cover.jpg
portadilla.jpg

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Introducción

I. La doctrina católica

Profesiones de fe

La Revelación

Dios y la creación

Jesucristo

La Iglesia

Los novísimos

II. Los sacramentos

Los sacramentos en general y el bautismo

La Misa

La presencia real y la sagrada comunión

La Penitencia y la unción de enfermos

Las sagradas órdenes y el matrimonio

III. Cuestiones de moral cristiana

Cuestiones de moral fundamental

Las relaciones con Dios: los tres primeros mandamientos

Las relaciones con el prójimo: los siete últimos mandamientos

IV. La oración cristiana

La oración y las devociones

Las fiestas y los tiempos litúrgicos

Las canonizaciones y los santos

Las apariciones y las imágenes sagradas

Créditos

 

 

En memoria de san Josemaría Escrivá,

que me enseñó a amar a la Iglesia

Prólogo

Contrariamente a los estereotipos que circulan en nuestra sociedad actual, en realidad la vida de los cristianos está sometida de continuo a la apremiante necesidad de reflexionar y de cuestionarse muchos interrogantes. A medida que vamos leyendo más la Biblia y conocemos mejor a Dios; a medida que profundizamos más en aquellos problemas de la vida diaria que parecen desafiar nuestras creencias cristianas y las enseñanzas católicas, más preguntas nos vamos haciendo. Rezar y meditar de modo habitual suscita muchos interrogantes. Hace que nos preguntemos por la misericordia y por el amor de Dios, por sus promesas, así como por el mal y por ese sufrimiento que, con tanta frecuencia, sale a nuestro encuentro en la vida diaria.

Esta obra de John Flader, Tiempo de preguntar-150 cuestiones sobre la fe católica, constituye una estupenda reflexión y una ayuda para todo aquel fiel católico que se haya preguntado alguna vez por la fe o por nuestra vida de relación con Dios. El libro recopila las preguntas y respuestas que Flader publicó en su columna semanal de The Catholic Weekly. Pone de manifiesto la fascinante atemporalidad que presentan algunos interrogantes para los cristianos de todo tiempo y lugar. Y la variedad y relevancia de los temas es grande: ¿Podemos hacer daño a Dios? ¿Qué piensa la Iglesia sobre la Evolución? ¿Cometieron incesto los hijos de Adán y Eva? ¿Todos los hombres se salvan? ¿Qué significa la infalibilidad? ¿Existe el limbo? ¿Qué es una indulgencia?

Flader aborda interrogantes sobre la vida y las enseñanzas de Jesús, sobre los sacramentos de la Iglesia, la Misa, María y la oración. También trata cuestiones morales como el suicidio, la pena de muerte, la homosexualidad y el juego.

Tiempo de preguntar puede ser una magnífica obra de referencia. Ante las dudas que se pueden plantear en diferentes momentos del año y en diversos momentos de la vida, estas páginas contribuyen a resolverlas. En las elegantes a la vez que breves explicaciones de la fe y de la enseñanza católica, los lectores encontrarán no solo una información pertinente, sino también impulso, seguridad y claridad. Y a partir de ahí probablemente se les ocurran otras preguntas que desearían hacer.

 

Al reunir aquí aquellas columnas semanales y publicarlas recopiladas en este libro, Flader presta un magnífico servicio a todos. He disfrutado leyendo estas páginas y he aprendido mucho. Espero, querido lector, que tú también.

 

+ CARDENAL GEORGE PELL

Arzobispo de Sydney

Marzo de 2008

Introducción

Poco después de comenzar a escribir la columna Tiempo de preguntar para The Catholic Weekly, me llegaron noticias de que algunos recortaban los artículos y los coleccionaban como material de consulta. O los fotocopiaban, para dárselos a otras personas. En estos años bastante gente me ha preguntado si tenía pensado publicar un libro recopilando esos artículos.

Ahora, pasados tres años, ha llegado el momento de satisfacer los deseos de esa gente y de publicar los primeros 150 artículos.

Las cuestiones y respuestas de este libro se han agrupado de modo sistemático, por temas, y siguiendo la estructura general del Catecismo de la Iglesia Católica. El capítulo I trata sobre cuestiones referidas a la doctrina de la Iglesia; el capítulo II, sobre sacramentos y sacramentales; el capítulo III, sobre la vida moral en Cristo; y el capítulo IV trata cuestiones relativas a la oración y a las devociones cristianas.

Quiero agradecer aquí la valiosa ayuda que me ha prestado Joanne Lucas, al leer la mayoría de mis artículos antes de enviarlos a The Catholic Weekly. Sus comentarios sobre el estilo y el contenido de los textos me han sido de gran utilidad. Mi agradecimiento también a Peter Joseph y a Edgard Barry por sus valiosas sugerencias para mejorar el texto final.

También quiero expresar mi agradecimiento a Anthony Capello, de Connor Court Publishing, que amablemente se ofreció para publicar el libro.

Rezo para que Tiempo de preguntar ayude a quienes lo lean a comprender mejor su fe y a llegar a un amor más profundo de Jesucristo, de Nuestra Señora y de la Iglesia.

 

Deo omnis gloria!

JOHN FLADER

 

I. LA DOCTRINA CATÓLICA

Profesiones de fe

 

151 El Credo Atanasiano

 

En un curso al que he asistido recientemente se hizo referencia de pasada al Credo Atanasiano, del que no había oído hablar hasta entonces. ¿Puede decirme algo al respecto?

 

El Credo Atanasiano se remonta a la Iglesia primitiva y contiene una exhaustiva declaración de fe en la Trinidad y en Jesucristo. Aunque en líneas generales todos los Credos son trinitarios en su estructura y manifiestan la fe primero en el Padre, luego en el Hijo y, por último, en el Espíritu Santo, la primera parte del Credo Atanasiano se refiere a la Santísima Trinidad y muestra el modo en que las tres divinas Personas están relacionadas entre sí. Pese a llevar el nombre de san Atanasio, Padre de la Iglesia del siglo IV, es casi seguro que no fue escrito por él. En primer lugar, porque ni Atanasio ni ninguno de sus contemporáneos lo mencionan nunca; pero, sobre todo, porque la teología trinitaria del Credo pertenece a una época posterior, probablemente el siglo V. El Credo utiliza parte de la terminología de la obra de san Agustín De Trinitate, publicada en el 415, y contiene una teología similar a la de la obra de san Vicente de Lerins (en torno al 445). Suele decirse que se originó en el sur de Francia y fue escrito en latín.

A veces el Credo se conoce como Quicumque o Quicumque vult, las primeras palabras latinas con que comienza: «Todo el que quiera salvarse, es preciso, ante todo, que profese la fe católica». Empieza resumiendo nuestra fe trinitaria: «Que veneremos a un solo Dios en la Trinidad Santísima y a la Trinidad en la unidad. Sin confundir las personas, ni separar la sustancia». Luego continúa diciendo que cada una de las Personas divinas es una Persona distinta, aunque tienen «una sola divinidad, igual gloria y majestad eterna». Cada Persona es increada, infinita, eterna y omnipotente, y solo existe un ser increado, infinito, eterno y omnipotente. Cada Persona es Dios y Señor, «pero no son tres dioses, sino un solo Dios», y «no tres señores, sino un solo Señor».

El Credo rechaza de modo manifiesto la herejía del subordinacionismo, que afirma que el Hijo y el Espíritu Santo están subordinados al Padre en naturaleza y en ser, así como el error del triteísmo, que concluye la existencia de tres dioses. Por lo que se refiere a las relaciones entre las Personas, el Padre «no ha sido hecho por nadie, ni creado, ni engendrado»; el Hijo «no ha sido hecho, ni creado, sino engendrado por solo el Padre»; y el Espíritu Santo «no hecho, ni creado ni engendrado, sino procedente del Padre y del Hijo». Esta última afirmación incorpora la expresión «filioque» (el Espíritu Santo procede del Padre «y del Hijo»), añadida al Credo Niceno en Occidente y motivo de fricción con Oriente (cf. Flader, J. Tiempo de preguntar. Ediciones Rialp, 2008, preg. 14). A continuación afirma que en la Trinidad «nada hay anterior o posterior, nada mayor o menor, pues las tres Personas son coeternas e iguales entre sí».

La segunda parte del Credo, que se refiere a la Encarnación del Hijo de Dios en Jesucristo, afirma entre otras cosas que Jesús, en cuanto Dios, «fue engendrado de la misma naturaleza del Padre, antes del tiempo» y, en cuanto hombre, «engendrado de la sustancia de su Madre Santísima en el tiempo». Es «perfecto Dios y perfecto hombre, que subsiste con alma racional y carne humana», «igual al Padre según la divinidad», pero «menor que el Padre según la humanidad». Además, «es uno, no por conversión de la divinidad en cuerpo, sino por asunción de la humanidad en Dios». Y «es uno absolutamente, no por confusión de sustancia, sino en la unidad de la persona».

Nos vendría bien meditar de vez en cuando el Credo Atanasiano para reafirmar nuestra fe en la Trinidad. Santa Teresa de Jesús nos habla de su experiencia a este respecto: «Estando una vez rezando el salmo de Quicumque, se me dio a entender la manera cómo era un solo Dios y tres Personas tan claro, que yo me espanté y consolé mucho. Hízome grandísimo provecho para conocer más la grandeza de Dios y sus maravillas, y para cuando pienso o se trata de la Santísima Trinidad, parece entiendo cómo puede ser, y esme mucho contento» (Vida, c. 39, 25).

 

 

152 El Credo del Pueblo de Dios

 

De vez en cuando –en el Catecismo de la Iglesia católica, por ejemplo– me encuentro con referencias al «Credo del Pueblo de Dios». ¿Puede decirme en qué consiste?

 

El Credo del Pueblo de Dios es una profesión de fe proclamada por el Papa Pablo VI el 30 de junio de 1968, festividad de los apóstoles Pedro y Pablo. ¿Por qué necesitaba la Iglesia un nuevo Credo cuando ya se disponía –entre otros– del antiguo Credo de los Apóstoles y del Credo Niceno del siglo IV? Hay que tener en cuenta que a lo largo de los 2.000 años de historia de la Iglesia ha habido numerosos credos, algunos de los cuales proceden de los concilios y otros de los Papas.

A este respecto dice el Catecismo de la Iglesia católica: «A lo largo de los siglos, en respuesta a las necesidades de diferentes épocas, han sido numerosas las profesiones o símbolos de la fe: los símbolos de las diferentes Iglesias apostólicas y antiguas, el símbolo Quicumque, llamado de san Atanasio, las profesiones de fe de ciertos Concilios (Toledo, Letrán, Lyon, Trento) o de ciertos Papas como la “fides Damasi” o el “Credo del Pueblo de Dios” de Pablo VI» (CIC 192).

En los años posteriores al Concilio Vaticano II, que concluyó en diciembre de 1965, se produjo una enorme confusión en materia de doctrina, moral, sacramentos, etc. No hay que olvidar que, tres meses antes de la clausura del Concilio, el Papa Pablo VI escribió su encíclica Mysterium fidei ratificando la enseñanza de la Iglesia sobre la Eucaristía frente a los errores que circulaban por entonces. Fue en buena medida esa confusión la que llevó al Papa a convocar dos años después un «Año de la Fe» desde el 29 de junio de 1967, festividad de san Pedro y san Pablo, hasta la misma fiesta del año siguiente. Ese Año de la Fe conmemoraría también el 1900 aniversario del martirio de los apóstoles.

En 1968, concluido el Año de la Fe, Pablo VI hizo público su Credo. Durante su presentación explicó en la homilía su razón de ser: «Bien sabemos, al hacer esto, por qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos grupos de hombres. Los cuales no escaparon al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana. Si esto sucediera –y vemos dolorosamente que hoy sucede en realidad–, ello llevaría la perturbación y la duda a los fieles ánimos de muchos».

Y añadía: «Queremos que esta nuestra profesión de fe sea lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que en el mundo –sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan– buscan la Verdad».

A continuación venía el texto del Credo. Es el más largo (unas 2.500 palabras frente a las 220 del Credo Niceno) y más detallado que cualquiera de los otros que nos son familiares. Después de una profesión de fe en la Santísima Trinidad y en cada una de las tres Personas Divinas, hace referencia a María y a su perpetua virginidad, su Inmaculada Concepción y su Asunción al cielo. Luego menciona el pecado original y nuestra redención a través del sacrificio de Jesucristo, y la necesidad de bautizar a los niños para que puedan participar de la vida divina.

También habla por extenso de la Iglesia, incluida la infalibilidad del Papa y de los obispos en comunión con él; de la necesidad de la Iglesia para la salvación; y de la posibilidad de salvación para quienes se encuentran fuera de sus límites visibles. Entre otras verdades, se refiere a la Misa como el sacrificio de Cristo que se hace sacramentalmente presente en el altar y a su Presencia Real en la Eucaristía, así como a la Transustanciación. Y finaliza con una consideración de las realidades de la vida eterna, entre otras, del purgatorio y el cielo.

Sería estupendo que de vez en cuando leyéramos y meditáramos este espléndido regalo del Papa Pablo VI a la Iglesia. Es sin duda una proclamación providencial de nuestra fe católica.

La Revelación

 

153 ¿De dónde procede la Biblia?

 

¿Cuáles son los orígenes de la Biblia? ¿Por qué era necesaria? ¿Podría existir la Iglesia católica sin ella? ¿Cómo se compuso y por qué se eligieron en concreto los libros que la forman?

 

La cuestión que planteas es crucial y muy importante; y, sin embargo, suele darse por sentada. Nos limitamos a leer la Biblia con mucha fe, pero no nos preguntamos de dónde viene. Intentaré responder brevemente.

Antes de nada, recordemos que la Biblia está dividida en los 46 libros del Antiguo Testamento, que recibimos del pueblo judío antes y en tiempos de Cristo, y en los 27 del Nuevo Testamento, formado por los escritos que se refieren más directamente a Cristo y a la Iglesia primitiva.

En cuanto al Antiguo Testamento, tanto Jesús como los apóstoles solían utilizar los libros sagrados de Israel, que consideraban de inspiración divina. Por ejemplo, hablan a menudo del cumplimiento de «lo que está escrito» en esas Escrituras (cf. Mt 21, 42; 26, 24) y sienten un inmenso respeto por ellas. San Pedro manifiesta su fe en la inspiración divina de las Escrituras judías cuando dice a la comunidad de creyentes: «Hermanos, era preciso que se cumpliera la Escritura que el Espíritu Santo predijo por boca de David acerca de Judas...» (Hch 1, 16). Estas Escrituras se leían los sábados en la sinagoga durante el culto y se trataban con sumo cuidado.

La Iglesia primitiva adoptó todas las Escrituras judías contenidas en la Septuagésima versión, la traducción griega de los textos hebreos realizada en los siglos III y II a.C. y usada por los judíos en tiempos de Jesucristo. Dicha versión contiene los 46 libros que conocemos como Antiguo Testamento. Aunque en tiempos del Antiguo Testamento circulaban entre los judíos otros textos, de un modo misterioso el Espíritu Santo llevó a la gente a aceptar como de inspiración divina solamente algunos de ellos.

El Catecismo de la Iglesia católica dice del Antiguo Testamento: «Los cristianos veneran al Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios. La Iglesia ha rechazado siempre vigorosamente la idea de prescindir del Antiguo Testamento so pretexto de que el Nuevo lo habría hecho caduco (marcionismo)» (CIC 123).

Los textos del Nuevo Testamento se fueron escribiendo poco a poco, la mayoría de ellos en los años 50 o 60 d.C. Los escritos de Juan, incluido el Apocalipsis, se redactaron hacia finales del siglo I. Aunque –como ocurre con el Antiguo Testamento– en el siglo I circulaban también entre las iglesias otros textos como la Didaché y la Carta de Bernabé, el Espíritu Santo guió a la Iglesia para que reconociera como inspirados solo algunos de ellos. Los textos considerados inspirados se copiaban cuidadosamente, se repartían entre las comunidades y se leían en la Misa igual que hoy. Pese a que durante los primeros siglos existió cierta controversia sobre la inclusión o no de unos cuantos textos en la lista de las obras inspiradas, en torno al año 382 el decreto De explanatione fidei confirmó la lista de los 27 libros que hoy conocemos como el Nuevo Testamento.

¿Era necesario crear la Biblia? Obviamente, durante los 20 primeros años las Escrituras cristianas no existían y, no obstante, la Iglesia fue capaz de crecer y funcionar con normalidad basándose en la tradición transmitida oralmente. Aunque Cristo no mandó a los apóstoles que escribieran nada –o al menos las Escrituras no lo han recogido así–, era totalmente lógico que tanto ellos como otras personas quisieran dejar escritos para la posteridad sus recuerdos de lo ocurrido y sus reflexiones en torno a los hechos. Y podemos estar seguros de que fue el Espíritu Santo quien los movió a hacerlo así y los guió mientras lo hicieron.

Con estos textos sagrados la Iglesia es inconmensurablemente más rica. Y nosotros hemos de leerlos con regularidad y suma reverencia, sabedores de que Dios nos habla a través de ellos.

 

 

154 Los católicos y la Biblia

 

Cuando era niño, en las casas de todas las familias católicas había una Biblia, pero daba la impresión de que no la leía nadie. Hoy percibo entre los católicos un interés mucho mayor por su lectura. ¿Podría explicar qué ha sucedido y por qué?

 

Yo también tengo la experiencia de haber crecido en una familia católica que tenía una Biblia en casa –una Biblia grande, si no recuerdo mal–, pero por lo que a mí respecta no la leí nunca. Y, que yo sepa, tampoco la leía nadie más. El hecho de que la Biblia fuera tan gruesa y pesara tanto no animaba a leerla. Muchas Biblias familiares se usaban para consignar en ellas las fechas de bautismos, primeras comuniones y confirmaciones en las páginas reservadas para ello. Aparentemente, esa era su principal función.

La Biblia, situada en un lugar destacado de la casa, era una de las señas de identidad de las familias católicas, al igual que el crucifijo o las imágenes de la Virgen o del Sagrado Corazón. En realidad no hacía falta leerla. Estaba ahí simplemente para recordarnos a nosotros y a las visitas que éramos católicos. La mentalidad que acabo de describir –en tono de broma, por supuesto– ha sido para muchos católicos una realidad durante siglos.

No cabe duda de que esa forma de proceder debe mucho a los reformadores protestantes del siglo XVI. Al oponerse tanto a la Iglesia –que consideraban corrupta, y en cierta medida lo era– como a su Tradición viva a lo largo de los tiempos, recurrieron a la Biblia como única fuente para comprender lo que Dios quería del hombre. Este es el principio de sola scriptura: solo las Escrituras son la fuente de la fe y de la Revelación divina.

Por supuesto, los católicos sabemos que por sí mismas las Escrituras no son suficientes. Al fin y al cabo, ha sido la Tradición viva de la Iglesia la primera en transmitirnos la Biblia. Y es la autoridad del Magisterio de la Iglesia la que, con la guía del Espíritu Santo, realiza para nosotros la auténtica interpretación de las Escrituras. Cuando la gente interpreta la Biblia por su cuenta, acaba en interminables controversias sobre su significado. Esta es sin duda una de las razones por las que hoy en día existen decenas de miles de denominaciones cristianas que reclaman la misma Biblia como fundamento de sus creencias. Por otra parte, en su versión alemana de la Biblia, Martín Lutero tradujo algunos pasajes sin preservar la fidelidad a los textos originales con el fin de incorporar y sustentar sus ideas erróneas.

La reacción en contra de los errores de los reformadores del siglo XVI fue animar a los católicos a seguir la doctrina de la Iglesia, que interpretaba la Biblia por ellos y enseñaba lo que Dios quería que supieran. De ahí que durante los cuatro siglos siguientes la lectura directa de la Biblia por parte de los fieles no fuera especialmente alentada, a pesar de que la imprenta difundió Biblias libres de inconvenientes. En 1898 el Papa León XIII animó a conocer la Biblia concediendo una indulgencia a quien leyera los Evangelios durante al menos quince minutos, con la debida reverencia a la Palabra divina y como lectura espiritual; e indulgencia plenaria, bajo las condiciones habituales, a quien la leyera a diario durante un mes.

No obstante, incluso los católicos que no leían la Biblia directamente estaban muy familiarizados con sus enseñanzas a través de las lecturas de la Misa dominical, en la que se leían pasajes tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento y se comentaban en el sermón –como se solía llamar por entonces a la homilía–. Al mismo tiempo los niños aprendían los relatos bíblicos más importantes en la escuela o de boca de sus padres.

El Concilio Vaticano II celebrado en Roma entre 1962 y 1965 alentó positivamente la lectura de las Escrituras. En el capítulo final de la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación Dei verbum se lee: «De igual forma, el Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos... a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Fil 3, 8) con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” (S. Jerónimo, Com. a Isaías, prólogo)... Así, pues, con la lectura y el estudio de los Libros Sagrados, “que la palabra de Dios se difunda y resplandezca” (2 Ts 3, 1) y el tesoro de la Revelación, confiado a la Iglesia, llene más y más los corazones de los hombres» (Dei verbum, 25-26).

Más recientemente, en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (2010), el Papa Benedicto XVI pedía encarecidamente «que cada casa tenga su Biblia y la custodie de modo decoroso, de manera que se pueda leer y utilizar para la oración» (nº 85).

En las últimas décadas ha crecido no solo el número de grupos de estudio de la Biblia y de laicos que asisten a cursos para adultos sobre las Escrituras, sino también la lectura personal de las mismas. Ojalá todos los católicos leyeran diariamente la Biblia por lo menos unos pocos minutos, especialmente el Nuevo Testamento. Sería una gran bendición para ellos, para la Iglesia y para la sociedad.

 

 

155 La inmoralidad en la Biblia

 

¿Cómo se explican ciertas prácticas inmorales que formaban parte de la ley del Antiguo Testamento y que Dios parece aprobar, como la poligamia, el divorcio, la matanza de todos los habitantes de una ciudad, etc.?

 

Un principio básico que no debemos olvidar es que Dios fue revelando su verdad solo gradualmente y teniendo en cuenta lo que la gente de cada época era capaz de vivir. Por eso vemos cómo la ley moral predicada por Jesucristo era mucho más sublime que la ley básica que Dios dio a su pueblo a través de Moisés más de 1.200 años antes. Esto resulta particularmente evidente en el Sermón de la Montaña, donde Jesús recuerda a sus oyentes qué decía la Antigua Ley y, a continuación, dicta la suya, mucho más positiva y exigente (cf. Mt 5, 17-48).

La ley de Cristo podía ser más exigente no solo porque desde los tiempos de Moisés el pueblo judío había recorrido un largo camino en la comprensión de su relación con Dios y en su vida moral, sino sobre todo porque la Nueva Ley daba la gracia de los sacramentos para hacer a la gente capaz de cumplirla. Por otra parte, conviene recordar que la Ley de Moisés iba muy por delante de las costumbres morales de los pueblos de su entorno.

En cuanto a aspectos concretos de la Antigua Ley, uno de los principios que puede parecer cruel es el castigo aplicable a aquel que causa un perjuicio a otro: «vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, contusión por contusión» (Ex 21, 24-25). Este principio de igualdad entre el castigo y el delito suponía de hecho un gran adelanto comparado con otros castigos mucho más duros que infligían en época de Moisés los pueblos en guerra en Oriente Próximo. Estos, movidos por un espíritu de venganza, a menudo respondían con un castigo mucho más severo que la ofensa original, de modo que el principio de igualdad de la ley de Moisés era en realidad bastante más humano. En el Sermón de la Montaña Jesús se refiere al «ojo por ojo» y exhorta a la gente a ir más allá poniendo la otra mejilla (cf. Mt 5, 38-39) e incluso amando a los enemigos (cf. Mt 5, 43-45).

Otro ejemplo de práctica aparentemente inmoral era la de desear el mal a quienes ofendían a Dios y a su pueblo (cf. Sal 35, 3 y ss.; Sal 55, 16; Sal 83, 9-18). Esta actitud, aunque alejada del amor y el perdón predicados por Jesús, se puede ver como el deseo de que Dios, en su justicia, castigue a los pecadores. El castigo que se deseaba era por lo general algún mal físico, no el mal espiritual de la condenación eterna.

El consentimiento del divorcio bajo condiciones muy restrictivas es otro ejemplo de un código moral que quedaba muy por debajo de la sublime enseñanza de Jesús (cf. Mt 19, 3-9), pero que sin embargo era muy avanzado al lado de la inmoralidad de los pueblos restantes. La ley de Moisés, más que aprobar el divorcio, regulaba su uso. El divorcio exigía motivos graves como el adulterio, junto a un acta de separación dictada por la autoridad. Además, el marido no podía volver a tomar a esa mujer como esposa, de manera que debía pensárselo mucho antes de divorciarse de ella (cf. Dt 24, 1-4). Con leyes como esta se protegía el estatus de las mujeres de aquella época.

En cuanto a la poligamia, la ley de Moisés ni la permitía ni la prohibía, pero al lado de la poligamia sin condiciones de los pueblos de su alrededor sí imponía ciertas restricciones. Al rey, por ejemplo, se le prohibía tener «gran número de mujeres» (Dt 17, 17) y el sumo sacerdote solo podía casarse con una mujer (cf. Lv 21, 13-14). En cualquier caso, Dios siempre podía dispensar a su pueblo de los preceptos secundarios de la ley natural, como hizo en este caso, quizá porque para la supervivencia y el crecimiento del pueblo de Dios era sumamente importante tener muchos hijos. Al restringir la poligamia, la Antigua Ley fue preparando gradualmente al pueblo para la monogamia predicada por Jesús.

La destrucción de ciudades enteras con todos sus habitantes (cf. Nm 21, 2-3; Dt 7, 1-5) puede verse como un medio empleado por Dios para castigar a los pueblos extranjeros por sus pecados, así como para evitar que los israelitas se vieran contaminados por su idolatría y sus prácticas inmorales.

 

 

156 Las revelaciones privadas

 

A una amiga mía le entusiasma conocer todos los mensajes que reciben del Señor y de la Virgen personas del mundo entero, y le extraña que yo no sienta interés por ellos. ¿Debería sentirlo?

 

Es una pregunta muy interesante y que suele formular mucha gente. ¿Cuál debe ser la postura de un católico ante estas «revelaciones privadas»?

En primer lugar, ¿qué entendemos por «revelación privada»? Empezaremos distinguiéndola de la «Revelación pública», es decir, la Revelación transmitida por Dios a través de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia, y dirigida a toda la humanidad. Esta Revelación se considera concluida con la muerte del último apóstol. Por otra parte, la Constitución Dogmática sobre la Revelación Divina del Concilio Vaticano II, Dei verbum, dice que «no hay que esperar otra Revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor» (DV 4).

Además, al enviarnos a su Hijo unigénito, la Palabra encarnada, Dios nos ha comunicado todo lo que necesitamos saber para nuestra salvación. En palabras del Catecismo de la Iglesia católica, «Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que esta» (CIC 65).

El Catecismo cita a san Juan de la Cruz, que expresa muy gráficamente esta idea: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar... porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo... Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o Revelación, no solo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad» (Subida del Monte Carmelo 2, 22, 3-5; cf. Hb 1, 1-2; CIC 65). En este pasaje san Juan de la Cruz responde a tu pregunta: nos dice que debemos fijar nuestra mirada enteramente en Cristo, que es la única Palabra de Dios, y no buscar novedades.

¿Significa eso que las revelaciones privadas carecen de importancia? En absoluto. El Catecismo comenta: «A lo largo de los siglos, ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de “mejorar” o “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia» (CIC 67).

Como explica este texto, las revelaciones privadas no añaden nada a la definitiva Revelación de Cristo: más bien ayudan a los fieles a vivirla con mayor plenitud. Entre las revelaciones privadas admitidas por la Iglesia figuran, por ejemplo, la revelación de la devoción al Sagrado Corazón transmitida a santa Margarita María Alacoque, la de la medalla milagrosa de santa Catalina Labouré, la recomendación del rezo del rosario hecha a santa Bernardita en Lourdes y a los tres niños de Fátima, y la devoción a la Divina Misericordia difundida por santa Faustina Kowalska. Todas estas revelaciones ayudan a los fieles a vivir más plenamente distintos aspectos de las enseñanzas de Cristo.

En los últimos tiempos han circulado muchas noticias acerca de mensajes, signos y milagros recibidos por personas del mundo entero. Algunos de ellos parecen de origen sobrenatural, como evidencia el hecho de ir acompañados de fenómenos carentes de explicación natural. Otros no ofrecen signos tan manifiestos de autenticidad, pero contienen mensajes en consonancia con las enseñanzas de la Iglesia y serán provechosos para quienes los reciben y quizá para otros.

No obstante, en general debemos recordar que Dios ya ha revelado a través de la Iglesia todo lo que es necesario saber para salvarse. Por eso es preferible permanecer en territorio seguro aceptando esas verdades y no yendo en busca de novedades, muchas de las cuales podrían ser ardides del «enemigo». No conduce a nada bueno querer conocer cada una de las nuevas revelaciones privadas cuando Dios ya nos ha dicho en su única Palabra cuanto necesitamos conocer.