Las otras misericordias

Lucceta Scaraffia (Ed.)

Las otras misericordias

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

ÍNDICE

Introducción

Aconsejar al que tiene dudas

Rino Fisichella

Enseñar a los ignorantes

Catherine Aubin

Corregir a los pecadores

Matteo Maria Zuppi

Consolar a los tristes

Francesco Coccopalmerio

Perdonar las ofensas

Giancarlo Bregantini

Soportar pacientemente a las personas molestas

Gianluigi Pasquale

Rogar a Dios por los vivos y los muertos

Renato Boccardo

INTRODUCCIÓN

Para mantener con amor
las relaciones humanas

La misericordia, entendida como amor concreto y visible, efectivo y no simplemente afectivo, activo y práctico, es central en el mensaje hebreo y cristiano, como enseñan las Sagradas Escrituras. Pero a la tradición cristiana debemos la formación de un listado de obras de misericordia que todo fiel debería cumplir ante las diversas necesidades de los humanos. Un listado de sugerencias que tienen como finalidad hacernos más atentos a las necesidades de los otros.

Las siete obras de misericordia corporales:

dar de comer al hambriento,

dar de beber al sediento,

vestir al desnudo,

dar posada al peregrino,

visitar a los enfermos,

visitar a los encarcelados

enterrar a los muertos

siguen siendo actuales pero han sido cubiertas en buena parte por el estado de bienestar o por la asistencia organizada. Pero las siete obras de misericordia espirituales, casi olvidadas, indican un campo de acción para la iniciativa personal. De hecho, en una época de exasperado individualismo, de un narcisismo que se extiende, inducen a prestar atención a la calidad de las relaciones que instauramos con las personas que nos rodean y hasta con las que encontramos casualmente:

aconsejar al que tiene dudas

enseñar a los ignorantes

corregir a los pecadores

consolar a los tristes

perdonar las ofensas

soportar pacientemente a las personas molestas

rogar a Dios por vivos y muertos.

Ciertamente, muchas son obras de misericordia difíciles de definir y, todavía más, de ejercitar en época de relativismo cultural. Todas requieren humildad y atención. Así, consolar a los tristes es, sin duda, una de las más practicables y de la que siempre se tiene necesidad, pero que no se puede delegar a una institución asistencial.

Otra, aconsejar al que lo necesita, es vista con reticencia en culturas en las que impera el relativismo. Además, todos sabemos que fácilmente corre el riesgo de convertirse en una manipulación, pero al mismo tiempo, somos conscientes de que un consejo que ilumine puede resultar una riqueza inestimable en nuestras vidas. Habremos de encontrar el camino adecuado, la medida, en esta forma de ejercicio de caridad.

El mismo tipo de resistencia hay que vencer para corregir a los pecadores, intervención delicada que requiere mucha humildad y mucho amor para no convertirse en un inadmisible acto de injerencia en la vida del otro.

En un mundo que se mueve a una velocidad cada vez mayor, la virtud de la paciencia es difícil incluso de comprender, pero sigue siendo esencial: la paciencia y el arte de vivir, la incompletitud, no solo la de los demás sino también la nuestra. Las personas molestas son aquellas que nos hacen perder el tiempo, nos impiden dedicarnos a lo que nos agrada, a lo que nos satisface de veras, pero dedicarnos a ellas también significa enriquecer nuestra vida, abrirnos a nuevas posibilidades.

Paciencia y tiempo son requeridos también por otra obra de misericordia, orar por los vivos y los difuntos, es decir, la oración de intercesión, la que se hace en ayuda de otros. Y de nuevo vemos que con ello, se evocan virtudes poco apreciadas en la sociedad moderna, una acción que nos obliga a sustraernos del ritmo vertiginoso de los días para crear oasis de paz y dedicarlos al prójimo.

Que de las obras de misericordia pueden saltar sorpresas para nuestra vida lo recuerda la sugerencia de enseñar al que no sabe, que puede abrir un fecundo y recíproco intercambio de enseñanzas.

El valor y la fuerza de perdonar, constituye el alma de la vida cristiana, y también la vía para construir relaciones profundas y duraderas.

Meditar sobre las obras de misericordia espirituales significa por lo tanto reflexionar sobre nuestra relación con los otros, sobre la disponibilidad para ir más allá de una relación superficial, para trabajar para posibilitar el amor en las relaciones humanas. Una opción que, si fuera hecha por un número creciente de personas, supondría mejorar significativamente la condición humana.

Aconsejar
al que tiene dudas

Rino Fisichella

Nacido en Codogno (Lodi) en 1951 es sacerdote desde 1976 y después de doctorarse en teología enseñó Teología Fundamental en la Pontificia Universidad Gregoriana. Obispo auxiliar de Roma en 1998 ha sido rector del Pontificia Universidad Lateranense (2002-2010) y presidente de la Pontificia Academia para la Vida (2008-2010). Desde el 2010 es presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización. Es miembro de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de la Congregación para la Causas de los Santos, del Pontificio Consejo de la Cultura, del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso y del Pontificio Comité para los Congresos Eucarísticos Internacionales. En 2005 recibió la medalla de oro de la cultura de manos del Presidente de la república italiana Azeglio Ciampi.

Reflexionar sobre las obras de misericordia no es algo que se dé en nuestros temas cotidianos. Y, no obstante, representa una experiencia que en sus aspectos concretos se presenta cada día si somos capaces de acoger la realidad que vivimos.

La consideración inmediata que viene espontánea a la mente del creyente, es la de saber que estas obras, sean corporales o espirituales, proceden de la fe. Creer no es adherirse a una teoría, sino encontrar a una persona. A partir de la fe se produce un movimiento dinámico que lleva a acercarse concretamente a otras personas en el nombre de Cristo. Una fe vivida no puede olvidarse –usando una expresión del papa Francisco– de la “carne de Cristo” que se hace visible en toda forma de pobreza que afecta al ser humano. Por otra parte, Jesús ha dicho:

No quien dice “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos sino aquel que cumple la voluntad del Padre que está en los cielos (Mt 7,21).

Palabras que han inspirado en primer lugar a los apóstoles que lo han dejado escrito más veces. Por ejemplo, san Juan recomendaba a los primeros cristianos:

Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua sino con hechos de de verdad (1Jn 3,18).

E incluso las palabras más empeñativas de Santiago:

Pero no basta con oír el mensaje; hay que ponerlo en práctica, pues de lo contrario os estaríais engañando a vosotros mismos. Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si sus hechos no lo demuestran? ¿Podrá acaso salvarle esa fe? Así pasa con la fe: por sí sola, es decir, si no se demuestra con hechos, es una cosa muerta. Tal vez alguien dirá: “Tú tienes fe y yo tengo hechos. Muéstrame tu fe sin hechos y yo te mostraré mi fe por mis hechos” (San 1,22; 2,14.17-18).

Por tanto, en la fe son las obras y no las palabras ni las intenciones las que dan cuenta del compromiso asumido.

Tal y como las conocemos hoy, las obras de misericordia tienen su fundamento en la Sagrada Escritura. Para las corporales es obligatorio referirse al capítulo 25 del evangelio de Mateo, donde la mayor parte se enuncian explícitamente para indicar el juicio que aguarda al creyente al fin de los tiempos. Para quien ha realizado esas obras y para quienes se han sentido exonerados del deber de cumplirlas, resonará la palabra del Señor: “Todo lo que hagáis a uno de estos pequeños, lo hacéis por mí” (Mt 25,40).

Las obras de misericordia espirituales, sin embargo, aparecen dispersas en diversos lugares de la Escritura y las referencias a ellas, desde los profetas hasta los libros sapienciales e históricos, indican una actitud permanentemente exigida a quien cree para vivir hasta lo íntimo la relación con Dios.

Las obras de misericordia se encuentran recogidas por primera vez en el escritor eclesiástico Lactancio (250-325). Y quizás no es casual que haya que referirse a este apologeta que, a diferencia de otros autores de su tiempo que tiende a defender la fe, prefiere presentar la forma concreta de vida de los cristianos más que confrontar con las teorías contrarias.

Enumera catorce expresiones de la misericordia cristiana: siete corporales y siete espirituales. Ya el número siete, repetido dos veces, subraya el valor simbólico que aparece en el texto sagrado. Indica la plenitud. Significa que nada puede ser dejado al azar en el servicio al prójimo y, por tanto, la iglesia está llamada a prestar atención sin distracción alguna a toda persona que encuentra en su camino. Tiene la vocación de ofrecer su servicio desinteresado, no limitándose solo a las exigencias del cuerpo, sino mirando en profundidad también a las del alma. De hecho, limitarse a una sola perspectiva, empobrecerá no solo el empeño concreto sino que sobre todo no dará cuenta del fundamento de su actuación (Catecismo de la Iglesia Católica, 2447).

Las obras de misericordia, por lo tanto, dan testimonio de que la fe tiene en cuenta la complejidad y la globalidad de la persona; no puede jamás encerrarse en un aspecto parcial.

El fundamento de estas obras es la misericordia que es el culmen del amor porque da testimonio de la fidelidad que llega hasta el perdón y el don de sí. Como indica la semántica latina, el corazón (cor) siente compasión (misereor). La persona se abre a la exigencia del otro y le otorga su participación activa. En la llamada a la misericordia, que proviene de la Biblia, se subraya sobre todo la bondad y la ternura de Dios. Como es sabido, a partir de esta dimensión, se descubren los rasgos maternos del amor divino. Dios, que es como un padre para Israel, ama también con la ternura y la solicitud de una madre. El recurso a la misericordia por tanto indica el recorrido que encarnan las obras: un compromiso más radical porque llega a condividir y a la unidad profunda con la otra persona. En otras palabras: la misericordia es amor hecho responsabilidad. Como la fe no es una abstracción sino una acción que implica a la persona entera, la misericordia no es solo una palabra sino que expresa un rostro. El rostro de la misericordia es el amor que no solo sabe salir al encuentro de todos si no que se niega a acoger a quienquiera que sea vecino o prójimo.

La misericordia es la síntesis del Evangelio y expresa la esencia de Dios. No es una casualidad que el libro del Éxodo, antes que cualquier otra calificación, atribuya a Dios el título de la misericordia: “Tú eres un Dios misericordioso” (cf. Ex 34,6; Gn 4,2), es la afirmación lapidaria que el texto sagrado nos deja como un icono en el que fijar la mirada. En fin, en este contexto hay que hablar de que el arte mismo, a lo largo de los siglos, ha querido interpretar el valor de las obras de misericordia plasmando momentos importantes.

Caravaggio ha pintado las obras de misericordia corporales mientras que Canova ha dejado una sobre instruir a los ignorantes; igualmente Emilio Greco plasmó en el monumento a Juan XXIII la visita a la cárcel, a los enfermos y consolando a los afligidos. El arte, por tanto, ha producido estas obras para indicar, entre otras cosas, que aquellas formas de vida habían llegado a ser cultura y comportamiento habitual entre los creyentes.

Aconsejar al que tiene dudas es la primera obra de misericordia que se nos ofrece. Antes de enseñar a los ignorantes o amonestar a los pecadores; antes de consolar a los que lloran y perdonar las ofensas recibidas; antes de rogar a Dios por vivos y difuntos y de soportar con paciencia a las personas que nos molestan, se nos pide aconsejar a quien duda. ¿Por qué esta primacía y qué significa?

La duda (aporía) indica el estado de incertidumbre en que uno se encuentra. Es la situación de quien no sabe optar, de quien vacila y queda en suspenso porque le falta una visión clara y segura. La problemática de la vida se deja sentir fuertemente a quien duda, hasta hacerle débil e inseguro y, por eso, expuesto a todo tipo de miedos y angustias hasta llegar a situaciones de auténtico sufrimiento.

Con el tema de la duda tenemos necesidad de confrontarnos nosotros, hombres modernos, que hemos elevado la duda a método. Sobretodo desde que Descartes en sus Meditaciones metafísicas lo ha hecho piedra angular para un conocimiento cierto. Si un genio maléfico puede divertirse engañando a los hombres, creando la ilusión de que están viviendo una experiencia concreta mientras se trata de solo un sueño, entonces es necesario superar esta duda para poseer un conocimiento que ofrezca una certeza existencial. Por eso Voltaire en su Diccionario filosófico pudo escribir cerca de un año más tarde:

La certeza física de mi existencia, del pensar y de sentir, y la certeza matemática tienen el mismo valor.

De todas maneras, Descartes necesita afirmar la certeza de, al menos, el hecho de pensar:

Aunque rechacemos todo aquello de lo que podemos dudar e imaginemos incluso que sea falso (…) no podremos dejar de creer que la conclusión que “Pienso luego existo” no sea verdadera y en consecuencia no sea la primera y más cierta conclusión que se presenta a quien conduce sus pensamientos con orden.

Sobre estos problemas, Descartes tenía un buen maestro, si bien no lo siguió hasta el final. Su nombre es Agustín. Tenía muy presentes las páginas de De vera religione donde el obispo de Hipona exhortaba a entrar en sí, en lo íntimo, para poder arribar a la verdad: “No se trata de la verdad que se alcanza con el razonamiento –sostenía Agustín– sino de la que buscan todos los que usan la razón”. Y por explicar más su intuición, escribe una de esas páginas que permanecen como punto de referencia insuperable en la historia del pensamiento:

Quien duda de la existencia de la verdad en sí mismo halla una verdad en que no puede mellar la duda. Pero todo lo verdadero es verdadero por la verdad. Quien duda de algún modo, no puede dudar de la verdad. Donde se ven estas verdades, allí fulgura la luz, inmune de toda extensión local y temporal y de todo fantasma del mismo género. ¿Acaso ellas pueden no ser lo que son, aun cuando fenezca todo raciocinador o se vaya en pos de los deseos bajos y carnales? Tales verdades no son producto del raciocinio, sino hallazgo suyo. Luego antes de ser halladas permanecen en sí mismas y, cuando se descubren, nos renuevan.

Dicho de otro modo: el valor positivo de la duda se sostiene por la posibilidad intrínseca de llegar a la verdad como punto fijo de una conquista personal, quizás con fatiga y esfuerzo, pero como etapa no eliminable en el camino hacia la verdad entera y en la construcción de uno mismo.

Como se puede ver, la validez de la duda tiene su espacio, posee valor y merece ser razonada. Ahora bien, agrandar la duda desmesuradamente no hace que la persona se encuentre a sí misma ni le da a su vida el fundamento y la certeza que necesita. La duda es mantenida con tal de que se llegue a alcanzar la verdad que se busca. El fin, por tanto, es la verdad, no la duda sin fin. En este contexto, no se puede olvidar la duda del creyente sobre los contenidos de su fe. Una duda paradójica y contradictoria porque quien cree no puede dudar. El cristiano vive con la certeza de la verdad que acoge libremente en su vida y sabe que le es dada por la revelación de Dios. Para decirlo con san Anselmo: quien cree tiene experiencia de Dios y, por tanto, la certeza de su verdad. Lo que le mueve a conocer y fundamentar no es otra cosa que el deseo mismo de la fe de querer conocer más.

La búsqueda de la verdad, por tanto, es un deber de caridad y estar cercano al que duda es una responsabilidad que quien ama no puede rechazar. Por el contrario, la búsqueda se comparte porque el camino hacia la verdad no es nunca un recorrido en solitario sino un caminar en compañía. En algunos momentos podrá interrumpirse, pero permanecerá siempre presente e invariable la cima hacia la que se dirige. Se comprende por qué la Iglesia considera una obra de misericordia estar cerca de quien duda e iniciar con él un diálogo para que la verdad tome forma, la mente se ilumine y la voluntad sea capaz de elegir.

Lo que está en juego, finalmente, es el ejercicio de la libertad. La duda prepara para la opción, pero esta a su vez es sostenida por la verdad que se ha encontrado. Esta obra de misericordia tiene profundo valor antropológico. La esencia del hombre es cuestionada por la duda, y la verdad y libertad le restituyen la dignidad. En cierto sentido, Pascal entra en esta problemática cuando escribe:

Hay que saber dudar cuando es necesario, afirmar cuando es necesario y someterse cuando es necesario. Quien no procede así no entiende la fuerza de la razón. Hay quienes fallan en estos tres principios, ya sea afirmando todo como apodíctico, por falta de conocimientos en demostración; ya sea dudando porque no saben a qué hay que someterse, ya sea sometiéndose en todo, porque ignoran cuándo se debe juzgar (Pensamientos, 268).

Son palabras preciosas porque expresan a la vez la fuerza de la razón, tanto cuando prevalece la duda como cuando se acepta su limitación para ir más allá.