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Introducción

“Una vez más fuimos engañados: el demonio es el verdadero amo de la realidad”.

MANUSCRITO GNÓSTICO DEL SIGLO IV D.C.

Quienes le siguen el rastro al papel del diablo en la tradición occidental disponen, como mínimo, de tres caminos: el de los teólogos, donde se le asume como la contraparte de Dios en la pugna por el control del universo; el de la literatura, que tiene en Mefistófeles su figura más conspicua como manifestación de la voluntad de poder, y, el más rico de todos, aquel formado por sus cientos de representaciones en la imaginería popular. En el caso de Iberoamérica los mestizajes provocados por el encuentro entre españoles, árabes, judíos y más tarde aborígenes de América y negros de África dieron origen a una combinación de rituales, mitos, fórmulas y representaciones plásticas que aún hoy siguen siendo objeto de estudio. Historiadores, poetas, místicos, clérigos, novelistas y cronistas se han nutrido de ese legado. En todos sus relatos existe siempre una dicotomía: o se asume al diablo como entidad real con un lugar preciso en el orden del mundo, o se le entiende como símbolo de las partes más arcanas de la condición humana.

“Todo es número”, dijo Pitágoras en un intento de aproximarnos al carácter incierto del universo. En realidad lo que el sabio griego pretendía decirnos era otra cosa: que solo podemos comprender el mundo a través de símbolos.

Los números vendrían a ser así el punto de contacto entre el afuera y el adentro. Entre nuestra mente y la colección de objetos y fenómenos que damos en llamar la realidad.

Sin ellos no podríamos entender conceptos como sucesión, antes, después, finito, infinito, mayor, menor. Lo mismo podría decirse de la multiplicidad de lenguas utilizadas para comunicarnos: todas representan algo, narran y fijan en la memoria la naturaleza de las cosas. Con ellas construimos esa versión de los acontecimientos escenificados en el tiempo y en el espacio denominada “Historia”. Ante la imposibilidad de conocer por completo la existencia en todas sus dimensiones, optamos por su representación. Por eso, los lados de un triángulo nos hablan de una condición del espacio, o mejor dicho, lo que intuimos de él: no son el espacio, pero tampoco son solo abstracciones. Son relatos del mundo.

Esta premisa cobra vigencia especial cuando nos aproximamos a esa otra forma de representación conocida con el nombre de cultura. En ese concepto caben expresiones tan diversas y disímiles como las ideas políticas, los modelos económicos, las expresiones artísticas y las experiencias religiosas. En su búsqueda de trascendencia estas últimas deben ocuparse de algo situado siempre más allá de toda posibilidad de comprensión racional. Su expresión máxima es el concepto de Dios, tan alejado de las formas habituales de conocimiento que solo puede ser abordado desde la perspectiva de la fe. ¿Cómo acercarse entonces a esa forma suprema de abstracción? La historia de las religiones nos ofrece un vasto catálogo de ritos dirigidos a facilitar el contacto entre la divinidad y sus criaturas. Todos ellos alimentan una iconografía que va de lo más elemental a lo más complejo en su intento de hacer visible lo inefable, empezando por el misterio del nacimiento y la muerte. Por  eso los textos sagrados son pródigos en símiles, metáforas, parábolas e hipérboles. Visto así, el mito de Perséfone nos presenta la vida y la muerte como parte de un ciclo natural que garantiza la supervivencia de las criaturas. Sin muerte no hay vida; ese es el mensaje. Por ese camino asumimos de otra manera la experiencia de la disolución. Esta última deja de ser el final para convertirse en el comienzo de la vida.

Hasta allí las cosas resultan simples. Pero ¿qué hacer cuando nos enfrentamos a manifestaciones del ser como aquellas del bien y el mal, de la justicia o la injusticia? En principio, resulta fácil relacionar lo bueno con lo placentero y lo malo con aquello que nos produce malestar o dolor. Pero muy pronto, las sucesivas civilizaciones descubren que lo placentero puede desencadenar la tragedia y lo doloroso es capaz de conducirnos al conocimiento de nosotros mismos. El bien y el mal se tornan así ambiguos y contradictorios. No se puede caminar así por el mundo. Se precisa un mínimo de certeza acerca del camino a transitar.

En un mundo tan lleno de trampas debe existir una manera segura de identificar los agentes del bien y del mal. Es así como surgen los primeros panteones compuestos en principio por espíritus, fuerzas intrínsecas de la naturaleza capaces de proteger o destruir a los humanos, dependiendo de sus esfuerzos y de su capacidad para hacerlos propicios.

Los sistemas de creencias de los llamados “pueblos primitivos” están soportados en buena medida sobre conjuros y oraciones dirigidos a estatuillas que a su vez representan los fenómenos de la naturaleza. Los vientos, las borrascas, las inundaciones o los incendios son el rostro de los espíritus de la devastación. A su vez, las cosechas, la cría del ganado, el agua para los regadíos y el fuego para calentarse nos muestran su faceta benévola. En cualquier caso, hostiles o amistosas, esas fuerzas están, por ahora, afuera.

En buena medida, la historia de las religiones consiste en seguir el rastro del bien y el mal desde su asiento en los fenómenos de la naturaleza hasta su entronización en la conciencia del hombre.

¿Se ha detenido usted a pensar qué sucedería si un genio de las matemáticas sugiriera un día que los números, lejos de ser represtaciones del mundo, derivaron hacia una condición que los dota de conciencia, es decir, de capacidad para hacer el bien o el mal?

Bueno, algo parecido sucedió cuando muchos de los espíritus de los ritos antiguos se convirtieron en los demonios de las religiones monoteístas. En estas últimas, el bien y el mal devienen entidades dueñas de una voluntad capaz de intervenir en el orden del mundo. El destino de los mortales se reduce entonces a una elección: seguir el llamado de las entidades que rigen cada uno de los caminos. En esa encrucijada surge el concepto cristiano del diablo, el demonio o Satanás, definición asignada en sucesivos enunciados de la ortodoxia, aunque en la imaginería de los creyentes adquirió tantos nombres que hoy llegan a ser legión. Esas entidades mantienen desde entonces una confrontación de cuyo resultado dependerá la suerte de los mortales en esta vida y en la otra.

En toda confrontación se despliegan armas, ardides, contraseñas. En el amplio repertorio de la iconografía católica del demonio sobresalen rezos, medallas, imágenes, cánticos, fórmulas mágicas para invocarlo o conjurarlo. Dependiendo de las intenciones de cada individuo o grupo social -por ejemplo, las brujas en la Edad Media y en los primeros años de la conquista española-, esas imágenes y ritos serán utilizados para alejarlo o convertirlo en aliado. De ahí su presencia en buena parte de aquellas situaciones donde las personas detentan alguna forma de poder o se enfrentan a ella.

Apártate Satanás

de mi muerte no sabrás

porque el día de la santa cruz

dije mil veces: Jesús..., Jesús, ...

Así reza la célebre oración pronunciada por muchos católicos del mundo el 3 de mayo. Con ella esperan neutralizar los efectos del maligno por lo menos hasta el año siguiente. En los textos bíblicos se insiste una y otra vez en que el diablo es el rey de este mundo. Por su condición de rebelde una vez fue expulsado del reino celestial y confinado en los calabozos de la materia. La creencia en una segunda venida de Cristo echa raíces en la necesidad de rescatar a los humanos que van por la Tierra con las manos manchadas de dinero, sexo, ambiciones, codicia, odios: es decir, todas aquellas cosas que nos hacen vulnerables a la seducción del demonio, según esa manera de ver las cosas. Por eso, muchos ocultistas realizan sus rituales durante las horas que van del viernes santo a las 3:00 de la tarde, hasta los primeros minutos del domingo. Muerto el redentor, el mundo sensorial queda otra vez en manos de Lucifer y es el momento de aprovechar sus poderes para conseguir los propósitos del iniciado: apropiarse de tesoros, eliminar al enemigo, conquistar el poder político, seducir a la persona deseada.

Seguirle la pista al rostro y al rastro del diablo a su paso por el mundo -por nuestro mundo de latinoamericanos en el que hemos sido educados en la tradición católica- es el propósito del conjunto de crónicas que componen en este libro, que abarca desde nuestra relación con los métodos primarios de explotación minera, que ha dado lugar a todo un compendio de leyendas y prácticas; hasta la fascinación de los delincuentes por el esoterismo en general y la figura del diablo en particular que reaparecen cada vez que se intenta contar la historia de quienes viven al margen de la ley; pasando por la sexualidad como una de las tretas utilizadas por Satanás a la hora de comerciar con sus criaturas, lo que es parte de una mitología completa, y, por supuesto, la relación del diablo con las fuentes de poder, a las cuales siempre está vinclado, pasando así a ser un instrumento de control político, cosa que supo muy bien el tribunal de la Inquisición, cuando puso todo el aparato de represión de la burocracia eclesiástica al servicio de quienes necesitaban controlar o eliminar a los disidentes (en esa lógica todo contradictor podía ser el diablo en persona).

I

Con esas cosas no se juega

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Se lo digo una vez más: con esas cosas no se juega.

-Virgelina Tabima repite la frase y aprieta contra el pecho la estampa con la imagen del arcángel Miguel, guardián de los hombres según la vieja creencia católica.

La mujer de ochenta años está sentada en el corredor de una casa de bahareque, tan vieja como ella, situada a las afueras de Riosucio, Caldas. El único adorno de las paredes, encaladas con esmero, es una sucesión interminable de imágenes religiosas. La virgen del perpetuo socorro, las ánimas del purgatorio, San Antonio, San Isidro, Santa Lucía patrona de los ciegos y la misma inquietante figura del arcángel Miguel aplastando a un dragón, símbolo de las potencias infernales.

Llego a esta población de acentuada ascendencia indígena siguiendo las huellas del diablo, no tanto el del carnaval que hizo célebre al pueblo, como al forjado por la imaginería religiosa a través de los siglos. Usted lo conoce bien: rostro ceñudo, barba puntiaguda, mirada de fuego, cuernos, pezuñas y cola de macho cabrío. Algunos teólogos lo definen como un ángel al revés, consagrado a mostrarnos la cara oscura del mundo desde el otro lado del espejo. Ah, olvidaba lo más importante. Ese tridente. Ese tridente fundido en los hornos del infierno para ensartar a los mortales inclinados a transitar los caminos del extravío. Bueno, al menos eso aseguran Virgelina y cientos de personas como ella.

De principio a fin, el directorio telefónico del municipio está habitado por apellidos como Largo, Bueno, Bañol o Trejos. Pero no fue allí donde encontré la pista de la mujer. En realidad no usa teléfono.

-Para vivir solo necesito comunicarme con Dios nuestro señor: los demás pueden esperar -dijo a modo de saludo cuando me abrió la puerta escrutándome son unos ojos achinados que pasaban de mi rostro a las cuentas de su rosario-. Si usted quiere conocer la historia de esa muchacha tendrá que ponerse cómodo, pues es un enredo largo -sentenció y cerró la frase con una sonrisa en la que centelleaba un diente de oro.

-El oro. Sígale la pista al rastro de los mineros si quiere conocer los rostros del diablo, el putas, Buziraco o el mandinga -me dijo Isidro Alcaraz, un antropólogo paraguayo dedicado a estudiar las distintas manifestaciones del maligno en la religiosidad popular.

La sonrisa de Virgelina es una buena forma de empezar, me dije.

Siguiendo esa pista llegué a este pueblo del occidente de Caldas, cuyo Carnaval del diablo es de obligada visita para quienes combinan el turismo con las inquietudes sociológicas y culturales. Como mi interés no es solo ese, preferí visitarlo en temporada fría. Así le dicen sus moradores al año vacío entre fiesta y fiesta. Por ahora no voy a ocuparme de los mineros. Me inquieta más el caso Yadith.

Fue un sábado del carnaval de 1987 cuando desapareció Yadith Zapata Tabima, la nieta de una comadre de Virgelina. Quienes la conocieron la describen como una belleza mulata de dieciocho años, rumbera infatigable y objeto de disputas entre algunos “duros” de la región. Así les dicen por aquí a los ricos de viejo cuño o a quienes amasaron sus fortunas en el negocio de la droga o la explotación irregular de las minas de oro. A lo largo del día un desfile de malas lenguas pasará por la casa afirmando que la muchacha abortó al menos tres criaturas engendradas con algunos notables de la región. Como la acusada no está para defenderse, opto por dejarlo así. Prefiero escuchar la versión de su desaparición ese sábado de enero de hace casi tres décadas. El diente de oro de Virgelina se refleja en la taza de café. Inspirada por esa visión empieza su relato.

-Bailaré hasta que me lleve el diablo -dice Virgelina que le respondió en unas navidades, cuando solo contaba catorce años y ya se perdía una semana entera en compañía de sus amigos ricachos, muchos de ellos hasta treinta o cuarenta años mayores que ella-. Al regresar llegaba llena de regalos y ahí paraba la rabieta de los padres. Una estufa nueva por aquí, dos vestidos para mi ahijada por allá, una herramienta fina para el papá y todo el mundo se volvía ciego, sordo y mudo. Usted sabe: por la plata baila el perro. “Deje esa rezadera que me sala la rumba”, me respondió cuatro años después, vestida con una minifalda roja que a duras penas le tapaba la nalga. Llévese al menos la estampita de San Miguel para que la proteja, le rogué, pero la brincona esa ya había cerrado la puerta y corría calle abajo donde la esperaba el diablo en persona. El resto me lo contaron.

Cuando empieza el carnaval me encierro en compañía de mis santos y solo vuelvo a abrir las ventanas una vez se ha marchado el último de los turistas. En esas temporadas la propia casa es el único lugar seguro en este mundo.

En el transcurso de la semana siguiente Virgelina recibió tres versiones distintas de los hechos. Fiel a su talante sigiloso ella prefiere llamarlas voces. No tuve que esperar  mucho para averiguar a quiénes pertenecían.

Primera voz:

Desde el mediodía de ese sábado Yadith dio vueltas por el pueblo en compañía de Monolindo, uno de los guardaespaldas de El Canoso, para entonces un anónimo mafioso que reinaba en Supía y su área de influencia. En principio, el escolta no pretendía seducir a la muchacha, su misión era reclutarla para el serrallo de jóvenes amantes del capo parroquial. Al poco tiempo, vencido por sus encantos, decidió emprender la aventura de conquistarla para su propio provecho. Por lo visto, su empeño dio buenos frutos. Según la versión, esa misma noche salieron del pueblo camuflados entre las comparsas del carnaval y emprendieron la retirada hacia uno de los hoteles de La Pintada, una localidad de tierra caliente rodeada de balnearios y fincas ganaderas. Hasta allí los siguieron los lugartenientes de El Canoso. Mientras su madrina elevaba plegarias por su protección a la alineación completa del santoral y sus paisanos deliraban entre máscaras, zanqueros y bailarines, la fugitiva y su consorte fueron cazados a tiros por sus perseguidores y arrojados a las aguas del río Cauca. Nadie volvió a tener noticias de ellos.

Segunda voz:

Ese año, atraído por los relatos sobre la mulata que no se cansaba de bailar, Gavián, el comandante de una columna guerrillera asentada en las montañas limítrofes con Antioquia, bajó desde su escondite y se mezcló con la multitud. Lucía un disfraz carmesí de la cabeza hasta los pies, incluidas las botas de gamuza adornadas con borlas metálicas. El pelo largo y la barba rizada le daban un aire de divinidad vikinga perdida en ese rincón de la tierra. Durante todo el recorrido, Yadtih no se despegó de su lado. Acompañaba sus pasos con sincopados movimientos de cadera, mientras provocaba con sus gestos a los curiosos agolpados en las aceras. Dicen que una fotografía suya en compañía del demonio rojo apareció a mediados de 1987 en una revista francesa especializada en la reseña de fiestas populares en el tercer mundo. El pie de foto -si existió- le rendía culto al catecismo del lugar común: femme fatale. A eso de la medianoche alguien, acaso la segunda voz, los vio perderse por la calle del cementerio municipal.

Un par de años después alguien -siempre alguien- le dijo a Virgelina que el comandante Gavián había desertado de las filas guerrilleras, llevándose consigo a la joven y el dinero pagado por la familia de un ganadero secuestrado. Habrían recibido asilo en Alemania Oriental, para entonces todavía parte del bloque soviético. Uno se descuida y sucumbe a la tentación de imaginarlos, a miles de kilómetros de casa, presenciando la caída del Muro de Berlín.

Tercera voz:

-El gitano Medina era el gamonal político de Caramanta, un pequeño poblado del sur de Antioquia fundado por colonos que después se desperdigarían por el territorio de lo que hoy son los departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío. Tenía 68 años y una veintena de hijos engendrados en igual número de mujeres. Ninguno lleva su apellido. O bueno, sí: el alumbrado por Yadith en una clínica de Ciudad de Panamá nueve meses después del carnaval de 1987.

Hasta allí fueron a parar huyendo de los sicarios de la esposa legítima de Medina, una campesina de vientre estéril, y de los escoltas de El Canoso, despechado porque un sesentón le había ganado la partida. Esa misma noche, mientras las comparsas que representaban al presidente Belisario Betancur le echaban en cara el desastre del Palacio de Justicia, el gitano gozaba esa piel morena junto a la piscina de una finca de su propiedad en la ruta hacia la localidad de Irra. Dicen.

Tratando de cotejar la versión de Virgelina consulté entre personas mayores de cincuenta años.

-Sí, conocí a Yadith desde recién nacida -me dijo Oscar Trejos, un comerciante de panela a quien encontré sentado en un café de la plaza, donde acababa de beberse media botella de aguardiente amarillo de Manzanares-. En su momento fue la muchacha más bonita del pueblo. Tanto, que se la disputaron los primeros traquetos conocidos en estas tierras -me dijo.

»Entre ellos estaban los fundadores del equipo de fútbol Dinastía, donde alcanzó a jugar un hombre que después se hizo famoso en el Boca Juniors de Argentina: Mauricio El chicho Serna. Sí, más de uno dice que se la llevó el diablo en persona; pero, hasta ahora, nadie ha podido explicar por qué la escogió precisamente a ella y no a otra de las muchachas que andaban en los mismos pasos.

Más tarde visité la casa de Gónima, un cruce entre talabartero, homeópata y consejero sentimental, que se alzó de  hombros cuando le mencioné el nombre de la muchacha.

-Mujeres como esas desaparecen cada día en todas partes -sentenció antes de pasar a otro asunto.

Días después, hurgué en el directorio telefónico de Ciudad de Panamá y hallé un extenso listado de Medinas: Medina Onofre, Medina Goncálves, Medina Torrijos. En todo caso, ningún Medina Zapata. Por si acaso, volví a la casa de Virgelina tres semanas después. La encontré metida en un recipiente enorme, vestida con una túnica florida, dándose un baño preparado con todas las hierbas que uno pueda imaginar. Entre la densa cocción de aromas vegetales pude distinguir, flotando sobre todos los demás, el dulce, inconfundible, perturbador olor del Jazmín de noche.

-No se escarbe más la cabeza. A mi ahijada se la llevó el diablo. Póngale el nombre que se le antoje: Monolindo,

Gavián o El gitano. Da lo mismo. Harto le dije que anduviera con cuidado. Una mujer no puede andar por ahí meneando las ancas sin que acabe metiéndose en problemas.

Han pasado ya veinticinco años y ni rastros de su paradero. Si la hubieran tirado a las aguas del Cauca, si estuviera viviendo en Alemania o cómo se llame ese país, si su hijo viviera en Panamá, más temprano que tarde se había sabido la verdad; pero nada. De los que se lleva el diablo no se vuelve a saber nada. Por eso siempre se lo dije: mijita, es mejor no ponerse a jugar con esas cosas.

Son las nueve de la noche y la única luz de la habitación proviene de una vela encendida a las ánimas y del diente de oro de Virgelina brillando en la penumbra.

La idea de que a la gente se la lleva el diablo forma  parte de los métodos de control utilizados por la Iglesia Católica desde antes de su llegada a América. Es más: los mitos populares de España y Portugal están plagados de relatos en los que Pedro Botero arrastra con las mujeres casquivanas, los comerciantes timadores, los hijos desobedientes, los curas disolutos y, por supuesto, árabes y judíos con todo y su descendencia. Dentro de esa misma lógica es comprensible que quienes se aprestan a emprender acciones por fuera de la ley o de los códigos morales busquen convertirlo en su aliado. En el fondo acuden al viejo recurso de quienes incursionan en los terrenos del poder: si no puedes vencerlo, únete a él. Si no basta el crucifijo, buenos son los conjuros. De allí la peculiar manera como conviven en público concubinato las oraciones y ritos de la liturgia católica con las invocaciones a las potencias infernales. Pura cuestión de supervivencia. Solo así se entiende la lúcida conclusión del padre Hoyos, un cura que pasó por Riosucio en los días de la desaparición de Yadith:

-A esa muchacha no se la llevó el diablo. Ella se fue con él, y eso ya es una cosa muy distinta.

II

Una vela a Dios y otra al diablo

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Todas las noches, mientras tomábamos la merienda a la luz de una vela en la finca La Cayana, ubicada entre Quinchía y Riosucio, el abuelo Rosendo nos relataba sus aventuras como minero desde el día en que el gringo Hubert llegó al pueblo de Zaragoza, en el departamento de Antioquia y lo convenció para que lo acompañara en sus recorridos en busca de oro por todos los rincones de Colombia. Fue junto a él que el viejo aprendió a descubrir las pepas doradas en ríos y socavones. Fue Hubert quien lo inició en los rezos para conseguir protección del diablo y de los santos contra los muchos peligros que rodean al buscador de oro.

Quien así habla es Gerardo Torres, el primogénito de la hija de Rosendo. Tiene cuarenta años recién cumplidos. Es un hombre rubio de ojos claros, como buena parte de los colonizadores paisas que bajaron desde la cordillera buscando el cauce del río Cauca y acabaron fundando centenares de caseríos en todo el occidente colombiano. Lo suyo es la siembra de maíz, plátano y yuca en las laderas de la montaña.

Cuando le pregunto por qué no siguió los pasos del abuelo, se santigua y apura de un sorbo un vaso alto de aguardiente, antes de responder con el tono de quien confirma una verdad inapelable:

-Porque el oro es el cagajón del diablo.

Siguiendo los pasos de Hubert, un gigantón de casi dos metros cuyos antepasados llegaron desde Inglaterra a buscar oro en la Guyana, el abuelo Rosendo recorrió la mitad de este país. Estuvieron en Puerto de Oro, muchos kilómetros de Mistrató hacia adentro, ya en tierras del Chocó, donde el gringo estuvo a punto de morir, primero por la  mordedura de una culebra y luego por el ataque de unos chusmeros que negociaban con armas y drogas en la zona. Según mi abuelo, los tipos espiaban a los buscadores de oro y plata. Cuando estaban seguros de que habían encontrado algo les cambiaban el mineral por escopetas, pistolas y bazuco. Si se negaban les metían un balazo ahí mismo, los descuartizaban y los arrojaban a la corriente de uno de los muchos ríos de la región. Por eso era tan natural encontrar todos los días esqueletos flotando en el agua una vez los gallinazos habían hecho su trabajo. Eran los años setenta del siglo pasado y en esa zona se encontraba de todo: fugitivos de la justicia, vendedores de cacharros, traficantes de muchas cosas, violadores, putas, soldados desertores, gente escapando de la familia y cocineros de droga. Fueron estos últimos quienes inventaron el bazuco diez años antes de que se conociera con ese nombre. A pesar de ser tan distintos, todos tenían dos cosas en común: más temprano o más tarde terminaban metidos en la locura del oro. Algunos acabaron locos vagando por la selva como almas en pena, otros se volvieron alcohólicos o drogadictos incurables. Otros más pasaron a ser matones cuando la guerrilla y luego los paramilitares llegaron a disputarse el territorio. La otra cosa en común: antes de meterse de lleno en la búsqueda del oro le negociaban el alma al diablo buscando protección. Hubert siempre le juró a mi abuelo que si habían sobrevivido a tantos peligros era porque ya habían llegado protegidos por doble vía: las oraciones cristianas del viejo y sus propios pactos con el putas.

Gerardo terminó a regañadientes el bachillerato en el municipio de Anserma, adonde lo enviaron sus padres en un intento por ponerlo a salvo de los vicios recién implantados en el pueblo por la generación de jóvenes mafiosos que empezaban a hacerse notorios por las excentricidades que todos conocemos. De su época de estudiante le quedó una inclinación especial por los libros que contaban la historia del mundo en volúmenes ilustrados. En sus páginas aprendió que todos los rincones de la tierra donde se descubrían metales preciosos acababan por padecer su propio baño de sangre. Desde África a Bolivia, pasando por California, hasta llegar a Colombia. Fue allí donde comprendió también que en todas partes se oficiaban ritos dirigidos a obtener la protección de las potencias celestiales o infernales. En no pocos casos de las dos juntas. Por eso decidió consagrarse a cultivar la tierra en la finca La Cayana, comprada con los ahorros de su abuelo después de trasegar durante dos décadas marcándole el paso al gringo Hubert con la esperanza de volverse rico.

Para darle ímpetus a la memoria repite su dosis de aguardiente.

Fue en Zaragoza donde el abuelo escuchó hablar de Marmato por primera vez. El autor del relato que encendió su codicia lo describió como un pueblo chiquito levantado sobre una mina de oro. Dijo también que sus moradores cerraban las puertas de las casas, apagaban las luces, fingían dormir y luego se deslizaban con sigilo hasta el fondo de las minas a través de pasadizos cavados bajo los cimientos. Repetían la operación durante meses hasta que un día desaparecían del pueblo y solo se volvía a saber de ellos  cuando volvían, convertidos en millonarios, manejando carros lujosos y mirando por encima del hombro a los que todavía no habían conseguido encontrar la piedra de su fortuna.