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Estas páginas las dedico lógicamente a mi señor

Jesucristo y a su santísima Madre, que me dan la fuerza

para enfrentarme a tanta maldad que hay en este mundo

inmisericorde, y después de ellos lo dedico a Julieth, joven

madre que murió a causa de la brujería, y que en su lecho

de muerte me mandó a decir: "Padre Juan, muero tranquila

ofreciendo mi vida por mi familia y por Ud. pues fue el

único sacerdote que me creyó y se comprometió luchando

contra la maldad que me habían hecho, y aunque Dios no

permitió que pudiera liberarme, muero perdonando a los que

me hicieron el mal, y quiero que sepa que desde donde esté,

suplicaré a Dios por Ud. y su ministerio, para que Dios lo

proteja, y le siga dando fuerzas para ayudar a tantos otros

que sufren y mueren a causa de la brujería".

Introducción

En esta época de adelantos científicos y tecnológicos, muchas personas creen que la brujería es algo superado y que su existencia se limita a reducidos núcleos de personas marginadas, sin cultura y de bajos recursos. En otras palabras, piensan que la brujería es algo que se reduce al campo de la imaginación y de la superstición. Están muy lejos de considerarlo un hecho histórico, real y vigente en nuestra sociedad. Sin embargo, es un hecho que la brujería o hechicería, según los estudios realizados, se encuentra en todos los niveles sociales, hasta en los universitarios y políticos, como lo denuncia el libro La bruja de Germán Castro Caycedo.

Este libro que tiene en sus manos tiene varios objetivos. Primero, convencer que la brujería es algo real. Segundo, prevenir a las personas que piensan que son inmunes por no creer en ella, cuando en realidad la falta de fe es uno de los elementos que más favorece la acción impune de la brujería, incluso en personas que se dicen ateas o agnósticas. Tercero, dar las pautas necesarias para que el lector pueda autodiagnosticarse y saber si ha sido víctima de algún maleficio. Y cuarto, darle algunos elementos para contrarrestar los efectos de la brujería.

Así mismo, aunque mi intención es la de escribir para cualquier lector que quiera informarse acerca de este tema, como sacerdote católico no dejaré de denunciar el escepticismo y el racionalismo con que las autoridades eclesiásticas ven esto, ya que ha sido tal el miedo que han desarrollado a los medios de comunicación, que quieren evitar a cualquier costo que se les vuelva a echar en cara los excesos de la Inquisición. Por tanto, lo que plantearemos en este libro es la manera como debe afrontarse la problemática de la brujería sin irse a los extremos de negar su existencia o de revivir la cacería de brujas inquisitorial.

Quiero llamar la atención del lector sobre cómo los medios de comunicación masivos cada vez hablan más sobre el tema de la brujería y hechicería. Por ejemplo, los videojuegos preferidos de los jóvenes están infestados de lenguajes, símbolos y personajes esotéricos que instruyen al adolescente en el uso de poderes y hechizos. Así mismo, el séptimo arte trabaja día a día por expandir la práctica de la brujería produciendo cientos de películas que muestran las “maravillas” de tales artes. De igual forma, los adultos son sugestionados y adoctrinados subliminalmente a través de toda la simbología satánica que reciben en las películas de terror.

Mi experiencia me lleva a aseverar que la brujería es mucho más que un simple invento de la imaginación y que en el trasfondo de tantas novelas y películas está encerrada una realidad y un peligro a los cuales conviene hacer frente antes de que sea demasiado tarde.

También quiero utilizar este medio para prevenir a las personas que ya se saben afectadas por este tipo de males, especialmente recomendarles que eviten caer en la tentación de utilizar la misma brujería como método para contrarrestar o deshacer el mal que sufren, pues las fuerzas del mal nunca van a luchar contra sí mismas; eso implicaría estar divididas entre ellas y un reino dividido no puede prevalecer. Es más, todas las “contras” que elaboran los brujos contienen en sí mismas otro maleficio que afectará a la persona en el futuro de manera distinta, obligándola a volver a donde este agente del mal, creando una especie de dependencia o adicción, hasta extremos tales como ver comprometido todo su patrimonio.

También es la intención de este escrito convencer a las personas que para contrarrestar la brujería no es necesario poseer poderes extraordinarios, ni tampoco demasiado conocimiento de las materias mágicas; es más, ni siquiera se requieren elementos, pociones, hierbas o potajes mágicos para disolver los hechizos y maleficios, sino que basta y sobra con un acto de fe en el poder del único Dios verdadero, bajo el cual siempre ha estado subyugado Satanás junto con todas sus fuerzas.

En muy pocos casos será necesario acudir a un sacerdote exorcista para disolver la mayoría de los hechizos, bastará con hacer las oraciones y los procedimientos que vamos a proponer en cada capítulo. Es necesario llamar a un sacerdote cuando, en la elaboración del maleficio, ha intervenido un brujo de alto nivel que tenga consagración satánica; es decir, que tenga jerarquías sacerdotales y episcopales dentro de sus rangos de alguna secta diabólica.

Espero poner en sus manos con este libro una herramienta eficaz para protegerse de aquello que muchas personas prefieren ignorar. No se trata de supersticiones, sino de oraciones para protegerse de estas fuerzas, cuyo poder veo diariamente y de las que yo mismo he sido víctima.

Capítulo I

De por qué tomé este camino

Se preguntará el lector por qué un sacerdote católico habla sobre un tema que la mayoría de los sacerdotes prefiere evadir o negar. La razón es porque en mi juventud fui víctima de los engaños del maligno, he incluso puedo llegar a decir que estuve a su servicio.

De aquí que en este capítulo quiero compartir con mis lectores una pequeña bitácora de mi vida, para que entiendan el por qué decidí consagrarme a luchar contra las fuerzas del mal, pues Dios me dio la gracia de ver su luz en medio de la oscuridad en la que yo mismo me encontraba. Desde entonces, siento la necesidad de compartir esa luz con todos los que yo sé que andan en medio de las tinieblas de la ignorancia.

CAMBIANDO DE BANDO POR MISERICORDIA DE DIOS

La mayoría piensa que todo sacerdote nace siéndolo; no fue mi caso. Aunque vengo de familia católica practicante, a los catorce años mi vida dio un vuelco en materia de fe. Empecé a escuchar heavy metal e imperceptiblemente mi actitud hacia la religión se fue tornando de piadoso a incrédulo, de incrédulo a ateo, de ateo a antiteísta. Paulatinamente fui desarrollando gusto por todo lo oscuro y macabro: ropa negra, cadenas, imágenes de demonios, muertos vivientes, cruces invertidas, pieles de animales sacrificados... Además, incursioné en los terrenos de la adivinación, el I Ching y la hechicería. Compraba libros de magia blanca, verde, roja y negra.

Estudiaba en un colegio católico y tristemente fue allí donde tomé el camino equivocado. Mis compañeros me invitaron a entrar en negocios de venta de pornografía, comerciábamos con armas blancas y llegamos hasta vender petardos para algunas revueltas que se armaban en el colegio. Dentro del material que nos llegaba para introducir al colegio, recibimos literatura sobre sadismo y masoquismo, brujería china, adivinación y magia. Para sentirme más confiado y dármelas de malo, adquirí estos libros y empecé a absorberlos para atemorizar a mis amigos, no sólo por las armas blancas que portaba sino también por las materias ocultas de las que hablaba.

Eran los difíciles años noventa en Medellín. Gracias a mis inclinaciones, conseguí nuevos amigos, rockeros como yo, pero luego resultaron ser mucho más que eso. El mundo, el demonio y la carne me aferraban con sus serpentinos tentáculos sumergiéndome en oscuridades cada vez más profundas.

Las oraciones de mis padres no cesaron, y aunque sabían que era imposible hablarme de Dios sin generar en mí respuestas rebeldes, y en algunos casos blasfemas, nunca dejaron de encomendarme en la santa misa y en el rosario diario. Como Dios nunca desoye oración alguna, se tuvo que valer de un personaje muy particular para hacerme recapacitar sobre la necesidad de reforma en mi vida. Este enviado divino se llama muerte.

Ciertamente, yo sabía que mis amigos no eran “carmelitas descalzas”, ya que algunos de ellos andaban armados y se dedicaban a la venta de drogas o al lavado de dólares, pero nunca había sospechado que se dedicaran a arrebatarle la vida a otros seres humanos. Un día, el jefe de la pandilla, al que llamábamos “Banana” por ser rubio y pecoso, me invitó a que lo acompañara a hacer un negocio. Llegamos a un bar ubicado en Nutibara, cerca del barrio Antioquia, donde la delincuencia pululaba en aquellos días. El “Banana” empezó a hablar con un hombre de muy mala cara a cerca del valor de un muñeco, al cual tasó el malandro en $600.000 pesos. Como yo no entendía de qué muñeco hablaban, pues me parecía demasiado caro, al salir de ahí le pregunté al “Banana” de qué se trataba y él me lo explicó así: “El corbatas (algún ejecutivo) quiere cargarse (asesinar) a un fulano y yo me encargo de conseguirle el pistolas (sicario) que le haga el trabajo, ese me cobra a mí $600.000 barras (pesos) y yo le cobro al corbatas un melón (millón)”. En ese momento comprendí que mis amigos estaban negociando con vidas humanas, pero ya sabía demasiado como para salir sin consecuencias, así que callé y no volví a preguntar nada sobre el asunto.

Al poco tiempo, la muerte visitó a la pandilla. Uno de nuestros amigos iba en una moto y no respetó una señal de pare. Al otro lado de la intersección venía un campero, un vehículo todo terreno, que lo impactó con tal fuerza que le cercenó la pierna al instante y lo lanzó diez metros más lejos. Nuestro compañero había quedado demasiado deformado y su familia había decidido sellar el ataúd para el velorio; nosotros, en medio de nuestra rebeldía sin sentido, decidimos levantar la tapa. Al abrir el ataúd yo quedé frente al rostro deformado de ese joven, le habían tenido que coser la boca porque había muerto en un grito de dolor. Su rostro me dijo: “El infierno existe y tú estás en él”. No lo entendí inmediatamente, hasta que en medio de los tragos, el mejor amigo del difunto me contó que él secuestraba policías y los asesinaba con sevicia a las afueras de la ciudad, para reclamar con la placa del oficial caído los $2.000.000 de pesos que pagaba el infame narcotraficante Pablo Escobar por policía muerto. Esa noticia me produjo un gran impacto pues, a pesar de mis rebeldías, conservaba el respeto a la vida que me habían inculcado mis padres. Me parecía que arrebatarle la vida a un ser humano tendría que dejar un grandísimo cargo de consciencia. Tal fue la huella que dejó en mí ese suceso, que de ser el más extrovertido de la pandilla, me fui quedando siempre a un lado, meditabundo y silencioso.

Tal fue mi cambio que uno de mis amigos me preguntó que qué me pasaba. Le dije: “Hermano, es que me tiene dando vueltas en la cabeza cómo será el cargo de conciencia cuando uno mata a alguien”. Mi amigo, para consolarme, me contestó:

“No se preocupe,parce (amigo), que a mí el único que no se me ha borrado es el primero, todos los demás como matando perros”. Y me empezó a describir cómo fue su primer trabajo: “Parce, era tal el susto que tenía, que me tocó meterme un viajao (dosis fuerte) de la mariajuana (marihuana), el parce me llevó en la moto hasta la esquina y ahí caminé hasta elfleteado (víctima), le pregunté si era fulanito de tal y en cuanto lo confirmó, saqué el fierro (arma) y se la empecé a descargar. Todavía recuerdo cómo caían los pedazos de cerebro encima de la acera y estaba tan asustado, parce, que aunque se me acabaron las municiones yo seguía gatillando en vacío. Cómo sería el shock que si el parce de la moto no me agarra y me sube, yo todavía estaría ahí parado mirando el reguero de sesos por toda la calle”. Aquella confesión, que él se imaginaba me iba a dar alientos y a sacarme mis escrúpulos, antes atizaron más el sentimiento de que yo no debería seguir con semejantes compañías.

La muerte iba a seguir acercándose, pues ella había sido delegada por Dios para cambiar el rumbo de mi vida. En una fiesta, al “Banana” se le ocurrió empujarme al centro de la pista porque yo no quería bailar, caí al suelo de cara, como un sapo, todos empezaron a reírse y a mí eso no me gustó, así que reaccioné empujándolo igual. Él voló por encima de unas mesas llevándose las bebidas por delante y cayendo sobre unas chicas, entonces se armó la pelea y todos mis amigos tuvieron que reaccionar de inmediato para separarnos, pero al otro día me llegó el ultimátum: “Juango, písese (salga corriendo) porque el ‘Banana’ lo está buscando para ponerle pijama de madera (ataúd)”. Entonces yo respondí: “Si él me está buscando, es mejor que me encuentre, porque ese perro es tan traicionero, que es capaz de matarme a mis viejos o a mí novia si no me encuentra a mí. Además, ustedes ya saben quién fue el que inició la pelea y quién tuvo la culpa, así que ustedes verán de qué parte se ponen.

Gracias a la Virgen que nunca me desamparó, todos mis amigos de la pandilla se pusieron de mi parte y le dijeron al “Banana” que si me pasaba algo, el próximo cadáver iba a ser él y le tocó fumar la pipa de la paz. A algunos les parecerá extraño que mencione a la Virgen siendo tan avanzado el grado de ateísmo en el que me encontraba; sin embargo, aunque en ese momento ni siquiera pensé en la protección de mi Madre Celestial, después me di cuenta que siempre la tuve presente. Recordé que en varias ocasiones cuando mis amigos se ponían a insultar a Dios, a blasfemar sobre Jesucristo y a decir obscenidades sobre monjas y curas, siempre que iban a empezar a hablar de la santísima Virgen yo los frenaba diciendo lo que era con la Virgen era conmigo, así que con Ella no se metieran. Ya sé que resulta ilógico detestar a Jesucristo y amar a la Virgen, pero esa devoción a la Virgen me la infundieron desde tan pequeñito, que nunca pude dudar ni de su existencia, ni del amor que Ella sentía por mí. No es casualidad que ese “lo que es con Ella es conmigo”, sean las mismas palabras que mis amigos pronunciaron cuando me salvaron la vida “lo que es con él es con nosotros”.

Aunque en esta ocasión sentí la muerte cerca, todavía faltaba un toque maestro de Dios para que me decidiese a cambiar: ver la muerte cara a cara. Después de haber dejado a una de mis cinco novias en la casa, salí rechinando ruedas en el campero de mi papá; a dos cuadras un autobús no respetó una señal de pare y me llevó por delante, el auto derrapó estallando la llanta trasera contra una de las aceras, incrustándose lateralmente en un árbol, el cual rasgó la cabina del campero de lado a lado e hizo estallar todos los vidrios en pedazos, destrozando casi completamente el automóvil. Milagrosamente, mi cuerpo no sufrió daño alguno, pero mi alma tuvo una experiencia que jamás se me va a borrar: vi imágenes de toda mi vida pasar frente a mis ojos en cuestión de segundos, desde el momento de mi nacimiento hasta el instante en que me estaba accidentando. Me di cuenta de que todo lo que hacemos o pensamos está almacenado en Dios.

Esa noche quise rezar, pero después de cinco años de antiteísmo se me había olvidado cómo hacerlo. Me desesperé porque ni siquiera recordaba el Padre Nuestro o el Ave María. Remordía mi consciencia el hecho de tener que presentarme ante Dios con ese álbum de fotografías casi pornográfico de mi vida, pues aunque yo respetaba la vida, en materia moral y sexual no respeté ese templo del Espíritu Santo que es mi cuerpo; lo degradé en multitud de relaciones sexuales que tenía, no solo con mis novias, sino con cuanta mujer se me atravesaba, pues aunque eran cinco las novias oficiales, fueron muchas más las que sucumbieron ante mis seducciones.

En medio de mi angustia de no saber rezar y por la soberbia de no querer acudir a mis padres, para que no se dieran cuenta de que estaba asustado por lo cercana que estuvo mi muerte, decidí entonces rezar el Credo todos los días. Le pedí una copia al capellán de la Universidad, esperando que Dios me sacara del hoyo en el que yo mismo me había metido. La respuesta no se hizo esperar.

Mi madre invitó un grupo de oración carismático a mi casa y uno de los miembros empezó a contar todas sus experiencias en liberaciones y exorcismos, pues el Señor le había dado el carisma de percibir la presencia de Satanás y de sus ángeles caídos. Yo me encontraba escuchando la conversación desde una habitación aledaña, así que salí para pedirle que fuera a mi habitación a ver si en ella sentía la presencia del Diablo; él me dijo que no era necesario porque desde que había entrado en la casa había sentido la presencia de Satanás en mi habitación, pero me dijo que fuéramos porque él no le tenía miedo.

Al entrar y ver todas las paredes llenas de afiches con calaveras, demonios, esqueletos, algunos dibujos del infierno que yo había hecho y unos murciélagos reales clavados en las puertas de los armarios, me sorprendió con la propuesta: “Rompamos todo esto”. Lo que más me llenaba de miedo era que yo quería decirle que sí, pero sentía como si alguien me agarraba del cuello y no me dejaba hablar, pero logré sacar alientos para decirle: “Haga lo que quiera”.

El hombre empezó a romper todos los afiches que yo tenía clavados en la pared, pero lo que llamó mi atención fue que esas puntillas que yo había intentado en otras ocasiones sacar para cambiar las figuras y salían con pedazos de pared, ahora, bajo la autoridad y la bendición de este siervo de Dios, iban saliendo como si estuvieran clavadas en mantequilla, después de que él les hacía la señal de la cruz.

Otro de los carismas que me sorprendió de este laico consagrado era su capacidad para percibir a través de las puertas del armario las cosas contaminadas por el satanismo. Señaló los lugares donde yo guardaba mi música rock, la cual me hizo quemar; todas mis camisetas con estampados satánicos, que también fueron destinadas al fuego, e incluso el lugar oculto donde yo tenía bajo llave los libros de hechicería.

Mi asombro llegó al culmen cuando al pedir las Sagradas Escrituras para hacerme una oración de liberación, nada más tocar el sagrado libro me dijo: “Usted tuvo que haber hecho algo con esta Biblia porque la siento pesada”. Yo le alegaba que no recordaba haberle hecho nada y que jamás me interesó la palabra de Dios, por mi condición de antiteísta. De pronto recordé que hacía ya varios años había comprado un disco de la agrupación Iron Maiden titulado Six, six,six, the number of the Beast (Seiscientos sesenta y seis, el número de la bestia), en cuya carátula se citaba Apocalipsis 13:18: “Aquí hay sabiduría. El que tiene entendimiento, cuente el número de la bestia, pues es número de hombre. Y su número es seiscientos sesenta y seis”. En mi euforia juvenil había subrayado con lapicero rojo esos versículos de la Biblia en los que yo creía que se manifestaba el triunfo de Satanás sobre Dios, y ese odio a todo lo divino y mi rebeldía satánica hicieron que se contaminara espiritualmente esa página de la Biblia. El laico carismático pudo percibir ese sacrilegio y tuvo que proceder a arrancar la página antes de empezar con las lecturas que daría comienzo a mi liberación.

Me impusieron un crucifijo en la espalda y sentí cómo una presencia negativa se retiraba de mí hacia abajo y sobre mí descendía un fuego espiritual que quemaba mis adentros con una llama indescriptible de paz y armonía, llenándome de un amor a Dios como nunca antes lo había sentido. En ese momento decidí cambiar de vida y poner todo de mi parte por no perder esa paz que había sentido en el instante de mi liberación, entonces le pregunté a estos laicos qué debía hacer para no perder dicha paz y ellos me contestaron que debía rezar diariamente el rosario, a lo cual me comprometí gustoso junto con mi papá y mi mamá. Igualmente me dijeron que debía frecuentar la santa misa, pues la presencia de Cristo en nosotros es fundamental para evitar el retorno de Satanás en nuestras vidas, a lo cual me comprometí también; pero cuando me propusieron que debía confesarme con un sacerdote, les dije que no tenía porque decirle mis pecados a un ser humano más pecador que yo, pero ellos arguyeron que si no me confesaba iba a perder esa paz.

Hice varios intentos de ponerme en la fila de confesiones, pero cuando estaba cerca, lo posponía para el domingo siguiente, hasta que me dije: “¿Por qué tengo que tenerle miedo yo, un pandillero, a un simple cura, si yo había tenido un revólver metido en la boca y no me patracié (acobardé)? Si el cura me regaña salimos los dos rodando escaleras abajo, a puñetazo limpio”. Gracias a Dios, el sacerdote me trató con mucha benignidad y no sólo no hubo necesidad de llegar a los puños, sino que se entabló una amistad, pues me empezó a aconsejar para mejorar mi vida. Desde ese momento empecé a frecuentar grupos de jóvenes de la Renovación Católica Carismática, en donde aprendí más sobre la Palabra de Dios y me dieron la oportunidad de evangelizar contando el testimonio de mi conversión. También tuve oportunidad de conocer sacerdotes de la Renovación con el poder de sanar enfermos y de liberar a los endemoniados, y así me fui introduciendo en los ministerios de algunos de ellos, ayudando en los exorcismos y en las liberaciones.

Con el tiempo fue surgiendo en mí la inquietud de ser sacerdote como ellos, para poder ayudar con mayor eficacia a las personas que estuvieran oprimidas por las fuerzas del mal. Decidí consagrar un año de mi vida a Dios para saber con certeza a qué me llamaba, si al matrimonio o al sacerdocio. Durante ese año quise suspender todo contacto mundano y dedicarme de lleno a la evangelización. Para tales efectos aplacé mi universidad, porque me encontraba en cuarto semestre de Ingeniería Electrónica. Así, si no era lo mío el sacerdocio, podía retomar mis estudios sin perder el dinero que mi padre había invertido. Cuando di la noticia en la universidad, mis amigos y profesores se opusieron, recomendándome otros caminos como el diaconado o servir a Dios desde mi profesión. Al recibir tantas opiniones contrarias, decidí separarme de todos mis amigos del mundo, para dedicarme solo a los amigos de la Renovación Católica.

Muchos creen que cuando uno recibe el llamamiento a servir a Dios todos los caminos se allanan y se abren de manera mística y todas las dificultades desaparecen por el hecho de uno querer servir a Dios, cuando en realidad es todo lo contrario, allí es cuando el demonio, el mundo y la carne, con más inquina atacan, tientan y laceran. Por ejemplo, cuando le propuse a mi párroco que iba dejarlo todo por un año para buscar una vocación sacerdotal, me dijo que ni se me ocurriera porque el sacerdocio era muy duro y que era mejor que me casase con la novia tan linda que tenía y luego le preguntase a Dios qué quería de mí. No hay que juzgar negativamente este consejo de mi párroco, pues él conocía cuál había sido mi vida de desorden, y que aunque ahora tenía sólo una novia, hasta hacia unos meses había tenido cinco al mismo tiempo y por eso él no le veía mucho futuro a mi castidad sacerdotal.

A pesar de este poco apoyo del que era mi director espiritual, decidí seguir adelante con ese año de discernimiento, pues siempre he pensado que regalarle un año al servicio de Dios no puede tener efectos negativos en la vida de un cristiano, sino que siempre será enriquecedor.

Así que decidí darle la noticia a mi novia de la determinación que había tomado; no le gustó, pero tuve que seguir con mi camino. Pasados unos días fui a visitarla y me encontré con la sorpresa de que había intentado quitarse la vida, su mamá me contó que se había tirado por las escaleras a causa del dolor de nuestro rompimiento. Allí empezaron mis dudas sobre si convenía o no dejarla, o si debía postergar mi año de discernimiento. Me puse entonces en oración ante el Santísimo pidiéndole luz ante esa situación tan difícil, el Señor me dio una gran paz para seguir adelante y le pedí que corriese él con las consecuencias de mi búsqueda vocacional. Me sorprendió la velocidad de la respuesta, pues al otro día me llamó mi exnovia para decirme que el Señor le había dicho que me quería por este camino y que ella no era nadie para interponerse. Yo no tuve agallas para preguntarle cómo se lo dijo, pero di gracias en mi interior al Señor por mostrar tan claro su camino.

Eso no quiere decir que la tentación de la carne se iba a quedar tranquila, pues a los pocos días empezaron a aparecer las antiguas vampiras de mi vida pasada, diciéndome que todavía me extrañaban. Es más, hasta una amiga me llamó supuestamente para pedirme un favor y cuando yo le pregunté qué era, ella respondió que quitarle la virginidad. Así por el estilo fueron muchísimas las tentaciones que me pusieron en el camino, pero con la Gracia de Dios pude evadirlas.

Después de ese año me consagré a Dios, dedicándome a orar por personas que estuviesen oprimidas por Satanás como yo lo estuve. Dios me abrió las puertas para poder estudiar en España y hacer misión en varias partes del mundo, luchando para acabar con el imperio de aquel que un día me tuvo subyugado bajo sus siniestras garras y juré a mi Señor Jesucristo que iba a utilizar los conocimientos que tenía sobre las artes de las tinieblas para hacerle la guerra al príncipe de este mundo y crear un ejército de almas valientes y sacrificadas que se dedicaran a luchar por la liberación de los esclavizados por Satanás.

COMIENZA LA LUCHA

A pesar de todas estas luchas al emprender el camino sacerdotal, nunca me imaginé que después de ordenarme sacerdote mis luchas iban a ser todavía mayores y contra los que menos pensé que iba a tener que enfrentarme.

Contra las autoridades eclesiásticas

Una de las peores luchas que he tenido que enfrentar en mi camino como sacerdote exorcista y carismático es la incomprensión, la frialdad y el desdeñoso ignorar de los obispos en lo referente a nuestra actividad apostólica.

Recuerdo que en una ocasión una mujer que presentaba un cuadro de posesión diabólica, me invitó a almorzar con su esposo y después de comer me pidió que hiciese una oracioncita de liberación, porque se sentía muy mal desde hacía muchos años. En el momento en el que empecé a invocar la Sangre de Cristo, la mujer se desplomó, empezó a retorcerse, cambió la voz y me dijo que no me metiera con él porque yo tenía tales y tales pecados; acto seguido, empezó a vomitar una babaza transparente en tal cantidad, que me tocó pedirle al esposo que trajera un balde, el cual llenó a la mitad la pobre mujer con sus vómitos transparentes.

Como en la Diócesis no tenía permiso para hacer exorcismo, me dirigí inmediatamente al Obispado para exponer el caso y pedir la autorización de realizar el exorcismo o que la atendiese el exorcista de la Diócesis. Como respuesta a mi petición me citaron ante una especie de tribunal, compuesto por un sacerdote psicólogo, una siquiatra y dos psicólogas, los cuales dictaminaron que la mujer era una neurótica y por tanto no debería practicársele el exorcismo. En ese instante, cargado de una ira santa, me levanté dirigiéndome al sacerdote psicólogo y le pedí que no me insultara, pues yo también tenía mis estudios y que en ningún lado dice que la neurosis pueda provocar que una persona le diga al sacerdote pecados que sólo su confesor y Dios conocen o que pueda causar un vómito selectivo, pues esa mujer después de haber comido y bebido frente a mí, llenó hasta la mitad ese balde y no arrojó ni una sola partícula de lo que había acabado de comer hacía cinco minutos. Así mismo, le aseguré que ninguna enfermedad siquiátrica podía causar que una persona hablase idiomas que jamás había estudiado, ya que dicha mujer se había dirigido a mí en un perfecto latín, en griego, en arameo y en otras dos lenguas de origen eslavo que ni siquiera yo pude determinar de dónde eran. Por tanto, les exigí, como deber de la Diócesis, que se le diera asistencia espiritual de inmediato. Porque si me cupiese la más mínima duda de que se pudiese tratar sólo de un desorden sicológico, yo no habría acudido a la Diócesis a buscar este tipo de ayuda, sino que la hubiera remitido a amigos míos sicólogos y siquiatras que la pudiesen haber ayudado con mayor profesionalismo.

Es más, les presenté un informe de un amigo siquiatra católico que le había hecho los test más complicados que en psiquiatría alemana se habían desarrollado, para determinar sin lugar a duda si una persona tenía o no un desorden siquiátrico. Este mismo siquiatra se había atrevido a hacer la anotación que en ninguno de los test salió evidencia alguna de que la mujer presentase algún desorden siquiátrico y que ante las manifestaciones que él mismo había presenciado, recomendaba se le practicase las oraciones de exorcismo, ya que en modo alguno estas oraciones, a su entender, pueden perjudicar a una persona; incluso aunque tenga algún desorden mental, pues si la persona afectada lo pidiese al menos se sentirá escuchado, atendido y auxiliado con esta ayuda espiritual, cuanto más tratándose de esta mujer en que sus largas sesiones jamás pudo encontrar ninguna evidencia de desorden siquiátrico.

Con este as que me saqué debajo de la manga y que por supuesto este tribunal de la inquisición sicológica no se esperaba, les argüí que me parecía una falta total de profesionalismo calificar de neurótica a una persona con sólo haber hablado con ella veinte minutos, cuando un siquiatra profesional después de meses de atenderla y practicarle exámenes científicos, no había encontrado en ella desorden alguno. Le dije al sacerdote que si a él lo usaba el obispo como excusa para no tenerse que fastidiar atendiendo estos casos, si era consciente de la cuenta que iba a tener que dar a Dios por haberle cerrado las puertas de la Iglesia a tantas personas desesperadas que verdaderamente estaban afectadas con una enfermedad espiritual, que sólo las oraciones de la Santa Madre Iglesia Católica podían sanar. El caso fue que, al verse derrotados por mis argumentos y mis pruebas, aceptaron remitirla al “exorcista” de la Diócesis. Cuando la mujer salió de la primera sesión, le pregunté cómo le había ido, y ella me contestó que a ella bien, pero que al “exorcista” no tan bien, ya que sólo le había impuesto las manos y le había dicho: “Hija, no piense más en el demonio, que esas cosas no le ayudan para su salud síquica”. A continuación empezó una oración sencilla que no pudo terminar porque la legión que la mujer tenía adentro se manifestó y lanzó a ese charlatán por encima del escritorio

Cuando yo me puse en comunicación con el supuesto exorcista, lo primero que le pregunté era que si había usado el ritual de exorcismo y él me dijo que nunca había tenido ninguno y que si le podía enviar una copia, por si acaso le enviaban alguna loca como la que le habían enviado. Lo segundo que le pregunté era que cuánto hacía que era exorcista de la Diócesis y su respuesta fue que nunca había habido exorcista en esa Diócesis y como él era párroco de la catedral, ante mi insistencia, el obispo le había mandado que se encargara de la neurótica.

Es triste ver que actualmente en la Iglesia católica se reflejen en los pastores de la Iglesia las actitudes que Jesucristo condenó en la parábola del buen samaritano (Lucas 10, 30- ss), donde Jesús dice: “que un hombre cayó en manos de los salteadores, los cuales después de despojarlo y golpearlo se fueron dejándolo medio muerto, cuando un sacerdote bajaba por allí, al verlo dio un rodeo para no tener que atenderlo, así mismo ocurrió con un levita que también hizo lo mismo, por último llegó un samaritano que supuestamente era enemigo de los judíos y este sí lo atendió, curó sus heridas y pagó en la posada para que lo siguieran atendiendo”. Jesús, al finalizar esta parábola, pregunta quién de estos tres fue el prójimo del que cayó en mano de los salteadores. También yo les pregunto a los obispos y sacerdotes modernos, si ellos se creen prójimos de las personas que han sido despojadas por esos salteadores que son los brujos y golpeadas con multitud de enfermedades espirituales por los hechiceros, o si se limitan, al igual que el sacerdote de la parábola, a dar un rodeo excusándose de que se trata de una enfermedad siquiátrica para no tener que desgastarse con las largas oraciones del ritual de exorcismo. Así mismo, les pregunto a los teólogos modernos si ellos también van a dar su rodeo como el levita, excusándose en no tener los permisos necesarios para atender a estas pobres ovejas, o se van a atrincherar detrás de una teología racionalista, que niega la capacidad que tiene el demonio de poseer los cuerpos de las personas.

Retomando nuestra historia con dolor de corazón, al ver la ineptitud con la que en esa Diócesis se trataban los asuntos espirituales, decidí buscar un obispo comprometido que se condoliese, como yo, del sufrimiento de estas almas, y aunque nos tocó viajar más de 150 km, logré obtener los permisos necesarios para practicar el exorcismo de esta pobre mujer. Las sesiones fueron largas y agotadoras, pues sacar una legión no es cosa sencilla, pero el que tiene su confianza puesta en Dios, rápidamente verá el auxilio que le viene del Señor. Así fue como en medio de gritos estentóreos, de amenaza de muerte para mi persona y de blasfemias contra Dios, contra la Virgen y contra la Santa Madre Iglesia Católica, estos miles de ángeles caídos tuvieron que retroceder ante la fuerza de la Iglesia, representada por un hombre tan miserable y pecador como yo.