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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 182 -enero 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-798-0

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Deseo y chantaje

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

 

Su amante del desierto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Mucho más placer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Caricias prestadas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO, NO me puedes echar. Soy demasiado guapa para que me eches –dijo Fabiana, mirando a Xan con incredulidad–. ¿O es que no te he entendido bien? Sabes que no domino tu idioma y que…

–Me has entendido perfectamente –replicó Xan–. Te dije que solo te podías quedar dos meses, y ya han pasado. Pero no te preocupes por tus cosas. Los de la mudanza llegarán dentro de una hora.

Fabiana se giró hacia un espejo, se miró con aprobación y, tras ahuecarse su preciosa melena de rizos oscuros, dijo:

–No me puedo creer que ya no me desees.

Xan perdió la paciencia. ¿Cómo era posible que se hubiera encaprichado de una mujer tan increíblemente vanidosa?

–Pues no te deseo.

–¿Y adónde voy a ir?

Fabiana clavó los ojos en él, consciente de que no encontraría a nadie tan interesante. De pelo negro, cuerpo perfecto y un metro noventa de altura, el griego Xan Ziakis tenía un rostro casi tan devastadoramente atractivo como su cuenta bancaria, que era la de un mago de las finanzas.

–A un hotel –contestó él–. Te he reservado una suite.

Xan no se sentía incómodo con la situación. Fabiana siempre había sabido que cambiaba de amante cada dos meses y, por otro lado, había sacado grandes beneficios de su asociación con él. Incluso más de lo que se merecía, teniendo en cuenta que solo se habían acostado unas cuantas veces.

Ese detalle lo empujó a cuestionar sus motivos. Teóricamente, buscaba la compañía de mujeres como Fabiana para satisfacer su libido; pero, aunque solo tenía treinta años, se aburría enseguida de ellas. Su trabajo le interesaba más que el sexo, y aún no estaba preparado para ceder a las insistentes presiones de su madre, empeñada en que se echara novia y se casara de una vez.

Además, no quería repetir los errores de su padre. Helios se había casado demasiado joven, y sus cinco matrimonios habían dejado tres cosas a Xan: una costosa y problemática parroquia de hermanastros, la férrea determinación de seguir soltero hasta los cuarenta años y la no menos férrea intención de acostarse con todas las gatas salvajes que se cruzaran en su camino.

Sin embargo, ni Fabiana ni sus muchas predecesoras tenían nada en común con los gatos salvajes. Eran modelos o actrices que conocían su situación económica y estaban encantadas de conceder sus favores a cambio de su generosidad.

Al pensarlo, Xan se dijo que sonaba bastante sórdido; pero, sórdido o no, era el arreglo más adecuado para él. Así, cubría sus necesidades más básicas y se ahorraba los peligros del amor, que conocía de primera mano porque le habían partido el corazón a los veintiún años, cuando aún era joven e idealista. Y había aprendido la lección.

Cuatro años después, se había convertido en un multimillonario que compraba y vendía corporaciones en la City londinense de forma habitual. Su buen hacer había tapado el gigantesco agujero que su imprudente padre había causado en la fortuna de los Ziakis y, tras solventar ese problema, se dedicó a organizar su vida sexual como organizaba todo lo demás, porque no soportaba el desorden.

Quería que su vida fuera tranquila, incluso rutinaria. Él no terminaría en el caos de rupturas matrimoniales y costosos divorcios que había diezmado el patrimonio de Helios. Era más fuerte y más listo que su padre. De hecho, era más listo que la inmensa mayoría de las personas que conocía, y solo asumía riesgos en el campo profesional, donde confiaba plenamente en su instinto.

Aún se estaba jactando de su inteligencia cuando el sonido del teléfono móvil lo sacó de sus pensamientos. Era su jefe de seguridad, lo cual le desconcertó, porque Dmitri no le habría llamado sin tener un buen motivo.

Al cabo de unos segundos, estaba tan enfadado que se fue de allí sin despedirse de la hermosa Fabiana. Alguien se había atrevido a robarle una de sus pertenencias más queridas. Alguien había violado el santuario de su ático, un lugar tan importante para él que ni sus propias amantes lo conocían.

–Sospecho que ha sido la criada –le informó Dmitri.

–¿La criada? –replicó Xan, atónito.

–O su hijo. Le dejó entrar en el piso, aunque sabe que va contra las normas –respondió Dmitri–. ¿Qué prefieres que haga? ¿Llamo a la policía? ¿O soluciono el asunto de forma discreta?

Xan pensó que no había castigo suficiente para el delito que habían cometido. No habían robado un objeto cualquiera, sino la pequeña vasija de jade que decoraba el vestíbulo del ático; una pieza de la China imperial, que le había costado una verdadera fortuna.

–¡Llama a la policía! –bramó, fuera de sí–. ¡Quiero que caiga sobre ellos todo el peso de la ley!

 

 

Al día siguiente, Daniel se arrojó a los brazos de Elvi y rompió a llorar.

–¡Lo siento! –dijo el adolescente a su hermana–. ¡Esta pesadilla es culpa mía!

Elvi le puso las manos en la cara y clavó la vista en sus angustiados ojos verdes.

–Tranquilízate. Te haré un té y…

–¡No quiero té! –la interrumpió Daniel–. ¡Quiero ir a la comisaría y decirles que he sido yo, no mamá!

–De ninguna manera –replicó Elvi, imponiéndose a su hermano–. Mamá ha asumido la culpa por una buena razón.

–¡Sí, claro, la maldita facultad de Medicina! Pero eso no importa, Elvi.

Elvi sacudió la cabeza. Daniel quería seguir los pasos de su difunto padre. Quería ser médico desde que era un niño. Se había esforzado tanto que había conseguido una beca en Oxford por sus excelentes resultados académicos. Y, si lo condenaban por robo, su carrera quedaría truncada antes de empezar.

Eso era tan evidente como el hecho de que su madre había mentido para protegerlo. Pero ¿cómo era posible que su hermano hubiera robado algo? Le parecía tan absurdo que no se lo podía creer.

Decidida a encontrar respuestas, se sentó en la cama de Daniel y lo miró. No se parecían nada. Eran hijos de madres distintas, porque la de Elvi había fallecido poco después de dar a luz y su padre se había vuelto a casar, lo cual explicaba sus notables diferencias: él, un alto, moreno y delgado joven de dieciocho años recién cumplidos y ella, una baja y exuberante rubia de ojos azules. La nueva esposa de su padre, Sally, había adoptado a Elvi legalmente cuando era pequeña y se había ocupado de ella.

–Cuéntame lo que pasó. Necesito saberlo.

–No hay mucho que contar –dijo él–. Me pidió que pasara a recogerla y la llevara a su reunión de Alcohólicos Anónimos, pero llegué antes de tiempo.

Elvi suspiró. Sally Cartwright llevaba tres años sin beber, pero el alcoholismo era una dolencia muy grave, y Daniel y ella se aseguraban de que asistiera a las reuniones para que no sufriera una recaída.

–¿Y? –insistió Elvi.

–Estaba terminando de limpiar, así que me dijo que me sentara en el vestíbulo y no tocara nada. ¡Como si yo fuera un niño pequeño! –protestó el adolescente–. Me molestó tanto que hice lo contrario de lo que me había pedido.

–¿Qué tocaste, Daniel?

–Una vasija de jade, una de esas cosas que solo se ven en los museos. Era tan bonita que la alcancé y la llevé a la ventana para verla a la luz.

–¿Y qué ocurrió después? –preguntó ella, cada vez más preocupada.

–Que llamaron a la puerta y mamá se acercó a abrir –respondió él, incómodo–. Como no quería que me viera con la vasija, la escondí a toda prisa. Pero no la pude devolver a su sitio, porque el hombre que llamó era un empleado del señor Ziakis que se enfadó al verme y me ordenó que me marchara y esperara a mamá en la calle.

–¡Oh, Dios mío! ¡Tendrías que habérsela dado! ¡Te convertiste en un ladrón en el momento en que te fuiste con ella!

–¿Crees que no lo sé? –dijo el chico con tristeza–. Pero el miedo pudo conmigo, de modo que me la llevé a casa y la guardé en un cajón. Pensaba decírselo a mamá, para que la devolviera al día siguiente. ¿Quién se iba a imaginar que descubrirían su ausencia esa misma noche y que denunciarían el robo?

Elvi pensó que Daniel se había comportado como un verdadero idiota, pero se calló su opinión porque era obvio que él también lo pensaba.

–¿Cuándo ha venido la policía?

–Esta mañana. Llegaron con una orden de registro y, por supuesto, encontraron la vasija. Mamá me pidió que fuera a su habitación a buscar su bolso y, mientras yo intentaba encontrarlo, se confesó culpable. Ya la habían esposado cuando volví –explicó Daniel, visiblemente emocionado–. Necesitamos un abogado con urgencia.

Elvi intentó encontrar una solución, pero no se le ocurrió ninguna. Conocía demasiado bien al jefe de su madre, un hombre tan rico como obsesivo. Tenía armarios distintos para cada tipo de ropa, y una mesa que nadie podía tocar. Ordenaba sus libros por orden alfabético, y exigía que le cambiaran las sábanas todos los días.

Su obsesión llegaba a tal extremo que había redactado una lista donde se especificaba detalladamente lo que Sally podía o no podía hacer. Y el hecho de que ese mismo hombre pareciera salido de una revista de supermodelos masculinos no cambiaba las cosas; como mucho, las volvía más injustas.

Elvi lo sabía porque lo había estado investigando por Internet, desconcertada con su maniática actitud. La diosa Fortuna había bendecido a Xan Ziakis de todas las formas posibles y, sin embargo, se comportaba como si sufriera un trastorno obsesivo compulsivo. Aunque quizá lo sufriera de verdad. A fin de cuentas, nadie podía ser tan perfecto en persona, como ella misma había tenido ocasión de comprobar.

Solo se habían cruzado un par de veces, cuando aún acompañaba a su madre a sus reuniones de Alcohólicos Anónimos. Pero siempre pensaba lo mismo: que era la perfección personificada, el hombre más guapo que había visto en su vida.

 

 

Horas después, Sally Cartwright se sentó con su hija adoptada en el dormitorio que compartían. Era una esbelta y bella morena de ojos verdes que había cruzado hacía tiempo la barrera de los cuarenta años.

–He hecho lo único que podía hacer –afirmó, mirándola con intensidad.

Elvi era consciente de que su hermano estaba en el dormitorio contiguo y, como no quería que oyera su conversación, replicó en voz baja.

–No, no era lo único. Tendrías que haber dicho la verdad. Los dos tendríais que haberla dicho.

–Nadie nos habría creído, Elvi. Somos pobres –dijo su madre con tristeza–. ¿Y por qué lo somos? ¡Porque he destrozado vuestra vida y la mía! Hasta he conseguido que una familia feliz acabe en un sitio como este.

El sitio al que Sally se refería era el piso de protección oficial donde vivían; pero el sentido despectivo de su comentario no preocupó tanto a Elvi como su amargura. Tenía miedo de que el sentimiento de culpabilidad la arrastrara otra vez al alcohol.

La vida de los Cartwright había cambiado radicalmente tras la súbita muerte de su padre. Hasta entonces, tenían una casa y una posición económica desahogada. Pero la tragedia afectó tanto a Sally que empezó a beber y terminó perdiendo su empleo como profesora en un colegio de chicas, lo cual obligó a Elvi a dejar los estudios y ponerse a trabajar con solo dieciséis años.

Por desgracia, su sacrificio no fue suficiente. Las deudas acumuladas derrumbaron el castillo de naipes de su pequeño paraíso familiar y, poco tiempo después, tocaron fondo y se quedaron sin casa.

Su existencia posterior había sido un lento, continuado y generalmente fracasado esfuerzo por recuperar parte de lo perdido, aunque sus vidas habían mejorado bastante. ¡Qué alegría se llevaron cuando Daniel pudo entrar en la facultad de Medicina! Elvi estaba orgullosa de él, porque había seguido estudiando a pesar de las circunstancias y había conseguido una plaza en una de las mejores universidades del país.

Y ahora, un error estúpido lo podía mandar al traste.

–No, no –continuó Sally, decidida–. Tenía que confesarme culpable. Es la única forma de devolveros lo que os quité a los dos con mi alcoholismo. Y no puedes decir o hacer nada que me haga cambiar de opinión.

Elvi pensó que eso habría que verlo, aunque se abstuvo de decirlo en voz alta.

Aquella noche, mientras Sally dormía en su cama, Elvi se puso a pensar en su difunta madre, una enfermera finlandesa que falleció pocos meses después de dar a luz, atropellada por un coche. Elvi no se acordaba de ella. Solo le había dejado unas cuantas fotos desgastadas y un puñado de cartas de su abuela, que también había fallecido. Pero eso no impedía que la quisiera tanto como quería a su hermano.

Dos años después del trágico accidente, su padre se casó con Sally, quien le dio un hijo. Y desde entonces, ellos eran el centro de su existencia, lo único que le importaba.

Por desgracia, Sally se sentía culpable por haber caído en el alcoholismo tras la muerte de su esposo. No entendía que Daniel y ella la habían perdonado, si es que había algo que perdonar. Al fin y al cabo, no era alcohólica a propósito. Se había hundido al verse sola con un bebé y una niña de seis años, porque no tenía familiares a los que acudir ni un mal amigo que la pudiera ayudar.

Elvi lo comprendía perfectamente. Tenía la inteligencia y la compasión necesarias para no culpar a su madre de la situación en la que se encontraban. Y, por supuesto, no iba a permitir que se hundiera de nuevo tras haberse esforzado tanto por rehabilitarse.

Pero ¿qué podía hacer?

¿Hablar con Xan Ziakis con la esperanza de que detrás de sus trajes de diseño y su reputación de empresario implacable se ocultara un hombre decente? No parecía posible. No encajaba con la imagen de depredador solitario que se había ganado en la City de Londres. Hacía las cosas por su cuenta y riesgo. Se negaba a trabajar en equipo y desdeñaba cualquier tipo de asociación con los demás, aunque fuera temporal.

De hecho, su madre le había comentado que nunca llevaba mujeres a su casa, lo cual resultaba bastante sospechoso. En otras circunstancias, Elvi habría pensado que era homosexual. Pero no lo era, como bien sabía ella. Aún recordaba el tórrido halago que le había dedicado meses atrás, un halago que había despertado su deseo y avivado brevemente su antiguo encaprichamiento juvenil.

Por suerte, ya no era una adolescente impresionable, sino una mujer de veintidós años. Xan Ziakis había dejado de ser su secreta obsesión. Y, en cualquier caso, nunca habría podido competir con las altas y esbeltas modelos que aparecían con él en la prensa: apenas superaba el metro cincuenta y siete de altura y, por si eso fuera poco, tenía un cuerpo exuberante, de nalgas tan generosas como sus senos.

¿Sería eso lo que había llamado su atención hasta el punto de dedicarle un halago? ¿Sus grandes senos?

Elvi suponía que sí, y se preguntó si podría usarlos en su beneficio, para conseguir que hablara con ella y escuchara sus razones. No era una táctica precisamente ética, pero podía ser la única posibilidad de acceder a un hombre tan poderoso como él.

Tras decidirse por ello, se planteó el siguiente problema. ¿Qué debía hacer? ¿Ir a verlo a su casa? ¿O presentarse en su despacho? En principio, la segunda opción parecía más recomendable que la primera, teniendo en cuenta que era un obseso de su intimidad. Pero no llegó a tomar una decisión hasta la mañana siguiente, porque se quedó dormida.

Poco antes del alba, despertó de un sueño inquieto, se levantó de la cama y cambió de parecer sobre la estrategia a seguir. Como le parecía improbable que Xan Ziakis quisiera concederle una entrevista personal, decidió escribirle una carta. La causa lo merecía y, en cualquier caso, sería mejor que no hacer nada.

Encendió el ordenador de Daniel, redactó una disculpa por los problemas que le habían causado y empezó a escribir sobre la historia de su familia. Si hubiera podido, le habría contado la verdad; pero se estaba dirigiendo a un hombre peligroso, capaz de retirar los cargos contra su madre, de acusar a su hermano y tal vez, de utilizar esa misma carta contra ellos, una posibilidad que le preocupaba mucho.

Pero ¿qué otra opción tenía? Aparentemente, ninguna. Estaba condenada a escribir a un hombre implacable con la esperanza de que hubiera algo decente en su corazón y se compadeciera de su familia.

Cuando terminó, metió la carta en un sobre y se dirigió a la sede de su empresa, adonde llegó a las ocho. Por suerte, ella no empezaba a trabajar hasta las nueve y, afortunadamente su madre le había hablado tanto de su jefe que conocía sus costumbres a la perfección: salía de su casa a esa misma hora, se subía a su limusina y se iba directamente al despacho. Todos los días. Fines de semana incluidos.

Minutos después, el enorme vehículo negro se detuvo frente al edificio. Elvi estaba esperando en la acera, y se llevó una sorpresa al ver que Xan Ziakis no llegaba solo, sino en compañía de tres guardaespaldas tan trajeados como él, que formaron un muro a su alrededor.

–¡Atrás! –exclamó uno de los guardaespaldas.

Elvi dio un paso atrás, tan desconcertada con su actitud beligerante como con el atractivo del alto y moreno hombre al que intentaba proteger.

–¿Qué lleva ahí? –preguntó otro, cuya cara le resultaba familiar.

–Una carta –acertó a decir.

–¿Sobre su madre?

–Sí…

–Démela.

Elvi se la dio y, al alzar la cabeza, se dio cuenta de que la estaba mirando con amabilidad, lo cual aumentó su desconcierto.

–¿Quién es usted?

–Dmitri –dijo el hombre–. Conozco a su madre… No le puedo asegurar que el señor Ziakis lea la carta, pero me encargaré de que la reciba.

–Gracias.

–No hay de qué. Sally es una mujer encantadora.

El guardaespaldas se guardó la carta y desapareció en el interior del edificio, en el que ya habían entrado los demás.

Elvi se alejó entonces y se subió a un autobús para dirigirse a la mercería donde trabajaba, preguntándose si Xan Ziakis llegaría a leer la carta. Dmitri le había prometido que se la entregaría, y no tenía motivos para dudar de él; especialmente, porque le había dado la impresión de que no creía que Sally hubiera cometido ningún delito. Aunque, por lo que sabía de su jefe, era capaz de tirarla.

Sin embargo, Xan se quedó tan perplejo al ver que su jefe de seguridad le dejaba una carta en la mesa que la alcanzó de inmediato y miró el nombre del remitente, Elvi Cartwright.

Su primer impulso fue el de tirarla a la papelera; en parte, porque desconfiaba de las mujeres en general y, en parte, porque ya la conocía. Se había cruzado con ella dos meses antes, en el portal del edificio donde vivía, y le había gustado tanto que había hablado con Dmitri para que la investigara, suponiendo que sería vecina suya.

Cuando Dmitri le dijo que era la hija de la mujer que limpiaba su casa, la expulsó de sus pensamientos. Desde su punto de vista, los multimillonarios no se debían mezclar con los familiares de sus criados. La brecha que los separaba era demasiado grande y el riesgo de complicar las cosas, excesivo.

Pero, a pesar de ello, se acordaba de Elvi como si la acabara de ver. Sus preciosos ojos azules, su pelo rubio platino y su abrumadora naturalidad le habían llamado la atención poderosamente. Y ni siquiera sabía por qué.

Elvi Cartwright no se parecía nada a las mujeres con las que se solía acostar. Era de estatura baja, y daba la impresión de estar algo rellenita, aunque no estaba seguro: solo la había visto una vez, y llevaba una chaqueta negra que ocultaba su figura. Pero, por inexplicable que fuera, se había sentido más atraído por ella que por ninguna de sus amantes.

Indeciso, volvió a mirar la carta que le había dejado Dmitri en el escritorio. ¿Por qué se habría involucrado en un asunto tan sórdido? A falta de respuestas, optó por abrirla y salir de dudas. Al fin y al cabo, era su jefe de seguridad. Si no podía confiar en él, no podía confiar en nadie.

Minutos después, había descubierto dos cosas: la primera, que Elvi escribía mucho mejor de lo que se había imaginado y la segunda, que su intervención abría un amplio abanico de posibilidades eróticas.

Cuanto más leía, más tórridas eran sus ideas. Él, que nunca había sucumbido a ningún tipo de tentación imprudente; él, que calculaba todos sus pasos y reprimía todos los impulsos arriesgados, se dejó llevar por su imaginación y terminó completamente dominado por su libido, algo que no le había pasado nunca.

En su rostro se dibujó una oscura sonrisa que cualquiera de los que se atrevían a enfrentarse a él en el mundo de las finanzas habría reconocido al instante: una sonrisa de peligro, de amenaza inminente. Había tomado una decisión. Esperaría un par de días, para que Elvi Cartwright se cociera en su propia salsa. Y entonces, solo entonces, se pondría en contacto con ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LOS DOS días siguientes fueron una tortura para Elvi. Esperaba que Xan Ziakis o alguno de sus empleados la llamara en cualquier momento, así que no se apartaba del teléfono. Pero no recibió la llamada hasta el tercer día, cuando ya empezaba a perder la esperanza.

Tras concertar una entrevista a última hora de la tarde, habló con su jefa y se inventó una supuesta cita con el dentista para poder salir antes del trabajo. Su jefa le dio permiso, aunque solo a cambio de que trabajara durante su hora de comer, y Elvi cumplió con sus obligaciones en piloto automático mientras ensayaba discursos que rechazaba una y otra vez. Tenía que ser breve y concisa, porque no creía que Xan Ziakis le concediera más de diez minutos.

Cuando llegó a la sede de Ziakis Finance y se sentó en la sala de espera, era un manojo de nervios. ¿Cómo iba a conseguir que retirara los cargos? No tenía nada que ofrecer, nada con lo que negociar. Solo se saldría con la suya si resultaba ser un hombre bueno, capaz de apiadarse de su madre. Pero tenía fama de todo lo contrario. Era un empresario sin escrúpulos, obsesionado con su margen de beneficios.

Al cabo de un rato, empezó a tener calor y se abrió la chaqueta del traje que se había puesto, revelando la camisa azul que llevaba debajo. Estaba convencida de que aquella reunión era una pérdida de tiempo. Xan era un hombre rico, un privilegiado que se sentía por encima del resto de los mortales. No entendería el alcoholismo de Sally Cartwright. No apreciaría su esfuerzo por dejar la bebida. No sabría ponerse en el lugar de sus familiares.

Justo entonces, la esbelta recepcionista pronunció su nombre con el tono bajo que parecían utilizar todos los empleados de la empresa, situada en el último piso del edificio. Elvi se levantó de inmediato, intentando mantener el aplomo. No se podía permitir el lujo de perderlo. No con un hombre tan disciplinado como él.

Cuando abrió la puerta del despacho, le pareció tan grande como un estadio de fútbol. Elvi pensó que hasta el tamaño de la sala pretendía intimidar, pero alzó la barbilla y se puso bien recta, decidida a no mostrarse débil.

–Soy Elvi, la hija de Sally Cartwright –anunció tranquilamente.

Xan, que estaba apoyado en la mesa, la miró a los ojos. Por fin iba a tener lo que quería. Al despedir a Sally, había eliminado el único obstáculo que le impedía seducir a Elvi. Ya no se tenía que preocupar por el engorroso asunto de mantener relaciones con la hija de una empleada. Y, en cuanto a su estatus social, muy inferior al de sus amantes habituales, tampoco le preocupaba. ¿Quién había dicho que no se pudiera acostar con una trabajadora?

–Xander Ziakis –replico él, ofreciéndole una elegante y morena mano.

Elvi dudó antes de estrechársela. Era la primera vez que estaba tan cerca de él, y sus ojos de color ámbar le parecieron tan atrayentes como sus pecaminosamente largas pestañas y su impresionante cuerpo, que su traje enfatizaba. Casi no podía respirar.

–Siéntate, Elvi –continuó Xan.

Elvi pensó que no era extraño que se hubiera encaprichado de él cuando era más joven. Estaba ante el hombre más atractivo que había visto en su vida.

–No estaré cómoda si yo me siento y tú te quedas de pie –alegó.

Xan la miró con humor y, acto seguido, se acercó a su sillón, esperó a que Elvi tomara asiento y después, la imitó.

–¿Te apetece algo de beber? ¿Café? ¿Té? ¿Agua?

Elvi cerró las manos sobre su bolso, intentando disimular su temblor.

Agua, si no es molestia –respondió.

Él pulsó un botón y dio la orden pertinente a uno de sus empleados, que apareció treinta segundos después con lo que le había pedido. Ella alcanzó el vaso, se lo llevó a los labios y bebió.

Xan la observó con fascinación, porque Elvi tenía más aplomo del que se había imaginado y era diez veces más guapa de lo que recordaba. De hecho, estaba preparado para llevarse una decepción; pero la mujer que se había sentado al otro lado de la mesa tenía unos ojos tan azules como un cielo griego, una piel tan lustrosa como las perlas y una larga melena rubia platino que le caía hasta la cintura.

Pero eso no era lo único. También estaban las fabulosas curvas y la estrecha cintura que intentaba ocultar bajo la chaqueta. No estaba gorda en modo alguno. Estaba perfecta, sencillamente gloriosa. Y Xan se preguntó si sería consciente de que él no se había sentado por educación, sino porque le había provocado una erección y era la única forma de disimularlo.

Tras pensarlo un segundo, llegó a la conclusión de que no se había dado cuenta. Era bastante obvio, porque no había ni el menor trasfondo de coqueteo en su actitud, lo cual avivó su interés. La mayoría de las mujeres flirteaban con él desde el principio, pero aquella ni siquiera se había molestado en maquillarse.

–¿Por qué crees que te he concedido una cita?

Xan lo preguntó con brusquedad, porque no se fiaba de las mujeres. De niño, había tenido la mala fortuna de cruzarse con varias madrastras de lo más desagradables y, por si eso fuera poco, su primer amor le había abandonado cuando se enteró de que la fortuna de su familia había desaparecido.

–No lo sé. Por eso estoy aquí –contestó ella–. Supongo que has leído mi carta.

Él se recostó en el sillón.

–¿Por qué iba a querer ayudar a una mujer que me ha robado?

Elvi palideció.

–Bueno, es posible que no quieras…

–En efecto –la interrumpió él–. No quiero ayudarla. Creo que la gente debe pagar por los delitos que comete.

–Sí, pero…

–No hay peros que valgan. Y no voy a hacer una excepción con tu madre –sentenció Xan–. De hecho, tú me das más pena que ella. Crecer con una alcohólica tiene que ser verdaderamente duro.

Elvi apretó los puños, indignada.

–¡No necesitamos tu compasión! –bramó.

–Puede que tu familia no la necesite, pero tú sí. Eso es lo que pides en tu carta, compasión. Y no sé qué ganaría yo con ello.

–Oh, vamos, ya te han devuelto la vasija.

–Me temo que no. Es la prueba de un delito, y sigue en manos de la policía.

Elvi respiró hondo, intentando pensar con claridad. Hasta entonces, Xan le había parecido tan gélido y distante como un bloque de hielo; pero cambió de opinión cuando alzó la cabeza y vio que estaba mirando sus senos con deseo. Por lo visto, le parecían más interesantes que ella misma.

Mi madre ya ha recibido castigo. La han arrestado, ha perdido su trabajo, ha perdido su reputación y…

–Elvi –la interrumpió Xan de nuevo.

–¡Déjame hablar! –protestó ella–. ¿Por qué no quieres retirar los cargos?

–Ya te he dicho por qué.

Ella clavó en él sus grandes ojos azules.

–Lo sé, pero ¿no te sentirías mejor si te mostraras benevolente?

A Xan le pareció una pregunta tan ingenua que estuvo a punto de reírse.

–Yo no tengo ni un gramo de benevolencia en todo mi cuerpo. Soy un hombre duro. Eso es lo que soy.

Elvi asintió e hizo ademán de levantarse.

–Está bien, como quieras. No voy a repetir la triste historia que te conté en mi carta. Si esa es tu última palabra…

No lo es. Te habrías dado cuenta si prestaras atención, pero es evidente que no estás acostumbrada a escuchar –dijo Xan–. He preguntado qué ganaría yo si me mostrara compasivo, y lo he preguntado porque tengo una oferta para ti.

–¿Una oferta? –dijo ella, sorprendida–. ¿Qué tipo de oferta?

–Una tan sencilla como directa –respondió Xan–. Te deseo, Elvi. Entrégate a mí y retiraré los cargos.

Elvi se quedó boquiabierta, sin poderse creer lo que acababa de oír. Le había dicho que la deseaba. Quería que fuera suya.

¿En qué tipo de mundo vivía ese hombre? ¿A qué clase de mujeres estaba acostumbrado? Elvi no lo sabía, pero le pareció una propuesta absolutamente inaceptable. ¿Cómo se atrevía a pedir sexo a cambio de un favor?

–Veo que te has quedado sin habla –dijo él con sorna.

Ella se levantó de la silla como impulsada por un resorte y, a continuación, le arrojó el agua del vaso.

–¿Por quién me has tomado? ¡No soy una prostituta!

Xan sacudió la cabeza mientras las gotas de agua resbalaban por su rostro. Era la primera vez que le atacaban de esa manera, pero no movió ni un músculo. De hecho, se preguntó si sería tan apasionada en la cama como fuera de ella.

–No he insinuado que lo seas –se defendió él–. Te estoy ofreciendo el puesto de amante, aprovechando que está temporalmente libre. Si aceptas, estaré encantado de tenerte en mi cama durante un par de meses.

–¿Que el puesto está libre? «¿El puesto?» –repitió ella con incredulidad–. ¿Qué relación tienes tú con el sexo?

–Una relación bastante sana. Es una necesidad física que se debe cubrir, y me limito a cubrirla –contestó él, mirándola a los ojos–. Pero, por si te sientes mejor, añadiré que te deseo desde que te vi en el portal de mi casa. Me gustaste tanto que te investigué y, cuando supe que eras la hija de mi asistenta, me olvidé del asunto. Me pareció que habría sido inapropiado.

Elvi, que no salía de su asombro, exclamó:

–¡No me lo puedo creer! Si ni siquiera me conoces…

–No necesito conocerte a fondo para tenerte de amante. Mi relación con las mujeres es más física que intelectual.

–¡Pero me estás intentando comprar!

–Claro que sí. Y, si te parece bien, retiraré los cargos de inmediato –dijo él–. Las negociaciones son así, Elvi. Tú das, yo doy. Es un concepto básico en el mundo de las empresas.

–¡Es extorsión!

–No, no lo es, yo no te obligo a nada. La decisión es tuya –observó Xan–. Pero no es necesario que me contestes ahora. Piénsalo con detenimiento.

–¡No tengo nada que pensar! ¡Es una propuesta indecente! ¡Yo no soy de esa clase de mujeres!

–Pero te gusta el sexo, ¿no? –replic él–. Además, no espero nada distinto. No soy adicto al sadomasoquismo. Mis gustos sexuales son corrientes.

–¡Me da lo mismo! ¡No me interesa lo que hagas en la cama! –bramó Elvi, roja como un tomate–. No me voy a convertir en una especie de esclava sexual.

Xan soltó una carcajada y, acto seguido, se levantó del sillón y le dio una tarjeta con su número de teléfono.

–No serías mi esclava sexual, sino mi amante. No te ofendas, pero eres exageradamente melodramática.

–¡Por supuesto que me ofendo! ¡Me ofende todo lo que has dicho! Si llego a saber que intentarías comprarme, no habría venido a verte. Seré una estúpida, pero no se me había ocurrido esa posibilidad.

Xan la deseó más de lo que había deseado nunca a ninguna mujer. Sus impresionantes senos subían y bajaban, su boca abierta era una tentación y sus ojos estaban tan grandes por la ansiedad que se imaginó con ella en la cama.

Aquello era lujuria en estado puro, pero de un tipo que no había sentido hasta entonces: uno que no podía controlar. Cuanto más se enfrentaba a él, más ansiaba hacerla suya. Definitivamente, Elvi Cartwright no era ni aburrida ni insípida. Incluso era posible que su referencia a la esclavitud sexual no fuera una queja, sino una confesión inconsciente sobre sus fantasías más tórridas.

En cualquier caso, estaba decidido a descubrirlo, porque tampoco recordaba haber sentido tanta curiosidad por ninguna mujer.

Pero, de momento, Elvi lo había rechazado una y otra vez. Y Xan pensó que quizá fuera lo mejor. ¿Qué demonios le estaba pasando? El intercambio de favores que le había ofrecido era completamente nuevo para él. ¿Tan aburrido estaba que tenía que inventarse cosas nuevas? Él no hacía esas cosas. Se acostaba con mujeres que le querían por su dinero y las dejaba cuando se cansaba de ellas, con toda naturalidad.

Si cambias de opinión, llámame.

Elvi sacudió la cabeza, y su melena rubia platino le acarició los hombros, aumentando el deseo de Xan. Pero empezaba a estar incómodo con la situación, así que se acercó a la puerta y la abrió, ansioso por poner fin al encuentro.

–Buena suerte –continuó, sintiéndose orgulloso de su contención emocional.

–¡Eres el hombre más odioso que he conocido!

Elvi dio media vuelta y salió del despacho como una exhalación, sin darse cuenta de que se había dejado la chaqueta.

–¡Elvi!

–¿Qué quieres? –bramó.

Xan le dio la chaqueta.

–Oh… gracias –acertó a decir ella.

Justo entonces, Xan notó que los ojos se le habían llenado de lágrimas, y se sintió el ser más despreciable de la Tierra.

Sin embargo, fue una sensación efímera. Él era como era, y nunca había sido un hombre blando. Si Elvi quería sobrevivir, tendría que endurecerse un poco. El mundo no era un lugar bonito, sino terrible.

 

 

Elvi seguía indignada con Xan cuando llegó a casa y encontró a su madre en la cocina, sentada a la mesa.

–¿Qué voy a hacer? –dijo entre lágrimas–. No conseguiré otro trabajo si el señor Ziakis da malas referencias de mí. ¡Nadie quiere contratar a una ladrona! Y tampoco puedo decir la verdad.

Elvi palideció.

–Ya se nos ocurrirá algo –replicó, intentando tranquilizarla–. ¿Daniel está en el restaurante?

–Sí. Menos mal que tiene ese trabajo… de lo contrario, no saldría de su habitación –afirmó su madre–. Está terriblemente deprimido. Se siente culpable.

Elvi asintió, y se preguntó si había hecho lo correcto al rechazar la oferta de Xan Ziakis. ¿Convertirse en su amante a cambio de que retirara los cargos? Era una idea indecente. Pero también era la única forma de poner fin a aquella pesadilla.

Cuando se acostó, se puso a dar vueltas al asunto. Su situación no podía ser más irónica, teniendo en cuenta que había fantaseado muchas veces con acostarse con él. Le gustaba tanto que había llenado sus sueños y su imaginación durante años, aunque ese detalle no era tan revelador como parecía. ¿Cómo no los iba a llenar, si Xan Ziakis era uno de los pocos hombres con los que se había relacionado?

Durante su adolescencia, se había dedicado a cuidar de su hermano pequeño y de su comatosa madre, así que no tenía tiempo de salir con chicos. Mientras sus amigas disfrutaban de la vida, ella ejercía de adulto responsable. Y, por si eso fuera poco, se había puesto a trabajar en una mercería, lo cual limitaba más su contacto con el sexo opuesto, porque los hombres no solían comprar ovillos de lana y agujas de tejer.

No era de extrañar que siguiera siendo virgen.

Al pensarlo, Elvi estuvo a punto de soltar una carcajada. Su experiencia sexual era inexistente, pero Xan no lo sabía, y la había tomado por una mujer versada en las artes del amor. Si no, ¿por qué le había ofrecido el puesto de amante?

Justo entonces, se dio cuenta de algo que le había pasado desapercibido, indignada como estaba por su ofrecimiento: que Xan la quería en su cama porque la encontraba atractiva.

Elvi se quedó atónita. ¿Atractiva? ¿Ella? Quizá fuera una obviedad, pero se sintió halagada hasta que su inseguridad se impuso. No, eso era imposible. Sería por sus pechos, cuyo tamaño le había causado tantos problemas en el instituto que había terminado por odiarse a sí misma. Los chicos no la dejaban en paz y, cuando su mejor amigo intentó convencerla de que era preciosa, pensó que le había mentido para que se sintiera mejor.

Fue precisamente ese amigo quien le envió un mensaje de texto al día siguiente para invitarla a comer. Al ver su mensaje, se alegró. Confiaba en Joel, y sabía que le podía contar lo de su madre y su hermano, aunque no tenía intención de mencionar la propuesta de Xan.

Quedaron en un restaurante que estaba cerca del trabajo de Elvi y, cuando ya estaban con los cafés, Joel dio una calada a su cigarrillo y preguntó:

–¿Cómo es posible que un chico tan inteligente como Daniel sea tan estúpido?

–Ser inteligente no implica que tengas sentido común –puntualizó ella, echándose hacia delante–. Por cierto, hay una rubia que no te ha quitado la vista de encima desde que llegamos. Y es preciosa.

–No cambies de tema –protestó él.

–No estaba cambiando de tema –mintió Elvi–. Pero será mejor que me vaya, o llegaré tarde al trabajo.

Ella se levantó de la mesa, y Joel la tomó de la mano para impedir que se fuera.

Al notar su contacto, Elvi se preguntó por qué se excitaba con una simple mirada de Xan y no sentía nada con Joel, un alto, moreno y atractivo hombre que, por lo demás, era un pintor de mucho éxito. De hecho, sus vidas eran tan diferentes que a veces le extrañaba que siguieran siendo amigos.

–¿No vas a mirar a la rubia?

–Lo único que quiero hacer es darte un poco de dinero. Tienes un sueldo miserable, y como Sally se ha quedado sin empleo, lo vas a necesitar.

–Gracias, pero no necesito nada.

Joel frunció el ceño.

¿Cuándo vas a aprender a alejarte de los problemas de Sally y Daniel? Llegarías muy lejos si no tuvieras que cargar constantemente con ellos.

–Estás hablando de mi madre y de mi hermano –le recordó Elvi, tajante–. Los quiero con toda mi alma, y nadie da la espalda a sus seres queridos.

–Lo sé, pero les dedicas todas tus energías.

Elvi pensó que Joel no lo podía entender. Era de una familia mal avenida, y no había tenido la suerte de contar con personas que siempre estarían a su lado, como ella. Sencillamente, no conocía esa sensación.

–Ah, pierdo el tiempo contigo –continuó él–. Por alguna razón, desestimas lo que tantas mujeres quieren… ropa cara, fiestas, diversión, esas cosas. ¿No quieres nada para ti?

–Bueno, siempre he querido un perro –dijo ella, repitiendo una confesión que le había hecho montones de veces.

Un perro sería una carga, y ya tienes bastantes.

Elvi se despidió de su amigo y se fue a trabajar, pero se acordó de su conversación aquella misma noche, al llegar al portal de su casa. ¿Qué importaba que un perro fuera una carga? Quería tener uno, un perro al que sacar a pasear y al que poder abrazar si se sentía sola. Y no le valían los gatos, porque tendían a ser menos cariñosos.

Como de costumbre, el ascensor del edificio estaba estropeado, y tuvo que subir andando a la décima planta; pero se lo tomó con humor, y hasta se dijo que el ejercicio le iba bien y la mantenía en forma. Sin embargo, eso no impidió que llegara jadeando. Y, en cuanto a su buen humor, se esfumó cuando vio que su madre y su hermano estaban discutiendo en la cocina.

–¿Qué pasa? –preguntó, tensa.

–¡Mira lo que he hecho! –declaró Daniel, taciturno–. Mamá no puede encontrar empleo por mi culpa, y tú no ganas lo suficiente. ¿De qué vamos a vivir? No tengo más remedio que dejar los estudios y buscar un trabajo fijo.

–No digas tonterías –replicó Elvi–. Si haces eso, el sacrificio de mamá habrá sido inútil. Se inculpó porque quiere que sigas estudiando y seas médico. Las dos lo queremos.

–Lo sé, pero la responsabilidad es mía, y ya es hora de que me comporte como un adulto. Los hombres de verdad no dan la espalda a su familia. No la dejan en la estacada para llevar una vida de estudiante.

Elvi se maldijo para sus adentros. Daniel era tan obstinado como Sally y, si se empeñaba en dejar los estudios, los dejaría. No parecía ser consciente de que esa decisión mataría a su madre, porque la idea de que su hijo fuera médico era lo único que la mantenía en pie.

Derrotada, los dejó en la cocina y se dirigió al salón, donde había dejado el bolso. Su familia se estaba descomponiendo, y solo había una forma de evitar el desastre: aceptar la propuesta de Xan Ziakis.

Abrió el bolso, sacó la tarjeta que le había dado y alcanzó el móvil para llamar al hombre que la estaba obligando a renunciar a todos sus principios. Sin embargo, no se sentía con fuerzas para hablar con él, así que le envió un mensaje de texto:

 

He cambiado de opinión. Quiero establecer los términos de mi esclavitud.

 

Al recibir el mensaje, Xan soltó una carcajada, algo que no hacía con frecuencia. Había ganado. Siempre ganaba. Pero aquella victoria le pareció mucho más dulce que la mayoría.

Rápidamente, le dio la dirección de un lujoso restaurante londinense y añadió: Te espero a las ocho.