ÍNDICE

Ensayos
308

ELOI LECLERC

Sabiduría de un pobre

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-690-5

Título original
Sagesse d’un pauvre
© Éditions Franciscaines, París

© 2007
Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Traducción
Ana María Fraga y María José Martí

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

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A MIS QUERIDOS PADRES

«Dios espera donde están las raíces».

Rainer M.ª Rilke

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Decir que Francisco de Asís tuvo la virtud de amar todo lo que en las criaturas hay digno de ser amado, con ojos limpios de prejuicios, sería bastante exacto. Pero esta imagen es susceptible de adquirir mayor fuerza utilizando otra expresión, tal vez más inexacta, pero de una riqueza más penetrante, más incisiva, más útil para despertar en nosotros el hambre de acercarnos al tú a tú.

O sea, Francisco tuvo, ante todo, dos «vicios ejemplares»: el de la sencillez y el de la amistad. La pobreza será como el residuo de ambas. No, ciertamente, como un resto despreciable. Lo cual podría ser, por ejemplo, un simple no tener nada. Sino como expresión profundísima del desasimiento más radical de todo lo que se posee y de toda posibilidad de poseer —incluida la posesión de la satisfacción de no contar con nada.

El maravilloso vicio de san Francisco fue el de derramarse sin medida sobre las piedras, los animalillos, las plantas, las puestas de sol, los hombres. Francisco tenía los sentidos agujereados del todo. Su personalísimo sufrimiento consistía en que su capacidad de vaciarse era superada en mucho por la íntima inundación de su llenarse. Pero un día, el Señor calentó el alma del santo hasta lo más hondo, lo más suyo, hasta la raíz misma de su ser. Y entonces vivió el dolor del árbol viejo, ese dolor de muerte que la primavera sopla por entre la madera de todo árbol viejo, para apremiarle al cántico de su última flor, la más bella. La flor de saberlo ya todo en la sencillez de saberse uno mismo nada. Ese día la Sabiduría le abrió su secreto: vivir en el tiempo de Dios, en una aceptación total de sí mismo y de Él. Trabajar y jugar y dormir, en sus brazos siempre. El alma del santo —agotada por el esfuerzo de buscar su sitio en la armonía—, quedó, luego de la revelación, relajada, extendida, abrigada por la suprema Misericordia. Al ritmo de Dios en la paz de Dios. Y su cuerpo, así pacificado, pudo ser caño libre, sin dificultades ni preocupaciones escrupulosas, del gran amor de Dios hacia los hombres.

Que Dios es Dios. QUE DIOS ES. Saber esto fue la sabiduría del pobre de Asís. Luego queda ya el silencio de la plenitud. Y el derrocharse entonces todo a la vez, casi en acto único, parecidamente a como lo haría un ángel, o como esas florecillas que viven sólo unos instantes, el tiempo justo para alabar al Creador en su estallido de color y gracia. Como una vidriera iluminada de golpe por un relámpago y resumida en su afirmación de luz por la limitación de sus plomos. En su donación y renuncia llegó a la definitiva madurez del que ya nada espera sino sentarse a esperar el regalo de la muerte.

Para leer —tomando el pulso— estas páginas, retales nada más de la vida de Francisco, hemos de prescindir de ideas previas, desnudarnos de intenciones estéticas, incluso de propósitos más o menos piadosos, pero que podrían emborronar la espiritualidad del santo.

Para que los mismos silencios, esas pausas maravillosas de san Francisco, no queden marcados por nuestros prejuicios, será necesario poner nuestro corazón a la espera. Estar a la espera de su silencio. Y así unirlo, en un todo, sin mezclas ni impurezas, a su palabra.

Esta actitud de máximo respeto y de rigurosa higiene mental es sólo la condición indispensable para poder ser despertados al cariño y a la amistad que con toda sencillez nos ofrece Francisco. Pero «estar despiertos» no lo es todo. Falta, además, ponerse en marcha para realizar el encuentro a la mitad del camino. Pues dos amigos se encuentran siempre «a mitad de camino». No porque hayan convenido eso, no. Sino porque ambos salieron a la vez de casa.

Naturalmente que esta «mitad» no tiene nada que ver con la mitad aritmética —el cariño es una apuesta contra la insolencia de los números—. «A mitad de camino» quiere decir el sitio donde dos amigos se encuentran y comulgan todo el cansancio de sus pasos, el polvo de sus zapatos.

Nuestra aportación a las páginas que vienen ha de ser la que ellas mismas piden: ausencia de malicia, sencillez en los ojos y corazón abierto.

Sólo así purificados es hacedero el complemento humano que las tapas de este libro exigen para poder alumbrar a la vida su depósito de pensamientos. Precisamente es eso —el suceso de completarse hombre y libro— el hallazgo, el abrazo, agotado ya el camino por el andar de los amigos.

Juan Manuel Llopis

PREFACIO

La palabra más terrible que haya sido pronunciada contra nuestro tiempo es quizá ésta: «Hemos perdido la ingenuidad». Decir eso no es condenar necesariamente el progreso de las ciencias y de las técnicas de que está tan orgulloso nuestro mundo. El progreso es en sí admirable. Pero es reconocer que este progreso no se ha realizado sin una pérdida considerable en el plano humano. El hombre, enorgullecido de su ciencia y de sus técnicas, ha perdido algo de su simplicidad.

Apresurémonos a decir que no había solamente candor y simplicidad en nuestros padres. El cristianismo había asumido la vieja sabiduría campesina y natural nacida al contacto del hombre con la tierra. Había, sin duda, todavía mucho más de tierra que de cristianismo en muchos de nuestros mayores. Más de pesadez que de gracia. Pero el hombre tenía entonces raíces poderosas.

Los impulsos de la fe, como las fidelidades humanas, se apoyan sobre adhesiones vitales e instintivas particularmente fuertes. Y no estaban de ningún modo sacudidas o enervadas. El hombre participaba del mundo, ingenuamente.

Al perder esta «ingenuidad», el hombre ha perdido también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y todas sus técnicas le dejan inquieto y solo. Solo ante la muerte. Solo ante sus infidelidades y las de los otros, en medio del gran rebaño humano. Solo en los encuentros con sus demonios, que no le han desertado. En algunas horas de lucidez el hombre comprende que nada, absolutamente nada, podrá darle una alegre y profunda confianza en la vida, a menos que recurra a una fuente que sea al mismo tiempo una vuelta al espíritu de infancia. La palabra del Evangelio no ha aparecido jamás tan cargada de verdad humana: «Si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos».

En este camino que conduce al espíritu de infancia, un hombre tan simple y tan pacificado como san Francisco de Asís tiene algo que decirnos. Algo crucial y decisivo. Este santo de la Edad Media nos está asombrosamente próximo. Parece haber sentido y comprendido nuestro drama de antemano, él que escribía: «Salve, Reina Sabiduría, que Dios te salve con tu hermana la pura simplicidad». Sentimos demasiado claro que no puede haber sabiduría para nosotros que somos tan ricos en ciencia sin una vuelta a la pura simplicidad. Pero ¿quién mejor que el pobre de Asís puede enseñarnos lo que es la pura simplicidad?

Es la sabiduría de san Francisco lo que se propone evocar este libro: su alma, su actitud profunda ante Dios y ante los hombres. No hemos tratado de escribir una biografía. Sin embargo, nos hemos atenido a la fidelidad. Una fidelidad menos literal, menos interior, más profunda que la del simple relato histórico. Se puede abordar una vida como la de san Francisco desde el exterior intentando penetrar en el alma del santo poco a poco, a partir de los hechos. Este proceso es normal y siempre necesario. Pero cuando se ha hecho esto y se ha llegado así a penetrar algo en su riqueza interior, se puede intentar expresarla y hacer sensible esta plenitud. Y puede ser que entonces se deba recurrir a un modo de expresión más parecido al arte que a la historia propiamente dicha, si no se quiere traicionar la riqueza percibida. Con este cuidado de fidelidad, más espiritual que literal, hemos procurado hacer sensible al lector la experiencia franciscana bajo su doble aspecto. Por un lado, esta experiencia rezuma sol y misericordia. Por otra parte, se hunde en la noche de los grandes desnudamientos. Estos dos aspectos son inseparables. La sabiduría del pobre de Asís, por muy espontánea y radiante que nos parezca, no ha escapado a la ley común: ha sido fruto de la experiencia y de la prueba. Ha madurado lentamente en un recogimiento y despojamiento que no han cesado de profundizarse con el tiempo.

Este despojo llegó a su cumbre en la crisis gravísima que sacudió a la Orden y que sintió él mismo de una manera extremadamente dolorosa. En el relato que se va a leer se ha procurado expresar la actitud profunda de san Francisco a lo largo de esta dura prueba. El descubrimiento de la sabiduría se ha inscrito para él en una experiencia de salvación, de salvamento, a partir de una situación de pobreza: «Salve, Reina Sabiduría, que Dios te salve». Francisco ha comprendido que la sabiduría misma tiene necesidad de ser salvada, que no puede ser más que una sabiduría de salvación.

El punto de la crisis que va a ser evocada fue, ya se sabe, el desarrollo rápido de la Orden y la entrada masiva de clérigos en la comunidad de hermanos. Esta situación nueva presentaba un difícil problema de adaptación. Los hermanos, en número de seis mil, no podían vivir ya en las mismas condiciones que cuando eran una docena. Por otra parte, nacían necesidades nuevas en el seno de la comunidad, por el hecho de la presencia de numerosos hombres instruidos. Una adaptación del ideal primitivo a las nuevas condiciones de existencia se imponía. San Francisco tenía perfecta conciencia de ello. Pero se daba cuenta también de que entre los hermanos que reclamaban esta adaptación muchos eran empujados por un espíritu que no era el suyo. Ninguno más consciente que él de la originalidad de su ideal. Se sentía responsable de esta forma de vida que el Señor mismo le había revelado en el Evangelio. Era preciso, sobre todo, no traicionar esta inspiración primera y divina. Además, se debía evitar el tropezar con las legítimas susceptibilidades de sus primeros compañeros; estas almas simples no dejarían de turbarse por innovaciones inconsideradas. La adaptación se presentaba, pues, como una tarea delicada. Pedía mucho discernimiento, tacto y también lentitud. Estas condiciones no fueron respetadas. Los vicarios generales, a quienes Francisco había confiado el gobierno de la Orden durante su estancia en Oriente, desplegaron una actividad intempestiva. Quemaron etapas. Resultó una crisis muy grave que hubiese podido llegar hasta la ruptura.

Esta crisis fue para Francisco una prueba terrible. Tuvo el sentimiento de fracaso. Dios le esperaba allí. Fue una suprema purificación. Con el alma desgarrada, el pobre de Asís avanzó hacia una desposesión de sí completa y definitiva. A través de la turbación y de las lágrimas iba por fin a llegar a la paz y la alegría. Al mismo tiempo salvaba a los suyos, revelándoles que la forma más elevada de la pobreza evangélica es también la más realista: aquella en que el hombre reconoce y acepta la realidad humana y divina en toda su dimensión. Era el camino de salvación para su Orden: ésta, en lugar de aislarse en una especie de protestantismo ante la letra, iba a encontrar en el seno mismo de la Iglesia su equilibrio interior y su perennidad.

Capítulo I
CUANDO YA NO HAY PAZ

Dejando el camino polvoriento y ardiente del sol, sobre el que habían caminado largas horas, hermano Francisco y hermano León se habían metido en el angosto sendero que se hundía en el bosque y que llevaba directamente a la montaña. Avanzaban penosamente.

El uno y el otro estaban cansados. Habían pasado mucho calor caminando a pleno sol con sus sayales pardos. Así apreciaban ahora la sombra que echaban las hayas y las encinas. Pero el barranco subía ásperamente. Sus pies desnudos, a cada paso, rodaban sobre las piedras.

En un lugar donde la pendiente se hacía más dura, Francisco se paró y suspiró. Entonces su compañero, que iba algunos pasos delante, se paró también y, volviéndose hacia él, le preguntó con una voz llena de respeto y cariño:

—¿Quieres, padre, que descansemos aquí un instante?

—Sí, hermano León —respondió Francisco.

Y los dos hermanos se sentaron, uno al lado del otro, al borde del camino, con la espalda apoyada en el tronco de un enorme roble.

—Tienes aspecto de estar muy cansado, padre —observó León.

—Sí, lo estoy —respondió Francisco—. Y tú también, sin duda. Pero allá arriba, en la soledad de la montaña, todo se arreglará. Ya era tiempo de que saliera. Ya no podía estar más entre mis hermanos.

Francisco se calló, cerró los ojos y permaneció inmóvil con las manos cruzadas sobre las rodillas, la cabeza un poco apoyada hacia atrás contra el árbol. León le miró entonces atentamente. Y tuvo miedo. Su rostro no estaba solamente hundido y demacrado, sino deshecho y velado por una profunda tristeza. Ni el menor espacio de luz sobre esta cara antes tan luminosa. Sólo sombra de angustia, de una angustia honda, que hundía sus raíces hasta el fondo del alma y la devoraba lentamente. Parecía el rostro de un hombre en una terrible agonía. Un trazo duro atravesaba la frente, y la boca tenía un gesto amargo.