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Josep Camps nació en Barcelona en 1964. Actualmente desarrolla su labor profesional en el mundo del marketing y las ventas. Está especializado en dirección de organizaciones comerciales y gestión de fuerzas de ventas de alto rendimiento.

Ha publicado el libro de ensayo El comercial. Claves imprescindibles para triunfar en la venta (Editorial ESIC, 2010). Melodía quebrada es su primera novela de ficción, la que inicia la saga del sargento Eutiquio Mercado.

 

 

¿El Opus Dei es una secta integrada por miembros que solo buscan enriquecerse a cualquier precio o es una organización que ayuda a encontrar a Cristo en el trabajo, la vida familiar y el resto de actividades ordinarias? ¿Ha perdido su esencia católica o jamás la tuvo? ¿Existen las mortificaciones, cilicios y otras penitencias o son solo una leyenda? ¿Josemaría Escrivá de Balaguer fue realmente un santo o únicamente un hombre obsesionado por el poder y el dinero? En pleno siglo XXI, la Obra sigue generando fuertes controversias entre sus partidarios y detractores.

En Rezos de vergüenza, el sargento Eutiquio Mercado se reincorpora a los Mossos d’Esquadra para esclarecer la muerte de Borja Tintoré, hijo de un importante banquero vinculado al Opus Dei, y de Quim Albertí, compañero suyo en el Cuerpo durante muchos años. Una investigación que pondrá a prueba la estabilidad emocional del protagonista y que debilitará por momentos su tenacidad. Ambientada en la Barcelona actual, de capítulos cortos y ritmo frenético, nos encontramos con una novela a medio camino entre los géneros negro y policial que bebe de los cánones que en su día marcaran Jim Thompson, Mickey Spillane o el mismo Manuel Vázquez Montalbán.

Tras el éxito de Melodía quebrada, Tiki Mercado vuelve a protagonizar esta nueva aventura donde la muerte, la violencia y la crueldad se erigen en actores principales. Pero por donde también fluyen el humor, el sexo y el rock and roll. Una novela imprescindible para los amantes de la literatura negra y policial, pero también para los lectores que ven el género con algún recelo.

REZOS DE VERGÜENZA

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REZOS DE VERGÜENZA

Josep Camps

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Primera edición: febrero de 2016

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Josep Camps, 2016

© de la presente edición, 2016, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño: Mauro Bianco

Producción del ebook: booqlab.com

ISBN digital: 978-84-16328-42-0

Código IBIC: FF

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

How I wish

How I wish you were here

We’re just two lost souls swimming in a fish bowl

Year after year

Running over the same old ground

What have we found?

The same old fears

Wish you were here

ROGER WATERS-DAVID GILMOUR

 

 

 

 

A Upe y Maria

A Josep Forment

Y a ti, lector

1

Vicent Boira dejó la fotografía sobre la mesa. Me incorporé de la silla y la cogí. La imagen estaba borrosa. Aun así, pude ver qué era: un cuerpo humano con la cabeza separada del tronco.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Un hombre al que han decapitado con una motosierra, alguien a quien tú conocías bien.

—¿Quién?

—El sargento Joaquim Albertí.

—Pero ¡qué dices!

—Lo siento, Tiki.

Con mano trémula, dejé la foto en la mesa. Encendí un cigarrillo y chupé con fuerza. Quim Albertí había muerto. No podía ser. Respiré hondo y me volví a Boira.

—¿Quién ha sido?

—No lo sabemos. Anteayer se le encargó a Albertí la investigación de la muerte de Borja Tintoré, el hijo menor del banquero.

—Y un día después ha sido asesinado.

—Lamentablemente, así es.

—¿Cómo murió el hijo del banquero?

—El chico fue hallado muerto en un descampado de la Mina. También decapitado. Albertí ha aparecido dentro de un contenedor de basura, en Ciudad Diagonal.

—¿Han sido los mismos?

—¿Crees que hay mucha gente que se dedique a decapitar cuerpos humanos con una motosierra?

—Supongo que no.

—Necesito que me ayudes, Tiki.

—Estoy retirado, ya lo sabes.

—Este no es un caso más.

—Hace más de dos años que lo dejé. Te lo dije entonces y te lo repito ahora: no quiero saber nada de vosotros. Os podéis ir todos a la mierda.

—¿También Albertí?

Me levanté con brusquedad y me encaré con Boira.

—Eres un cerdo.

Boira no se inmutó, era una de sus cualidades. Desde que nos conocíamos, y de eso hacía ya más de veinte años, jamás lo había visto fuera de sí. Nunca había atinado a saber si las cosas le importaban un carajo o era un tipo muy frío. Tal vez las dos cosas.

—Tiki, por favor, siéntate. Hablemos como personas racionales. Ya imagino que no quieres volver, pero estamos ante un asunto extraordinario. El padre del chico es una persona muy influyente. Está presionando al más alto nivel para que todo se solucione lo antes posible.

—Y ahí está en juego tu cabeza como comisario jefe.

—Nosotros tampoco nos podemos permitir el lujo de quedarnos impasibles cuando se cargan a uno de los nuestros. Hazlo por Albertí, era tu amigo.

En eso Boira tenía razón. Quizás no fuéramos amigos en el sentido que la mayoría de la gente entiende, pero sin duda Quim Albertí había sido alguien importante en mi vida.

—Sí, era mi amigo —contesté, volviéndome a sentar—, pero eso no cambia nada. Te corresponde a ti esclarecer quién acabó con su vida. Y con la vida del hijo del banquero.

—Eres el mejor investigador que hemos tenido jamás. Sabes que eres un mito dentro del Cuerpo. En la academia hablan del sargento Eutiquio Mercado como un ejemplo a seguir, centenares de policías sueñan con ser algún día como tú. No les defraudes.

—No, no me interesa.

Tiré el cigarrillo al suelo y me incorporé. Boira me sujetó el brazo con fuerza.

—Piénsalo bien.

Me solté de mala manera y le dirigí una mirada fulminante antes de marchar. Estábamos en la plaza de la Virreina, debajo de mi casa, en el barrio de Gràcia de Barcelona. Un lugar con un aroma especial de tranquilidad, cuna de agradables conversaciones y mejores compañías. Desgraciadamente, nada volvería a ser igual. La Virreina me recordaría siempre la muerte de mi amigo Quim Albertí.

Comencé a caminar sin rumbo determinado, Gràcia adentro. Y entonces vino a mi mente el «Wish You Were Here», aquel canto a la amistad que unos David Gilmour y Roger Waters, en plena madurez creativa, dedicaran a su compañero Syd Barrett.

2

Deambulé como un autómata durante un par de horas. Después me senté en un banco de la plaza del Raspall y encendí un cigarrillo. En mi cabeza aparecía una vez y otra la foto que me había enseñado Boira. Aquel tronco sin cabeza era como un yunque que me golpeaba la conciencia. Tenía que llamar a Naraia, la mujer de Quim, para decirle cuánto lo sentía, cómo me había afectado la muerte de su marido, de qué manera lo echaría de menos. Pero no me atrevía. Me daba miedo plantarme delante suyo y tener que contemplar tanto dolor. Esperé y esperé. Y luego esperé un poco más. Media hora después, al fin, me armé de valor. Volví a la Virreina y subí a mi apartamento a coger las llaves de la Scoopy.

En apenas quince minutos llegué a casa de Albertí, un piso antiguo situado en un inmueble colindante con el mercado de la Boqueria que había heredado de un abuelo suyo.

Naraia, con los ojos enrojecidos, me abrió la puerta y me dio un abrazo. Era una tinerfeña menuda y de ademanes tranquilos cuya piel oscura delataba sus antepasados bereberes. Quim la había conocido durante el servicio militar. Habían congeniado rápidamente y, poco después de que Albertí terminara con sus obligaciones patrióticas, se habían casado. Naraia había dejado a su familia en la isla y se había instalado en Barcelona. Algunos años después tendrían el primero de sus tres hijos.

—No sabes cuánto lo siento, Naraia.

—Lo sé, Tiki. Eras uno de sus amigos.

—¿Y los niños?

—Los he dejado con una vecina, no quiero que vivan esto. Son pequeños aún. Pero pasa, por favor. ¿Te preparo un café? Yo tomaré otro, me irá bien.

Mientras Naraia iba a la cocina, me senté en el sofá favorito de Quim, en el que no dejaba sentar a nadie, ni siquiera a sus hijos, en el que tantas y tantas horas pasara viendo partidos de su querido Barça. Se me hizo un nudo en la garganta y se me nubló la vista. Entonces volvió Naraia, me sirvió el café y se sentó en el sofá de al lado.

—¿Por qué lo hicieron, Tiki? Quim era un buen hombre, no se metía con nadie.

—Es injusto, lo sé. Pero no te preocupes, la gente del Cuerpo hará lo que sea necesario para dar con quien acabó con tu marido. Cargarse a un mosso tiene consecuencias, te lo aseguro.

—Estoy convencida de eso, pero a mí no me devolverá nadie a Quim. Tengo tres hijos pequeños. ¿Qué clase de vida crees que les espera sin un padre que los quiera y los eduque?

—Eres una mujer valiente.

—No me quedará otra, si quiero tirar adelante.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Es posible que vuelva a mi tierra. Allí están mi familia y mis amistades de siempre. Sin él, nada me retiene aquí. ¿Sabes?, estábamos en la mejor etapa de nuestras vidas. Hacía poco que Quim había ascendido a sargento, estaba que se moría por sus hijos y nuestra relación de pareja marchaba bien. Siempre estaba pendiente de que no nos faltara de nada. Dios, ¿qué va a ser ahora de nosotros?

No contesté. Tanto dolor me abrumaba. Naraia cogió, temblorosa, la taza de café y dio un sorbo.

—Puedes fumar, si quieres —dijo.

—No, gracias.

—No me digas que lo has dejado.

—No, claro que no.

—Deberías planteártelo.

—Supongo que me sería imposible.

—Tú eres un hombre de fuertes voluntades. De cosas peores has salido.

—Sí, pero todo tiene sus límites y creo que los míos ya están ampliamente traspasados —contesté, riendo.

Por primera vez, Naraia esbozó una tímida sonrisa. Estuvimos un rato en silencio. Quizás no teníamos nada más que decirnos.

—El comisario jefe quiere que vuelva al Cuerpo para investigar la muerte de Quim —disparé, pasados un par de minutos.

La tinerfeña me miró a los ojos. Pero no contestó.

—¿Qué te parece? —insistí.

—Me parecerá bien lo que hagas. Dejaste el Cuerpo hace tiempo y ahora tienes tu vida. ¿Eres feliz?

¿Lo era? Desde que abandonara los Mossos, mi vida se había vuelto tranquila, acaso anodina. Salía a correr varias veces por semana, generalmente desde la Virreina hasta el parque de Cervantes, arriba de la Diagonal. Entre ida y vuelta, unos trece kilómetros que permitían mantenerme en un razonable estado de forma. También había vuelto a matricularme en la universidad para seguir con la carrera de Filosofía que dejara colgada veintitantos años atrás. Tenía el Roxette. Por ahí, todo más o menos bien. Lo que no carburaba tanto era lo de la coca y el alcohol. Los demonios seguían ahí, no se iban. Mi vida giraba concéntricamente una y otra vez sobre eso. A veces hasta la obsesión.

—No lo sé, Naraia, quiero suponer que sí.

—Disfruta todo lo que puedas y no mires atrás. La felicidad dura poco y hay que aprovecharla al máximo.

Sin más que decirnos, nos despedimos con un par de besos prometiéndonos no perder el contacto, aunque ambos sabíamos que difícilmente volveríamos a vernos.

Antes de montarme de nuevo en la Scoopy, me metí en la Boqueria. Eran las tres de la tarde y pensé que era un buen momento para comer algo en El Ramblero, un bar dentro del mercado que antaño había sido una parada de frutas y del que me habían hablado maravillas.

Después de esperar una eternidad, conseguí hacerme un hueco en una de las esquinas.

—¿Qué será? —me preguntó un tipo de cara redonda y finas patillas, todo vigor, que parecía el dueño del bar.

—Una tapa de callos con un poco de pan.

—¡Marchando! ¿Y para beber? ¿Un vaso de vino? ¿Una caña?

—Un agua, por favor.

—No es lo que mejor casa con los callos.

—Lo sé, lo sé… —contesté, desviando la mirada, dando así por terminada la conversación.

En apenas unos minutos, tenía delante de mí una más que generosa cacerola de barro repleta de tripas de vaca, acompañadas de rodajas de chorizo y morcilla. Salivé solo con ver aquello. Cogí el tenedor y me abalancé sobre el manjar. Después de dar buena cuenta de ellos, mojé el pan en aquella exquisita salsa hasta que no quedó ni una gota.

—Amigo, perdona, pero esto que has hecho es un pecado —dijo el tipo que estaba sentado a mi lado con una caña de cerveza en la mano—. Comerse unos callos sin un buen Ribera del Duero al lado es como follar con los pantalones puestos.

—Me parece que nadie te ha pedido la opinión sobre cuál es la mejor manera de follar. Así que, si no te importa, te agradecería que me dejaras en paz.

El tío se me quedó mirando. Parecía sopesar si replicar o seguir con lo suyo. Optó por lo último. Me dio la espalda y pidió otra cerveza. Mejor, porque de seguir, el tema hubiera acabado mal. Si el tipo aquel supiera lo que habría dado por un buen vaso de vino, seguramente no habría abierto la boca.

Con el estómago conformado, salí de la Boqueria y fui a coger la Scoopy. Antes de subirme a ella, encendí un cigarrillo. Le di media docena de caladas profundas y lo tiré. Y entonces los vi: mientras me disponía a colocarme el casco, delante de mí pasó una mujer joven con tres niños pequeños. Uno iba sentado en un cochecito de bebé; los otros agarraban la falda de su madre. Probablemente tuvieran una edad similar a la de los hijos de Albertí. Pensé en ellos, en qué sería de su vida, cómo afrontarían su infancia y adolescencia sin la figura de un padre. De mayores quizás preguntarían a su madre cómo murió su padre y, muy posiblemente, también se interesarían por la reacción de los compañeros de trabajo de su progenitor, cómo reaccionaron, qué es lo que hicieron. Se me encogió el estómago. En ese momento sentí vergüenza de mí mismo. Si yo no era capaz de hacer algo por quien había sido fiel compañero y amigo, es que estaba muerto. Me quité el maldito casco, cogí el móvil y llamé a Vicent Boira.

3

—Tiki —respondió Boira al otro lado del teléfono—. ¡Qué sorpresa! ¿Ocurre algo?

—Nada en especial. Quiero hablar contigo.

—¿Quieres que nos veamos?

—No es necesario. Podemos hablar por teléfono.

No tenía gana alguna de verme con él. Ya había aguantado sus modales de ejecutivo de multinacional pocos días atrás. Era más que suficiente.

—Bien, como quieras —contestó—. Tú dirás.

—Acepto el encargo.

—¿Vuelves al Cuerpo?

—Sí.

—Bien, Tiki. No sé qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión, pero celebro que vuelvas.

—Espera, no corras tanto. Tengo condiciones.

—Suelta.

—En primer lugar, vuelvo solo temporalmente. Cuando termine todo esto, lo dejo y vuelvo a mi vida actual.

—Me parece bien. ¿Qué más condiciones?

—Quiero trabajar con la agente Elvira Sangenís.

—¿Quién es esa?

—Una agente de la división que colaboró conmigo en mi última etapa en el Cuerpo.

—¿Cuando lo de Canals?

—Sí.

—¿Está buena?

—Es buena.

—Tú lo que quieres es tirarte a la agente esa.

—Me da igual lo que pienses. ¿Aceptas?

—Tendré que verlo. Mañana te digo algo.

—Es condición indispensable, Boira.

—Si no tienes una mujer al lado, no funcionas, ¿eh?

—Puede ser, pero es lo que hay. Lo tomas o lo dejas.

—Ya sabes que el Cuerpo tiene unas jerarquías que no se pueden saltar así como así. He de ver cómo hago encajar tu vuelta.

—Me fui con una excedencia y, como ya han transcurrido más de dos años, puedo regresar inmediatamente.

—Conoces bien las normas que te interesan. Bien, haré mover los papeles.

—Queda una tercera condición, Boira.

—Espero que sea la última.

—Lo es. No quiero intromisiones de ningún tipo. Haré las cosas a mi manera aunque a ti o a cualquier pingüino de los de arriba no os guste. Reportaré a quien tú me digas, eso lo acepto, pero no admitiré órdenes de él ni de nadie. Tampoco pienso realizar ningún informe escrito.

—¿No te estás pasando?

—Son mis condiciones, Boira.

—De acuerdo, el subinspector Carlos Carreras se pondrá a tu disposición para lo que necesites. Mañana a las nueve en su despacho.

—Perfecto. Adiós.

—Espera, yo también tengo una condición. Solo una.

—¿Sí?

—Sé prudente. No quiero que te pase lo mismo que a Albertí.

4

Después del encuentro con Naraia, lo último que me apetecía esa tarde era ir al Roxette, pero no podía dejar sola a Jessica. Cuando llegué, minutos antes de abrir al público, ya estaba trajinando detrás de la barra. Había sido un buen fichaje. A causa de un súbito ataque al corazón, su padre había tenido que cerrar El Mariscal y ella no había querido tomar las riendas del negocio. Así que habían traspasado el local a una conocida marca de ropa de bajo coste y habían finiquitado el negocio. Jessica se había dedicado entonces a intentar sacar rendimiento económico a su gran afición: la fotografía. Se dedicaba a deambular por los bares de Gràcia con fotografías de desnudos masculinos bajo el brazo en busca de clientes. Pero al cabo de pocos meses se dio cuenta de que aquello no daba para vivir y lo dejó. Coincidió que por aquel entonces yo me había liado la manta a la cabeza y había alquilado un local en la calle Maria, muy cerca de donde había estado El Mariscal, y había abierto el Roxette, un bar musical de los de toda la vida. Un lugar sin grandes pretensiones, pero que colmaba mis ambiciones. Y como necesitaba a alguien que me ayudara en el negocio, no me costó mucho convencer a Jessica para que me echara una mano. Eso sí, le prometí una parte de los beneficios que generara el Roxette y poder decorar el local con sus fotos.

El bar tenía dos plantas. En el piso de arriba, un pequeño trastero hacía las funciones de almacén. En la planta inferior se encontraba la zona destinada a los clientes, formada por una decena de mesas redondas, una barra con veinte taburetes y una pequeña cabina desde donde controlaba la música del local. Al fondo, una breve tarima servía para los conciertos unplugged que intentaba programar siempre que podía. No es que me gustara la música en directo sin amplificadores, de hecho me parecía algo así como menospreciar el rock and roll, pero el Ayuntamiento no me había dado permiso para otra cosa.

—Has llegado pronto —saludé a Jessica.

—Es que había quedado con un tío que me quería comprar unas fotografías.

—¿Y qué? ¿Has vendido?

—Qué va. El tío solo quería ligar conmigo y, claro, lo he mandado a la mierda. La gente se piensa que porque hago fotos de desnudos masculinos ya soy una ninfómana. Me parece que me voy a dedicar a otra cosa. Por cierto, me ha dicho mi padre que hoy vendrá porque le tienes que dar algo.

—Sí, un cedé de Clapton.

—¿He oído nombrar a Clapton? —tronó una voz detrás de mí. Era Mariscal. Desde lo del ataque al corazón, había adelgazado ostensiblemente y había dejado la bebida y el tabaco, aunque aún seguía conservando aquel aire a lo Jerry García.

—De eso hablábamos —contesté.

—¿Tienes lo mío? —dijo, apoyándose en la barra.

—Claro que sí, aquí lo tienes. —Y le largué el cedé del Just One Night—. No te olvides de devolvérmelo.

—Qué pesados sois —terció Jessica—. Todo el día hablando de rock and roll. ¿No tenéis más temas de conversación?

—Tiki —rio Mariscal—, perdona a mi niña, no sabe lo que dice.

Jessica nos dirigió una mirada fulminante a los dos y se fue.

—¿Cómo va el negocio? —dijo Mariscal—. ¿Se porta bien mi hija?

—Muy bien, viejo. Este sitio no sería lo mismo sin ella.

—Tiki, no se te ocurra tirarle los tejos, ¿eh? El otro día vi cómo le dirigías una mirada sucia y no me gustó nada. Ahora que parece que tiene un novio estable, lo último que querría es que se liara con un tipo como tú.

El novio al que se refería Mariscal era un tipo extravagante, por decir algo suave. Algo parecido a una réplica de mal gusto de Lemmy Kilmister. Siempre enfundado en una raída chaqueta de cuero negro, lucía unas largas patillas que se extendían hasta la boca y conectaban con un ridículo bigote, casi siempre lleno de puntitos blancos por culpa de la coca que le supuraba continuamente de la nariz.

—Tu hija es un bellezón —contesté.

—Sí, como su madre. Espero que no sea igual de puta. ¿Dónde se grabó este cedé?

—En el teatro Budokan de Tokio, en el 79, durante la gira de presentación del Backless.

Aún no había terminado la palabra cuando Mariscal se me acercó y, sin darme tiempo a reaccionar, me clavó un sonoro beso en la mejilla.

—Pero ¡qué coño haces! —exclamé, limpiándome la mejilla con el dorso de la mano.

—Eres un sol, Tiki. Conforme voy envejeciendo, cada vez valoro más todos esos directos grabados en los setenta. Rock and roll puro, sin artificios: el Made in Japan de los Purple, el Alive! de Kiss, el Love You Live de los Stones, el Live & Dangerous de Thin Lizzy…

—Joder, sí. Qué buenos.

—¿Y el Gonzo? El doble que grabó aquel tío de las melenas con cara de loco.

—Ted Nugent.

—Sí, ese. La versión del «Cat Scratch Fever» quita el hipo de lo buena que es.

—Totalmente de acuerdo, Mariscal.

—Bueno, ya tengo ganas de escuchar este doble de Clapton. Creo recordar que había una balada preciosa dedicada a la mujer de Harrison. Y también algunas covers interesantes. Clapton is God, amigo.

—Bueno, tampoco nos pasemos. Te compro que el amigo Clapton tuvo unos prometedores inicios, pero su estela creativa se apagó rápidamente. Apenas un par de trabajos buenos y a sestear por los siglos de los siglos.

—Amén. Pero no me subestimes a Slowhand. ¿Te dije que lo conocí en un concierto en el Palacio de los Deportes? Sería sobre el setenta y tantos. Yo en aquella época me ganaba la vida montando y desmontando escenarios para un promotor musical y tuve la oportunidad de conocer a muchos de los grandes. Fue en esa ápoca cuando conocí a Keith…

—Ya me has contado eso un montón de veces. Conociste a Keith Richards y te hiciste amigo suyo.

—Hace un par de semanas hablé con él. El tío, con la edad que tiene, está de puta madre. Me dijo que en breve se dejará caer por aquí. Le gusta mucho Barcelona y siempre que viene…

—Vale, vale… —interrumpí—. ¿Qué me decías de Clapton?

—Ah, sí. Mira, chaval, Eric Clapton fue un dios en su época.

—Dicen que eso solo fue una campaña de marketing.

—Y una mierda. Si dices esto es que no has oído bien al Clapton de la época de los Cream o de los Derek and the Dominos. O cuando publicó aquella maravilla de álbum en Blind Faith con Steve Winwood y Ginger Baker. Además, gente como Bob Marley o J. J. Cale no serían nadie sin él. El empalagoso del jamaicano nunca hubiera ido a ninguna parte si Clapton no le hubiera versionado su «I Shot the Sheriff». Pasó de ser un don nadie a una megaestrella de la música. Y con J. J. Cale, tres cuartos de lo mismo. Desde que Clapton le versionó el «Cocaine» empezó a vender discos.

—Vale, vale, te lo compro.

—Así me gusta. Y ahora una cosa. Entre tú y yo, ¿eh?

—Lo que quieras, mientras no sea sexo.

—Qué burro eres. No, quería hablarte de eso de las fotos que tienes colgadas por el bar.

—¿Las de tu hija?

—Sí.

—¿No te gustan?

—Sí, claro. Jessica tiene un talento enorme.

—¿Entonces?

—No sé, quizás no peguen mucho con el local. ¿A ti te gustan?

—No me disgustan.

—Si quieres, te puedo dejar algunas fotos que tengo en casa. Te combinarían bien con las de Jessica. ¿Te acuerdas de la portada del London Calling de los Clash, aquella en la que Paul Simonon está golpeando su bajo contra el escenario?

—Cómo no voy a acordarme.

—Pues tengo un póster de la imagen firmado por el mismísimo Joe Strummer. También te podría dejar la foto en la que David Bowie parece estar chupándole la polla a Mick Ronson mientras este toca la guitarra. O una en la que aparecen juntos Marley, Jagger y Peter Tosh. Y luego está la foto en la que Debbie Harry está delante de un micrófono, vestida solo con una camiseta, con la entrepierna al aire.

—Vale, viejo, me quedo con la de los Clash y con la de Blondie.

—Solo te las dejo, ¿eh?

Dejé a Mariscal y me fui a poner copas. El Roxette empezaba a llenarse y había que atender a los clientes. Mientras servía unos mojitos a un grupo de chicas jóvenes que disfrutaban de su afterwork particular, me acordé de Albertí y de los buenos momentos que habíamos compartido. Y me sentí muy cansado.

5

A pesar de que hacía más de dos años que no había vuelto a pisar La Central, cuando llegué tuve la sensación de no haberme marchado nunca de aquel lugar. El Complex Central Egara, la megalómana sede oficial de la Policía catalana, seguía allí, impertérrita, como un recuerdo desdichado de tiempos de derroches obscenos. Durante mi última etapa, había trabajado en la División de Investigación Criminal, hasta que el caso Canals me había hecho aborrecer el Cuerpo y me había largado.

Desde entonces no había vuelto a saber nada de Carlos Carreras, el subinspector. Llamé a la puerta de su despacho.

—Adelante —dijo a modo de saludo.

—Hola, jefe. ¿Qué tal todo?

—Ahora que te veo a ti, mal.

—Vaya, pensaba que se alegraría de verme.

—Pues la verdad es que no. Cuando ayer me llamó el gran jefe en persona para decirme que te incorporabas de nuevo ya me temí que tendríamos problemas.

—¿Qué problemas?

—Te debes acordar todavía de Talavera, ¿verdad?

—Claro, cómo iba a olvidar a semejante imbécil…

Óscar Talavera era un redomado inútil que no tenía mayor mérito que pertenecer a una familia influyente, y se sospechaba que jamás había hecho un examen para entrar en los Mossos ni tampoco para ascender peldaños en la jerarquía policial.

—Pues a ese imbécil lo puse ayer al mando de la investigación del caso. Investigación que ahora vas a llevar tú. Y ya sabes que el tío de Talavera es un alto cargo de Interior. Cargo que me ha llamado hace un rato para pedirme explicaciones del porqué he retirado a su sobrino de la investigación.

—Dígale que hable con Vicent Boira.

—Sí, es lo que he hecho, pero por lo pronto ya he tenido que aguantar un chorreo a primera hora de la mañana que me ha puesto de muy mal humor. Pero, bueno, vayamos a lo nuestro.

—Bien, ¿qué sabemos sobre las muertes de Albertí y Tintoré?

—No mucho, la verdad. En ninguno de los dos casos hay testigos, y las huellas encontradas en los cuerpos no corresponden a nadie fichado a día de hoy.

—¿Estaban conscientes antes de la decapitación?

—Parece ser que sí. Debieron de tener una muerte dura.

—Joder. ¿Algo más?

—Se ha podido determinar que la cadena de la motosierra era la misma, posiblemente perteneciente a una Husqvarna de gasolina.

—De las que debe de haber a decenas en cualquier ferretería —observé.

En ese instante se abrió la puerta del despacho y entró Óscar Talavera. Tenía el rostro enrojecido por la ira.

—Hijo —le espetó Carreras—, ¿no te han dicho que, para entrar en algún sitio, primero hay que llamar a la puerta y después esperar a que te den paso?

—Vaya, ya veo que ha llegado el salvador del mundo —dijo Talavera, mirándome—. ¿Qué pasa? ¿Te has cansado de hacer de camarero?

—Bueno, un sobresueldo no me vendrá mal —contesté con sorna.

—Talavera —intervino el subinspector—, como te he comentado antes, Mercado se hará cargo de la investigación de las muertes de Albertí y Tintoré.

—Claro, el niño bonito, el héroe de los Mossos. ¿Aún te acuerdas, Mercado, de cómo se lleva una investigación? Subinspector, a este tío ya se le ha pasado el arroz. Sus métodos de trabajo pertenecen al pasado.

—Mira, Talavera, me da lo mismo lo que pienses del arroz. De hecho, me suda la polla lo que pienses de cualquier cosa. Sigue mis instrucciones y punto. ¿Me explico?

No tenía ninguna intención de tomar partido en aquella discusión. A mí solo me importaba detener a quien se hubiera cargado a Albertí. Lo demás me traía sin cuidado.

—Claro que se explica —siguió Talavera, cada vez más exaltado—, pero no lo entiendo. No sé por qué no puedo llevar yo la investigación.

—Me parece que ya lo he dicho de manera muy clara. A partir de ahora va a ser el sargento Eutiquio Mercado quien se ocupe del tema, y no hay más de qué hablar.

—No estoy de acuerdo con todo esto. Soy mucho más capaz que Mercado o… el mismo Albertí.

Me afectaba poco lo que pudiera creer o decir Talavera de mí, pero no pensaba consentir que alguien ensuciara la memoria de mi amigo. Me levanté como un resorte, cogí al sobrino del alto cargo de Interior por las solapas de la chaqueta y lo estampé contra la pared.

—Me estás empezando a hartar, chico. Vete inmediatamente de aquí antes de que pierda la paciencia.

—¡Subinspector! —gritó Talavera—. ¿No ve lo que me está haciendo este cabrón? ¿No va a hacer nada?

—Mercado, suéltalo —ordenó Carreras, sin demasiada convicción.

—Esto te va a costar caro, Mercado. Sé dónde llamar para que te echen de aquí de una vez por todas.

—Tú no vas a llamar a nadie, Talavera —dijo el subinspector—. Harás lo que yo te diga y nada más, ¿entendido? Ahora, Mercado, déjalo de una vez o le vas a romper esa chaqueta tan bonita que lleva.

—Muy bien, chico, ya te puedes ir. —Lo solté—. Pero no me toques más los huevos, tengo muy poca paciencia con los imbéciles como tú.

Talavera se arregló las solapas de la chaqueta, me dirigió una mirada cargada de rencor y se fue.

—Tardaré poco en recibir una llamada, ya lo verás. —Carreras desvió la vista hacia la ventana.

—Lo siento, jefe, pero es que me ha puesto a mil.

—No te preocupes. —Ahora me miró a los ojos—. Si quieres que te sea sincero, me alegro de que estés aquí. Tu presencia va a suponer un estímulo importante para los chicos. Desde lo de Albertí, hay muchos nervios. Era una persona muy apreciada, ya lo sabes. Además, es un caso que Quim no quería. Yo lo forcé. Y me siento mal por ello.

—No se machaque, era su deber.

—Ya lo sé, pero no por ello deja de joderme. Tenemos que dar con quien lo asesinó.

—Delo por hecho, no he venido a pasar el rato.

—Eso espero, Mercado. Bueno, me ha dicho el gran jefe que tengo que ponerme a tu disposición para todo lo que necesites. Parece que serás tú el jefe.

—No es nada contra usted, es solo que quiero ir a la mía. Terminé muy harto de jerarquías policiales. Pero no tema, lo mantendré al tanto de la investigación.

—Gracias, sargento.

—¿Le jode?

—¿Debería?

—No, claro que no.

—Estate tranquilo, Mercado. Tendrás en mí todo lo que necesites. Y un poco más. Tengo tantas ganas como tú de pillar a quien asesinó a Quim.

—¿Le comentó Boira algo de Elvira?

—Pues no, no lo recuerdo. ¿Qué es lo que tenía que decirme?

—Quedé con él que Elvira me ayudaría en el caso.

—Pues será complicado —contestó Carreras—, está en otro caso, ahora. Pero, vaya, si se lo pediste a tu amigo, el comisario jefe…

Carreras se había enojado repentinamente y quizás no le faltaba razón. A nadie le gustaba que le impusieran las cosas desde arriba. Aunque yo jamás había utilizado mi antigua amistad con Boira para nada, todo el mundo en el Cuerpo, especialmente los más veteranos, sabían de mi relación con él.

—Vicent Boira no es mi amigo, subinspector, quizás lo fue hace tiempo, pero no ahora. Además, usted sabe que yo nunca he hecho gala de ello.

—Tienes razón, perdona. No he estado bien.

—Entonces lo de Elvira será difícil —dije, contemporizador.

—Nada que no pueda solucionar un viejo subinspector como yo. Al fin y al cabo, aquí mando yo.

—Por supuesto, jefe.

Carreras se acomodó en su sillón. Parecía más satisfecho, pero un rictus de preocupación ensombrecía su rostro.

—Mercado —dijo al cabo de unos segundos—, me preocupa eso de la motosierra. Yo jamás había visto aquí utilizar este tipo de artilugios para matar a alguien. Hasta ahora siempre me había parecido algo lejano, exclusivo de esos narcos mexicanos que salen en las películas. Y eso no es bueno. Ve con cuidado. No quiero que acabes mal. ¿Entendido?

—Iré con cuidado, no tema.

—Muy bien, ahora vete. Llamaré después a la agente Sangenís para que se ponga en contacto contigo.

Cuando abrí la puerta del despacho para salir, me topé con Boira, que entraba como un miura. Estaba furibundo.

—¿Se puede saber qué coño ha pasado? —masculló.

—¿Qué ha pasado de qué, comisario jefe? —contestó Carreras.

—Me acaba de llamar el tío de ese chico, ¿cómo se llama?

—¿Qué chico?

—Ese sargento, el que tiene un tío en Interior.

—Ah, Talavera.

—Eso, Talavera. Dice que lo has agredido, Tiki. Y a estas horas ya debe de estar todo el mundo haciendo corrillos con el asunto.

—Comisario jefe —dijo el subinspector—, aquí no ha pasado nada anormal, se lo prometo.

—No se puede ir por ahí como si fueras un matón de tres al cuarto —contestó Boira, dirigiéndome una mirada colérica—. Estamos en un cuerpo público, que se rige por unas normas muy concretas, cuya base es el respeto a todos los ciudadanos, empezando por los propios compañeros de trabajo.

—Ya has oído lo que dice el subinspector, yo no tengo nada más que añadir.

—Tiki, no me cabrees, mi paciencia tiene fecha de caducidad.

6

Un par de horas después de dejar La Central, me llamó Elvira.

—El subinspector me ha dicho que vuelves.

—Cierto.

—Y que trabajaré contigo.

—¿Te apetece?

—Claro. ¿Cuándo empezamos?

—Ya mismo. ¿Almorzamos en Casa Manolo? Yo invito.

—¿El restaurante gallego aquel donde me llevaste una vez?

—Sí, ¿te acuerdas dónde está?

—Claro.

—Muy bien, a las dos allí.

Cuando llegué a Casa Manolo, Elvira me esperaba en la puerta. La vi como la última vez: delgada, con el pelo rojizo recogido en un moño y una cálida sonrisa que le iluminaba el rostro.

—Me encanta este lugar —dijo Elvira después de sentarnos en mi mesa habitual—. Y lo recuerdo exactamente igual a la vez que vinimos.

—Bueno, en un par de años las cosas tampoco cambian tanto.

—¿Ya hace dos años que nos dejaste?

—Algo más. El tiempo pasa rápido.

—Y que lo digas. ¿Cómo vas?

—Bien, voy tirando. Seguramente menos estresado, pero probablemente más aburrido.

—Por eso has vuelto.

—No he vuelto definitivamente. Cuando resolvamos el caso de Albertí volveré a mi bar musical a servir cervezas a los cuatro borrachos que se dejan caer por el local. ¿Y tú? ¿Cómo estás? Ya sé que continúas aguantando al sargento Curto. Eso tiene mucho mérito.

Después de abandonar el Cuerpo, con Bernat Curto, el Sonrisas