ÍNDICE

PRÓLOGO

El camino transitable para la convivencia pacífica en una sociedad postsecular y plural es la «disponibilidad [de todos los sujetos, personales y sociales] a aprender, no sin autolimitación». Es la tesis sostenida en 2004 por el entonces cardenal Ratzinger en el ya célebre diálogo con Habermas.

En toda relación —desde las interpersonales hasta las de relevancia social e institucional, pasando por las expresiones propias de los cuerpos intermedios— el sujeto es siempre él mismo y, al mismo tiempo, otro respecto a todos los demás sujetos concernidos. Contarse para reconocerse se convierte entonces, en cierto sentido, en la primera regla de la democracia. Ésta brota del poder, en sentido noble, que el dinamismo del reconocimiento confiere al otro sobre mí y a mí sobre el otro. Una democracia es verdaderamente tal no sólo cuando respeta, sino también cuando favorece con decisión esta libertad expresiva. La empresa no es ciertamente fácil porque entre el libre relato y el reconocimiento entra en juego inevitablemente la interpretación. Y la exigencia de autolimitación tendrá al final que tener en cuenta también los límites objetivos establecidos por la autoridad constituida para el bien de todos.

Este dinamismo democrático, relativamente consolidado en el tiempo, parece haberse vuelto hoy, en la época de la democracia procesal, de aplicación más problemática. En Italia lo confirma el debate —no carente de cierta aspereza— sobre la llamada laicidad. Las cuestiones concernientes al ámbito afectivo, al bios, a la interculturalidad, a la interreligiosidad, han cambiado los términos de nuestras discusiones sobre la laicidad. Sin anular el peso de la problemática clásica, que se concentraba en su mayor parte en la relación Estado-Iglesia, los temas que confluyen en el ámbito de la laicidad se han hecho más numerosos y articulados. Hasta tal punto que se siente la necesidad no sólo de repensar esta delicada categoría, sino incluso de ensayar nuevas formas de laicidad. Esto no ocurre sólo en nuestro país. Baste pensar en España o en Francia.

Cediendo a la gentil insistencia de Cesare De Michelis, he creído útil recoger en el presente volumen una serie de reflexiones que he ido elaborando desde que, nombrado patriarca de Venecia por Juan Pablo II, he tenido que afrontar estos temas.

Como el lector podrá notar desde las primeras líneas, no se trata más que de apuntes. Además, están siempre ligados a circunstancias «ocasionales», por lo que carecen de carácter orgánico. No tienen por tanto ni pretensión de novedad ni el sello de la competencia. Toca a menudo, y más que nunca en nuestros días, a los hombres de Iglesia atravesar terrenos arduos y complejos de lo humanum para mostrar la razonable relevancia de la propuesta cristiana para el hombre de hoy. Tanto más cuanto que «la combinación de religión y política será el tema de los próximos cincuenta años» (Michael Burleigh).

Me he esforzado en afrontar los diversos asuntos con las debidas distinciones, pero también con el sereno valor de quien está convencido de dos datos básicos: todos los hombres al final tienen en común una experiencia elemental, entretejida cotidianamente de afectos, trabajo y descanso, y un Padre amorosamente exigente conduce la historia de cada uno y de toda la familia humana.

Esto justifica mi relato. Atento a la confrontación y al reconocimiento.

Son sólo apuntes para una propuesta. ¿Cómo podría ser de otro modo para un cristiano, discípulo de Aquel que, siendo Verdad viva y personal, se ha propuesto a la libertad finita del hombre hasta el punto de ofrecer Su vida inocente por nosotros?

Venecia, octubre 2006
Angelo Scola

1. UNA NUEVA LAICIDAD

Repensar los términos de la cuestión

Desde hace algún tiempo asistimos en nuestro país a intenso debate sobre la llamada «laicidad».

Sin pretender entrar en valoraciones acerca de las diversas posturas que —de manera más o menos constructiva— no dejan de confrontarse, no puede evitarse un sentimiento de amarga insatisfacción. Quizá han faltado en los últimos años intérpretes de la materia, laicos y católicos, con autoridad suficiente para ser reconocidos por todos los interlocutores. En cualquier caso, es necesario un replanteamiento y, sobre todo, una práctica radicalmente nueva de la laicidad, en relación tanto a la sociedad civil como al Estado. Lo exige, sobre todo en los países europeos, la rápida transición que estamos viviendo en este cambio de época, de la modernidad a la llamada posmodernidad, que tiene en la globalización, en la civilización de la Red, en los imponentes descubrimientos biotecnológicos y en el proceso, a menudo trágico, del «mestizaje de civilizaciones» sus expresiones más llamativas.

Los pensadores más perspicaces reconocen que las sociedades europeas actuales se encuentran en una situación de postsecularización tras el hundimiento de las utopías, que fueron, de hecho, religiones políticas sustitutivas. Recientemente Habermas ha afirmado que

«en la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja la comprensión normativa, que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos no creyentes con ciudadanos creyentes. En la sociedad postsecular se impone la evidencia de que la ‘modernización de la conciencia pública’ abarca de forma desfasada tanto mentalidades religiosas como mundanas y las cambia reflexivamente. Ambas posturas, al religiosa y la laica, si conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también entonces desde un punto de vista cognitivo» (J. Ratzinger y J. Habermas, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Ediciones Encuentro, Madrid 2006, pp. 43-44).

Con esta afirmación del célebre filósofo alemán estaba sustancialmente de acuerdo el entonces cardenal Ratzinger. Después de constatar que, con el final de una «idea absoluta» de la historia, Occidente no sólo tiene que contar con la existencia de una pluralidad de grandes áreas culturales —Islam, hinduismo-budismo, culturas tribales africanas y culturas latinoamericanas—, sino también con la existencia, dentro de cada una de ellas, de conflictos a veces bastante profundos, el cardenal llegaba a la conclusión de que hablar de ética global es de hecho algo abstracto. El único camino abierto para la convivencia pacífica en una sociedad postsecular es más bien la «disponibilidad para aprender y autolimitación por ambas partes» (ib., p. 66).

Sobre el terreno de estas líneas de pensamiento me parece que puede florecer la necesaria renovación de la categoría y de la práctica de la laicidad también en nuestro país. Se trata de una exigencia acuciante sobre todo a la luz de los salvajes e inhumanos atentados terroristas que han golpeado a Occidente y de las guerras que ensangrientan el planeta. Sin sociedades y Estados europeos plurales pero internamente cohesionados en virtud de una sana laicidad, es fácil que capas enteras de la población se convenzan fácilmente de que no existe alternativa real al conflicto de civilizaciones, acabando así por desperdiciar la esperanza del inicio del tercer milenio y retrocediendo a la trágica lógica moderna del enfrentamiento extremo entre ideologías enemigas.

La raíz antropológica del poder

En el origen de una sociedad civil y de una institución estatal auténticamente laica está el delicado problema de cómo compaginar equitativamente, en último análisis en términos de derechos y deberes fundamentales, las identidades y las diferencias. La relación dinámica, siempre abierta, de estas dos dimensiones vitales de la convivencia humana es reclamada por el estatuto mismo de la persona, que no existe nunca como mónada separada y autosuficiente, y por ello inexorablemente destinada al enfrentamiento (según la típica visión individualista moderna). El yo existe siempre y sólo referido a un . Por eso en el hombre la «capacidad» relacional no es algo accesorio, sino constitutivo. Pertenece a su naturaleza. En la realidad, en efecto, no se da nunca una individualidad que sea sólo ella misma, sin estar en relación con otros individuos. Por eso, si cada uno se constituye como sujeto de dignidad y derechos originarios e inalienables, debe reconocer al otro como sujeto diferente y dotado de igual dignidad y derechos. Este dinamismo, propio de la experiencia elemental de todo hombre, muestra la raíz antropológica de la societas: el individuo no es nunca pensable si no es en relación social con otros sujetos de igual dignidad.

Así pues, si el nexo entre identidad y diferencia es insuperable y productor de sociedad, el modo concreto como los hombres viven su estar en esencial relación es (como afirma cierta tradición filosófica) el reconocimiento. Los hombres piden ser identificados y aceptados en su irreductible dignidad de sujetos, ser reconocidos por el rostro humano que los caracteriza y al mismo tiempo los pone en relación entre sí: en este sentido, al decir yo afirmo el y le pido, de hecho, que me reconozca como yo.

Aquí está, si se mira bien, el origen primario del poder, que sería conveniente volver a pensar (retomando también las reflexiones de Foucault). En definitiva, ¿qué es el poder sino el poder de reconocimiento dado por uno a otro sobre la base de la necesidad mutua?

Desde los vínculos primarios hasta el necesario poder estatal, con la inevitable fuerza coercitiva de que está dotado, el poder, en diversos grados y de diferentes modos, vive de esta lógica de reconocimiento. Cada uno de nosotros, de hecho, ejerce un poder y es objeto de poder. Se trata de un vínculo entre sujetos, que no puede en modo alguno ser evitado, porque es constitutivo del dinamismo vital en el que está inserta la persona humana. Una madre que sonríe a su hijo lo «reconoce», ejerce un poder sobre él. Un poder del que el hijo tiene necesidad y que a su vez él ejerce (inmediatamente) sobre sus padres.

Además en la medida en que se está en condiciones de ejercer un poder de reconocimiento se ejerce también, de hecho, un poder de autoridad. Así, la autoridad, sentida hoy con demasiada frecuencia sólo como un yugo exterior, es exigida en cambio como vínculo interno al dinamismo de la libertad misma, que no pierde por ello su soberanía.

El imparable dinamismo de la sociedad civil

El constitutivo estar en relación de reconocimiento con otros propio del sujeto individual, que mantiene en tensión dialógica unidad y diferencia, da vida a la sociedad civil. La sociedad no es pues una suma de individuos, porque la relación es constitutiva de la persona. Lo muestra el hecho de que en la sociedad se expresan los valiosos cuerpos intermedios primarios, como la familia y las comunidades próximas, entre las cuales destacan las suscitadas por la pertenencia religiosa, a las que se pueden equiparar hoy también formas de solidaridad primaria de tipo agnóstico. Con éstas se mezclan luego los cuerpos intermedios, por así decir, secundarios o derivados, pero también decisivos, como las diversas formas de asociación fundadas en la gratuidad o en objetivos (intereses) compartidos, como los partidos, los sindicatos, las empresas económicas y financieras. De este variado conjunto, amalgamado por la lengua como raíz de cultura e historia, nace un pueblo y una nación. Categorías todavía vitales, aunque necesitadas de ser valerosamente repensadas a partir de la violenta transición de que se ha hablado. Sociedad civil significa pues esencialmente diálogo, narración recíproca de la propia subjetividad, al mismo tiempo personal y social, a partir de lo que inevitablemente se tiene en común como bienes de carácter material y espiritual. Lo vemos todos los días en las reuniones de copropietarios o de vecinos, discutiendo sobre el mantenimiento de los inmuebles o las necesidades de los ancianos.

La vida de la sociedad civil, por tanto, reclama un reconocimiento mutuo, continuo y progresivo, de las diferencias por parte de las identidades siempre en relación. Relación, reconocimiento y poder son las dimensiones estructurales y constitutivas de la sociedad civil, que como tales no tienen origen en ningún poder superior ni dependen de él. Por ello exigen que la sociedad civil pueda vivir y desarrollar la libre dialéctica de sus relaciones entre identidades diferentes, ya sean individuales ya asociadas, que tienen pertenencias, tradiciones culturales, intereses materiales e ideales diversos; hoy, cada vez más, también etnias y religiones diversas.

Por otra parte, la relación de reconocimiento es también un poder ambiguo, que se presta tanto a la promoción como a la manipulación del otro, tanto a su custodia como a su captura. A este nivel, pues, la sociedad civil tiene siempre necesidad de darse una instancia superior, nunca sustitutiva sino reguladora (defensiva y promocional) de su vida relacional, de su pluralismo fisiológico, de su dialéctica histórica. Dicha instancia reguladora es, en la época moderna, el Estado.

Valor de la laicidad del Estado
y valores fundamentales de la sociedad

En cuanto instancia superior, el Estado debe ser —según la terminología hoy en uso— «laico». Pero está claro, llegados a este punto, qué debe significar laicidad: la no identificación con ninguna de las partes implicadas, es decir con sus intereses e identidades culturales, sean religiosas o laicas. Sin embargo, en virtud de su misma función, Estado laico no es sinónimo de Estado «indiferente» a las identidades y sus culturas. Sobre todo no puede ser, y de hecho no es nunca, indiferente a los valores de la tradición nacional predominante, a la que históricamente hace referencia, como demuestran las diversas «historias constitucionales» de los Estados.

En cualquier caso, un Estado democrático no puede ser indiferente a los grandes valores que están en la base de la misma convivencia democrática, como las libertades civiles y políticas, la convivencia dialogante, el respeto a los procedimientos para el consenso, etc. A estos y otros valores y bienes comunes hace referencia el Estado de derecho y el mismo poder público del Estado. Por tanto, el Estado democrático es laico por su no identificación con ninguna «visión del mundo», pero no es en absoluto «neutral» en relación con sus valores fundamentales.

Laicidad del Estado en todas sus instituciones (hasta la junta de distrito) es pues ejercicio constitutivo y recíproco de promoción y tutela (tuitio) del derecho y de valoración positiva de todos los sujetos en cuestión, mediante la implicación en la relación de reconocimiento. Sólo el reconocimiento regenera continuamente las identidades, poniéndolas a salvo de todo integrismo, al tiempo que impide que las diferencias lleven a exclusiones conflictivas.

Tal laicidad reclama por otro lado a los órganos estatales el ejercicio equitativo de las garantías tendentes a perseguir incansablemente el «com-promiso noble», corazón de la acción política, que tiene en el pueblo su árbitro definitivo que no puede ser suplantado ni sustituido por ninguna auctoritas supuestamente intérprete de vanguardia de las necesidades de la gente.

En este punto la sociedad postsecular y posmoderna debe plantearse con valentía una segunda cuestión central. No la introduciré partiendo de la demasiado discutida categoría de verdad, porque quiero aceptar, aunque sea como hipótesis de trabajo, el principio, caro hoy a muchos, de que «la constitución del Estado liberal es capaz de proveer de modo autosuficiente a su necesidad de legitimación», sin tener que recurrir a premisas unificadoras de tipo metafísico, religioso o ético.

Sobre la base de esta hipótesis, ¿en qué se convierte concretamente una práctica de la laicidad que sea respetuosa de la relación constitutiva e insuperable de identidad-diferencia en la convivencia cotidiana de personas y subjetividades religiosas y agnósticas de distinto tipo y grado? ¿Qué prerrogativas deben asignarse en consecuencia a las instituciones constitucionalmente reguladas?

Garantizar un espacio para todos los sujetos implicados

Un marco adecuado de laicidad debe permitirme a mí, creyente, obrar en la convicción de que Dios rige en definitiva la historia, con las decisivas implicaciones que esto tiene para la vida civil, y debe reconocer los mismos derechos y deberes a quien niega esta hipótesis con todas las fibras de su ser. A mi parecer, en una sociedad plural, una laicidad plena requiere las mejores condiciones posibles para promover sujetos personales y sociales atentos al diálogo y al reconocimiento mutuo, con vistas al más amplio y armónico entendimiento requerido por la necesidad primaria de compartir los bienes comunes (materiales y espirituales).

Pero ¿cómo podrá perseguirse esta compleja armonía si no hay acuerdo en la concepción sobre todo de cuáles son los bienes espirituales? Será necesario ante todo que las instituciones fomenten el valor práctico del mismo estar en sociedad, que no requiere en cuanto tal ningún acuerdo previo sobre el fundamento último de dicho valor. Dentro de este espacio garantizado a todos podrá vivir el dinamismo del reconocimiento dialógico entre todos los sujetos implicados en relación con los contenidos de valor particulares. Esto se llevará a cabo a través de una confrontación siempre abierta entre hermenéuticas diversas. Para quien considera decisivo reconocer a Jesucristo como la verdad a la que referir los criterios para vivir afectos y trabajo, tal confrontación significará que su visión de estos y otros factores de la vida civil deberá ser siempre y únicamente propuesta a la libertad del otro, en el respeto riguroso a los derechos de todos y en la convicción de que él mismo, en el diálogo, podrá aprender mejor qué es el bien común. Y significará también esperar igual respeto e interés dialógico de parte de los otros sujetos sociales.

Por lo demás, Cristo mismo, verdad absoluta pero viva y personal, no temió proponerse a la libertad del hombre hasta dejarse crucificar. Afirma san Ambrosio:

«Dilata tu corazón. Ve al encuentro del sol de la luz eterna que ilumina a todo hombre (Jn 1,9). Ciertamente su luz eterna resplandece sobre todos [...]. Así pues, si cierras la puerta de tu mente, dejas fuera también a Cristo. Y aunque puede entrar, no quiere entrar sin embargo importunando, no quiere obligar al que no quiere» (Comentario al Salmo 118).

Para el cristiano, la verdad reclama ser testimoniada. Si yo testimonio la verdad, toda la verdad, no lesiono el derecho de nadie. Al contrario, lo fomento. Por ejemplo, si yo considero sana una sociedad basada en familias concebidas como uniones estables entre hombre y mujer y abiertas a la vida, propondré en la lid pública esta visión de la sociedad, aceptando lealmente la confrontación con otras visiones, en el respeto a los derechos de todos y utilizando todos los procedimientos previstos constitucionalmente. Si rehuyera un testimonio de este género, que es mi deber proponer, no estaría contribuyendo al diálogo en la sociedad civil.

Un Estado no confesional y no neutral

¿En qué condiciones esta actitud respeta hasta el fondo el derecho de quien, por limitarnos a la familia, piensa en cambio que esta visión está totalmente superada? Es una tendencia actual interpretar la laicidad del Estado como algo en contradicción con una legislación familiar que incluya la tutela de valores propios de una tradición particular, como la del humanismo católico. Si el Estado es laico —se razona—, también su legislación debe ser laica, es decir axiológicamente neutral. De ahí el criterio político de prohibido prohibir: «El católico no respeta la laicidad del Estado si propone como institución jurídica un modelo que responde a su hermenéutica de la familia, porque de ese modo excluye otras y confesionaliza el Estado».

En nuestra opinión, este modo de argumentar acaba siendo acrítico desde un doble punto de vista. Ante todo supone que una legislación inspirada en criterios distintos del humanismo personalista de inspiración religiosa es de por sí neutral. Cuando está claro que no es así, sino que simplemente se inspira en valores diversos. En segundo lugar, y en sentido más amplio, se interpreta de manera errónea la laicidad del Estado porque se confunde (frente a la distinción que hemos hecho) la «no confesionalidad» del Estado con su neutralidad respecto a los sujetos civiles y su identidad cultural. Sin embargo, estas identidades se hacen relevantes para el Estado en virtud de su expresión democrática. El Estado protege el debate libre de las ideas y las propuestas legislativas, pero no es indiferente al resultado de la confrontación democrática entre las partes. Al contrario, está obligado a asumirlo. Con otras palabras, al que corresponde discernir es al pueblo, con su historia y su sensibilidad, directamente o través de sus legítimos representantes, en el respeto de los derechos pero también de los deberes sancionados por la Constitución (sobre estos temas: F. Botturi, «La laicità alla prova della democrazia», en Vita e Pensiero 4, 2003).

Esto debe impulsar vigorosamente la búsqueda del mejor modo (compromiso noble) de salvar el derecho de toda minoría, pero con el realismo de quien sabe que no se da la convivencia civil sin sacrificios y que, en cualquier caso, el prevalecer de un cierto tipo de legislación, siendo la materia de interés general, limita los intereses materiales y/o ideales de una parte. Dentro de esta lógica, así como es adecuado exigir a los musulmanes, que son minoría en Italia, el respeto a la Constitución, incluso allí donde pudiera reclamar de ellos un «sacrificio» desde el punto de vista de su hermenéutica del bien común (por ejemplo a propósito de la poligamia), basándonos en este sano concepto de laicidad, no me parece contradictorio reclamar algún sacrificio a una minoría que pretenda un reconocimiento jurídico-legislativo rechazado por la mayoría, a salvo siempre el reconocimiento y el ejercicio de los derechos personales fundamentales.

El caso paradigmático de Venecia

Venecia, en sí misma y como símbolo universal del dinamismo innovador de todo el Noreste, está llamada a ser cada vez más un lugar privilegiado y paradigmático en el que practicar y profundizar las consecuencias derivadas de esta nueva fisonomía de la laicidad, y está en condiciones de hacerse cargo de la naturaleza postsecular y posmoderna de nuestra sociedad.

Dicha tarea resulta tanto más actual cuanto que se presenta como un deber frente a la secular historia de Venecia. Somos en efecto deudores de la presencia plurisecular en la laguna de miembros de otras religiones: ¿cómo no recordar el peso objetivo de la comunidad judía en la sociedad veneciana, o las relaciones comerciales, y no sólo comerciales, con los pueblos del cercano y el lejano Oriente? Los confines de nuestra sociedad, en virtud de una visión universalista y cosmopolita de la actividad marinera y mercantil, se han extendido en el pasado hasta los límites extremos del mundo conocido: ¿cómo no percibir, por ejemplo, el hilo rojo que une la aventura de Marco Polo con los actuales desafíos económicos?

Toda la historia de la Serenísima, en fin, está atravesada por la aguda percepción de su autonomía, también respecto del poder temporal del Papa. Autonomía defendida sin cuestionar por ello la firme adhesión de la República a la fe católica, incluso en los momentos de mayor dificultad política o de emergencia social.

La preciosa herencia de nuestra historia insta a nuestra ciudad y a nuestra región a convertirse en protagonistas de una nueva laicidad en beneficio de todo el país y de Europa.

2. SOCIEDAD CIVIL, POLÍTICA, ESTADO

La preciada «subjetividad» de la sociedad

La primera aportación para aclarar la noción de sociedad nos viene del mundo griego. La sociedad no se configura como mero producto de la voluntad de los individuos, sino como realidad que pertenece a la naturaleza misma del hombre, con la necesaria tensión para su cumplimiento. Ya Platón y luego Aristóteles, con precisa conciencia teórica, sitúan el origen de la sociedad y del Estado en la misma naturaleza humana. Sin embargo, Aristóteles piensa siempre la koinonía en relación con la realidad de la polis (Eth. Nic., 1160a 8). En el Estado, por tanto, coinciden ciudadano e individuo, el aspecto estatal y social están fundidos.

Con el cristianismo surge la posibilidad de un replanteamiento total de la tesis aristotélica acerca del carácter naturalmente social del hombre, la introducción de la categoría de persona como realidad que posee un valor absoluto y obliga a reformular íntegramente la relación entre el individuo y la sociedad por un lado, y el Estado por otro. Si la naturaleza profunda e inalienable de todo hombre, creado a imagen del Dios uno y trino, es comunional, ello fundamenta también de modo absolutamente prioritario su carácter social. Este último, por tanto, no está definido ante todo por la inserción de la persona en el Estado, que no es la expresión originaria de la dimensión social de la experiencia humana. El Estado, en su sentido moderno, está llamado a ser una función de la sociedad civil, formada a su vez por personas que viven relaciones mutuas en los llamados cuerpos intermedios, el primero de los cuales es la familia.

Se trata de realidades que tienen sus raíces en la naturaleza del hombre y que, dentro del pleno respeto de las prioridades dictadas por el bien común, gozan de una autonomía propia. En sus encíclicas sociales (sobre todo en Sollicitudo rei socialis y Centesimus annus), Juan Pablo II, haciendo referencia a los cuerpos intermedios, ha hablado de subjetividad de la sociedad. Esta palabra subraya el primado de la persona y de los cuerpos intermedios respecto del Estado, que representaría una objetividad en función de la sociedad civil y al servicio pleno de ella. El tema ha sido retomado por Benedicto XVI en Deus caritas est.

Grandeza y miseria de la política

lo que es de Dioslo que es del César