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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack bianca, n.º 177 - noviembre 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-766-9

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

En la cama con el italiano

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La herencia del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La princesa escondida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La máscara de la pasión

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Mientras rodeaba el promontorio, Salvio de Gennaro se quedó mirando las luces titilantes que se vislumbraban a través de una ventana de la vieja casona. Luces de velas. Las velas siempre le recordaban a la Navidad, unas fechas en las que no quería pensar cuando aún faltaban seis semanas. Sin embargo, allí, en Inglaterra, las tiendas ya estaban decoradas para las Navidades, con sus árboles adornados con espumillón, y ofrecían en sus escaparates artículos de regalo que nadie en su sano juicio querría para sí.

Apretó los labios mientras seguía corriendo, con el ruido de las olas rompiendo contra el acantilado como telón de fondo. Detestaba la Navidad… Estaba anocheciendo y empezaba a llover con más fuerza, pero a Salvio le daba igual, aunque tuviera salpicaduras de barro en las piernas y empezase a acusar el cansancio del esfuerzo.

Para él correr se había convertido en una disciplina tan necesaria como el respirar, en algo que lo hacía más fuerte. Ni siquiera le molestaba tener pegados a la piel la camiseta de tirantes y los pantalones cortos que se había puesto para salir a correr.

Pensó en la velada que tenía por delante, y una vez más se encontró lamentando el haber ido allí. Quería comprarle unos terrenos a su aristocrático anfitrión, y había pensado que en un escenario informal podría cerrar el trato más rápido. La cuestión era que el tipo tenía una agenda muy apretada, y, cuando su secretaria le había dicho que lo habían invitado a cenar y quedarse a dormir, se había sentido en la obligación de aceptar la invitación.

Salvio esbozó una media sonrisa. Quizá debería sentirse agradecido de que lord Avery le hubiese invitado a alojarse en su magnífica casa de Cornualles, que se alzaba junto al acantilado, azotado por las fieras olas del océano. Sin embargo, la verdad era que no estaba precisamente deseando que llegara la hora de la cena. No cuando la esposa de su anfitrión no había dejado de mirarlo desde que había llegado. Lo miraba como una loba miraría a su presa, y aunque no era la primera mujer que se comportaba con él de esa manera, era algo que ya le causaba hartazgo. Era curioso lo poco que lo atraían las mujeres casadas que se empeñaban en tratar de seducirlo, pensó con desdén.

Aspiró una bocanada de aire de mar y, mientras se aproximaba a la casa, anotó mentalmente que tenía que acordarse de decirle a su secretaria que añadiese un par de nombres a la lista de invitados de la fiesta de Navidad que daba cada año. La cuenta atrás ya había empezado, pensó con un suspiro. La celebraba en su casa solariega de los Cotswolds y, como era uno de los acontecimientos sociales más destacados del año, todo el que aspiraba a ser alguien ansiaba ser invitado. Si pudiera no celebraría esa fiesta, pero debía corresponder a la hospitalidad que muchas personas habían tenido con él, y tampoco podía no celebrar la Navidad, por más que quisiera.

Había aprendido a sobrellevar las Navidades, ocultando su aversión tras una fastuosa exhibición de generosidad: compraba caros regalos para su familia y sus empleados, e inyectaba aún más fondos a su fundación benéfica. Además, en esa época viajaba a su Nápoles natal para visitar a su familia, porque eso era lo que hacía un buen napolitano.

No le gustaba volver allí. Nápoles era el lugar donde sus sueños se habían hecho añicos, y ahora era un hombre muy distinto, un hombre que ya no albergaba emoción alguna en su corazón, un hombre que, afortunadamente, ya no estaba a merced de sus sentimientos.

Apretó el ritmo en un sprint final mientras pensaba en la inevitable letanía de preguntas que le haría su familia sobre por qué aún no se había casado con una buena chica y por qué no tenía ya un montón de niños a los que su madre pudiera malcriar.

Cuando llegó a la enorme casa aminoró la marcha, aliviado de haber declinado la invitación de su anfitriona de acompañarlos a su marido y a ella esa tarde a ver una obra de teatro en el pueblo. Así podría aprovechar ese inesperado respiro para intentar relajarse un poco. Entraría en la cocina a por un vaso de agua y subiría a su habitación. Y tal vez se sentaría a leer un libro con el sosegante ruido de las olas de fondo. Pero primero tendría que secarse.

 

 

Molly pinchó con el tenedor un trozo de tarta de chocolate, se lo llevó a la boca y gimió de gusto. Tenía un hambre de lobo. No había probado bocado desde el desayuno, y solo había tomado unas gachas a todo correr antes de empezar la jornada. Además, llevaba toda la mañana trabajando como una loca, limpiando con más ahínco de lo habitual porque lady Avery estaba histérica por un invitado que iba a quedarse a dormir.

–Es italiano –le había dicho–. Y ya sabes lo puntillosos que son con la limpieza los italianos.

Molly no sabía si los italianos eran puntillosos o no con la limpieza, pero le había molestado la insinuación de lady Avery de que no limpiaba suficientemente a conciencia. Por eso se había afanado en limpiar con esmero las lámparas de araña, y había aspirado detrás de los pesados y antiguos muebles. Hasta había fregado de rodillas el porche de atrás. También había puesto un jarrón con ramas de eucalipto y rosas en la habitación del invitado, y había horneado galletas y un bizcocho.

Los Avery apenas utilizaban aquella casa, y esa era una de las razones por las que para ella ese trabajo de ama de llaves era perfecto. Podía vivir con poco y destinar la mayor parte de su salario a pagar la deuda de su hermano y los exorbitantes intereses acumulados.

Faltaba poco para las Navidades. Echaba mucho de menos a su hermano, que estaba en Australia, y aunque la preocupaba sabía que tenía que intentar tomar algo de distancia; tenía que hacerlo. Por el bien de los dos. Además, seguro que Robbie estaba pasándoselo de miedo en la inmensa y soleada Australia.

Tomó otro poco de tarta, preguntándose quién sería el invitado de los Avery. Sus invitados eran siempre gente interesante: políticos que trabajaban con lord Avery en Westminster, famosos actores que interpretaban a personajes de Shakespeare en los teatros londinenses, empresarios, y a veces incluso algún miembro de la familia real, cuyos guardaespaldas solían entrar en la cocina a pedirle una taza de té.

Sin embargo, jamás había visto a lady Avery tan nerviosa como ante la inminente llegada de aquel tal Salvio de Gennaro. Solo había oído de él que se dedicaba al negocio inmobiliario. Esa mañana lady Avery la había hecho ir a su estudio para recalcarle lo importante que era ese invitado para ellos.

En las paredes había varias fotografías enmarcadas de lady Avery, con collares de perlas y expresión soñadora, fotografías de años atrás, antes de que decidiera hacerse unos cuantos retoques. En su opinión, una muy mala idea.

–¿Está todo listo para la llegada de nuestro huésped? –le había preguntado con aspereza.

–Sí, lady Avery.

–Asegúrate de aromatizar con lavanda la ropa de cama de la habitación de invitados –le ordenó su señora–. Y no te olvides, cuando vayas a vestir la cama, de ponerle las sábanas con nuestras iniciales bordadas.

–Sí, lady Avery.

–De hecho… –su señora se quedó callada, como pensativa–. Tal vez lo mejor sea que vayas al pueblo y compres un edredón nuevo.

–¿Cómo? ¿Ahora?

–Sí, ahora mismo –respondió lady Avery, tamborileando impaciente con sus uñas pintadas de escarlata–. No queremos que el signor De Gennaro se queje de haber pasado frío por la noche, ¿verdad?

–Por supuesto que no, lady Avery.

Esa compra de último minuto era la razón por la que Molly no había estado presente para saludar al magnate italiano a su llegada. De hecho, a la vuelta de su expedición al pueblo, cargada con el voluminoso edredón de plumas de ganso, se había encontrado con que no había nadie en la casa. En la habitación de invitados solo la maleta abierta sobre la cama y unas cuantas prendas desperdigadas indicaban que Salvio de Gennaro había llegado. Debía de haber salido con los Avery. Mejor, así podría vestir la cama tranquilamente, se había dicho, poniéndose a la tarea.

Al terminar había bajado a la cocina, y en ese momento, cuando iba a tomar otro pedacito de tarta, oyó que se abría la puerta detrás de ella, dejando entrar una ráfaga de aire frío, que se cerraba de un portazo, y al volverse se encontró con un hombre que solo podía ser el invitado de los Avery.

El corazón le martilleaba con fuerza contra las costillas. Era el hombre más perfecto que había visto jamás. Al darse cuenta de que se había quedado con la boca abierta, se apresuró a cerrarla. El desconocido permaneció allí plantado, con el pelo oscuro mojado y revuelto y las piernas salpicadas de barro. La camiseta de tirantes y los pantalones cortos de chándal que llevaba, y que estaban empapados, no parecían la mejor opción para un crudo día de invierno como aquel, pero Molly no pudo evitar fijarse también en el tono aceitunado de su piel y en su atlético físico.

Tragó saliva. Nunca había visto a un hombre tan guapo. La camiseta de tirantes pegada al torso dejaba entrever a la perfección cada uno de sus músculos y tendones, como si alguien los hubiera pintado sobre ella con un fino pincel. Y esas caderas estrechas y esos muslos que parecían los de una escultura… Cuando alzó la vista y sus ojos se encontraron, se puso roja hasta las orejas. Dejó el plato en la mesa y se levantó, preguntándose por qué de repente le parecía como si el suelo estuviese tambaleándose bajo sus pies.

–Lo… –parpadeó aturdida antes de volver a empezar–. Lo siento; es que no esperaba a nadie…

–Salta a la vista –contestó él, sarcástico, bajando brevemente la vista al plato.

–Usted debe de ser… debe de ser el signor De Gennaro. ¿Me equivoco?

–No, no se equivoca –contestó él, enarcando las cejas–. Discúlpeme; parece que la he interrumpido en medio del tentempié que se estaba tomando.

Aunque su inglés era impecable, su seductor acento la turbaba casi tanto como su físico.

–¿Puedo hacer algo por usted? –le preguntó Molly educadamente–. Me temo que lord y lady Avery han salido, y no sé a qué hora regresarán.

–Lo sé –respondió él–. Si pudiera darme un vaso de agua y una taza de café, se lo agradecería.

–Claro. ¿Cómo toma el café?

De Gennaro esbozó una sonrisa.

–Solo. Sin azúcar. Grazie.

Se lo prepararé enseguida y se lo subiré a su habitación –le dijo Molly.

–No hace falta; esperaré aquí –replicó él.

Molly habría preferido que subiese a su habitación. Le preocupaba que se fijase en el sudor que le perlaba la frente, o en cómo se le marcaban de repente los pezones bajo el feo uniforme azul marino que lady Avery había insistido en que se pusiera.

Habría querido decirle que la estaba haciendo sentir incómoda, allí plantado, mirándola, como una estatua, pero por suerte no tuvo que hacerlo. Como si le hubiese leído el pensamiento, Salvio de Gennaro se alejó hasta la ventana. Molly se fijó en que cojeaba un poco de la pierna derecha. ¿Se habría hecho daño corriendo? ¿Debería preguntarle si necesitaba vendas, o algo? Mejor no. Si necesitara cualquier otra cosa, ya se lo pediría él.

Se notaba un mechón de pelo suelto haciéndole cosquillas en la nuca. Si hubiera tenido tiempo para arreglarse un poco antes de que apareciera… Y, si la hubiera encontrado leyendo una novela y no comiendo tarta, le habría parecido una chica interesante, y no una glotona con algún que otro kilo de más.

 

 

–Intentaré tardar lo menos posible –balbució la joven, abriendo un armarito para sacar un vaso y una taza.

–No tengo ninguna prisa –le aseguró él.

Era la verdad. Además, aunque no sabía muy bien por qué, se estaba divirtiendo. Quizá fuera la novedad de estar con una mujer muy distinta de las que poblaban su mundo: una mujer con curvas, una mujer que se sonrojaba cuando la pillaba mirándolo. La observó mientras se movía por la cocina. Su silueta curvilínea le recordaba a las botellas de vino verdicchio alineadas en los estantes del bar en el que había trabajado de chiquillo, barriendo y fregando el suelo.

La joven se dio la vuelta para encender la cafetera que había sobre la isleta central de la cocina, y a Salvio se le secó la garganta al bajar la vista a sus pechos. «¡Madonna mia!», pensó tragando saliva. ¡Qué pechos!

Cuando le dio la espalda para abrir el frigorífico se sintió aliviado porque tenía una erección más que evidente, pero su bonito trasero lo dejó traspuesto. Estaba fantaseando con cómo estaría con esa brillante melena castaña suelta cuando la joven se volvió de nuevo y sus ojos grises se encontraron con los de él.

Salvio sintió como si se hubiera formado electricidad estática en el aire. La joven parecía molesta, pensó divertido, como si estuviera reprendiéndolo por haber estado mirándola de un modo tan insolente. Y se merecía esa reprimenda. ¿Por qué se había quedado mirándola embobado, como habría hecho un adolescente al ver a una mujer hermosa por primera vez?

¿Es usted la cocinera de los Avery? –inquirió acercándose a la isleta, en un intento de redimirse con aquella pregunta trivial.

–Oficialmente, soy el ama de llaves –contestó ella mientras le servía el café–. Pero en realidad hago un poco de todo. Cocino, limpio, hago la compra, abro la puerta, me aseguro de que a los invitados no les falte nada… –le explicó. Le sirvió también un vaso de agua y lo dejó junto a la taza–. ¿Necesita alguna cosa más?

Salvio sonrió.

–No, pero me gustaría saber cómo se llama.

Ella dio un respingo, como si no le preguntaran su nombre muy a menudo.

–Molly –contestó tímidamente. Tenía una voz tan dulce…–. Molly Miller.

«Molly Miller…». Salvio se sintió tentado de repetirlo en voz alta, pero su conversación se vio interrumpida por la luz de los faros de un coche, que cruzó la cocina a través de la ventana, y el crujido que hacía la gravilla al paso de los neumáticos. Molly dio un respingo.

–Son los Avery –murmuró.

–Sí, deben de ser ellos.

–Será mejor… será mejor que se vaya a su habitación –le dijo ella nerviosa–. Debería estar preparando la cena, y a lady Avery no le hará mucha gracia encontrarlo aquí, charlando conmigo.

Salvio tomó la taza y el vaso de agua y se dirigió a la puerta.

Grazie mille –le dijo, volviéndose un momento antes de salir.

Y apretó el paso hacia la escalera para no toparse con los Avery en el pasillo.

Ya en su habitación, lo irritó descubrir que no se disipaba el deseo que la joven había despertado en él. Así que, en vez de la ducha caliente que había pensado darse, acabó dándose una ducha fría para intentar apartar de su mente a la dulce y curvilínea ama de llaves y aplacar el exquisito dolor que palpitaba en su entrepierna.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Molly, estas patatas tienen un aspecto horrible. No podemos pedirle al signor De Gennaro que se coma esto. ¿Las has horneado siquiera? ¡Están duras como piedras!

Molly notó cómo se le subían los colores a la cara ante la mirada acusadora de lady Avery. ¿Tan mal estaban? Estaba segura de haberlas horneado el tiempo suficiente. Y antes las había embadurnado bien con grasa de ganso para que salieran doradas y crujientes. Pero no, ahora que las miraba bien, parecía que estaban anémicas.

–No sabe cómo lo siento, lady Avery –se disculpó tomando la fuente–. Volveré a meterlas en el horno y…

–¡Ni hablar! –la cortó su señora–. Acabaríamos de cenar a medianoche y lo último que quiero es irme a la cama con el estómago lleno –dijo irritada–. Y estoy segura de que tú tampoco, ¿verdad, Salvio?

¿Se lo había imaginado, o le había lanzado lady Avery una sonrisa cómplice a su invitado, que estaba sentado al otro lado de la mesa? Había pronunciado su nombre en un tono de lo más empalagoso, y el modo en que estaba mirándolo hizo que a Molly se le revolviera el estómago. No podía ser que lady Avery estuviese sugiriendo que pensaba acostarse con él; no cuando su marido se hallaba sentado a menos de medio metro, pensó.

Sin embargo, le había parecido extraño que lady Avery hubiera bajado a cenar ataviada con un vestido ajustadísimo y muy escotado. Desde que se habían sentado a la mesa no había dejado de flirtear de un modo desvergonzado con su huésped. Suerte que su marido, que tenía veinte años más que ella y que iba ya por la segunda botella de borgoña, parecía ajeno a sus coqueteos.

La cena estaba siendo un desastre, y Molly no comprendía por qué. Era una buena cocinera. Se había pasado años cocinando para su madre y su hermano pequeño con un presupuesto muy limitado. Además, el día que lady Avery la había entrevistado, antes de contratarla, había tenido que preparar una merienda completa –incluido un plum-cake– en solo dos horas, y había pasado aquella prueba sin dificultad alguna.

Hacer una cena para tres personas tampoco debería haber supuesto ninguna complicación para ella, pero no había contado con el efecto que el invitado de los Avery tendría en ella. Después de su inesperada visita a la cocina unas horas atrás, le había costado calmar su corazón desbocado y concentrarse en sus tareas. Estaba como atolondrada y, aunque sonara ridículo, excitada. Recordó un momento en que sus ojos se habían encontrado, y se preguntó si habría sido cosa de su imaginación cuando le había parecido que saltaban chispas entre ellos. Por fuerza tenía que habérselo imaginado; era imposible que un hombre que podría elegir a la mujer que quisiera, pudiese sentir el más mínimo interés por una ingenua chica de provincias que además estaba rellenita. ¡Ni en sueños!

Pero no podía negar que aquel encuentro la había dejado descolocada. Además, cuando él se había marchado de la cocina, se había quedado de lo más alicaída, algo inusual en ella, que siempre intentaba ser optimista, aunque las cosas no le fueran bien. Era de esas personas que siempre veían el vaso medio lleno. Entonces, ¿por qué había pasado el resto de la tarde tan baja de moral?

–¿Molly? ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho?

Molly se puso tensa al ver la ira en los ojos de lady Avery. Las facciones de su invitado se ensombrecieron. Tal vez se estaba preguntando cómo podían haber contratado a un ama de llaves tan desastrosa.

–Lo siento mucho –se apresuró a disculparse con su señora–. Estaba un poco distraída.

–¿Un poco? ¡Pues parece como si llevaras toda la tarde con la cabeza en las nubes! –la increpó lady Avery–. ¡La carne está demasiado hecha, y los entrantes estaban helados!

–Vamos, Sarah; no es para tanto –le dijo Salvio de Gennaro suavemente–. Dale un respiro a la chica.

Molly levantó la cabeza y la comprensión que vio en sus ojos oscuros hizo que una cálida y reconfortante sensación la invadiera. Era como estar sentada junto a una chimenea cuando fuera nevaba, como estar envuelta en una suave manta de cachemira.

Por un momento, lady Avery pareció desconcertada. Tal vez el sutil reproche de su invitado le había hecho darse cuenta de que no daba muy buena imagen echándole un rapapolvo a su ama de llaves delante de él. Quizá por eso le lanzó esa sonrisa algo inquietante.

–Por supuesto. Tienes toda la razón, Salvio. No es para tanto. Después de todo, tampoco es que nos hayamos quedado con hambre, ni nada de eso. Molly siempre nos pone muy bien de comer. En fin, ¡no hay más que mirarla para ver que ella misma es de buen comer! –observó lady Avery con una risotada. Miró a su marido, que estaba roncando suavemente con la cabeza colgando sobre el pecho, y sacudió la cabeza–. Molly, voy a despertar a lord Avery y lo llevaré a la cama. Luego el signor De Gennaro y yo nos sentaremos un rato junto a la chimenea de la biblioteca. Quizá podrías traernos un aperitivo para compensar la cena. No hace falta que te compliques mucho; cualquier cosa de picar servirá –le indicó con una sonrisa forzada–. Y tráenos también otra botella de Château Lafite, ¿quieres?

–Sí, lady Avery.

Salvio apretó los puños y siguió con la mirada a Molly, que abandonó a toda prisa el comedor, pero no hizo más comentarios mientras su anfitriona rodeaba la mesa para despertar a su marido y se lo llevaba de allí con palpable impaciencia. Sin embargo, ya a solas no disminuyó la irritación que lo había invadido ante el modo injusto en que la aristócrata había tratado a su ama de llaves. Tampoco había podido evitar sentirse identificado con ella. Él había pasado por situaciones parecidas, y sabía lo que era que lo trataran a uno como a una máquina en vez de como a una persona.

Esperaría a que su anfitriona regresara, se tomaría una copa con ella, ya que no le quedaba otro remedio, y se retiraría a su habitación. Se marcharía a primera hora de la mañana, cuando todos durmieran aún. Aquel viaje había sido una completa pérdida de tiempo, con lord Avery demasiado borracho como para hablar de negocios. Y tampoco había podido trabajar nada con su portátil porque la condenada conexión a Internet se iba todo el tiempo y él no podía dejar de pensar en Molly, la fruta prohibida. Era una locura; ¿qué tenía aquella joven como para despertar en él tal deseo que no podía pensar más que en ella?

–¡No sabes cuánto lo siento, Salvio! –exclamó una voz detrás de él. Sarah Avery había vuelto, y avanzaba hacia él con expresión resuelta, clavando los finos tacones de sus zapatos en la alfombra persa–. Me temo que a veces Philip no tiene medida cuando bebe, y bueno… ya sabes lo que ocurre. En fin, vayamos a la biblioteca a tomar esa copa, ¿te parece? –le dijo con una sonrisa deslumbrante.

Habían sido muchas las razones por las que Salvio se había marchado de Nápoles, y había asimilado muchas de las costumbres inglesas –ahora se consideraba educado y sofisticado–, pero los valores tradicionales en los que se había criado salían con frecuencia a la superficie. Y en Nápoles una mujer jamás criticaba a su marido delante de otra persona, especialmente delante de un desconocido.

Bueno, pero solo una copa –le dijo. La desaprobación hizo que su tono sonara algo brusco–. Tengo una agenda muy apretada mañana, así que me iré a primera hora.

–¡Pero si acabas de llegar!

–Lo sé, pero es que tengo varias reuniones en Londres –se limitó a contestar él.

–¡Vaya! ¿Y no puedes cancelarlas? –insistió ella–. En fin, he oído que eres un adicto al trabajo, pero estoy segura de que hasta alguien tan ocupado como tú baja un poco el ritmo de vez en cuando. Y aún no hemos podido enseñarte el resto de la propiedad.

Salvio, que encontraba su actitud irritante, además de entrometida, tuvo que hacer un esfuerzo para esbozar una sonrisa.

–No me gusta faltar a mis compromisos –le dijo mientras la seguía hasta la biblioteca.

Allí estaba Molly con una bandeja en la mano, colocando en una mesita junto a la chimenea una tabla de quesos, dos copas y la botella de vino. Lo rígidos que tenía los hombros denotaba lo tensa que estaba. Y no era de extrañar, estando como estaba allí atrapada, trabajando para una mujer tan grosera y exigente como Sarah Avery.

Se dejó caer en uno de los sillones de orejas, y observó a su anfitriona, que se quedó de pie, junto a la chimenea, en una pose con la que sospechaba que pretendía hacer que apreciara su esbelta figura. Deslizó un dedo lentamente por la curva de un antiguo jarrón, y sonrió.

–¿No estás deseando que lleguen las Navidades, Salvio? –inquirió mientras Molly servía el vino.

Aquella pregunta hizo que se pusiera alerta, temiéndose que estuviera pensando en invitarlo a pasarlas con ella.

–Suelo estar fuera en esas fechas, me voy a Nápoles –le contestó, tomando la copa que Molly le tendió. Por alguna absurda razón, lo llenó de satisfacción captar su mirada y verla ruborizarse antes de que se apresurara a apartar la vista–. Siempre me alegro de ver a mi familia, pero lo cierto es que no tanto como cuando se acaban las fiestas. Durante las Navidades es como si el mundo entero se parara, y los negocios sufren.

–¡Hombres! –exclamó Sarah Avery, sentándose en el otro sillón, frente a él–. Sois todos iguales.

Salvio no podía dejar de mirar a hurtadillas a Molly, que se había quedado a un lado, nerviosa y con las manos entrelazadas, por si su señora ordenaba algo más. Se había cambiado el uniforme por otro más sencillo, un vestido negro que abrazaba sus curvas, y un mechón de pelo castaño le caía sobre la mejilla. Tomó un sorbo de su copa y se aclaró la garganta, antes de preguntarle a su anfitriona por educación:

–¿Y cómo vais a pasar tu marido y tú las Navidades?

Era obvio que aquella era la oportunidad que Sarah Avery había estado esperando, porque se explayó refiriéndole cómo la detestaban los hijos de Philip, su marido, ya todos adultos, y que la culpaban del divorcio de sus padres.

No es que yo me hubiera propuesto seducirlo, ni nada de eso, pero era su secretaria, y esas cosas pasan –le dijo encogiéndose de hombros–. Philip me aseguró que no pudo evitar enamorarse de mí, que nada habría podido impedirlo. ¿Y cómo iba a saber yo que su mujer estaba embarazada? –tomó un trago de vino–. El caso es que me da igual que sus hijos no quieran saber nada de mí, porque a mí quien me preocupa es mi marido, pero creo que deberían mostrarse más respetuosos, porque si no Philip podría desheredarlos.

Salvio aguantó unos minutos más de su mezquina cháchara, indignado por su desvergüenza, y, cuando ya no pudo más, se levantó, y aunque ella trató de convencerlo de que no se retirara tan pronto, al final pareció captar el mensaje de que se iba a la cama. Solo.

Sarah Avery puso morritos, como una niña caprichosa, pero él la ignoró, y, cuando llegó a su habitación y cerró tras de sí, se sentía como un ratoncito que había escapado de las garras de una gata.

Aliviado, paseó la mirada por la estancia. Un fuego acogedor crepitaba en la chimenea, y junto a la ventana había un mueble bar, con vasos, copas y varios decantadores con distintos licores. De las paredes colgaban paisajes de pintores de renombre. Resultaba irónico, pensó torciendo el gesto. Los Avery poseían cuadros que habrían ocupado un lugar de honor en una galería de arte, pero para ir al baño había que recorrer un pasillo gélido. Parecía que a algunos miembros de la aristocracia les era desconocido el concepto de «cuarto de baño privado».

Bostezó, pero en vez de desvestirse y meterse en la cama, se puso a hacer la maleta para poder marcharse a primera hora como había pensado. Fuera unos nubarrones negros cruzaban el cielo y tapaban parcialmente la luna, tornando el encrespado océano en un manto negro y plateado. Era una vista hermosa, pero se sentía incapaz de admirarla en ese momento. Estaba inquieto, y no sabía por qué.

Se aflojó la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se aventuró al frío pasillo para ir al baño. Sin embargo, de camino allí un ruido en el piso de arriba lo hizo detenerse. Al principio le costó identificarlo. Se quedó quieto, escuchando, y volvió a oírlo otra vez. Al darse cuenta de que parecían sollozos, entornó los ojos. Parecía alguien llorando.

Lo cierto era que no era asunto suyo. Al alba se marcharía, y lo que debería hacer era irse a la cama para poder levantarse temprano, pero le remordía la conciencia. Aquellos sollozos no podían ser más que del ama de llaves de los Avery. Sin pensarlo, se encontró subiendo la estrecha escalera que había al final del pasillo, siguiendo aquel ruido. Pronto se oyó con más claridad. Sí, no había duda de que eran sollozos. Al pisar el último escalón este crujió, y tras una puerta cerrada la voz de la joven inquirió nerviosa:

–¿Quién hay ahí?

–Soy yo. Salvio.

Oyó pasos apresurados dentro de la habitación, y cuando la puerta se abrió se encontró con Molly frente a él. Aún tenía puesto su uniforme negro, pero se había soltado el cabello, que le caía como una gloriosa cascada hasta la cintura, y se había quitado los zapatos. Al ver el miedo en sus ojos grises, algo enrojecidos por el llanto, la lujuria que había experimentado desde el momento en que había puesto sus ojos en ella fue reemplazada por una honda compasión.

–¿Qué ha pasado? –inquirió–. ¿Se encuentra mal?

No ha pasado nada; estoy bien. ¿Quería algo? Quiero decir… ¿ha encontrado su habitación de su gusto, signor De Gennaro?

–No tengo ninguna queja de mi habitación –contestó él con impaciencia–. Y lo que quería es saber por qué estaba llorando.

–No estaba llorando.

–Ya lo creo que estaba llorando.

Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante que no se esperaba.

–Creo que tengo derecho a llorar cuando estoy a solas en mi habitación.

–Y creo que yo tengo derecho a preguntarle por qué llora cuando su llanto no me deja dormir.

La joven parpadeó.

–¿Tanto se me oía?

Él esbozó una breve sonrisa.

Bueno, en realidad ni siquiera me había metido aún en la cama, pero no es un ruido que a nadie le agrade oír.

–Mire, siento haberle molestado, pero ya estoy bien. ¿Lo ve? –le dijo ella, obligándose a esbozar una sonrisa–. No volverá a ocurrir.

Sin embargo, que estuviese intentando librarse de él hizo que a Salvio le picara la curiosidad. Recorrió la habitación con la mirada. Era pequeña. De hecho, hacía tiempo que no veía una habitación tan pequeña. Había una cama estrecha que no parecía muy confortable, una cómoda, un armario, una silla y poco más. De pronto fue consciente del frío que hacía allí y pensó en el fuego que ardía en la chimenea de su dormitorio.

–Debe de congelarse aquí –murmuró.

–Estoy acostumbrada al frío. Ya sabe cómo son estas casas viejas. Hay un radiador ahí, junto a la ventana, pero apenas calienta.

–Escuche, ¿por qué no viene a mi habitación, y se sienta un rato junto a la chimenea? Y la invitaré a un trago; eso la ayudará a entrar en calor.

La joven vaciló un momento antes de sacudir la cabeza.

–Es muy amable por su parte, pero no puedo.

–¿Por qué no?

Porque lady Avery pondría el grito en el cielo si me pillara socializando con uno de sus huéspedes.

–No tiene por qué enterarse –le dijo él con complicidad–. Si usted no le dice nada, yo tampoco lo haré. Vamos, está temblando, ¿qué daño puede hacerle?

Molly vaciló de nuevo. Se sentía tentada de aceptar; quizá demasiado. Y no solo porque hiciera frío en su dormitorio. Una sensación de desasosiego se había instalado en su pecho después del rapapolvo que acababa de echarle lady Avery, que había entrado en la cocina hecha una furia. Se había puesto a gritarle, diciéndole que no podría ser más torpe e incompetente, que en toda su vida no había pasado tanta vergüenza, y que no le extrañaba que el signor De Gennaro hubiese decidido retirarse de un modo tan abrupto.

Y, sin embargo, allí estaba ahora ese hombre, de pie en el umbral de su humilde habitación, invitándola a tomar una copa con él. Se había quitado la corbata y se había desabrochado el cuello de la camisa, y esos pequeños cambios lo hacían parecer más relajado y menos intimidante. Y era tan guapo… No resultaba difícil comprender por qué lady Avery se había puesto en ridículo durante la cena, flirteando descaradamente con él.

Y no solo era increíblemente sexy, sino que además se había mostrado comprensivo con sus meteduras de pata en la cena y había salido en su defensa. Y en ese momento estaba mirándola con esa misma amabilidad a la que tan difícil resultaba resistirse, sobre todo cuando una no esperaba que la trataran con amabilidad.

¿Acaso no podía olvidarse de todo, por una vez, y relajarse un poco? Todavía algo vacilante, encogió un hombro.

–Está bien –le dijo–. Pero solo una copa. Y gracias –añadió, volviendo a calzarse los zapatos.

Él asintió brevemente, como si hubiera dado por hecho que acabaría aceptando su ofrecimiento. Molly intentó convencerse de que aquello no tenía nada de especial, pero no pudo evitar que el corazón le palpitara de nervios mientras lo seguía por el estrecho pasillo hacia su lujosa habitación, en el piso inferior.