre pasa.

—¡Farmacio, por favor! ¡Más consideración con tu padre!

—Déjalo, mujer, y dilo todo, que si me muero el que se queda sin enterarse del chisme soy yo.

—El hecho se remonta a varios años atrás, antes de que naciera Farmacio.

—¡Anjá! Lo que me temía. ¿Con quién me pusiste los cuernos?

—No, no es eso, mi señor. Siempre te he sido fiel. La cosa viene de antes de que naciera Farmacio, pero ya yo estaba embarazada. Sucedió cuando la Tercera Cruzada.

¡Un momento! ¿Leyó usted bien? La Tercera Cruzada fue entre los años 1189 y 1192. Así que si se había imaginado a nuestro protagonista en jeans, olvídelo. Esto no lo patrocina Levi’s (aunque si ellos quieren…). Va a tener que imaginarse a nuestro Farmacio con una caballeresca cota, o sea, vestido de caballero medieval. Es muy probable que usted no haya vivido esa época, por lo tanto debe representárselo con una malla de… eh… Yo tampoco la viví. Mire, imagíneselo como le dé la gana, pero de personaje del Medioevo. No es difícil, bastantes películas que hay sobre ese período histórico.

El caso es que ahora estamos en 1222 y nos encontramos en el vetusto castillo de Lexburgo, donde el señor de estas tierras, el anciano conde Saldo, se debate entre la vida y la muerte.

—Mucho antes de la Cruzada —continuó la condesa— tu fallecido padre, el gran duque de Transtelstein, había establecido que lo heredaría el hijo que más nietos varones le diera. En el caso de que tu hermano Valdo y tú tuviesen la misma cantidad de hijos, el heredero sería Valdo, por ser el mayor.

—¡Pero todo eso lo sé! —protestó el conde.

—Pero el lector no —se defendió con énfasis la condesa. Y llevaba razón: usted no tiene la menor idea de lo que sucedió (a no ser que esté releyendo la novela o que le hayan adelantado algo).

Resulta que para los nobles de entonces era muy importante dejar herederos, mucho más para el gran duque de Transtelstein, el señor más poderoso de aquellas tierras, sobre todo porque las tierras eran todas suyas. Cuando nació su hijo, Valdo se aseguró la herencia, pero no todo fue felicidad: el niño era un poco feo al nacer, algo normal en los recién nacidos, mas seguramente cambiaría cuando creciera. Y así fue. Cada año se ponía más feo. Aunque no lo manifestaba, el padre estaba preocupado. ¿Cuándo se ha visto que un príncipe o un heredero a cualquier trono sea feo? (Eso era en aquella época; ya después del siglo xix se han visto cada hijos de reyes, presidentes, secretarios generales, delegados de circunscripción… que para qué le cuento. Y no estoy incluyendo en el listado a la actual duquesa de Alba, ¡que si no…!)

La esposa del gran duque también estaba preocupada. Por suerte nadie recordaba a aquel escudero horrible pero bien dotado que visitó el ducado por la época de su embarazo.

Al nacer, Saldo no era tan feo como su hermano. Pero no era el primogénito, por tanto no le correspondía heredar. (Ah. Saldo, por si no lo recuerda, es el duque que está a punto de morir desde que empezó la novela y que si no me apuro con esta retrospectiva se muere sin que la mujer le cuente el secreto.) Cuando creció no se puso más feo, al contrario, las chicas suspiraban por él. Entonces el gran duque cambió la ley: lo heredaría el hijo que más vástagos varones tuviese. No había fallo. ¿Quién se iba a casar con el feo? Al menos creía eso el gran duque. Y se equivocaba: todas las mujeres querían casarse con Valdo. El tipo era feo pero heredero de una fortuna, y eso, también en aquella época, lo hacía apetecible. De hecho, como le correspondía la herencia por edad, las mismas chicas que suspiraban por el hermano lo preferían a él como esposo. Y tuvo, efectivamente, un hijo antes que Daldo y…

—Y nada. ¿Me dejas contar a mí o qué? —me interrumpió la esposa del moribundo Saldo, y como que ya estamos de vuelta de la retrospectiva, dejémosla que siga—. Escucha, mi querido Saldo: Valdo tuvo un hijo, Daldo, y aseguró el trono en caso de que tú tuvieses solo uno.

—¡Y así fue! —intervino Farmacio—, pues solo me tuvieron a mí.

—Espera, hijo. Al quedar yo embarazada, por allá por el año 1190, tu tío Valdo embulló a Saldo, tu padre, a que se sumara a la Tercera Cruzada, y allá fue él dejándome sola con Valdo. ¡Y tuve gemelos!

—¿Cómo? Entonces papá debió ser el verdadero heredero de Transtelstein.

—Así es. Pero Valdo secuestró al mayor, tu hermano, el que salió primero, y amenazó con matarlo si yo hablaba. Yo callé. Temía por la vida de mi hijo. Además, no me importaba el ducado. Nunca me interesó la riqueza y la opulencia, y con este pequeño castillo de 164 habitaciones me conformaba. Nunca dije nada y jamás he vuelto a ver a mi otro hijo, ni siquiera sé el nombre que le pusieron.

—¡Tío Valdo jugó sucio! Si no fuera porque ya falleció iba y lo mataba yo mismo. ¿Qué cree usted de todo eso, padre? ¿Padre…?

—¡Oh, ha muerto! —exclamó en un quejido la condesa.

—¡Vaya, que no se equivocó el doctor!

—Sí, hijo, ¿viste qué bueno es?

—Vaya, es toda una eminencia.

—Por eso tu padre siempre lo contrataba… ¡Oh, esposo mío! ¡Qué dolor tan grande! —y estalló en un profundo llanto. Es decir, empezó a llorar a moco tendido.

Se disponía a abalanzarse sobre su esposo cuando una bofetada la dejó petrificada.

—¡Que no estoy muerto aún, carajo! —protestó enérgico Saldo—. ¡Que me dejó estupefacto la noticia!

—Ah, no es tan bueno el médico nada. Madre, creo que debemos prescindir de sus servicios.

—Bueno, después de que me atienda el moretón de la cara.

—¿Usted cree también que debamos echarlo, padre?

Farmacio no recibió respuesta del conde, que tenía la mirada fija en el techo.

—¿Padre? ¡Oh, ahora sí ha muerto!

—¡Oh, esposo mío! ¡Qué desdichada soy!

La segunda bofetada de Saldo, aún más fuerte que la primera, también tomó desprevenida a la condesa.

—¡Me cago en diez! ¡Que no estoy muerto, mujer, que estoy meditando la respuesta! ¡Joder! —bufó el viejo—. Pues sí, hijo, creo que… que…

Y ahí quedó. Callado. Inmóvil. Madre e hijo se miraron indecisos. Por suerte la condesa no se abalanzó sobre su esposo esta vez, y se salvó de otra bofetada.

—¡Demonios! Olvidé qué me preguntaste, Farmacio —ladró el conde.

—¡Ah, viejo, está bueno ya! ¡Acaba de morirte, coño!

—Madre, no le digas eso, por favor.

—Parece mentira que mi propia esposa… mi propia… mi propia… mi propia… —y siguió repitiéndolo como si estuviera en una promoción de tarjetas prepagadas, hasta que dejó de respirar, luego de un gran suspiro.

—Creo que ahora sí murió, madre.

—Sí, pero que lo abrace otro, que ya me ha metido dos gaznatones durísimos.

—Llamemos al médico para que notifique su muerte.

—De eso nada —se defendió el doctor, que escuchaba a sus espaldas—, que el viejo tiene una zurda privilegiada.

Farmacio decidió asegurarse él mismo del fallecimiento del padre: con su filoso sable cortó de un tajo el cuello del conde y le separó la cabeza del cuerpo. Idea que sería muy apreciada en Francia tiempo después.

—Ahora sí les aseguro, por mis amplios conocimientos de medicina, que el conde está muerto.

—Ya puede usted abrazarlo, madre.

—¿Estás loco, Farmacio? Mira el reguero que armaste. Este vestido es nuevo para estarlo embarrando todo de sangre. Iré a llorar a tu padre a mis aposentos. Y usted, médico, puede marcharse, ya no requerimos de sus servicios.

—Eh… Disculpe, condesa, pero debo recordarle que estamos en 1222.

—Lo sé. ¿Por qué lo dice?

—Es que en esta época la salud no es gratis.

—¡Hay que pagarle al médico! ¡Ay, qué desdichada soy! —y entonces sí rompió en llanto la condesa.

Toda la región quedó enlutada. Si esto fuera cine, radio o televisión ahora escucharíamos una música fúnebre, triste. Como que es literatura busque un reproductor y póngala usted mismo. Da igual una canción de esas de José José o alguien parecido que llora porque su amada se fue con otro.

Una ola de tristeza inundó el castillo. Las autoridades tuvieron que evacuar a los residentes de las zonas bajas. La inundación duró varios días; al séptimo, se hizo la luz.

—Madre, mi primo Daldo reina ahora en Transtelstein, pero realmente debería ser mi hermano.

—Pero, Farmacio, ¿qué dices? ¿Cómo que tu primo Daldo debería ser tu hermano? ¿Por quién me tomas? ¿Por una prostituta como tu abuela?

—¡Oh, madre, la muerte de mi padre te ha trastornado! Quise decir que quien debería gobernar ahora en Transtelstein es mi hermano. Él es el verdadero heredero del Gran Ducado.

Se me olvidaba: Transtelstein, al igual que Lexburgo, queda en Germania. Así que si se imaginaba a nuestros personajes morenos o trigueños, o hablando inglés, borre esa imagen. Esto es Germania, la antigua Alemania, lo que no sé si en aquella época existía la República Democrática. Creo que no, hasta ahora no parece haber rastros de muro alguno.

—Mi primo Daldo no tiene la culpa de lo que pasó y yo no tengo pruebas del crimen de su padre. Solo encontrando a mi hermano gemelo puede aclararse todo. ¿Se parece él a mí?

—Al nacer eran idénticos. Pero eso no dice mucho. Todos los recién nacidos son iguales, y arrugados y feos con carajo.

—De cualquier forma, madre, ahora mismo saldré a buscarlo.

—No, hijo, olvida lo pasado.

—No puedo, madre. ¿No ve que esa es mi motivación como personaje? Está decidido, no cejaré hasta encontrarlo. Mañana mismo parto.