FUNDADA ESPERANZA

Eusebio Leal Spengler

Discursos, conferencias y artículos del Historiador de la Ciudad sobre las raíces de la cubanía, el patrimonio de la Habana Vieja y el legado de los creadores a su Centro Histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad.




Donde se doblegan las palabras y las piedras



¿Quién dijo que La Habana era vieja? Nunca hubo un temps perdu. Caminar por sus calles es recibir el legado de cada siglo y de cada época. Es un todo; una inmensa catedral gótica en la que se trabajó, pensó y soñó durante más de quinientos años. Es nuestra herencia.

Retadores, altivos e indestructibles, levantan sus perfiles y marcan su escudo los tres castillos del siglo xvi: el Morro, La Punta y la Fuerza. El recuerdo de la ciudad pueblerina y de campanarios, religiosa a su manera, se preserva para ser leída en los conventos e iglesias de San Francisco, San Agustín, Santa Clara, Paula, La Merced y la Catedral.

La casa de Mateo Pedroso, o la del conde de Jaruco, o la de los marqueses de Arcos y Aguas Claras, recuerdan el esplendor del naciente mundo azucarero criollo de finales del siglo xviii. Un siglo xix rehabilita un urbanismo en las plazas, mercados, fuentes, callejuelas, donde se mezclan el funcionario real, el aristócrata criollo, el irreverente liberto y el esclavo, dejando todos una extraña mezcla de irreverencia, callejeo y sociabilidad, altanera y alguna que otra vez agresiva, pero también racionalmente aventurera.

Integrando todo ese pasado en su presente, la ciudad se debate no entre lo nuevo y lo viejo, sino entre la imitación servil y la creación auténtica, en un enfrentamiento entre quienes quieren borrar aquella Habana colonial para levantar sobre sus ruinas la vacuidad insensible de los edificios en serie, y los que saben que desde esa herencia, y con ella, se levanta el espíritu abierto de una república de amplias calles y modernas edificaciones, que recoge desde la aspiración callejera hasta el nuevo arte de edificar.

El Malecón le da su sello definitivo; el Capitolio, la imitación monumental, y el Prado y el Centro Gallego, la transición entre dos épocas. Pero todas quedan como parte de su ser, como un presente de dos formas de pensar. Así, si alguien me preguntara cuáles son los símbolos de La Habana, integraría, en primer lugar, el Morro, el Malecón, el pequeño Prado, el Capitolio y, por qué no, el Focsa y la Plaza de la Revolución.

Ningún habanero antes pudo gozar de tan amplio espectáculo constructivo. Pero mi Habana es más que eso. Es un espíritu que penetra por todos los sentidos. El color de su atardecer irrepetible desde el muro del Malecón, el olor de sus calles, el sonido de su música. La dulce y áspera roca que al tacto llega para llenar esa sensación de pertenencia, y el dulce paladar de la inventada cocina criolla. Nada es como debe ser, sino como ella quiere. No le pertenecen los sueños europeos; desde hace siglos los burla, los transforma, los desfigura, en un caprichoso hacer de la materia un propio juego que su espíritu profano, hereje y profundo le permite convertir en sueño propio. Hay un extraño burlar al extraño. Su piel es solo superficie. Verla desde lo externo es creerla liviana, superficial: de ron, maracas y tabaco; es ver solo la voluptuosidad de sus mujeres sin penetrar en la sensualidad de sus espíritus; es no entender que más que un color cubano, detrás de la multiplicidad étnica se ha creado un espíritu abarcador al que todos pertenecen, y esa permanencia la dan dos cosas: la conciencia de ser cubanos y la voluntad de serlo.


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Vista de la ciudad de La Habana y de su puerto desde un globo cautivo. Dibujo y grabado (1851). Autor: Bachman. 


Y ahí se encierra La Habana de todos los tiempos; La Habana que es, ante todo, la voluntad de seguir siendo habaneros y construyendo La Habana. No es rescate simple del pasado; esa gótica ciudad solo es gótica en la concepción, pero es absolutamente original en la creación. Lo que se rescata y preserva del pasado no es más que disfrute del presente; es hacer hablar a las piedras; es descubrir sus secretos; es ver, más allá de la simple arquitectura, el espíritu que doblegó la piedra, que nos dejó el mensaje para leerlo hoy. Y en ese mensaje está el legado constructivo, aquel que exige la voluntad y el espíritu real y verdadero del habanero creador.

No es que no exista el otro, el que destruye, vaguea y disfruta el falso placer de no hacer nada; el indiferente, el burlón, aquel que en una canción popular afirmaba que «el trabajo lo hizo Dios como castigo». Es extraño, pero esa imagen, quizás por simple, quizás porque es la más visible, es la de los turistas y analistas de quince días. Y no es el problema de lo que no hace, sino de lo que hace: dejar destruir. El habanero, por tradición, ama su ciudad, a veces sin conocerla; ella es la profundidad de las razones de su herencia. Y es ese su sello. No porque nació en ella; pudo haber llegado de cualquier parte del planeta o de cualquier parte de la Isla. Es el amor que enlaza su ciudad con su vida, con su recorrido por las plazas y las calles, con sus amores personales.

En el silencioso hacer, la ciudad sigue preservando la idea esencial del padre fundador, Félix Varela: no es La Habana que es, sino la que debe ser. Y ahí vuelve a tomar sentido el habanero. Generación tras generación tuvo una idea fija: queremos La Habana que puede ser. Habanidad de habaneros, verdadera habanidad. Creatividad de habaneros, verdadera creatividad. Sueños nacidos en el fondo del espíritu habanero; verdaderos sueños que dan sentido a la vida y razón al corazón. Habaneros de nacimiento: Arango, Varela, Luz y Caballero, Martí, Villena, Lezama Lima…; habaneros de corazón: Heredia, Saco, Del Monte, Varona, Guillén… Habaneros también los que desde abajo perforaron e hicieron sentir las luchas de la gente sin historia (porque no se creó su memoria histórica); los caídos silenciosamente en sus calles por amar la libertad y la justicia. La Habana también fue rebelde, rebelde cotidiana, resistente a la injusticia, al dolor; esa otra Habana de los solares y traspatios que, más que marcar la piedra, forjó el alma indoblegable de sus gentes.

En 1832, al contemplar cómo los jóvenes habaneros arrebataban el féretro del obispo Espada, exclamó José de la Luz y Caballero: «Vosotros me hicisteis gustar con noble orgullo que era habanero el corazón que en mí latía». Al leer hoy las páginas que conforman este libro, cuyo título es Fundada esperanza, sentí vibrar ese noble orgullo en la letra de estos pequeños ensayos que recogen lo más granado del pensamiento de las más relevantes figuras de la cultura y la historia de nuestro país.

Si algo hace imprescindible la lectura de estos trabajos es el espíritu que los anima, la cultura que los expresa y el estilo que los caracteriza. En ellos está, a mi modo de ver, lo mejor del sueño habanero, del sueño de todas esas figuras que nombra Eusebio Leal Spengler en sus ensayos. Y si alguien quiere entendernos, si alguien quiere conocer cómo piensan los habaneros de corazón, que lea despacio y atento lo escrito por él en estas páginas.

No podían haber brotado de otra mente que la del Historiador de la Ciudad. Porque en él está la pasión necesaria que nace del amor y la entrega a una obra que, hace apenas unas décadas, para muchos era irrealizable. Y no la simplifiquemos a la simple reconstrucción del corazón de La Habana, que no es vieja, es mucho más. Esa catedral gótica, llena de tantos detalles que la hacen monumental y eterna, es solo el espacio para el espíritu habanero, es el mundo físico para soñar y recrear nuestra propia cultura.

Son letras que tienen la erudición verdadera, aquella que nace del estudio no solo en libros, sino también en las piedras que pisa al andar su Habana y en las manos que tocan restos pétreos y óseos que, una vez rescatados, pasan a integrarse al nuevo conjunto de la historia que surge cada día.

No sé si los ejemplos quedan, pero sí sé que es imborrable la huella de Eusebio Leal Spengler en las letras y en la edificación de esta Habana que tanto llevamos en el corazón. No sé tampoco si un día el espíritu romántico pueda parecer ridículo a los ojos de pragmáticos y buscavidas; menos aún sé qué hará el futuro con la herencia que se le deja, pero sí creo que este historiador cuya voluntad de habanero supo reducir la piedra y hacerla hablar, este historiador de la piedra que se lee, deja uno de los más preciados legados en su obra y en su ejemplo.

A Eusebio, la eterna gratitud de todo cubano de corazón: por lo que dice y por lo que hace.

Eduardo Torres-Cuevas