cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Cathy Williams

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Secretos de un hombre despiadado, n.º 2326 - julio 2014

Título original: Secrets of a Ruthless Tycoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4545-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Anochecía cuando Leo Spencer empezó a cuestionarse haber emprendido ese viaje. Levantó los ojos de la pantalla del portátil y frunció el ceño al ver los campos extenderse hasta el horizonte. Estuvo a punto de decirle al chófer que pisase a fondo el acelerador, pero... ¿de qué serviría?

¿Qué velocidad podría alcanzar Harry por esas serpenteantes carreteras, aún peligrosas por la reciente nevada? No quería, por nada del mundo, acabar en una zanja en aquel lugar apartado de todo. Hacía varios kilómetros que no se cruzaban con ningún coche. Quién sabía a qué distancia se encontraba el próximo pueblo.

Llegó a la conclusión de que quizá febrero fuera el peor mes del año para hacer aquel viaje a la periferia de Irlanda. No había imaginado que pudiera llevar tanto tiempo alcanzar su destino; de haberlo sabido, habría tomado uno de los aviones privados de la empresa.

El vuelo a Dublín no le había dado problemas. Pero, a partir del momento en que su chófer le había ido a recoger al aeropuerto, el viaje se había convertido en una mezcla de atascos de tráfico, desviaciones y lugares que parecían lejos de todo rastro de civilización.

Tras desechar la idea de seguir trabajando, Leo cerró el portátil y se quedó contemplando el tenebroso paisaje.

Las ondulantes colinas de oscuros contornos se elevaban siniestramente sobre campos llanos salpicados de lagos y por los que correteaban pequeños ríos y arroyos, ninguno de los cuales era visible bajo la tenue luz de la tarde.

Leo estaba acostumbrado a la casi constante luz artificial de Londres. Nunca había tenido tiempo para disfrutar de las delicias del campo, y su indiferencia hacia él se afianzaba con cada kilómetro que recorrían.

Pero se trataba de un viaje que debía realizar.

Cuanto más pensaba en lo que le había ocurrido durante el transcurso de su vida, más seguro estaba de lo necesario de aquel viaje. El detonante había sido la muerte de su madre ocho meses atrás, poco después del fallecimiento de su padre de un infarto mientras, desgraciadamente, él jugaba al golf. Debía descubrir sus orígenes, la identidad de sus padres biológicos. No se le había ocurrido hacerlo en vida de sus padres adoptivos, pero ahora había llegado el momento de saber quiénes le habían traído al mundo.

Cerró los ojos mientras reflexionaba sobre su vida: adoptado nada más nacer por un matrimonio acomodado que no podía tener hijos; criado en el seno de una familia de clase media con todas las ventajas que ello suponía, como colegios privados y vacaciones en el extranjero. Esto, acompañado de una brillante carrera académica y un golpe de suerte en el mundo de las finanzas, le habían encumbrado hasta el punto de que, a los treinta y dos años, tenía más dinero del que podría gastar en su vida y libertad para invertirlo en fusiones y adquisiciones de empresas.

Parecía poseer un don natural para su trabajo. Ninguno de los negocios en los que había invertido le había fallado. Además, sus padres adoptivos le habían dejado una considerable herencia. En realidad, el único punto negro era la cuestión de su origen, un asunto que debía solucionar ya.

A pesar de no ser dado a reflexionar sobre sí mismo, había momentos en los cuales sospechaba que sus oscuros orígenes habían influido en su vida, al margen de todo lo que habían hecho por él sus maravillosos padres adoptivos. Por ejemplo, sus relaciones con las mujeres siempre habían sido breves. Había disfrutado de amoríos con algunas de las mujeres más hermosas de Londres; sin embargo, nunca había querido involucrarse emocionalmente con ninguna. Siempre se excusaba alegando ser la clase de hombre dedicado completamente al trabajo sin tiempo para nada más. No obstante, en lo más profundo de sí, sospechaba que se debía a la idea de que sus padres naturales le habían abandonado sin más, lo que le hacía dudar sobre la permanencia en las relaciones, a pesar de que el ejemplo de sus padres adoptivos demostrara lo contrario.

Hacía años que sabía dónde vivía su madre biológica, aunque no conocía el paradero de su verdadero padre ni si aún estaba vivo. Pero, hasta ese momento, no había hecho esfuerzo alguno por ponerse en contacto con ella.

Ahora, se había tomado una semana de vacaciones, después de informar a su secretaria de que todo ese tiempo estaría localizable por correo electrónico o por el móvil. Iba a conocer a su madre, a enterarse de lo que había pasado y, después, se marcharía, tras satisfacer la curiosidad que le había perseguido durante años. No buscaba respuestas ni una enternecedora reconciliación. Solo quería poner punto final a aquel episodio.

Y, naturalmente, no tenía intención de que su madre natural se enterara de que él era su hijo. Era demasiado rico, lo que podía motivar a la irresponsable que le había dado en adopción declarar un súbito amor por él, eso sin contar con posibles hermanos que intentaran sacarle lo que pudieran.

–¿Sería posible meterle la quinta marcha al coche? –le preguntó a Harry, que arqueó las cejas mirándole por el espejo retrovisor.

–¿No le gusta el paisaje, señor?

–Llevas conmigo ocho años, Harry. ¿En algún momento he demostrado el menor interés por el campo?

Harry, por extraño que pareciera, era la única persona de confianza de Leo. Estaban muy unidos. Le contaba cosas que jamás contaba a nadie más.

–Nunca es tarde, señor –sugirió Harry con calma–. Y no, no puedo conducir a más velocidad por estas carreteras. ¿No ha visto cómo está el cielo?

–De pasada.

–Va a nevar.

–Espero que lo haga después de llegar a nuestro destino.

Era difícil detectar la línea divisoria entre el cielo y la tierra desde el coche. Todo era una amorfa masa gris. A parte del ruido del coche, el silencio era completo.

–Sobre el clima no manda nadie, señor. Ni siquiera usted, acostumbrado a que sus órdenes se cumplan al momento.

Leo sonrió traviesamente.

–Hablas demasiado, Harry.

–Eso mismo me digo a mí mismo, señor. ¿Está seguro de que no necesitará de mis servicios una vez lleguemos a Ballybay?

–Completamente. Contrata a un taxista para que lleve el coche de vuelta a Londres y tú vuelve en el avión de la empresa. Le he encargado a mi secretaria que lo tenga listo para ti, te enviará un mensaje por el móvil para decirte dónde te recogerá. Y, luego, tú te encargarás de avisar para que lo tengan preparado para ir a recogerme y llevarme de vuelta a Londres. No tengo ningún interés en repetir este trayecto en coche.

–Muy bien, señor.

Leo volvió a abrir el portátil, decidido a no pensar más en lo que le pudiera esperar al alcanzar su destino. Especular sobre ello no era más que una pérdida de tiempo.

Dos horas más tarde, llegaron a Ballybay. No parecía gran cosa. Apenas divisaba un lago, y casas y tiendas diseminadas por las colinas.

–¿Es esto? –le preguntó a Harry.

–¿Qué esperaba, Oxford Street, señor?

–Esperaba algo más. ¿Hay algún hotel en este lugar? –preguntó frunciendo el ceño.

–Hay un pub, señor.

Harry señaló con un dedo un pub muy antiguo con un letrero que anunciaba habitaciones libres.

Leo se preguntó qué turismo podía ir a un lugar que parecía suspendido en el tiempo.

–Harry, déjame aquí mismo y márchate –Leo llevaba poco equipaje: una bolsa de viaje, intencionadamente vieja, en la que metió el portátil.

A pesar de acabar de llegar, ya estaba haciendo comparaciones entre aquel diminuto pueblo aislado y el lugar en el que se había criado con sus padres adoptivos, un pueblo en Surrey con mucha vida, sofisticados pubs y tiendas de diseño, con un transporte rápido a Londres y propiedades caras.

Salió del Range Rover, y el gélido viento azotó su rostro.

Sin titubear, se dirigió directamente al pub.

 

 

Dentro del pub, a Brianna Sullivan comenzaba a dolerle la cabeza. Incluso en mitad del invierno, los viernes por la noche atraían gran cantidad de público; y aunque agradecía el negocio que ello le brindaba, le habría gustado un poco de paz y tranquilidad.

Hacía casi seis años que su padre le había dejado en herencia el pub, al que dedicaba todo su tiempo. Estaba sola en el mundo y ese era su medio de subsistencia. No tenía más opciones.

–Dile a Pat que venga a recoger sus bebidas a la barra –le dijo a Shannon–. Estamos muy ocupadas aquí, no estamos para llevar bandejas con bebidas solo porque se rompió la pierna hace seis meses. Puede hacerlo él perfectamente o decirle a su hermano que venga a por las bebidas.

A un extremo de la barra, Aidan y dos amigos empezaron a entonar una canción de amor con la intención de atraer su atención.

–Como no os calléis, os voy a echar –dijo Brianna a Aidan mientras colocaba en la barra más bebidas para el grupo.

–Sabes que me quieres, encanto, no lo niegues.

Brianna le lanzó una mirada de exasperación y le dijo que o le pagaba todo lo que había consumido o no volvía a servirle una sola cerveza más.

Necesitaba contratar a más gente para trabajar en la barra, pero... ¿qué haría con el personal durante los días laborables, cuando la clientela era mucho más reducida? Sin embargo, ¿cómo podía justificar el gasto? Entre la contabilidad, el stock, los pedidos y atender la barra todas las tardes, no disponía de tiempo para nada más. Tenía veintisiete años y, en un abrir y cerrar de ojos, cumpliría treinta; después, cuarenta y cincuenta, y seguiría haciendo lo mismo sin grandes perspectivas. Aún era joven, pero se sentía vieja en muchas ocasiones.

Aidan continuó bromeando a su costa, pero ella le ignoró. Ahora que había empezado a sentir pena de sí misma, apenas era consciente de lo que la rodeaba.

¿Acaso no le servían para nada los años en la universidad? Quería mucho a sus amigos y se sentía a gusto en aquella pequeña comunidad, pero... ¿no tenía derecho a un poco de diversión? Solo había hecho lo que quería durante seis meses, justo después de acabar los estudios universitarios; después, de vuelta al pub a ayudar a su padre, que había conseguido que el alcohol le enterrase.

No pasaba un solo día que no le echara de menos. Habían estado solos durante doce años, tras la muerte de su madre, y no dejaba de acordarse de la risa de él, de su apoyo y de sus chistes malos. Se preguntó qué pensaría su padre si la viera aún ahí, en el pub. Él siempre había querido que viajara y desarrollara una carrera en el mundo del arte, pero no estaba allí para apoyarla y hacer posible el sueño.

Brianna, todavía absorta en sus pensamientos, se dio cuenta de que algo había cambiado cuando notó el silencio en el establecimiento.

Mientras servía una cerveza, alzó los ojos y allí, delante de la puerta, vio al hombre más guapo que había visto en su vida. Alto, cabellos oscuros y un rostro inolvidable. Mientras miraba a su alrededor, apenas parecía afectarle que todos los ojos se hubieran posado en él. Por fin, clavó esa mirada negra en ella.

Brianna sintió que, de repente, le ardían las mejillas. Inmediatamente, volvió a lo que estaba haciendo, igual que el resto de la gente. Se volvieron a oír voces y risas. El viejo Connor, medio borracho, como de costumbre, comenzó a cantar.

Brianna ignoró al desconocido, aunque era plenamente consciente de su presencia. No le sorprendió verle delante al levantar la vista de nuevo.

–El letrero de ahí fuera dice que hay habitaciones libres –dijo Leo, casi gritando para hacerse oír por encima del ruido del establecimiento.

El pueblo entero parecía encontrarse en el pequeño pub. La mayoría de los taburetes tapizados de cuero verde estaban ocupados, igual que las mesas. Detrás de la barra, dos chicas se afanaban por servir a la clientela: una era morena, bajita y con pronunciado busto; la otra, la que tenía delante, era alta, delgada, de cabello rojizo recogido en una cola de caballo, y le miraba con los ojos más verdes que había visto nunca.

–¿Por qué? ¿Le interesa? –preguntó Brianna.

La voz de él hacía juego con el resto. Era una voz profunda y perezosa que le causó un hormigueo en el vientre.

–¿Usted qué cree? Necesito una habitación y, según parece, este es el único lugar en el pueblo que alquila habitaciones.

–¿No es suficiente para usted?

–¿Quién es el dueño?

–La tiene delante.

Y Leo se la quedó mirando. Sin maquillaje, tenía la piel suave como el satín y cremosamente blanca. Sin pecas, a pesar del rojo de su cabello. Llevaba unos pantalones vaqueros gastados y un jersey de manga larga, atuendo que no disminuía su atractivo.

–Bien. Necesito una habitación.

–Se la enseñaré tan pronto como disponga de un momento. Mientras tanto, ¿quiere beber algo?

¿Qué demonios hacía un hombre como él ahí? Era forastero y no debía de conocer a nadie allí; de lo contrario, ella se habría enterado. Era una comunidad pequeña, todos se conocían bien.

–Lo que quiero es una ducha y dormir.

–Las dos cosas tendrán que esperar, señor...

–Me llamo Leo y, si me da la llave y me dice dónde está la habitación, iré solo sin necesidad de que me acompañe. Y, otra cosa, ¿hay algún sitio en el que se pueda cenar por aquí?

Ese hombre era forastero y bastante desagradable, pensó Brianna malhumorada. A su mente acudió el recuerdo de otro hombre guapo. La experiencia le había enseñado a evitar a esa clase de hombres.

–Tendrá que ir a Monaghan a cenar –le informó ella en tono cortante–. Yo puedo servirle un bocadillo, pero...

–Sí, ya lo sé, tendré que esperar porque está muy ocupada sirviendo bebidas. Olvide lo de la comida. Si necesita que le haga un depósito, dígame cuanto y deme la llave.

Brianna le lanzó una mirada impaciente y llamó a Aidan.

–Por favor, encárgate de la barra un momento –dijo a Aidan–. Y nada de bebidas gratis. Voy a ir a enseñarle a este hombre una habitación. Volveré dentro de cinco minutos. Y, si me entero de que te has servido algo de beber, te prohibiré la entrada durante una semana.

–Te adoro, Brianna.

–¿Por cuánto tiempo quiere la habitación? –fue lo primero que preguntó al desconocido tan pronto como se encaminaron al piso de arriba.

Brianna, consciente de la presencia de él a sus espaldas, sintió que los pelos de la nuca se le erizaban. ¿Tanto tiempo llevaba en aquel lugar que la presencia de un guapo desconocido era suficiente para hacerla sudar?

–Unos días –respondió Leo.

Esa mujer poseía la gracia de una bailarina, y Leo quiso preguntarle qué hacía una chica tan guapa en un pub en un lugar tan remoto. Desde luego, no parecía libre de estrés, a juzgar por lo ocupada que la había visto.

–¿Puedo preguntarle qué le ha traído a esta bonita parte de Irlanda? –ella abrió la puerta de una de las cuatro habitaciones que tenía para alquilar y se apartó para dejarle pasar.

Leo miró detenidamente a su alrededor. Era una habitación pequeña, pero limpia. Tendría que tener cuidado con las vigas del techo, pero nada más. Se volvió hacia ella mientras se quitaba el abrigo, que echó encima de la silla de madera que había delante de una cómoda.

Brianna dio un paso atrás. Ese hombre hacía que la habitación pareciera más pequeña. Ahora que se había despojado del abrigo, su musculoso cuerpo estaba a la vista. Llevaba pantalones vaqueros negros y un jersey negro, y su piel era color oliva.

–Puede preguntarlo –concedió Leo.

Pero no iba a contestar que era un multimillonario que estaba decidido a conocer a su irresponsable madre. Conocerla y no revelar su identidad iba a ser difícil.

–Pero no va a decírmelo. Bien –ella se encogió de hombros–. El desayuno lo servimos entre las siete y las ocho. Dirijo este establecimiento sola, así que no dispongo de demasiado tiempo para servir a los huéspedes.

–Qué hospitalaria es usted.

Brianna enrojeció y, aunque tarde, se recordó a sí misma que estaba hablando con un cliente de verdad, no con uno de los chicos que frecuentaban el bar a los que podía contestar en los mismos términos de familiaridad con el que ellos le hablaban.

–Siento haber parecido grosera, señor...

–Leo.

–Pero tengo mucho trabajo y no estoy de muy buen humor. El cuarto de baño lo tiene ahí –ella señaló una puerta pintada de blanco–. En la habitación tiene tetera eléctrica, té y café instantáneo.

Tras esas palabras, Brianna se encaminó a la puerta, con dificultad para apartar los ojos de él.