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La apatía de los idiotas













































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J.M.M. Veiga

La apatía de los idiotas













































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© J.M.M. Veiga (2019)

© Bunker Books S.L.

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15007 A Coruña

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www.distrito93.com

ISBN 978-84-17895-91-4

Depósito legal: CO 520-2020

Diseño de cubierta: © Distrito93

Fotografía de cubierta: © AdobeStock/patronestaff

Diseño y maquetación: Distrito93









A todos los que hicisteis posible esta novela, mi más sentido agradecimiento. Me habéis emocionado. Mónica Bugallo Sobrado, María García Sanz, Carlos Torres, Francisco Atero Campos, Francisco Diaz Rodriguez, César Rodríguez Carril, Carlos Javier Dios Ramos, Adrián Bonet Lisón, F. Javier Guimarey Mariño, Patricia Lede Novoa, Alberto Abal.













A los tres amores de mi vida,

Patricia, Aricia y Nuno.













«Hay en toda música una llamada que yergue, una conminación temporal, un dinamismo que agita, que empuja a desplazarse, levantarse y dirigirse hacia la fuente sonora.»

Extracto del libro Butes, de Pascal Quignard.




1

Amancio, al que todos apodaban el Topógrafo, se cruzó con Ramiro minutos antes del suceso en la puerta del hotel. Más tarde afirmaría que había notado algo anormal, tanto en su mirada triste como en la forma de caminar, incluso habló de una sombra extraña que le acompañaba, de la que llegó a afirmar que era Marta Eirabella, la hermana de Ramiro, muerta ocho años atrás. Pero al margen de cuestiones sobrenaturales u otras ciencias, si realmente pudo predecir que Ramiro iba a encontrarse con la muerte, lo cierto es que no hizo nada por evitarlo.

Reinaldo en cambio, que lo conocía desde que era un niño, también coincidió con él ese día, pero no percibió nada raro, simplemente vio a un hombre atormentado por el pasado, uno del que era partícipe y en cierta medida responsable, cosa que tampoco le quitaba el sueño.

Nieves fue la única persona que lo vio caer desde la azotea del hotel en el que trabajaba, poco después de saludar al Inglés, que fue el segundo en ver el cuerpo ensangrentado sobre la acera. Ramiro se estampó contra ella justo cuando el Inglés iba a entrar en la carnicería de Braulio Barreiro. Digamos que tuvo la fortuna por unos segundos o bien por un par de metros, tal vez por ambos factores, de no haber sido aplastado por él. Ya Einstein anticipó la ligazón entre el espacio y el tiempo, su curvatura, una consecuencia de la gravedad, la cual fue sin duda la causa final de la muerte de Ramiro, aunque no la inicial, pues esta tenía esencialmente raíces en la ciencia de la psicología.

Ramiro siempre anheló ser un hombre libre, ese día lo consiguió. Quiso el destino, o concretamente una parte interesada, que su muerte fuese considerada inicialmente como un accidente de la naturaleza.




2

Portolara es un pueblo gallego de las Rías Baixas de poco más de seis mil habitantes con una larga tradición de pescadores, y el hotel El Faro de Portolara el único del pueblo. En esas fechas cada uno hacía lo que medianamente podía para salir adelante. Ramiro era un luchador, de la vieja escuela, consciente de las limitaciones que imponía la vida, alguien que siempre anheló construirse a sí mismo, cosa que en Portolara, al igual que en el resto de los pueblos del mundo, dependía de otros.

Joyce Bullman, al que todos apodaban como el Inglés, tras unos segundos que se le hicieron eternos, se acercó a Ramiro y le tomó el pulso. La constatación de su muerte lo empujó a un abismo de recuerdos, a evocaciones de las personas que había conocido y de alguna manera habían condicionado la vida de Ramiro. Si la gravedad es capaz de curvar el espacio y el tiempo, la voluntad de unos puede quebrar la de otros.

Mientras el Inglés examinaba el cuerpo alguien le preguntó si estaba muerto. Giró la cabeza y se encontró con Braulio, el carnicero. Le respondió que no estaba seguro, pero que probablemente así fuese, al menos en este plano existencial, y que tal vez, y solo tal vez, lo estuviese parcialmente, pues cabía la posibilidad de que en alguno de los potenciales universos paralelos esto no hubiese ocurrido. Braulio, habituado a inmiscuirse en las conversaciones de los demás, a disertar sobre cosas que desconocía, curtido en la dialéctica de los idiotas, le respondió que al menos en este universo sí lo estaba. Le habló del suceso cuántico, del que había oído hablar a dos chavales en una esquina. El Inglés le preguntó si creía que este universo era más real que esos otros potenciales. Le respondió que si bien siempre habría un universo paralelo donde Ramiro sobreviviera a la caída, también habría muchos más en los que no sobreviviera, y consecuentemente, por meras probabilidades, en el noventa y nueve por cien de los casos habría muerto. La inmortalidad cuántica no existe, es un estado mental, aseveró, afirmación que tocó la vena del Inglés, psicólogo social por pasión que no por formación, y filósofo de la vida, más si cabe si tenemos en cuenta que desde hacía dos años se creía poseído por un extraterrestre. Lo más absurdo, y que ambos comprendieron al momento, fue el estar hablando de eso, cuando apenas hablaban de nada, con el cuerpo sin vida de Ramiro delante de sus narices. Callaron entonces, y siguieron con sus vidas.




3

El día que Braulio cumplió doce años su padre le regaló una navaja. Dos días más tarde estaba descuartizando una rata de campo que había apresado con una trampa realizada con un trozo de madera, un poco de cartón y una cuerda de tender la ropa. Ese día se dio cuenta de que buena parte de su vida la dedicaría a cortar carne, lo que nunca imaginó es que acabaría convirtiéndose en el carnicero del pueblo. Recientemente había visto una serie de televisión en la que un investigador de la policía, experto en el análisis de las manchas de sangre, dedicaba su tiempo libre a la caza y captura de los delincuentes que conseguían eludir el sistema, un individuo que se valía de todo tipo de cuchillos, de filetear, deshuesar, trocear, mondar, cortar y, en definitiva, de todo cuanto fuese necesario para cubrir las contingencias que semejante labor entrañaba. Verlo en acción le transportaba a su niñez, a aquellos momentos de inocencia en los que desmembraba ratas, musarañas, gatos y otros pequeños mamíferos.

Cuando se encontró con el cuerpo de Ramiro, y tras esa conversación absurda con el Inglés, se fijó nuevamente en la mancha de sangre sobre la acera y no pudo evitar preguntarse por qué cuando era niño le gustaba tanto descuartizar mamíferos y en cambio nunca se había atrevido con pájaros o lagartijas. Sin querer pisó el charco rojizo. Al hacerlo sintió una extraña pesadez. Por mucho que lo intentó no pudo despegar sus zapatos de aquella superficie, como si fuese un viejo astronauta con botas imantadas sobre la carcasa de una nave espacial, un símil no del todo desacertado, pues el contacto casi aséptico con aquel líquido le produjo vértigo, de alguna manera tuvo la sensación de que si se separaba de él sería impregnado por el vacío. Pero se dejó seducir, y fue transportado a los oscuros rincones de su subconsciente. Fue como mirar a través de un túnel del tiempo, de un agujero negro súper masivo. Al otro lado estaba la sombra de Ramiro, a la cual siguió como si fuese un guía que lo conducía a algún rincón del pasado. Y recordó a aquel niño de apenas doce años que soñaba con ser pintor, feliz con su juego de rotuladores, el que le habían regalado por su cumpleaños. Pensó hasta qué punto pueden ser curiosos los sueños y cómo estos unen a las personas. Él con su navaja, Ramiro con sus rotuladores. Durante horas compartieron visiones del futuro, hablaron de lo que serían, de lo que harían. El suyo no fue muy distinto del que imaginó, al menos hasta ese momento, pues era consciente de como el paso del tiempo cambia nuestra percepción y lo suaviza todo, nos hace creer que no nos alejamos mucho de lo que fuimos, de lo que algún día deseamos. Ramiro soñó con ser pintor, y en ello puso todo su empeño, aunque todos le viesen en el pueblo como un simple grafitero. Algunos le decían que eso se llevaba en la sangre, que por pasarse horas y días pintando paredes uno no era artista, que estos tenían sus obras en museos. Tal vez, pero para Braulio uno es aquello que transpira, y Ramiro transpiraba pintura por todos los lados. El resto es solo teatro.

Volvió a mirar el cadáver, esta vez con el detenimiento de un carnicero, el que era, trabajo que aún ejercía a pesar de haber reconstruido un hotel de tres estrellas por petición de su mujer. Una de sus extremidades estaba oculta por el resto del cuerpo. Tenía la cara deshecha, bueno no toda, su boca permanecía intacta, aunque ligeramente contorsionada, como si el muerto quisiese decir algo. Por unos instantes aquella mueca le recordó la del viejo payaso que contrataba para los cumpleaños de sus hijos. Sin duda había sido su última actuación, y no había sobrevivido a ella, pensó.