Edición y corrección: Cecilia N. Valdés Ponciano

Edición para e-book: Claudia María Pérez Portas

Diseño: Enrique Mayol Amador

Diseño y composición para e-book: Alejandro Fermín Romero

Composición: Nydia Fernández Pérez

 

Primera edición: 2012

© Leonardo Depestre Catony, 2014

© Editorial José Martí, 2014

 

ISBN: 978-959-09-0641-1

 

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¿POR QUÉ FAMOSOS?

¿Es siempre justa la fama? ¿Acaso hay algo de mediático en la condición de famoso? ¿Cuántos que no lo han sido, ni pretendieron serlo, han dejado una huella memorable de servicio a sus conciudadanos? Las respuestas a tales interrogantes son incuestionables. Aunque este libro lleva por título Habaneros famosos de ayer y de hoy, no es su objetivo hacer una apología de la fama. Tómese solo como un homenaje a más de un centenar de personalidades habaneras de muy diversas profesiones, con un quehacer que hizo —o ha hecho— de ellas figuras de relieve nacional e internacional.

Próxima a los cinco siglos de fundada como villa, cuatro de ellos en condición de capital —a partir de 1607—, y desde 1592 con el título de ciudad, La Habana tiene razones más que suficientes para establecer su inventario de celebridades.

No están aquí todos los que son o fueron famosos, pero sí son o lo fueron todos los que están. Nada fácil fue para el autor conformar una selección que puede pecar de incompleta, aunque nunca de parcializada —al menos con intencionalidad—, y para la cual se han debido recorrer con sumo cuidado los tres últimos siglos, sin que ello signifique que desde los primeros pobladores no los hubiera ya famosos: el barbero, el boticario, el herrero y el zapatero desde mediados del xvi, fueron celebridades locales.

Habaneros famosos de ayer y de hoy no es un diccionario; es una colección de esbozos biográficos muy breves, un homenaje a los primeros criollos que sintieron a la Isla —se decía así entonces— como patria. El lector hallará a quienes se hicieron famosos por sus cualidades positivas —una inmensa mayoría— y también alguna que otra oveja negra igualmente celebérrima. No por gusto se afirma que «de todo hay en la viña del Señor».

Esta selección se ha centrado en aquellas personalidades cuya obra, al menos pacialmente, se haya realizado dentro del territorio nacional.

El autor, que no es habanero, se responsabiliza de las posibles omisiones inmerecidas, aunque sépase que lo hizo por la necesidad de, llegado a un punto, poner fin a la obra.

Una consideración geográfica final: se incluyen personalidades nacidas en La Habana, comprendidos los municipios de Guanabacoa y de Regla. Lo demás queda expuesto al criterio del lector.

EL PRIMERO DE LOS HISTORIADORES

De que José Martín Félix de Arrate, además de ser nacido en La Habana, mostraba orgullo por ello y defendía consecuentemente sus instituciones, da cuenta un pasaje en el que enaltece el desempeño de los profesores de la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana, fundada en 1728: «Aunque no tienen hasta ahora dotación ni congrua ninguna, se leen y asisten las cátedras con esmero y aplicación, siendo muy frecuentes las conferencias, actos y quodlibetos en que manifiestan los catedráticos su literatura y los discípulos su aprovechamiento».

Con estudios en La Habana y regidor perpetuo del Ayuntamiento desde 1734 —treinta y tres años a la sazón—, Arrate, además de haber sido alcalde ordinario en 1752, fue el autor de la muy citada Llave del nuevo mundo antemural de las Indias Occidentales, La Habana descripta. Noticia de su fundación, aumentos y estados, obra que concluyó en 1761, aunque publicada por vez primera por la Real Sociedad de Amigos del País mucho después, en 1830.

La historia de Arrate se detiene en los pasajes de la vida habanera de su tiempo. Apunta el crítico Max Henríquez Ureña que «ensalza mucho su ciudad, y rebate conceptos como los vertidos por el deán de Alicante, Manuel Martí, que en su comentada epístola a un joven que pretendía embarcar para América, trataba de disuadirle en razón del atraso intelectual, y de todo orden, de las colonias que España tenía en América».

Aún con algunas informaciones inexactas, es esta una historia matizada por las observaciones que su autor hace acerca de la disparidad de criterios —sobre todo referidos a la ilustración y a los progresos culturales— entre los hijos de españoles nacidos en el Nuevo Mundo, los criollos, y los españoles de la Península, indicador sutil de cómo en los primeros era mayor el afán por el desarrollo y el reconocimiento intelectual de los valores surgidos en la colonia.

La edición de 1830 de Llave del nuevo mundo... fue seguida por una segunda, casi inmediata —un año después—, pero enriquecida con las «Notas de la Comisión Especial de Redacción a la Historia de Arrate».

En sus sesenta y cuatro años de vida también escribió Arrate poemas, una tragedia, la Novena al ínclito mártir San Ciriaco y el Informe al Rey y Cámara de Castilla sobre la entrega de La Habana por don Juan de Prado a los ingleses, hecho del cual fue testigo como miembro del cabildo y servidor fiel a la Corona durante los sucesos que antecedieron al sitio y toma de La Habana por los ingleses.

Pero ninguno de estos trabajos le hubiera valido para figurar en la memoria permanente de no haber redactado su Llave del nuevo mundo..., que lo identifica como el primero de los historiadores cubanos y es fuente de consulta para quienes prefieren remitirse a los orígenes y buscar entre el polvo de los siglos las huellas más antiguas de los sucesos acontecidos en La Habana colonial.

EL HOMBRE QUE SOBRENOMBRÓ A UNA VILLA

A veces, ni toda la vida alcanza, y otras, con solo un hecho basta. Hay quien la busca —¿valdrá la pena?— y hay quien la encuentra sin mostrar por ella interés alguno. No, no crea que se trata de una adivinanza. Le hablo de la fama, o de la celebridad, como prefiera. Esa que le valió a don José Antonio Gómez y Bullones para que fuera sobrenombrado su pueblo natal: La Villa de Pepe Antonio, Guanabacoa.

A Pepe Antonio le cupieron también otros honores. Se le considera el primero de los milicianos cubanos y el primero de los guerrilleros. Todo empezó cuando en la mañana del 6 de junio de 1762 aparecieron frente al litoral habanero los amenazadores buques de la escuadra inglesa. Pepe Antonio, Alcalde Mayor Provincial de la Santa Hermandad (o sea, alcalde a cargo de los asuntos rurales), asumió la preparación de la defensa de la villa, aunque supeditado al coronel Carlos Caro, jefe militar de la localidad.

Caro y Pepe Antonio no compartían la misma táctica. El segundo se pronunciaba por las acciones de desgaste del enemigo, sacar provecho del mejor conocimiento del terreno, ocasionar bajas y tomar prisioneros para quebrantar la moral de los invasores. Las tropas inglesas entraron en Guanabacoa el día 8 y de que ello ocurriera han culpado los historiadores al coronel Caro, poco dispuesto al sacrificio y más bravucón que valiente. Del juicio de la historia salió Pepe Antonio indemne y hasta glorificado. La resistencia y el honor estuvieron representados por él en aquella contienda en la que los criollos guanabacoenses derrocharon valor en la salvaguarda de su tierra.

Tomada la villa, Pepe Antonio —según se colige de la partida de defunción— se retiró ofendido y apesadumbrado, y murió días después en el poblado de San Jerónimo de Peñalver.

Se afirma que nuestro personaje era diestro en el manejo del machete y de la brida, dos cualidades que ejercitó a su gusto en la carrera militar. A los veintitrés años, en 1727, vestía el uniforme de teniente de Milicias.

Aunque por las fechas en que transcurrieron los hechos de la toma de La Habana —segunda mitad del siglo xviii— no soplaban aún los vientos de la independencia en Cuba, tampoco en el continente —la Revolución de las Trece Colonias de Norteamérica no irrumpió hasta 1776, y el ejemplo de la Revolución Francesa solo alumbró a partir de 1789—, Pepe Antonio, servidor de España, debió sentir un profundo amor patrio para asumir con heroísmo la defensa de su localidad, máxime cuando tantos funcionarios de la Corona española prefirieron rendir sus armas o titubearon antes de arriesgar la vida frente al empuje británico.

A manera de colofón, apuntemos que la dominación de estos se extendió sobre el territorio habanero desde el 12 de agosto, fecha en que se firmó la rendición española, hasta el 6 de julio de 1763, cuando España, a cambio de reconquistar la ciudad de San Cristóbal, entregó la Península de La Florida.

De los defensores de la capital cubana y sus alrededores, ninguno alcanzó protagonismo comparable al de Pepe Antonio, a quien el escritor Álvaro de la Iglesia dedicó una biografía novelada.

EL PORQUÉ DEL NOMBRE DE UNA CALLE

De que la toma de La Habana por los ingleses tuvo a su héroe sentimental en José Antonio Gómez y Bullones no hay objeciones de ninguna clase. Pero sucede que hubo además otros defensores que se batieron con hidalguía y alcanzaron celebridad. Algún que otro caso hay en que sus nombres permanecen un tanto olvidados, mas no sucede así con Luis José de Aguiar, cuyo recuerdo perdura y en cierta forma queda inmortalizado en una calle de la Habana Vieja, la de Aguiar, donde vivió y murió el arrojado mílite.

De don Luis se tienen datos que los historiadores han cuidado de preservar. Era regidor hereditario de su Ayuntamiento, servidor fiel de la metrópoli y escaló en la milicia desde el modesto grado de subteniente hasta el más relevante de teniente coronel, con posterior promoción a coronel.

Al vislumbrarse el inminente ataque de los ingleses con sus barcos frente al litoral, las milicias habaneras se activaron, engrosándose el número de voluntarios dispuestos a defender la capital. Al mando de un escuadrón figuraba Aguiar. De aquel histórico episodio que tuvo lugar en junio de 1762, ha escrito Francisco Calcagno en su Diccionario biográfico cubano que nuestro personaje «hizo prodigios de valor, causando inmenso daño al enemigo».

No abundaron las acciones favorables para las fuerzas defensoras y, sin embargo, Aguiar protagonizó más de una. Él defendió el torreón de La Chorrera, desde el cual resistió el embate de los navíos agresores y enfrentó el desembarco hasta que, convencidos sus superiores de que continuar allí la defensa era del todo imposible, le ordenaron replegarse sobre el área de San Lázaro, para desde la nueva posición continuar su vehemente resistencia y hasta tomar algunos prisioneros.

La buena estrella de Aguiar y su disposición para marchar a los sitios de mayor peligro, determinaron que después se le trasladara a la defensa de las inmediaciones del poblado de Cojímar, donde su desempeño igualmente brilló, aunque la pérdida de la ciudad era ya irremediable.

Entonces, y citemos de nuevo a Calcagno, Aguiar «rehusó asistir a la reunión de jefes que el 12 de agosto se convocó para la capitulación». El miliciano Aguiar nunca reconoció a los vencedores, ni se dio por sometido. Optó por retirarse a las inmediaciones de Jaruco y con otros seguidores realizó desde allí más de un infructuoso empeño por combatir a los ocupantes.

El nombre de Aguiar se citó con admiración entre los vecinos de toda la comarca habanera y su ejemplo, tomado de estandarte, palió en cierta medida el deslucido comportamiento de otros jefes que poco hicieron por la defensa de la capital de la siempre fiel Isla de Cuba.

Por sus méritos, Aguiar mereció el ascenso a coronel del Ejército regular y jefe de un batallón de milicias perfectamente disciplinadas, ¡aunque, por suerte, no hubo ya más necesidad de ponerlas a prueba!

MAESTRO DE CAPILLA

Esteban Salas no alcanzó la celebridad en La Habana, ni de joven. Lo mucho que se le quiso se vino a saber al morir en Santiago de Cuba, el 14 de julio de 1805, a la avanzada edad de setenta y siete años. Toda la ciudad participó del duelo, el obispo dispuso que sus exequias se realizaran con la mayor solemnidad y hasta una hoja impresa circuló con un soneto laudatorio.

Salas, en vida, se caracterizó por una existencia discreta y solo a través de sus partituras se sabía de él.

Cursó estudios en la Parroquial Mayor de La Habana y después, en la Universidad, los de teología, filosofía y derecho canónico. Los de música los inició desde niño, en la citada Parroquial, y abarcaron el canto, el órgano y el violín. Es poco lo que se conoce de aquellos años que transcurrieron en el segundo cuarto del xviii y nos lo muestran como un individuo tímido que a su pesar va siendo conocido como buen músico.

En 1764 —tenía treinta y nueve años— llegó a Santiago de Cuba con el nombramiento de maestro interino de la capilla de la Catedral de esa ciudad, y se afirma que era tal su modestia que en los círculos eclesiásticos y musicales se temía que no tuviera las competencias que de él se esperaban. Pero bien pronto Salas hizo saber su condición.

Lo organizó todo y en breve contó en la Capilla con 14 músicos: tres tiples, dos altos, dos tenores, un arpa, dos violines, un violón, un órgano y dos bajones. Más adelante incorporó flautas, trompas, oboes y violas, a la manera de una pequeña orquesta de música clásica.

Sin embargo, era tal su humildad, su sentido de las obligaciones y del sacrificio, que no se ordenó sacerdote sino a ruego del obispo, el 20 de marzo de 1790, con sesenta y cinco años, aunque su vida había sido siempre la de un clérigo.

Salas no solo demostró ser un director paciente. «Componía sin cesar —acota Alejo Carpentier—, con sorprendente frescor de inspiración, misas, motetes, villancicos, salmos e himnos, escritos con una letra clara, precisa, inconfundible, que hace fácil el trabajo de descifrar sus manuscritos más injuriados por el tiempo».

El maestro de capilla consiguió mejoras económicas para sus músicos; ejerció la enseñanza, como profesor de canto, de filosofía, de teología y de moral; escribió versos y textos de filosofía. Para sí nunca reclamó nada. Era un personaje singular, amado por su bondad. Y como músico cada día crecía su prestigio. Pese a las influencias italianas y españolas —lógicas entonces— en su música, observa Helio Orovio que «estamos en presencia de una sensibilidad americana».

Músico que no buscó el renombre personal, ni imaginó trascender, es hoy uno de los más respetados y estudiados y es, como de él dijo Carpentier: «el clásico de la música cubana». Cosas de la vida, bien pudiera afirmar cualquier filósofo graduado en la también sabia universidad de la calle.

UN CONDE HABANERO VIRREY DE MÉXICO

No deja de ser curioso el caso de este habanero que hizo carrera fuera de la Isla y consiguió celebridad tanto en el Viejo como en el Nuevo Mundo. Se llamó Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla y Horcasitas, fácilmente identificable por su título nobiliario, el de segundo conde de Revillagigedo.

Hijo de Juan Francisco de Güemes, gobernador y capitán general de la Isla de Cuba —quien tuvo varios hijos habaneros—, Juan Vicente cursó los estudios en Cuba y no fue hasta 1754, con quince años, que embarcó hacia España para continuar allá su educación, y especializarse en Ciencias Exactas y Lenguas Vivas.

Todo hacía suponer en él a un humanista en ciernes, y lo era en verdad, pero cuando le correspondió empuñar las armas hizo gala de valor e inteligencia tales que también por esos caminos ganó la admiración de subordinados y de superiores.

A la muerte del padre en 1768 recibió una cuantiosa fortuna y dos años después —con solo treinta y un años— el bastón de mariscal de campo. Su carrera militar sumó otro mérito en el sitio de Gibraltar, en 1779, donde ascendió al grado de teniente general, al tiempo que ocupaba altas posiciones en Madrid. Por su desempeño en la Corona decidió trasladarlo a México con el título de virrey, y permaneció en ese país entre 1789 y 1794.

El conde de Revillagigedo es considerado uno de los funcionarios más distinguidos y de más grata recordación de todo el período colonial en América. Protegió la instrucción pública en México, abrió escuelas gratuitas, bibliotecas, reformó los estudios universitarios y amplió sus programas, creó la cátedra de Botánica y la de Matemáticas Aplicadas, favoreció el movimiento intelectual y artístico.

En cuanto a la agricultura, promovió los cultivos de algodón, seda y lino; desarrolló el comercio; fomentó la industria y la explotación de las minas; creó fuentes de trabajo y mejoró las condiciones de vida de la población, al igual que el estado de las finanzas de la nación.

Por si lo anterior no bastara, abrió nuevas vías de comunicación, contribuyó al embellecimiento de Ciudad México y en sentido general, transformó la mayoría de las instituciones del país azteca.

De él se dijo que fue «el más glorioso de los gobernantes de España», porque además era honrado, sin tacha. Su celo en tal sentido provocó la malquerencia de los enemigos políticos, que apelaron a la calumnia y promovieron una querella, de la cual emergió el conde con mayor prestigio, en tanto sus adversarios eran condenados al pago de cotas.

Al cesar en el cargo, Güemes dejó escritas a sus sucesores las instrucciones de gobierno y pasó a ocupar, hasta su muerte a los sesenta años de edad, la Dirección General de Artillería en Madrid.

Entrado ya el siglo xx, se publicó en México, como homenaje a su memoria, El juicio de residencia del conde de Revillagigedo, con el proceso del que salió absuelto por el Consejo de Indias. En México, como en La Habana, una calle lleva el nombre del ilustre virrey.

NUESTRO PRIMER PINTOR DE IMPORTANCIA

La llamada Real Cédula de Gracias al Sacar, promulgada por el rey de España en febrero de 1795, dispensaba de la condición de pardos a los mestizos capaces de abonar a tales efectos la cantidad establecida. Es decir, que por Real Cédula se podía abandonar el listado de las personas de color y engrosar el de los blancos, lo cual no dejaba de ser una alternativa tentadora dentro de la sociedad colonial.

Esa «oportunidad» la aprovechó el pintor Vicente Escobar, inscrito al nacer en el Libro Registro de Nacimientos de Pardos y Morenos y al morir, sesenta y dos años después, en el Libro Registro de Defunciones de Españoles, algo que el artista cuidó de afianzar mediante su matrimonio con una joven blanca.

Mas no es por este inusual fenómeno mimético —consecuencia imperiosa, si se quería llegar a ser algo, en los tiempos en que vivió— por lo que Vicente Escobar puede contarse entre los habaneros famosos, sino porque según criterios autorizados —entre ellos el del especialista Jorge Rigol, a quien citamos— se trató de «nuestro primer pintor de importancia».

Escobar ganó cierta celebridad entre las familias aristocráticas establecidas en La Habana, y ni los gobernantes más encumbrados de la colonia vacilaron en reconocerle los méritos que el aplauso de clientes complacidos le reconoció. Se afirma que pasó por la Academia de San Fernando, en Madrid, y lo cierto es que ganó el nombramiento de Pintor de la Real Cámara de Su Majestad, que logró en 1827, según parece por la buena voluntad que le demostró el capitán general Dionisio Vives, quien lo recomendó.

La obra de Escobar no se conserva en su totalidad, pero sí se observa en ella la preferencia del pintor por el retrato de personajes, con escasa preocupación por el resto de la ambientación.

Eran los suyos cuadros por encargo, para la satisfacción del cliente, circunstancia que nos permite conocer los rostros de figuras, hoy del todo olvidadas pese a que en su momento focalizaron el interés de la sociedad habanera, en una época en que no existía la fotografía y la única manera de legar las facciones propias a los descendientes era mediante versiones más o menos fidedignas de las particularidades faciales y corporales de los agraciados.

Escobar no tuvo una formación académica sistemática. No podía tenerla desde su condición de pintor insular y mulato converso con documentación de blanco. Esto se confirma en su imposibilidad de acceder como profesor a la Academia de San Alejandro, que existía desde 1818.

El artista es recordado dentro del movimiento plástico cubano por varias de sus obras conservadas hoy en museos, como es el caso de los retratos de Justa de Allo y Bermúdez y el del músico J. J. Quiroga, así como por otro cuadro, titulado De los feos, donde aparecen dos guitarristas y dos cantores, todos terriblemente feos, que le dio popularidad al pintor, a cuya obra con frecuencia se aludía cuando en la capital cubana se hablaba de «los feos entre los feos».

De la celebridad de Escobar también da cuenta el escritor Cirilo Villaverde, quien sitúa en la casa de su personaje, Leonardo Gamboa, dos retratos del artista.

A todas luces, Escobar murió durante una de las epidemias de peste que con pertinaz inclemencia castigaron a la población cubana en la primera mitad del siglo xix.

POR EL CAMINO DE LA EDUCACIÓN

En el sacerdote José Agustín Caballero se localizan las simientes del proceso educacional en Cuba, las cuales se retrotraen a la segunda mitad del siglo xviii. A él se le considera el primer maestro en alcanzar notoriedad en La Habana, el padre de los estudios filosóficos y el pionero en la utilización de la prensa como medio para la difusión de las concepciones educativas.

De su Discurso sobre la infancia, aparecido en el Papel Periódico de La Habana del 16 de septiembre de 1802, es la cita siguiente: «No permitamos que la infancia sea atormentada por hombres bárbaros, que transformen las inocentes criaturas en espíritus acres y tímidos, porque el sentimiento de injusticia hace muchas veces al hombre duro y malvado».

José Agustín Caballero estudió en el Real Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, fundado en 1773, del cual fue su primer alumno en trascender al plano nacional. Concluyó la carrera eclesiástica y, donde mismo estudiara, ganó por oposición la cátedra de Filosofía, al tiempo que se graduaba de doctor en Sagrada Teología en la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana.

El prestigio del padre Agustín se extendió más allá del claustro, sus afanes culturales y formativos, la solidez de su oratoria y su quehacer activo de publicista lo convirtieron en uno de los asesores más cercanos al gobierno de don Luis de Las Casas, entre 1790 y 1796.

Introdujo las ideas filosóficas de Locke, Condillac, Bacon, Newton y la Física Experimental; abogó por la apertura de los conocimientos. Enjuició el rol del pedagogo, destacó cuán influyente puede ser el ejemplo de este en la formación de los alumnos. En su Exhortación a la juventud, de 1791, apuntaba: «...los hombres que son tontos, lo son porque tienen ideas falsas […]. Hay muchos hombres inconsecuentes porque hay muchos maestros tontos […]».

Defendió la incorporación de la práctica al estudio, propugnó el método analítico, fustigó el empleo exclusivo de la memoria. Su pensamiento educacional se enfocó hacia la formación de un individuo capaz de pensar y de obrar, con especial empeño en la cimentación de estas virtudes desde la niñez.

A partir de 1804, fecha en que tenía cuarenta y dos años, fue catedrático de Escritura y Teología Moral en el Seminario de San Carlos. De la vastedad de sus intereses, un tanto inusuales para un sacerdote en aquellos tiempos, baste con decir que en 1811 redactó un Proyecto de gobierno autonómico para Cuba.

Tuvo discípulos ilustres en Félix Varela, José Antonio Saco y en su propio sobrino José de la Luz y Caballero.

José Agustín Caballero fue uno de los redactores de la primera memoria u ordenanza sobre escuelas públicas de enseñanza elemental. Lo animó el propósito de una sociedad con mayores oportunidades y por el camino de la educación sentó criterios escuchados con cierta sorpresa y no siempre de buen grado por el régimen colonial. Entre los habaneros de su tiempo fue de aquellos cuya ética, cultura y ejemplaridad ejercieron feliz influencia en las generaciones siguientes.

INTRODUCTOR DE LA VACUNA

No estuvo entre los objetivos priorizados de la metrópoli el fomento sostenido de la educación en sus colonias. ¡Ni aunque se tratara de la siempre fiel isla de Cuba! Pero eminencias individuales las hubo siempre, que hallaron primero en la capital cubana y luego en el extranjero, el modo de acrecentar conocimientos.

Sin pretender ser categóricos, nos atrevemos a afirmar que un habanero nacido en la muy antigua calle de Empedrado —vivienda hoy marcada con el número 360— y nombrado Tomás Romay Chacón, fue el primero de los científicos cubanos con trascendencia real más allá de su tiempo y de su entorno geográfico.

Hizo estudios de gramática, retórica y filología en el Seminario de San Carlos; en la Facultad de Filosofía de la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana alcanzó el grado de bachiller en Artes en 1783. Después, cuando algunos consideraban que por el camino del conocimiento había avanzado lo suficiente para llevar una vida decorosa, prosiguió estudios hasta titularse bachiller en Medicina en 1789, a los veinticinco años de edad, los que completó con la licenciatura y el doctorado, pasando a ocupar la cátedra de Patología de la Universidad.

El doctor Romay redactó una Memoria sobre la fiebre amarilla —traducida al inglés y al francés— de resonancia en los centros científicos de entonces, lo cual determinó su admisión como socio corresponsal de la Real Academia de Medicina de Madrid.

En 1804 llegó al punto máximo en cuanto a prestigio y renombre, al redactar su trabajo sobre la Introducción y progreso de la vacuna antivariólica. Fue médico sin remuneración de la Real Casa de Beneficencia, Casa de Dementes y Hospital General. A él se debió la supresión de una práctica un tanto bárbara: el enterramiento en las iglesias.

Defendió sus avanzadas concepciones médicas e higiénicas a contrapelo de las costumbres de la sociedad habanera de finales del siglo xviii, influida por el escolasticismo aristotélico, que obstaculizaba la adopción de ideas revolucionarias en el campo del saber.

La fama del doctor Romay le hizo merecer un título de gran significación: el de médico honorario de la familia real española.

Aunque su nombre se asocia invariablemente al desarrollo de la medicina, tuvo un muy variado desempeño intelectual. Se le considera el introductor de la utilización de la miel y de la cera de abejas con fines curativos. Con don Manuel de Zequeira fundó en 1791 el Papel Periódico de La Habana, del que fue redactor, por lo que aparece además entre los pioneros de la prensa cubana. Figuró como socio fundador de la Real Sociedad Patriótica de Amigos del País y presidió su Sección de Ciencias Médicas.

Entendió la medicina como una carrera para el servicio de los hombres, con ilimitadas potencialidades de investigación que él mismo experimentó. Se le reconoció su condición de primera eminencia médica cubana y precursor de la medicina preventiva, al introducir la vacuna contra la viruela. Fue el primer higienista de su tiempo.

Al morir a los ochenta y cinco años de edad, en 1849, orientaba ya sus preocupaciones por el camino de las ciencias médicas un joven camagüeyano de dieciséis años y extraordinario talento que también alcanzaría merecida celebridad: el doctor Carlos Juan Finlay.

EL PRIMERO DE LOS ECONOMISTAS CUBANOS

Cuando el barón Alejandro de Humboldt supo de la vastedad de la obra económica y política de Francisco de Arango y Parreño, comentó en su Ensayo político sobre la isla de Cuba: «Es un hombre de Estado de los más ilustres y más profundamente instruidos de la situación de su patria».

Difícil de resumir es la trayectoria de este habanero que por el solo hecho de aparecer entre los fundadores de la Real Sociedad Patriótica de La Habana, de la cual fue director y socio de honor, merece un recuerdo por la positiva labor que esta institución desempeñó en la vida cultural y económica de la colonia.

Arango y Parreño también trabajó en favor de la creación de la Junta de Comercio y Tribuna Mercantil. Propulsor del desarrollo, su gestión mucho influyó en la introducción de los adelantos técnicos de su época; entre los más importantes: la máquina de vapor y la variedad de caña de azúcar denominada otaití, de mayor rendimiento.

La caña de azúcar, el tabaco, la agricultura en general y la organización de los planes de enseñanza figuraron entre las preocupaciones que le motivaron el intelecto. Integró la comisión que redactó y administró el Papel Periódico de La Habana.

En Arango, sin embargo, se encuentra una paradójica —sobre todo a los ojos de nuestros tiempos, no necesariamente a los suyos— contradicción: amó a Cuba puesta al servicio de España; defendió que se decretara la libertad de comercio para la Isla, y a la vez servía con lealtad a los soberanos españoles. De Arango son estas palabras:

¡Adorada patria mía, oye con atención lo que te digo con lágrimas! El Supremo Creador te puso donde serás algún día, para gran parte de la América, lo que Albión es para Europa, y de ti depende el que nuestros descendientes ocupen tan eminente lugar.

En Cuba se halla el fundamento del poder español en América; porque allí es donde tiene sus ejércitos y sus almacenes. Deje de poseer la España a Cuba y la América le será tan inaccesible como la China.

Estudió en la Universidad de La Habana y en Madrid, donde se graduó de abogado. Fue poseedor de esclavos y dueño de ingenios. En su obra escrita dejó comentarios acerca de la esclavitud, fenómeno que aceptó y en ocasiones censuró. Más adelante se pronunció a favor de la supresión de la trata, pensando que ocurriría un proceso de desaparición gradual del negro mediante su absorción racial con el componente blanco de la población.

No abogó por la independencia de Cuba, por el contrario. Argumentó que su escasa población y la extensión misma de la Isla constituirían una insuperable inconveniencia para el desarrollo exitoso de una administración libre. Expresó que la metrópoli no debía intentar una reconquista de los estados ya independientes de Suramérica, sino buscar fórmulas de paz que le facilitaran la continuidad de sus propósitos de dominación.

Francisco de Arango y Parreño fue recibido por reyes y en España tuvo el reconocimiento jamás logrado por criollo alguno. Cualquiera pensaría que hasta buscaba un título nobiliario. Mas no lo pretendió, y cuando el Ayuntamiento habanero dio curso a una propuesta para que se le otorgara, el propio Arango lo rechazó. El Apoderado del Ayuntamiento de La Habana ante el gobierno de Madrid fue un jurisconsulto de prestigio, un economista eminente, una inteligencia bien dispuesta y un servidor a Cuba... a su manera.

EL CREADOR DEL GÉNERO CHICO

Desde las primeras décadas del siglo xix La Habana era ya una plaza fuerte del teatro en América. De ello daban prueba las compañías europeas, cuya primera escala en el Nuevo Mundo tenía por sede a la capital cubana.

La ciudad también se había ido nutriendo de algunos buenos escenarios: el Coliseo, después llamado Principal, el Diorama y el Tacón; todo un señor teatro.

Antes de ser actor, Francisco Covarrubias recorrió diversas ramas del saber: cursó estudios de latín, también de filosofía, de cirugía y de anatomía. Pero ninguno de ellos lo retuvo por largo tiempo.

Sus compañeras inseparables serían las tablas. De adolescente actuó con grupos de aficionados y no fue hasta el 2 de noviembre de 1800 que debutó en el Circo del Campo de Marte, donde hoy se localiza la Plaza de La Fraternidad.

El actor se incorporó a la Primera Compañía de Cómicos del País. No tuvo profesores, ni tampoco manuales donde refinar el estilo. Artista intuitivo, se formó solo y depuró cada vez más con el tiempo, al punto de que cuanta compañía extranjera visitó estas latitudes lo incluyó en su elenco.

Fue, en opinión del profesor Rine Leal, «el primer intérprete nacional que ganó amplia fama, y no solo entre teatristas del país sino también entre los mejores actores españoles […] se mantuvo como figura máxima de la escena cubana a lo largo de medio siglo; mereció los honores de tres biografías; al conjuro de su nombre, los teatros se llenaban».

Fue un ídolo para los espectadores, por ello los organizadores de la función dramática inaugural del teatro Tacón, en abril de 1838, cuidaron de incluir al cómico en tan señalada jornada.

Aunque no ha quedado ninguna de sus obras, se sabe que escribió unas cuantas piezas y que estas gozaron del favor del público. Algunos títulos permiten imaginar cuáles serían los temas: No hay amor si no hay dinero, Las tertulias de La Habana, Los dos graciosos, El forro de catre, El tío Bartolo y la tía Catana, La valla de gallos, Los velorios de La Habana

Su facilidad para la versificación le llevó a intercalar canciones —por lo general décimas humorísticas— en las obras.

Para Alejo Carpentier: «Covarrubias fue el padre del teatro bufo cubano. Familiarizado con el teatro ligero español, comprendió muy pronto que los personajes que animaban entremeses, sainetes, zarzuelas y tonadillas, podían ser sustituidos por tipos criollos».

La vida de este actor corrió pareja con la historia del surgimiento del teatro cubano y se le considera el creador del llamado género chico, pues adaptó los tipos y los temas hispanos a la idiosincrasia cubana: monteros, carreteros, guajiros y otros personajes poblaron el escenario con sus formas de expresión y de comportamiento.

Tuvo altibajos, ganó dinero —fue el artista mejor pagado de su época— y lo derrochó. No pretendió hacer fortuna, sino teatro. Y esto último lo consiguió con creces.

Murió más pobre que un forro de catre —él lo hubiera dicho así—. El habanero que cambió el bisturí y los vendajes por los afeites y pelucas es, en palabras del doctor Eduardo Robreño, «el precursor del teatro nacional».

Razones hay para que su apellido lo lleve una de las salas principales del flamante Teatro Nacional, ¿no cree usted?

LAS OBRAS DEL INTENDENTE

Personaje polémico el que nos ocupa: Claudio Martínez de Pinillos, poco conocido si no añadimos el título nobiliario con el cual se hizo famoso: Conde de Villanueva, de padre español y madre cubana, perteneciente a una familia rica y portador desde niño de una inteligencia deslumbrante que cultivó mediante una sólida educación.

Llevado a España, combatió por ella contra los franceses y desde la Península abogó por la libertad de comercio para las colonias americanas, lo cual es prueba de que por entonces desempeñaba ya un papel destacado en los asuntos políticos de la metrópoli, donde se escuchaba su voz.

De regreso en Cuba no tardó en ocupar más de una vez el cargo de Tesorero General del Ejército y el de Intendente de Hacienda —autoridad superior de la economía—, si bien interinamente, por sustitución de Alejandro Ramírez y de Julián Fernández Roldán.

Por último, asumió la Intendencia General de Hacienda, ya en propiedad, en 1825, cargo recibido de manos de Francisco de Arango y Parreño, y que conservó hasta 1851.

Economista brillante, de él apuntó el estudioso Francisco Calcagno que «para comprender cuánto su sabia administración rentística contribuyó al engrandecimiento de la Isla, baste decir que las rentas llegaron, en sus manos, de dos millones de pesos en 1825, a 37 millones en 1837, y que gracias a sus acertadas disposiciones, las exportaciones del tabaco en rama, que en 1829 eran solo de 70 000 arrobas, ascendieron en 1835 a 616 000».

El Conde de Villanueva fue hombre de ideas progresistas en todo cuanto no significara la política, pues era servidor incondicional de la metrópoli. No obstante, favoreció la construcción de hospitales, escuelas, caminos, edificios públicos, cuarteles y puentes. Su nombre se asocia a la creación del Anfiteatro de Anatomía, de la Escuela de Náutica, del Monte de Piedad, al mejoramiento de las condiciones del Jardín Botánico y al saneamiento de variadas instituciones. Por iniciativa suya se creó el primer Archivo General (de la Real Hacienda) en 1840.

Y aún más. Bajo su intendencia se construyó el Acueducto de Fernando VII, inaugurado en 1835, que alivió la situación del abasto de agua a la población habanera, y echó a andar el primer camino de hierro, el 19 de noviembre de 1837, con la línea Habana-Bejucal, que situaba a Cuba a la cabeza de los países de Hispanoamérica en cuanto al uso del ferrocarril y el séptimo del mundo en poseerlo.

«No ha habido —según palabras de Emilio Roig de Leuchsenring— un cubano nativo que recibiese, ni con mucho, tantos honores y títulos de la Corona».

Lo lamentable de esta inteligencia superior fue su orientación política: todos los progresos los concibió como un medio para el aseguramiento del dominio de España y, en segundo término, para beneficio de la Isla patria. Su adhesión al rey Fernando VII, de poca grata recordación hasta para los españoles, fue absoluta.

El Conde murió en Madrid, durante una discusión en el Consejo de Ultramar, del cual era miembro. Al poco tiempo de su deceso, el antiguo Circo Habanero de la hoy calle Zulueta cambió su nombre por el de Teatro de Villanueva, en honor de Martínez de Pinillos. En ese teatro sucedieron los sangrientos hechos del 22 de enero de 1869, durante la representación de la obra El perro huevero, con un saldo de varias muertes, numerosos heridos y el posterior cierre de la institución.

QUIEN NOS ENSEÑÓ PRIMERO EN PENSAR

Aquel que pretenda reflexionar acerca de los orígenes del pensamiento revolucionario cubano, quien hurgue en la génesis del movimiento filosófico y de los primeros argumentos, velados o no, acerca de un moderado aunque firme separatismo, debe revisar la obra de Félix Varela y Morales, sacerdote, escritor y maestro a quien sus discípulos llamaron «el más sabio y virtuoso de los cubanos», y en quien José de la Luz reconoce a «quien nos enseñó primero en pensar».

Es la de Varela una personalidad nutriente. Absorbió la cultura más sólida a la que podía aspirarse en su tiempo, pero no atesoró conocimientos por orgullo: fue un surtidor de ideas, opuesto a cualquier intención elitista respecto a la cultura. «El pueblo tiene cierto tacto que pocas veces se equivoca, y conviene empezar siempre por creer, o al menos, por sospechar, que tiene la razón», escribió.

Veintitrés años tenía cuando se ordenó presbítero y empezó a enseñar Filosofía en el Seminario de San Carlos, considerado una de las plazas más importantes del conocimiento durante la colonia. Conocidísimo muy a su pesar, intervino en la política, que para él era sinónimo de servicio.

Como diputado a Cortes en 1822 propuso la creación de una Diputación Provincial Permanente en Cuba, lo cual no podía interpretarse de otra manera que como un temprano empeño de autonomía bajo la soberanía española, tendiente a la ulterior separación de la Isla. También expresó: «Yo estoy seguro de que pidiendo la libertad de los esclavos conciliada con el interés de los propietarios y la seguridad del orden público, solo pido lo que quiere el pueblo de Cuba».

Opuesto al absolutismo de Fernando VII, votó por la destitución del rey. Él, como los restantes diputados que alzaron su mano en contra, enfrentó la persecución del monarca. Varela huyó por mar, con gran riesgo para su vida, y llegó a Gibraltar. Luego pasó a Estados Unidos, donde permaneció hasta su muerte a los sesenta y cinco años.

En Norteamérica sufrió los rigores del clima, que agudizaron el asma crónica del desterrado. Fue vicario general del Obispo de Nueva York. «La experiencia y la razón son las únicas fuentes o reglas del conocimiento», proclamó este clérigo liberal cuya obra escrita circuló por Estados Unidos, en particular a través del periódico El Habanero, que fundó, dirigió y en el cual puede encontrarse la primera muestra de periodismo revolucionario, por cuanto expone su credo político, filosófico, educacional y ético: «Desearía ver a Cuba tan isla en lo político como lo es en la naturaleza», apuntó a manera de síntesis de sus convicciones independentistas.

De su condición innata para la enseñanza se cuenta que la gente se acercaba a las puertas y ventanas de las aulas mientras él explicaba a sus discípulos. También se recuerda su preferencia por el castellano como medio de comunicación, pese a escribir y hablar el latín con maestría.

Para Martí, Varela fue «aquel patriota entero, que cuando vio incompatible el gobierno de España con el carácter y las necesidades criollas, dijo sin miedo lo que vio».

Curiosamente, la vida de Varela se extinguió en San Agustín de La Florida, cuando en La Habana el niño José Martí estaba a punto de cumplir un mes de nacido. Sus restos fueron trasladados a Cuba, para ser depositados en 1911 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, donde permanecen.