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En cierta ocasión, Adolf Hitler expresó en público su convencimiento de que la Segunda Guerra Mundial (SGM en este libro, a partir de ahora) «la ganará quien menos errores cometa…» y acertó, aunque tampoco hacía falta ser un superdotado para llegar a esta conclusión. En realidad, los conflictos bélicos suelen resolverse más a menudo en función de las equivocaciones que de los aciertos de los bandos enfrentados.

Podemos agrupar los errores militares en dos grandes tipos básicos: los propios y los inducidos. Menospreciar la capacidad operativa del enemigo o sobrevalorar la propia, escoger el peor momento para lanzar una ofensiva o ejecutarla en forma desacertada, empeñarse en mantener unas órdenes que la experiencia ha demostrado fallidas o insuficientes…, son algunas conductas erróneas incluidas en el primer grupo. Actuar impulsado por la propaganda ajena en lugar de por la propia estrategia, perder información vital a manos de espías, dejarse engañar por ingeniosas estratagemas ideadas para desviar la atención sobre las verdaderas intenciones del otro bando…, se pueden anotar en el segundo grupo.

Este libro resume una selección de equivocaciones, confusiones, pufos y errores consumados por ambos bandos durante la SGM: algunos son espectaculares, otros apenas tuvieron repercusión más allá de las consecuencias para sus protagonistas. Todos ellos nos hablan de la falibilidad del homo sapiens, especialmente en situaciones de gran peligro y estrés como los enfrentamientos bélicos pero también de nuestra dificultad para aprender de nuestros descuidos, pues la mayoría de las personas tiene tendencia a tropezar en la misma piedra.

Otro punto de interés son los múltiples errores de información, tanto durante como después de la contienda. No deja de ser curioso que, a pesar de estar considerado como uno de los conflictos bélicos más y mejor documentados, analizados y dramatizados de todos los tiempos, exista en la sociedad actual una comprensión claramente insuficiente sobre lo que sucedió entre 1939 y 1945, por no hablar de los años anteriores al comienzo de las hostilidades. Quizá por ello en los últimos años se ha multiplicado el número de obras relacionadas con la SGM.

Un ejemplo de esta incomprensión lo encontré en una reciente visita al departamento de venta de películas de una gran superficie comercial en España, donde descubrí una nueva edición de una película dirigida en 1943 por el norteamericano Tay Garnett: La cruz de Lorena. Es una de las muchas producciones que Hollywood estrenó tras la entrada en la SGM de los Estados Unidos, con el fin de justificar ante su población –un gran porcentaje de la cual no era partidaria de involucrarse en el conflicto bélico, más allá de la lucha contra los japoneses en el Pacífico– el porqué del alineamiento de su país en el bando de los Aliados y su intervención en teatros bélicos de Europa o África. El propio Garnett rodó aquel mismo año otro largometraje de este tipo, pero ambientado en las Filipinas y titulado Batán, que cuenta el sacrificio de un pelotón de soldados norteamericanos ante la ofensiva nipona.

La novela original en la que está basada La cruz de Lorena es Ob Tausend fallen (Aunque caigan mil) publicada por Hans Habe, un supuesto refugiado alemán que relataba en su libro una serie de experiencias autobiográficas. En realidad, era el seudónimo de János Békessy, quien había nacido en Budapest en una familia de origen judío. Su padre fue periodista y, después de la Primera Guerra mundial (PGM, a partir de ahora en este libro), fundó uno de los primeros diarios de estilo tabloide en Viena: Die Stunde (La hora), así que desde pequeño János aprendió a familiarizarse con las palabras y pronto comenzó a trabajar él mismo como reportero. A lo largo de su carrera, Békessy utilizó muchos otros seudónimos como Frank Richard, Hans Wolfgang, Antonio Corte, Alexander Holmes…

Cuando, en marzo de 1938, se produjo el Anschluß y Austria se unió al Reich, la administración nacionalsocialista prohibió sus libros y Habe se vio forzado a marchar al exilio en Francia. Se alistó en la Legión Extranjera con el afán de vengarse por su expulsión, pero en 1940 fue hecho prisionero por la Werhmacht. Consiguió escapar con la ayuda de algunos colegas franceses y huyó a EE.UU., donde adquirió la nacionalidad, ingresó en su ejército y, tras especializarse en guerra psicológica, puso todos sus conocimientos al servicio de la victoria aliada. En el otoño de 1944, recibió el encargo de seleccionar un grupo de escritores y periodistas de nacionalidad alemana para instruirles sobre el tipo de publicaciones que tendrían que crear y difundir en Alemania tras la esperada derrota del Tercer Reich. Él mismo viajó allí junto con las tropas de ocupación norteamericanas y, para noviembre de 1945, había participado en la fundación de una veintena de nuevas cabeceras de diarios políticamente correctos en la zona bajo control de EE.UU., después de lo cual ocupó altos cargos en sucesivas publicaciones. En 1953 se retiró a Suiza, donde escribió numerosas novelas hasta su muerte en 1977.

La cruz de Lorena hace referencia al símbolo también conocido en Francia como cruz de Anjou y, en España, de Caravaca. Se trata de una cruz con un pie vertical y dos travesaños paralelos y desiguales: el superior es algo más corto, representando el titulus crucis o cartel de la crucifixión donde, según el Nuevo Testamento, se colocó la inscripción INRI. Su fama contemporánea, alimentada por películas como la de Garnett, se debe a que los miembros de la Resistencia y también las tropas de la llamada Francia Libre de De Gaulle la adoptaron como emblema en su lucha contra la ocupación alemana.

Jean Pierre Aumont es el protagonista de esta película donde también aparece un joven Gene Kelly que aún no se había abierto camino en el género musical que le daría fama cinematográfica mundial, así como distintos actores franceses, alemanes, austríacos y holandeses que habían llegado desde Europa huyendo de la guerra. El propio Aumont fue uno de estos exiliados e interpreta el papel de Paul, un soldado francés que tras la rendición de su ejército en 1940 es internado en un campo de prisioneros en lugar de ser devuelto a la vida civil. En este campo, los germanos someten a los galos a distintas brutalidades y vejaciones, hasta que un grupo de prisioneros decide fugarse y, tras tener éxito, participa en la aniquilación de las unidades germanas que controlaban una aldea francesa. Su victoria les hace comprender que la única opción pasa por abrazar la cruz de Lorena y sumarse a la Resistencia para combatir a Alemania hasta el final…

Siempre es útil conocer el contexto espaciotemporal en el que fue producido un largometraje ya que, más allá de su resultado estético o del entretenimiento que provea, es la única forma de entender por qué se rodó de una manera y no de otra, apreciar sus virtudes y comprender sus defectos. En este caso, se trata de una modesta película de propaganda bélica donde los buenos son impecablemente buenos y los malos son implacablemente malos. Sin embargo…

Han transcurrido más de 70 años del estreno de La cruz de Lorena y la sinopsis que encontré en la parte posterior de la carátula de esta nueva edición decía, literalmente, lo siguiente: «Durante la SGM, un grupo de soldados franceses se entregan a las tropas nazis con la promesa de que desertarán y podrán marcharse a su hogar. Sin embargo, los alemanes no cumplen su palabra (por algo son los malos) y les internan en un campo de prisioneros».

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Carátula y escena de La cruz de Lorena.

Sin entrar a analizar qué quiere decir exactamente el autor de este texto con la expresión «promesa de desertar» en lugar de indicar que los prisioneros serían licenciados antes de poder marcharse libremente, el mensaje que se traslada con la sinopsis resulta revelador: se da por hecho que todos los soldados alemanes eran nazis –algo absolutamente falso, sin tener en cuenta que esta abreviatura para referirse a las personas de ideología nacionalsocialista jamás se empleó en la propia Alemania y en la mayor parte de Europa durante la SGM– y que no cumplían la palabra dada –en la cultura tradicional germana, aún vigente en aquella época, sucedía justo lo contrario: resultaba muy difícil que alguien diera su palabra de honor precisamente porque se vería obligado a cumplir lo prometido incluso al enemigo, so pena de perder su respetabilidad–. Por si quedaba alguna duda respecto a que la intención de fondo es transmitir la idea de que alemán es sinónimo de maldad, no hay más que leer el maniqueo contenido del paréntesis. Así que todo se reduce a una lucha de buenos contra malos en la que, por supuesto, nosotros somos los buenos y ellos, los malos.

Ignoro quién redactó estas frases. Es posible, incluso, que estemos ante una transcripción literal de algún texto de propaganda de la promoción original de la película en los años 40. Lo llamativo es que, a estas alturas del siglo XXI, se presente al público actual una producción semejante de una forma tan descontextualizada. «¿Y cuál es el problema?», puede objetarse, «después de todo, no es más que una película…»

Ése, precisamente, es uno de los errores, en este caso de comprensión, acerca de lo que fue la SGM y que aún a día de hoy sostienen un eco tan tergiversado del hecho histórico. Esta edición de La cruz de Lorena es algo más que una película. Es un precedente de obras tan delirantes, paradójicamente muy exitosas en taquilla, como Malditos bastardos de Quentin Tarantino o Zombis nazis de Tommy Wirkola que bajo su fachada de entretenimiento siguen distorsionando, tanto tiempo después, la realidad. Es un ejemplo muy claro de los muchos que salpican la cinematografía y la literatura desde mediados del siglo XX, que han educado y modelado desde la propaganda el conocimiento general verídico sobre este conflicto y sobre los países y pueblos que participaron en él. Así, lo han frivolizado hasta límites extremos a pesar de ser uno de los más crueles que conocemos, pues los cálculos de los expertos estiman que 27.600 personas murieron diariamente en él. Eso significa una persona cada tres segundos: un dato escalofriante, cuando uno se para a pensar en ello.

Tratar de entender la SGM desde un único punto de vista supone una falta de respeto hacia todas sus víctimas –no sólo las personas que murieron en ella sino también las heridas, mutiladas, encarceladas, violadas, desposeídas, desarraigadas…–, además de un craso error si alguien desea verdaderamente alcanzar cierta comprensión de lo que sucedió. En la visión interesada de la propaganda, los protagonistas de la SGM son casi siempre retratados con trazos demasiado gruesos y sus comportamientos, tanto los atroces como los heroicos, parecen evolucionar a menudo en un plano mitológico que, al final, resulta inaprehensible para la visión contemporánea, desprovista de suficiente información cuantificable. Por eso, cuando se analiza la época surge tantas veces la pregunta de «¿cómo es posible que pudieran hacer algo así?»

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Cartel de la película Malditos bastardos, un ejemplo de cómo cierto tipo de cine ha desvirtuado y ridiculizado la tragedia de la Segunda Guerra Mundial.

En este sentido, demasiadas de las creencias comúnmente manejadas sobre esta guerra están equivocadas. Por ejemplo, hoy los historiadores –pero no la gran mayoría de los ciudadanos y ni siquiera la gran mayoría de los periodistas y novelistas que escriben sobre la materia– son conscientes de que el origen de la SGM no hay que buscarlo en una presunta política imperialista del III Reich, sino en la aplicación del infame e injusto Tratado de Versalles de 1919. Fue el intento de recuperar los territorios arrebatados allí a los alemanes, así como la restauración de su soberanía nacional, sobre todo desde el punto de vista económico y financiero, la causa principal de las tensiones que terminaron conduciendo a la gran conflagración.

De la misma forma, no es cierto que el comienzo del fin del régimen hitleriano pueda ser fechado en junio de 1944, debido al desempeño angloamericano tras el Desembarco de Normandía. Para entonces, los soviéticos llevaban mucho tiempo liderando la iniciativa bélica en el frente oriental después de tres años de guerra y habían infligido serias derrotas a la Werhmacht, si bien a costa de la pérdida de millones de sus propios soldados y una cantidad indeterminada pero colosal de material de guerra. El éxito de Normandía –a un elevado y sangriento precio entre las tropas de desembarco– se produjo sólo porque Alemania apenas disponía en la zona de un número limitado de tropas sin capacidad de movilizar grandes refuerzos. Y, aún así, el propio general Dwight E. Eisenhower no confiaba del todo en el día D, puesto que llegó a redactar un memorándum que debía hacerse público en caso de que la invasión fuera rechazada por «la muralla del Atlántico» germana.

Otro error generalmente aceptado es la idea de que el desarrollo de la bomba atómica en EE.UU. tenía como única finalidad los objetivos militares y que su uso en Hiroshima y Nagasaki, dos claros objetivos civiles, fue puramente circunstancial y justificado por un interés humanitario en acortar la guerra y salvar así cientos de miles de vidas. Muchas personas ignoran que uno de los principales promotores de la carrera nuclear fue Albert Einstein y muchas más desconocen que dirigió una carta al presidente Franklin Delano Rossevelt para manifestar su preocupación al enterarse de que Washington estaba decidido a usar la bomba indiscriminadamente y para rogarle que la usara como había sido previsto en un comienzo: sólo con objetivos militares. La misiva quedó sin respuesta pues Roosevelt falleció poco después y su sucesor en la Casa Blanca, Harry Truman, ignoró la petición de Einstein y dio vía libre a la matanza de civiles. Investigadores modernos como el japonés Tsuyoahi Hasegawa han certificado la verdadera razón por la que al final se utilizó la bomba atómica contra dos ciudades: forzar a Japón a rendirse de inmediato y exclusivamente ante EE.UU., en lugar de incluir a la URSS entre los vencedores en el frente del Pacífico. Al finalizar la guerra en Europa, Stalin quiso trasladar una parte importante de su ejército al Lejano Oriente e invadir las islas niponas con el fin de extender allí también su revolución comunista, pero los norteamericanos fueron más rápidos.

Sin dejar el Lejano Oriente, hay que recordar que la Agencia de Defensa Japonesa difundió en 2003 un estudio en el que calculaba que, durante las últimas semanas del conflicto, los países participantes en la SGM destruyeron alrededor de un 70 % de sus archivos oficiales. Y buena parte de los que se conservaron en los países vencedores mantienen todavía, pese al tiempo transcurrido, la clasificación de Top Secret. Esto debería hacernos pensar hasta qué punto muchas de las cosas que damos como ciertas, lo son de verdad.

En última instancia, podría decirse que la guerra misma es el mayor de los errores, además de un flagelo para la humanidad que sería preciso extirpar de nuestra historia. Lo cierto es que, aunque desde el punto de vista moral este concepto pueda parecer muy noble, la Naturaleza nos enseña que resulta completamente utópico en el mundo material, donde a diario libramos una interminable guerra contra muchos elementos –las enfermedades, los accidentes, la meteorología adversa, la competitividad laboral, la vejez…– sólo para mantener nuestras posiciones personales.

Ya nos lo advertía el filósofo griego Heráklito, «el oscuro», hace 2.500 años, cuando escribió que «la guerra es el origen de todo (…) porque sin fuerzas de colisión no hay movimientos y no hay realidad (…) la guerra es el padre y el rey de todos; a unos los corona como dioses y a otros, como hombres, a unos los convierte en esclavos y a otros, en hombres libres…»

Rydz-Smigly y el imperio fantasma

El polaco Edward Rydz Smigly es uno de los principales responsables del comienzo de la SGM y, al mismo tiempo, un perfecto desconocido para la mayoría de los ciudadanos no especialmente interesados en conocer los entresijos de este conflicto bélico. Su desmedida ambición política y de poder personal, su falta de previsión geoestratégica y sobre todo su grandísimo error de cálculo sobre cómo iban a evolucionar los acontecimientos propiciaron el comienzo de las hostilidades germano-polacas con las que el Reino Unido y Francia justificaron la declaración de guerra a Alemania y el comienzo del infierno en Europa.

Nacido en 1886 en la localidad entonces austrohúngara de Lapszyn –hoy, Lapshin en Ucrania– fue hijo de militar y militar él mismo. Ingresó en el ejército imperial, con el que sirvió en el frente oriental durante la PGM entre las tropas de la Legión Polaca. Allí fue ascendiendo gradualmente en el escalafón militar mientras se curtía en batalla.

Con el desmoronamiento imperial en 1918, surgieron nuevos países y otros que habían desaparecido del escenario tiempo atrás, como Polonia, regresaron a él. Rydz desertó de su unidad para ingresar en un grupo de independentistas dedicados a acosar a las tropas alemanas aún presentes en su territorio en aquel momento. Su carisma personal, sus habilidades de liderazgo y sus contactos personales le colocaron en buena posición para ser finalmente proclamado ministro de Defensa del nuevo gobierno formado en Varsovia, una vez echó a andar oficialmente la segunda república polaca.

Su principal avalista fue el mariscal Jozef Pilsuldski, el enérgico responsable del resurgir nacional y su superior militar durante la guerra.

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Jozef Pilsuldski está considerado el principal responsable de que Polonia consiguiera la independencia en 1918 tras más de un siglo de particiones.

Pilsudski había nacido cerca de Vilna –hoy, capital de Lituania– en una familia de nobles y desde joven se unió al movimiento independentista con el fin de reconstruir su país y convertirlo en una potencia lo bastante fuerte como para hacerse respetar por sus poderosos vecinos: Alemania y su inseparable aliado, el Imperio Austrohúngaro, por un lado y la Rusia zarista, por otro lado.

Siendo jefe de Estado su obsesión particular contra Rusia le llevó a declararle la guerra entre 1919 y 1920 aprovechando el caos generado por la revolución soviética. Los magros resultados de este conflicto y los sucesivos enfrentamientos partidistas con sus rivales políticos le relegaron poco a poco del poder efectivo hasta que en 1926 ejecutó un golpe de Estado que le convirtió en dueño y señor de la nación hasta su muerte en 1935.

Pilsudski vivió sus últimos años decepcionado por la falta de apoyos a su régimen, conocido como Sanacja (o sanación, en polaco), que sólo consiguió mantener en pie a base de un progresivo endurecimiento político, policial y militar de sus posiciones. En su día, su fallecimiento fue visto por muchos polacos como un alivio, pero la llegada de Rydz al poder pronto hizo bueno su recuerdo. Las posteriores invasiones alemana y rusa y el régimen soviético que encadenó a Polonia tras la SGM, embellecieron aún más la memoria del mariscal.

Rydz se ganó la confianza y hasta el aprecio personal de Pilsudski durante la guerra contra los rusos de 1919/1920, en la que intervino como general de brigada. También se hizo allí con su apodo: Smigly (en polaco, rápido o ágil). Le gustó tanto, que terminó por incorporarlo a su apellido.

El apoyo de Rydz-Smigly al golpe de Estado de 1926 le convirtió prácticamente en la mano derecha del mariscal Pilsudski, quien le nombró inspector general de las Fuerzas Armadas. Además, supo rodearse de un grupo de oficiales ambiciosos y dispuestos a apoyarle en su ascenso para, a su vez, sacar tajada. Por ello consiguió suceder a su mentor poco más de un año después de su muerte, cuando fue nombrado nuevo mariscal de Polonia y, a continuación, jefe de gobierno.

Con estos reconocimientos, se apoderó de la escena desplazando incluso al presidente oficial, Ignacy Moscicki, y a sus principales rivales como el ministro de Exteriores Jozef Beck, quien terminaría acusándole, como muchos otros, de ejercer como un auténtico dictador aunque sin haber declarado oficialmente la dictadura. Para acallar las críticas, endureció todavía más su gobierno y creó además un movimiento popular de culto hacia su persona, que generó el desdén y el menosprecio de numerosos políticos polacos que temían por el fin de la democracia en su país.

Quizá fue en ese momento, queriendo asegurar una posición que percibía insegura a pesar de sus recursos, cuando concibió un plan desmesurado, claramente fuera de sus posibilidades, que no tardaría en conducirle al desastre. O tal vez se limitó a desenterrar de un cajón el gran sueño de Pilsudski: la construcción de una gran federación que sirviera como fiel de la balanza para equilibrar el poderío alemán al oeste y el ruso al este, cuyo diseño fue bautizado como Miedzymorze (en polaco, Entre mares) ya que suponía la creación de una entidad política que se extendiera desde el mar Báltico al mar Negro.

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Al mariscal Rydz Smigly le gustaba posar cargado de condecoraciones.

En la idea original de Pilsudski, Polonia lideraría esta federación en la que también participarían inicialmente Lituania, Bielorrusia y Ucrania, aunque se consideraba la posibilidad de invitar a otros países: Estonia, Letonia, Finlandia, Hungría, Rumanía, Yugoslavia y Checoslovaquia. En cierto modo, era un intento de recuperar la mancomunidad establecida por polacos y lituanos entre los siglos XIV y XVIII, cuando ambos pueblos formaron el territorio común más grande de Europa en aquella época. Pero Miedzymorze nunca tuvo posibilidades de hacerse realidad, tanto por la negativa de los otros posibles socios a plegarse a los deseos de Polonia como por los planes de la URSS de extender su hegemonía hacia la Europa Oriental.

Rydz-Smigly se planteó el futuro de forma más audaz: si otros países no querían federarse para ponerse al servicio de Polonia, simplemente haría crecer las fronteras polacas apoderándose de sus territorios y crearía un nuevo imperio. Así empezó a acariciar la idea de apoderarse de nuevas provincias en los países bálticos, Bielorrusia, Ucrania, Checoslovaquia e incluso la Prusia Oriental alemana.

El primer paso para la construcción del nuevo imperio fue la intimidación militar al diminuto Estado de Lituania, que había roto relaciones con Polonia después de que el ejército polaco anexionara la región de Vilna, su capital. Rydz-Smigly exigía el restablecimiento de relaciones y la renuncia definitiva de los lituanos a Vilna. En Occidente, las maneras de matón exhibidas por el nuevo hombre fuerte en Varsovia fueron motivo de preocupación incluso en artículos publicados por el New York Times pero ni Washington, ni Londres, ni París protestaron oficialmente y el mariscal polaco se salió con la suya.

Después le tocó el turno a Checoslovaquia cuando, en plena crisis de la región de los Sudetes, Rydz-Smigly exigió parte de la región de Zaolzie en Silesia oriental. Los checos no pudieron detener la anexión mientras las capitales occidentales seguían mirando hacia otro lado.

Satisfecho con la evolución de sus planes, el mariscal polaco giró la vista hacia un objetivo aún más apetitoso: la ciudad libre de Danzig, que poseía el puerto más importante de la zona. Si lograba apoderarse de él, allanaría mucho el camino para hacer lo mismo con Prusia Oriental. Ambos territorios habían pertenecido a Alemania y ambos habían quedado físicamente separados de ésta como consecuencia del nefasto Tratado de Versalles.

Uno de los principales objetivos diplomáticos de Adolf Hitler antes del estallido de hostilidades en 1939 fue el restablecimiento de la conexión física entre las fronteras oficiales de la Alemania posterior a la PGM y sus antiguas posesiones al norte de Polonia. En ese sentido, planteó varias iniciativas de diálogo a Varsovia, como el proyecto de normalización de relaciones presentado por el ministro germano de AA.EE. Joachim von Ribbentrop el 28 de octubre de 1938. Este documento ofrecía diversas ventajas a Polonia: reconocimiento de las fronteras y mantenimiento del tratado vigente entre ambos países –firmado por Hitler con Pilsudski, con quien siempre se llevó bien– durante un plazo de hasta 25 años, ingreso polaco en el Pacto AntiKomintern contra el movimiento comunista internacional impulsado por la URSS, construcción de una autopista y una línea ferroviaria de dos carriles en la zona correspondiente al municipio de Danzig más un puerto libre y acceso de los productos polacos para su comercialización en Danzig. A cambio, Varsovia debía permitir el regreso de Danzig a la soberanía de Alemania, así como la construcción del llamado «corredor polaco» –en realidad, una autopista y una línea ferroviaria de dos carriles en una anchura total de unos 1.600 metros– para establecer la conexión directa.

Siguiendo los consejos y el asesoramiento de los gobiernos británico, francés e incluso norteamericano, Rydz-Smigly no sólo ignoró los requerimientos diplomáticos de Berlín sino que, al mismo tiempo, incrementó la presión sobre las minorías alemanas en su territorio con la idea de forzar el éxodo del mayor número posible de ciudadanos de origen germano. Según distintos autores, las autoridades británicas fueron las más convincentes para el mariscal polaco, quien terminó completamente seguro de que Alemania no se atrevería a atacarle, pasara lo que pasara, so pena de desatar la ira de sus aliados, que llegarían enseguida a auxiliarle.

El 30 de agosto de 1939, Hitler envió su última propuesta de paz: un documento de 16 puntos entregado al mismo tiempo en Londres, Moscú y Roma que incluía un reconocimiento de las «serias y graves denuncias por el trato polaco de las minorías alemanas» y preveía la puesta en marcha de una comisión internacional con la misión de «investigar los daños económicos y físicos y los actos terroristas denunciados» de manera que tanto Alemania como Polonia se comprometían a «reparar toda injusticia personal o institucional practicada desde el año 1918».

¿Brutalidades polacas?

Durante la época de gobierno del mariscal Rydz-Smigly se multiplicó exponencialmente el acoso contra los habitantes de origen alemán en territorio polaco: agresiones, violaciones, asesinatos y saqueos se sucedían sin que las fuerzas del orden polacas hicieran gran cosa por evitarlas. Cualquier mínimo incidente podía terminar en una matanza.

En mayo de 1939, el cónsul alemán en Lodz denunciaba en un informe los «graves desmanes» que «pueden ser calificados como pogromos contra compatriotas» en la ciudad de Tomaschow-Mazowiecki mientras la policía «acompañaba a los agresores sin intervenir». Durante los meses previos a la SGM se sucedieron denuncias similares, con nombres de víctimas y relatos desgarradores de los crímenes y torturas a que fueron sometidas en distintos puntos de Polonia: Posen, Thorn, Katto­wicz… El cónsul en Lemberg, por ejemplo, describía cómo a algunos alemanes «se les inyectó líquido caliente en los órganos genitales, se les quebró costillas, se les sometió a prolongado calor para luego darles de beber agua salada…»

Las brutalidades polacas fueron denunciadas incluso por diplomáticos como el embajador británico en Berlín, Mr. Henderson, quien remitió una nota a Londres y expresó su deseo de que los periódicos ingleses enviaran corresponsales «para informarse a sí mismos y al gobierno británico sobre lo que ocurre en aquel país». Henderson entendía que las quejas alemanas tenían «motivos fundados» y «ciertamente no creados por Hitler». Como los ataques no respetaban siquiera las iglesias, que fueron saqueadas, ni los sacerdotes, que fueron igualmente maltratados o asesinados, también el Vaticano se dirigió a las autoridades polacas para llamarles «enérgicamente la atención sobre los abusos intolerables» según revelaba el obispado de la ciudad bávara de Passau.

La peor masacre llegó en el Domingo Sangriento de Bromberg –hoy, Bydgoszez– el 3 de septiembre de 1939. Cegados por la propaganda y por la noticia de las derrotas iniciales de su ejército, grupos de civiles armados y militares polacos recorrieron la ciudad casa por casa deteniendo a las personas de origen alemán para golpearlas, violarlas, asesinarlas y saquear sus propiedades. Ni siquiera se respetaba a los niños, como demuestran algunas espantosas fotografías que han llegado hasta nuestros días. Los cadáveres, muchos de ellos mutilados, fueron lanzados al río Brahe o arrojados a fosas comunes.

Cuando los soldados alemanes ocuparon la ciudad días hallaron un espectáculo tan sobrecogedor que uno de ellos, el suboficial Fritz Klawunke, manifestó que «hubiera preferido continuar en el frente».

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Recuperación de cadáveres en Bromberg con presencia de periodistas.

Rydz-Smigly se negó incluso a enviar a uno de sus diplomáticos para recoger una copia del ultimátum alemán. Al día siguiente, el mediador sueco Birger Dahlerus se presentó en la embajada de Polonia en Berlín junto a un consejero británico para trasladar el documento al responsable de la legación, el señor Lipski. Según relata en sus memorias, el diplomático polaco estaba terminando de preparar su marcha de la capital alemana y dijo no entender, ni estar interesado en entender, la declaración. Además, mostró su convencimiento de que «en caso de guerra, dentro del Reich se producirían tumultos y levantamientos y las tropas polacas marcharían victoriosas hasta ocupar Berlín».

Horas después comenzaba oficialmente la SGM con la invasión de Polonia y apenas una semana más tarde las tropas alemanas estaban a las puertas de Varsovia.

Reino Unido y Francia cumplieron las promesas a Rydz-Smigly sólo a medias, porque declararon la guerra a Alemania pero no iniciaron realmente ningún movimiento hostil contra las fronteras germanas, así que en la práctica dejaron a los polacos abandonados a su suerte. Entonces el 17 de septiembre la URSS también declaró la guerra a Polonia y la atacó por la espalda…, sin protesta alguna por parte de Londres ni París. Éste es uno de los hechos más oscuros de la SGM que sigue sin explicación oficial tantos años después: ¿por qué británicos y franceses consideraron «nación agresora y desencadenante del conflicto» –y por tanto le declararon la guerra– a Alemania y no a la URSS, que hizo exactamente lo mismo?

En cualquier caso, Rydz-Smigly descubrió con amargura el terrible error que había cometido al confiar en las potencias occidentales, que no sólo le abandonaban ante Hitler sino aún más ante Stalin. Comprobó también que se había equivocado al considerar que sus tropas estaban lo bastante preparadas como para enfrentar a sus vecinos y conquistar el fantasmagórico imperio con el que había soñado: aún antes de la apertura del frente ruso, los soldados polacos ya habían sido arrollados por la Blitzkrieg.

El mariscal hizo entonces honor a su apodo y abandonó con suma rapidez a sus tropas huyendo a Rumanía, desde donde rechazó cualquier responsabilidad sobre lo sucedido. Y es que el discurso que Hitler dedicó a Danzig, una vez reintegrada ésta a Alemania, incluía duros reproches a la actitud de Rydz-Smigly: «Intenté encontrar una solución tolerable, incluso para este problema. Presenté esa tentativa a las autoridades polacas en forma de propuestas verbales. Ustedes conocen esas ofertas, que eran más que moderadas. No sé en qué estado mental estaba el gobierno polaco cuando las rechazó (…) El mariscal polaco que abandonó miserablemente a sus ejércitos era el que había dicho que cortaría en pedazos al ejército alemán (…) A menudo me he preguntado: ¿quién pudo cegar tanto a Polonia?»

En el mismo discurso, también acusó a las autoridades británicas de haber usado a los polacos como excusa para declarar la guerra a Alemania en nombre de la democracia y la libertad, convirtiendo lo que era un problema entre dos países en una guerra mundial: «Polonia era un medio para conseguir un fin pues hoy están declarando tranquilamente que este país no era lo prioritario, sino el régimen alemán. Yo siempre advertí contra esos hombres. Señalé el peligro de que podrían surgir y predicar sin interferencias la necesidad de la guerra señores como Churchill, Eden, Duff-Cooper, etc.»

Los alemanes reprochaban al Reino Unido su ambigüedad política y diplomática que en el pasado le había llevado a servirse de todo tipo de aliados, siempre que fueran útiles, para desecharlos una vez que no pudieran obtener mayor provecho de ellos. Y citaban ejemplos como los de la PGM, como cuando Londres convenció al zar ruso para luchar a su lado contra Alemania y, tras estallar la revolución de 1917, rechazó concederle asilo: él y su familia fueron capturados y asesinados por los soviéticos. O como cuando, en la misma época, animaron a los árabes a levantarse contra el Imperio Otomano, aunque luego olvidaron muchas de las promesas que les habían hecho e incluso tomaron Palestina como un protectorado…

En cuanto a Rydz Smigly, no residió durante mucho tiempo en Rumanía. Tras ser acusado de sabotaje en este país regresó a Polonia de incógnito con la identidad de Adam Zawisza y con la intención de participar en la resistencia «como un soldado más». No obstante murió pocas semanas después de llegar a Varsovia, oficialmente por culpa de un ataque cardíaco. Algunos investigadores han sugerido que pudo ser ajusticiado por los propios polacos en pago a su cobardía al abandonar a su ejército. Si fue así, el regreso a Varsovia fue su último error.

Eduardo Laucirica y la exhibición desafortunada

La participación de militares españoles en la SGM es bien conocida a través de la popular División Azul –en el bando del Eje, pues en el de los Aliados lucharon encuadrados sobre todo en las tropas francesas tanto en el norte de África como posteriormente en Europa–, así llamada por las camisas azules de los falangistas que coparon la mayoría de las plazas en un primer momento y con las cuales sustituyeron las del uniforme básico de la Wehrmacht. Aunque los alemanes miraron con desdén la falta de estricta uniformidad de sus aliados celtibéricos así como otros aspectos de su proceder, como la indisciplina o la facilidad para confraternizar con la población civil de los países ocupados, las críticas se terminaron a la hora del combate, cuando los españoles demostraron una notable eficacia y una bravura rayana con la temeridad que despertaron la admiración de los germanos. Existen diversos testimonios acerca de la opinión de los mandos alemanes que, en primera línea, preferían tener como vecinas las tropas españolas antes que las de otros aliados como Italia o Rumanía.

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Miembros de la División Azul.

Sin embargo, la aportación a las filas del III Reich no se limitó a la infantería. Desde el verano de 1941 hasta comienzos de 1944 hasta cinco relevos de pilotos voluntarios lucharon encuadrados en el ala de caza (Jagdgeschwader) o Jagsta 27 de la Luftwaffe. Para los alemanes, eran la Spanische Staffel (Escuadrilla Española). Para los españoles, era la Escuadrilla Azul.

Se trataba de una compensación del Ejército del Aire Español a la Legión Cóndor que Berlín había aportado a las fuerzas franquistas durante la guerra civil de 1936/1939 y constituyó la contribución más profesional del esfuerzo bélico diseñado por Madrid para la SGM. Buena parte del personal que integró los sucesivos equipos militares, que fueron relevándose cada seis meses, había luchado ya junto a los alemanes precisamente en la guerra española, donde sus pilotos habían volado en los aviones de la propia Legión Cóndor y conocían por experiencia las tácticas empleadas por los cazas germanos. De hecho, el Jagsta 27 estaba al mando de Wolfram von Richtofen, el antiguo comandante de la Cóndor, que fue ascendido a mariscal de campo el mismo mes en el que finalizó oficialmente la aportación aérea española, y primo de Manfred von Richtofen, más conocido durante la PGM como el Barón Rojo.

La Escuadrilla Azul voló, sobre todo, en cazas Messerschmitt y cazabombarderos Focke-Wulf, con los que fue anotado el derribo de más de 160 aparatos soviéticos aunque pagó un precio de 20 bajas entre muertos, prisioneros y desaparecidos, sólo entre los pilotos.