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ALFONSO REYES


Tránsito de Amado Nervo


De viva voz


A lápiz


Tren de ondas


Varia

A VUELTA DE CORREO
VOTO POR LA UNIVERSIDAD DEL NORTE

letras mexicanas


FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1958
Primera edición electrónica, 2017

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CONTENIDO DE ESTE TOMO

Observación general: No sería dable establecer etapas precisas en la evolución de formas y asuntos a lo largo de mi obra. Siempre mezclé el óleo y la acuarela, así como lo nacional y lo extranjero, según los mezcla la vida misma. El denso repertorio del tomo I, en estas Obras Completas, manifiesta bien que andamos aún en los orígenes y marca de cierto modo el destino de mis libros futuros. El tomo II recogió imaginaciones y fantasías, y prosa de cierto atuendo poemático, notas que tardarán un poco en reaparacer y serán objeto de algún futuro volumen. El III y el IV ofrecen sobre todo páginas de gacetilla, crónica, “crítica militante”, rápidos juicios periodísticos. El V ensaya la síntesis histórica y se asoma a ciertas zonas intermedias de las letras y la prensa diaria. El VI y el VII se consagran a trabajos eruditos y filológicos. El VIII se inicia con un ensayo de tema contemporáneo (Nervo) y pasa del tono menor u obra que rodea a la obra (De viva voz, A lápiz), para acabar en esos toques un tanto epigramáticos del Tren de ondas, comparables al Calendario —ya publicado en el tomo II— y que anuncian los “Epílogos” (segunda serie de Marginalia), las Burlas veras, a todo lo cual le llegará su turno, y algunas páginas todavía inéditas. La variedad de lugares y fechas obliga resueltamente a olvidar el puro criterio cronológico.

Así, el Nervo comienza en el primer París, continúa en Madrid, salta sobre el segundo París y viene a finalizar en el primer Buenos Aires.

Los tres libros misceláneos aquí incorporados abarcan, en total, de 1922 a 1947. De viva voz y Tren de ondas no requieren comentario especial. En el libro A lápiz he aprovechado algunas páginas de mi Correo Literario Monterrey, revista personal de que llegué a publicar trece números en Río de Janeiro (junio de 1930 a junio de 1936) y —sin contar una segunda edición del número 13, hecha ya en Buenos Aires, agosto de 1936—, otro número más, el 14, en Buenos Aires, julio de 1937.

La sección final, Varia, contiene dos opúsculos que se explican solos.

Cuando ha sido posible, se da cuenta de la publicación o las publicaciones anteriores en periódicos, revistas o folletos especiales.

I

TRÁNSITO DE AMADO NERVO

[1914-1929]

NOTICIA

A) EDICIONES ANTERIORES

1. Sobre las anteriores ediciones de “La serenidad de Amado Nervo” y “El camino de Amado Nervo”, véase la explicación que consta en el tomo IV de mis Obras Completas, p. 166.

2. En Monterrey, Correo Literario de Alfonso Reyes (Río de Janeiro), hay noticias sobre páginas de Nervo que andan todavía dispersas en diarios y revistas y no se pudieron ya incorporar en los volúmenes de las Obras de Nervo que llegué a publicar en Madrid. Así una contribución de Artemio de Valle-Arizpe y varias aportaciones de Genaro Estrada, etc. (Monterrey, julio de 1932 y marzo de 1933). Consúltense también a este respecto el libro de Genaro Estrada, 200 notas de bibliografía mexicana (México, “Monografías bibliográficas mexicanas”, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1935, pp. 15 a 16) y la continuación de las Obras de Nervo al cuidado de Alfonso Méndez Plancarte, desde el vol. XXIX en adelante.

3. La “Carta a Juana de Ibarbourou” apareció en El Imparcial, Montevideo (19-V-1929).

4. “El viaje de amor de Amado Nervo” se publicó primeramente en La Nación, Buenos Aires (19-V-1929).

5. No se consideró oportuno incluir aquí las notas que preceden a los distintos volúmenes de las Obras de Nervo y que son inseparables de ellos.

6. Las páginas del presente volumen, escritas en distintas épocas, muestran algunas repeticiones que he preferido respetar.

B) LA EDICIÓN DE CHILE

Alfonso Reyes || Tránsito de || Amado Nervo.—Santiago de Chile, Ediciones Ercilla, 1937, 92 pp. e índice.

En la breve bibliografía que precede a esta edición debe añadirse: Concha Meléndez, Amado Nervo, Nueva York, Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1926, 8º, 83 pp. e índice.

PREFACIO

El que quiera dar a Nervo su sitio en la poesía americana, tendrá que estudiar muy de cerca el Nervo de la “primera manera”.

Las notas aquí recogidas se refieren singularmente al Nervo de la “segunda manera” que, por buenas razones, solicita más la exégesis humana que no la puramente literaria.

Entrar en la interpretación de un hombre es cosa que requiere delicadeza y piedad. Si se entra en tal interpretación armado con una filosofía hostil a la que inspiró la vida y la obra de aquel hombre, se incurre en un error crítico evidente y se comete, además, un desacato.

No hace falta comulgar con Nervo para procurar comprenderlo, y más cuando se le ha querido y se le recuerda devotamente. Unos instantes de lealtad al pensamiento del poeta desaparecido, y luego, siga cada cual combatiendo con su propia quimera.

1. LA SERENIDAD DE AMADO NERVO

HACE muchos años, por una metempsícosis que recuerda el Eso fue todo, Nervo se imaginaba ser un sátrapa egipcio, un sacerdote de Israel, un druida, un rey merovingio, un trovero, un prior. Hoy, en Arcanidad, vuelve sobre el tema de su diversidad interior. No es la suya la diversidad antagónica o paradójica de Verlaine que pudo ser moda de otros tiempos. Nervo no cree ya ser ángel y vestiglo, sino que, como todos los hombres, percibe que en él hay alguien que afirma, alguien que niega, y alguien, quizá, que a ambos los espía. En el fondo, él está de parte del que afirma, aunque no con tanto entusiasmo como lo quisiera su dolor y como acaso lo quisiera su Musa.

Sin pretender conciliar artificialmente sus varios aspectos (y tal vez no requieren más conciliación que su sola coexistencia), Nervo ha formado un libro que recorre múltiples estados de ánimo. En una hora de lectura, da la impresión de los tres años que abarca. En él ha incluido algunas poesías de juventud, no de las más felices, y ha anticipado algunas de La amada inmóvil, que son las mejores del volumen Serenidad.

He aquí los aspectos diversos de este hombre múltiple. No hay que esforzarse por avenirlos: ellos entre sí se parecen como las resonancias de un mismo arquetipo. Nervo, el hombre mismo, ¿qué es? Un pretexto humano; y, como poeta, una cosa alada y ligera, ya lo sabemos.

La estética sincera: Por cualquier página que lo abro, el libro me descubre al hombre. Al hombre que se expresa con una espontaneidad desconcertante, turbadora. Cierto que la sinceridad lleva en sí elementos de abandono: nada le es más contrario que la pedantería; pero no siempre sabe avenirse con la destreza. Hay muchas maneras de ser sincero, y aun se puede serlo con artificio; hay buenos y hay malos cómicos de sus propias emociones. Quizá en el mundo, y sobre todo en el arte, hay que ser de aquéllos; y quizá nuestro poeta Nervo alarga la sinceridad más allá de las preocupaciones del gusto.

¡Oh, sí! Ésa es, nada menos, su nueva fuerza, su última manera de florecer. El que ayer supo ser intenso y exquisito poeta literario, se desarrolla ahora hacia la nitidez y la expresión directa. Y toda estética que se hace personal produce, por eso mismo, si no siempre algo inaccesible en cuanto a la forma, sí, por lo menos, algo inesperado en cuanto al fondo. Inesperado, no por extravagante —el poeta de Serenidad es y quiere ser el hombre menos extravagante—; inesperado porque nos es ajeno; porque es tan propio del poeta, que nos causa, al descubrírsenos, cierto estremecimiento instintivo; inesperado, tal vez, porque nos es tan frecuente y familiar que casi no lo hemos percibido. Y este matiz de pudor se acentúa ante una poesía de confesiones como la presente. Serenidad es un libro dedicado al yo del poeta. La base de su crítica consistiría, pues, en preguntarse cuál es, para el arte, la sinceridad útil, y cuál la inútil.

Pero todavía de este discrimen, que pudiera serle peligroso, el libro se salva por la intención humorística. En efecto, ¿quién pondrá ley al humorismo? Para el humorismo no hay Rengifos, no hay Hermosillas. Los tasadores del gusto quiebran a sus pies sus diminutas balanzas. El peor de los miedos de la inteligencia es el miedo al humour. También el poeta tiene derecho a juguetear con la lira en los entreactos de la exhibición. Por cierto que algunos no son sino poetas de entreacto, y no de los menos excelentes. Sólo que nunca serán ídolos del teatro, arrebato de multitudes. E ignoro por qué se haya de obligar al poeta a petrificarse en la exaltación de sus notas más agudas y, necesariamente, instantáneas. La vida cotidiana no tiene contorsiones escultóricas ni escenas de apoteosis. También hay una poesía cotidiana, sobre todo para el poeta que es ya un maestro, y en quien las minúsculas meditaciones al margen de la vida (como cuando propone suprimir las dedicatorias de los libros o se alarga, excesivamente, sobre la imagen del nudo gordiano) cobran, en cuanto nacen, ropaje de canción. Porque si Horacio era víctima del estilo y las tablas y, pensando en ellos, se despertaba sobresaltado en mitad de la noche, Nervo dice: “Consonante, soy tu forzado…”

Has cortado las alas al águila serena

de mi idea, por ti cada vez más ignota,

cada vez más esquiva, cada vez más remota.

Maestría de palabras: Así, pues, el poeta piensa que es víctima de su don verbal. Muy posible es que así suceda, hasta cierto punto. Si una de las notas del libro es la sinceridad, otra es la maestría de palabras. No relumbrantes, no parnasianas. El libro está escrito a cien leguas de la rima rica, y el autor le ha torcido el cuello a la elocuencia. Está demasiado cerca de la realidad para conformarse con ser un pulido estilista. Su maestría de palabra viene de cierta depuración de las ideas, y tiene por caracteres dominantes la brevedad y la transparencia. Mas en ese cristal donde apenas parecen refractarse los pensamientos, hay, si se le mira de cerca, no sé qué rasgos o figurillas, un disimulado sello personal. El autor que cuenta con una materia tan dócil, como vea que la huella de sus dedos se estampa en ella tan fácilmente, acaba por usarla casi sin darse cuenta: él cree que sólo ha estado pensando (acaso uno de aquellos pensamientos pensados a diario por todos los hombres, pero siempre íntimos y amados) y, cuando vuelve de su divagación, se encuentra con que ha estado escribiendo versos. La mano ha aprendido a escribir sin la voluntad, como una cámara fotográfica que, aun ciega, soñara con anteriores visiones y grabara —en la oscuridad— la placa sensible. La imagen será entonces débil, como vista a través del agua; pero imborrable, porque está hecha con lo más asimilado de las impresiones externas. La poesía Inmortalidad no luce un solo verso brillante, una idea nueva, la menor originalidad bruta: no la suprimiríais, sin embargo: en esa lámina transparente circula algo vivo, cierta idiosincrasia de expresión, sutil y lejana, pero real. El poeta ha usado su sello sin percatarse. Quizá hubiera sido mejor reservarlo para otro momento de inspiración, pero la maestría de palabras ha obrado sola. Y es así como este poeta puede ser, por algunos segundos, víctima de su don verbal.—En todo caso, el tono preferible para el lirismo egoísta (o “yoísta”) es ese tono de poesía cotidiana. Los poetas de ayer habían encontrado su fórmula en el romance ligero, por desgracia hoy muy olvidado.

El literato: Mi estética considera que hay tres categorías humanas: el hombre mudo, el hombre de letras y el hombre expresivo. Para llegar a decirse, a manifestarse intelectualmente, el hombre común necesita pasar por la difícil etapa del literato, en que es muy fácil encallar. Ayer la poesía de Nervo dejaba ver aún la simulación estética, cosa que no es censurable, que nunca desaparece del todo, porque es condición de la obra humana. Su alegría se pintaba labios y ojeras como cortesana (¡qué hermosos labios, qué soñadoras ojeras!); su dolor mostraba un ceño tan exagerado como la máscara de Melpómene. No me toca fijar, ni hay ya para qué repetirlo, el lugar que le corresponde a Nervo como poeta literario. Hoy, en cambio:

Yo no sé nada de literatura,

ni de vocales átonas o tónicas,

ni de ritmos, medidas o cesura,

ni de escuelas (comadres antagónicas),

ni de malabarismos de estructura,

de sístoles o diástoles eufónicas…

Está, pues, irremediablemente condenado al desamor de aquella mayoría absoluta de lectores para quienes cambiar (que es vivir) equivale a degenerar. Pero su obra adquiere innegable valor humano, y se queda al lado de las modas.

¿Su técnica? Para Nervo no es ya la hora de los hallazgos: ya no exhibe ejercicios de taller ni latinidades. Sería un anacronismo estudiar su técnica. Por lo demás, nada más extraño para él —en esta etapa a que ha llegado— que el concepto árabe del arte: el arte como adorno: la fermosa cobertura, que decía el Marqués de Santillana.

El prosador: El escritor de prosa que hay en Amado Nervo ha influido al fin en el poeta. Hace años que viene desarrollando en páginas breves ciertas ideas de ensayista curioso. A veces, ha mezclado en los libros prosas y versos. Ese ensayista curioso quiere tomar parte en la obra poética, y así, cuando Nervo el poeta dice, en Mediumnimidad, que él no es el dueño de sus rimas, Nervo el prosista observa, en una nota, que gran número de altos poetas, como Musset, Lamartine y nuestro Gutiérrez Nájera, “han confesado el carácter mediumnímico de su inspiración”. Este ensayista curioso siente atracción por las lucubraciones científicas, por los gabinetes de experiencias: hay, en el fondo de su alma, una nostalgia de la Escuela Preparatoria. Os aseguro que le gustaría escribir novelas de ciencia fantástica a la manera de Wells. Entre mis recuerdos, oigo todavía el rumor de cierto Viaje a la luna leído en la Sociedad Astronómica de México… Es este prosista el que ha llamado Ultravioleta a una poesía; el que se ha interrogado sobre la posibilidad de que el microscopio descubra, en el fondo de la materia, la nada en que palpita la fuerza (véase Células, protozoarios). Más adelante, es ése el que habla del imán de las constelaciones, y nombra a Aldebarán, Sirio, Capella, Rigel, Arturo y la Vega de la Lira; ése el que habla de desdoblar a simple vista el Alfa del Centauro; ése, en fin, el que diserta sobre el color de la luna.

El humorista: El humorismo tiene derecho a ser considerado como una verdadera filosofía. Paréceme que consiste su secreto en la percepción de las incongruencias del universo, en el sentido antilogístico de la vida, y es como la huella espiritual que nos deja esta paradójica experiencia: la naturalidad del absurdo. Entonces, el chiste no hace reír, sino meditar; también temblar. Y el humorista, emancipado del prejuicio racional, adquiere mayor energía que el filósofo. Como los aires ridículos entran en su ejecución, puede decirlo todo y atribuir, por ejemplo, causas mezquinas a los grandes efectos. Se cuenta con todos los recursos y todas las licencias: no queda más guía que el instinto, el valor sustantivo del espíritu. El humorismo es, así, un maridaje afortunado de prudencia y locura.

Pero, a veces, cuando se detiene en sus primeros grados, el humorismo no es más que una resultante de la libertad: libertad para decir cuanto se piensa o se quiere. Todo rasgo muy personal tiene algo de cómico. Y añádase el ánimo de sonrisa, la voluntad burlesca, y se construirá el humorismo de Nervo, un humorismo que se queda en el tono medio de la conversación.

El estoico: Aunque sus esfuerzos de conformidad (“Mi voluntad es una con la divina ley”) lo hacen declararse a ratos optimista, suele ser amargo. Lucha porque su filosofía no se torne adusta con las angulosidades de la edad.* Y, sobre todo, porque nunca llegue a matar el sentimiento del “sacrificio”. El día que esto sucediera, Nervo dejaría de cantar. En verdad, del absoluto estoicismo, ¿podrá brotar una canción? ¡Quién sabe qué extraño, qué grotesco remedo de voz humana, pero no una canción! Si el estoico se torna asceta y adelanta en su disciplina interior, dando la razón a Siddharta Gautama y ensayándose para la muerte, el poeta —es irremediable— tendrá que callar. Por momentos me ha parecido que Nervo acabará por preferir el balbuceo a la frase, que se encamina al silencio. Su silencio sería, entonces, la corona de su obra.

El religioso: No es bastante sabio para negar a Dios, dice él. Cree a la manera vieja: ve a Dios en la rosa y en la espina, y se le siente unido a Dios en un panteísmo franciscano (Solidaridad). Su estoicismo se enlaza fácilmente con su religión. La sinceridad de su sentimiento religioso resiste la prueba superior: la de la humillación ante la cólera divina. Mientras no se ha sentido sino el amor de Dios, se es un místico muy confortable.

¡Oh, Señor, no te enojes con la brizna de yerba!

Mi nada no merece la indignación acerba

de un Dios… ¿Es ley que emplees la flamígera espada

de tu resplandeciente Miguel contra mi nada?

Piedad para la oruga, Rey manso de Judea:

Tú, que jamás rompiste la caña ya cascada,

Tú, que nunca apagaste la mecha que aún humea.

Hay un instante en que se desprende de todo sentimiento terreno; se borran el placer y el dolor, y el poeta asciende por “la espiral que conduce a las estrellas”, hasta el “Vértice Omnirradiante”. Sensación de dinamismo, sugestiones de luminosidad, vértigo… Está a punto de llegar al éxtasis. Mas, como en Plotino, el alma retrocede espantada, en el propio instante en que toca la esfera superior.

El amante: El poeta tierno y cortés que hacía madrigales llenos de magia y rondeles airosos, deja oír todavía su voz, como desde lejos: soplan todavía hálitos de aquella selva de castillos y trovadores trashumantes. Pero todo esto es reminiscencias. El hombre de hoy es, por el vigor y aun las ocasionales torpezas, un amante verdadero:

Ayer decía:

Safo, Crisis, Aspasia, Magdalena, Afrodita,

Cuanto he querido fuiste para mi afán avieso…

El amor le era afán avieso. Prefería los nombres sacados de los libros a las emociones personales. Un erotismo desbordado salpicó sus páginas. Hoy dice:

Complacencia de mis ojos,

lujo de mi corazón…

Tú que te llamas de todos

los modos,

tú que me amas

por la rubia y la morena,

por la fría y por la ardiente…

No encuentro mejor paralelo entre los dos instantes de la obra de Nervo. De entonces acá mucho ha traído y llevado el viento de la vida. Un gran dolor ensombrece hoy el ánimo del poeta: que él mismo lo diga, todo sabe decirlo claro:

¡Cuánto, cuánto la quise! Por diez años fue mía;

¡pero flores tan bellas nunca pueden durar!

Era llena de gracia, como el Ave María,

y a la Fuente de Gracia, de donde procedía,

se volvió… ¡como gota que se vuelve a la mar!

Las poesías consagradas a este recuerdo parecen escritas a gritos: son la misma voz del sentimiento. Recorre Nervo la nota cruel y la lacrimosa, la heroica y la miserable. Asocia al recuerdo de su amor el imperecedero de la madre muerta. Bendice a Francia que le dio amor. Se acuerda de Dios:

Dios mío, yo te ofrezco mi dolor:

es todo lo que puedo ya ofrecerte…

Tú me diste un amor, un solo amor,

un gran amor…

                             Me lo robó la muerte…

Y tras de recorrer estas hondas galerías de su alma, alcanzamos el pleno sentido de aquella intensa página:

Pasó con su madre. Volvió la cabeza,

¡me clavó muy hondo su mirada azul!

Quedé como en éxtasis…

                                             Con febril premura,

“Síguela”, gritaron cuerpo y alma al par.

… Pero tuve miedo de amar con locura,

de abrir mis heridas que suelen sangrar,

¡y no obstante toda mi sed de ternura,

cerrando los ojos la dejé pasar!

Nervo no espera, seguramente, que su obra sea juzgada a la fría luz del “estetismo”. Aparte de que su colección de versos es irreducible a la unidad: algunas de las actuales poesías valen más que otras, algunas valen menos. Sólo sería deseable que concediera algo a la miopía del vulgo literario, publicando aparte, por ejemplo, las poesías de tono humorístico y curioso, que no son, al cabo, lo mejor de su obra, aunque la completan y matizan.—Por lo demás, siga su senda: a nosotros nos tocará asociarnos a las emociones de su viaje, mirándolo por transfloración en las páginas de sus libros. En otros el arte disfraza. En él, desnuda.

París, 1914.

2. EL CAMINO DE AMADO NERVO

I

Cuando Amado Nervo murió, era ya completamente feliz. Había renunciado a casi todas las ambiciones que turban la serenidad del pobre y del rico. Como ya no era joven, había dominado esa ansia de perfeccionamiento continuo que es la melancolía secreta de la juventud. Como todavía no era viejo, aún no comenzaba a quedarse atrás, y gustaba de todas las sorpresas de los sucesos y los libros: aún amanecía, cotidianamente, con el sol. Estaba en esa edad usual que ya no se ve ni se distingue, cuando ya no duele el sentimiento del yo. Por eso había logrado también dos grandes conquistas: divertirse mucho con sus propias ideas en las horas de soledad, y divertir mucho a los demás en los ratos de conversación y compañía. Yo nunca lo vi en una reunión (sabed que este santo era también algo mundano); estoy seguro de que nunca se colocaba en el centro; pero allá, en los rincones del diálogo, ¡qué manera de dominar, de hipnotizar y transportar a su interlocutor como envuelto en una nube de espíritu! ¡Qué facilidad para trasladarnos —hablando— de la tierra a los cielos! Y todo con un secreteo de confesor, y con una decente voluptuosidad de hombre que promete milagros. Su mayor afán era descubrir el mejor camino entre la vida y la muerte. Su ángel de la guarda tuvo que combatir y llorar. Hubo que sufrir una adolescencia de misas negras, una primera juventud llena de emociones saturnales. Un largo amor (¡corto!, dice él) vino a redimirlo, aquietándolo. Lo santificó una pérdida irreparable. El bien se abrió paso en su corazón. Un poco de sufrimiento diario —castigo aceptado por su alma católica— era un aviso de paciencia, un ejercicio de virtud. Y cuando al fin el poeta se puso en paz con la vida, ¿qué descubrió? Que estaba también en paz con la muerte. Yo quisiera saber decir cómo lo vimos, sus amigos, adelantarse conscientemente al encuentro de la muerte, llevarse de la mano al sepulcro. ¡Y qué sabia, y hasta qué oportuna su muerte! Oportuna, sí, a pesar de nuestras pobres lágrimas. ¿Qué hubiera hecho más sobre la tierra este hombre que tan clara y admirablemente había ya aprendido a morir? Hizo abrir —dicen los testigos— las ventanas. Quiso ver la luz. Sonrió. (Nunca perdía él aquella cortesía suave de indio, aquella cortesía en que ponemos algunos el mejor orgullo de la raza.) Y fue diciendo, explicando —sin sobresalto— cómo se sentía morir poco a poco, entrándole por los pies la muerte. Cuando la ola de sombra le colmó el pecho, él mismo se cuidó de cerrar los ojos, dio las gracias a los que le habían atendido, y murió. Y fue su muerte, por la aceptación, por la sencillez, por lo dulcemente y bien que supo morir, un precioso ejemplo de la santidad de la razón.

II

Nadie como él para renunciar a las exterioridades ociosas. Por eso se fue volviendo interior; y, al paso, se fue volviendo casero. Y de casero, hacendoso. Y luego, de hacendoso, económico. Fue aquello como la transformación de su cara. ¿Qué se hicieron aquellas barbas bohemias que también pudieron servir de barbas diplomáticas? Fue más inconfundible y auténtico cuando se afeitó: el color moreno, los rasgos arqueados, la nariz interrogativa, los ojos entre magnéticos y burlones, la boca tan baja —tan baja que ya era mefistofélica—, un algo de pájaro, un algo de monje, un perfil de sombra chinesca, una gesticulación acentuada —congestionada, nunca—, todo parecía decir: Amado Nervo. Su cara, como su nombre, parecía un hallazgo y una invención hecha por él mismo. Y como desnudó su cara, su vida. Y su arte asimismo. ¡Si estuvo a punto de renunciar, a veces, al arte, con ese magisterio negativo de arte que sólo poseen los grandes poetas, y los ignorantes creen alcanzar a fuerza de haraganería literaria! ¡Qué buen oficial de su oficio! Por eso —diríamos— a veces dejó caer la herramienta y forjó los versos con las manos, como el que —seguro de su elegancia— se atreve a comer un día con los dedos. Últimamente —interior: casero: hacendoso: económico— ya no quería saber nada de literatura, ni menos de vida literaria; apenas salía a la hora del paseo elegante, o para acompañar al cine a Margarita: su última flor, esa florecita última de su vida: cuidaba sus tiestos y sus pájaros; o tal vez le daba los buenos días, de ventana a ventana, a su vecina Concepción, la muchacha de los brazos lindos; y, finalmente, entre irónico y precavido, se ponía, para escribir sus versos, los manguitos de lustrina. En esto paraba el que pudo soñar, de niño, en Kohinoor, Heliogábalo y Sardanápalo. ¿Decadencia o triunfo? Triunfo, porque todo fue superación del espíritu. Triunfo, porque todo fue conquista de alegrías profundas. Triunfo, porque, de la era de la pedrería y de los joyales —era en que su poesía vino al mundo—, todos habíamos pasado a la sed de la sencillez y la íntima sinceridad; y he aquí que Amado, allá desde su casita, sin quererlo ni proponérselo, iba reflejando el ritmo de su tiempo y se ponía a compás con la vida (y con la muerte).

III

Pero renunciar es ir a Dios, aun cuando no se tenga el intento. Y más cuando hay, como para Nervo, una llama de religión comunicada en la infancia. (¡Su infancia del Nayarit! Sé de ella muy poco. Todo soy conjeturas y acaso adivinaciones. Creo verlo descubriendo su pequeña parte divina, entre las creencias familiares y las supersticiones del pueblo que se le metían, naturalmente, hasta su casa. Pero de eso trataré después. Aquí sólo noto la curvatura esencial que el peso de la religión produjo en su mente, como el lastre de latín eclesiástico que se le quedó en el lenguaje.) En el retoñar de los veinte años, el mundo se vuelve alegorías y ornamentos. Y hasta las verdades más severas se visten de oropeles, y a veces se salpican con la espuma roja de la locura. Las joyas de la iglesia le interesarían más al joven poeta que los mandamientos de la Iglesia, y pensaría tanto en la palidez de María de los Dolores como en la blancura coqueta de la monja. No importa, no importa. Jesucristo hace su guerra. Y, por entre zarzas ardientes de pasiones, al cabo se deja oír la voz sagrada. ¿Qué pedía a su amante ese niño pecador, sino —mezcladas con sangre sacrilega— todas las caricias de Safo, de Crisis, de Aspasia, de Magdalena y de Afrodita? Dejemos pasar algunos años. Ya la pasión irritable de los sentidos se ha vuelto verdadero amor. Una hija de Francia ha sabido cultivar al poeta. Y éste se acerca a aquella zona dorada de la vida en que la mujer es cuerpo y es alma, como lámpara con fuego interior. Entonces atrae sobre sí la cabeza que ha coronado de besos (la llama: “ufanía de mi hombro”; la llama: “lujo de mi corazón”), y ¿qué le pide? “Ámame —le dice— ámame tú por la rubia y la morena.” Ya va dejando caer los oropeles. La rubia, la morena: estas realidades intensas de todos los días existen ya más, para él, que Safo, Crisis, Aspasia, Magdalena y Afrodita juntas. Es un mismo verso en dos temperaturas, en dos afinaciones distintas. El verso, afinándose cada vez más, corre por toda su obra hasta el libro póstumo. Pocos años después, el poeta, viudo, no quiere ya nada de los amores humanos: “Ni el amor de la rubia ni el de la morena”, asegura. Y en fin —con uno de esos titubeos voluntarios del gusto que, en sus últimas páginas eran como su última voluptuosidad (una voluptuosidad maliciosa)— se enfrenta sencillamente con Dios y exclama: “Es más hermoso que la rubia y que la morena”. Convengo en que hay aquí más de “flirteo” religioso que de verdadero misticismo. Pero eso es culpa del ejemplo escogido. La tentación de seguir las evoluciones de un tema lírico me ha llevado a este pasaje, y tengo que darle, provisionalmente, un valor mayor del que tiene. Por lo demás, harto sabido que la preocupación religiosa era todo el tema de las últimas inspiraciones de Nervo: todos saben que el fuego en que se consumía el amante fue haciendo brotar en él, lentamente, el fénix de los amores divinos.

IV

Y, sin embargo, su Dios aún tenía resabios de demiurgo. De divinidad mediadora entre cielo y tierra, y no puramente celeste. El amor de Dios era para él una cosa tan tramada en la vida, que no acertó nunca a desentrañarlo de la materia. Poseía el poeta una espiritualidad ardorosa y transparente como la llama azul del alcohol; pero chisporroteaban en la llama, aunque exhaladas hacia arriba, algunas partículas de materia incandescente. No se conformó con el espíritu puro. No le bastaba creer en la inmortalidad del alma: quería, también, jugar a la inmortalidad del alma. Era religioso, pero era supersticioso. He dicho, tratando de su infancia: “Creo verlo, descubriendo su pequeña parte divina, entre las creencias familiares y las supersticiones del pueblo que se le metían, naturalmente, hasta su casa”. A su testimonio me atengo: él vivía, de niño, en un viejo caserón desgarbado. En el patio crecían algunos árboles del trópico. Al rincón, el pozo de brocal agrietado y rechinante carril, donde vivía —cual un dios asiático— una tortuga. Los padres, los hermanos, la abuelita materna y una tía soltera, bella, apacible, retraída y mística que murió a poco, en flor, y a quien tendieron en la gran sala, en un lecho blanco, “nevado de azahares”. “Esta mi tía muy amada soñó una noche que se le aparecía cierto caballero, de fines del siglo XVIII. Llevaba medias de seda blanca, calzón y casaca bordados, espumosa corbata de encaje cayendo sobre la camisa de batista, y empolvada peluca.” El caballero le dijo que en un rincón de la sala estaba escondido un tesoro: un gran cofre de peluconas. La tía, “que soñaba poco en las cosas del mundo porque le faltaba tiempo para soñar en las del cielo”, refirió el caso, muy preocupada, a la abuelita. La abuelita, como toda la gente de su tiempo, creía en los tesoros enterrados.

“Había nacido en la época febril de las luchas por nuestra independencia, en La Barca, donde su tío era alcalde. Más tarde, asistió a la jura del Emperador Iturbide, y recordaba las luchas del pueblo por recoger las buenas onzas de oro y de plata que, para solemnizar el acontecimiento, se le arrojaban en grandes bandejas.”

En aquel tiempo los “entierros” eran cosa corriente. “Los españoles, perseguidos o no, reputaban como el mejor escondite la tierra silenciosa que sabe guardar todos los secretos. No pasaba año sin que se cuchicheara de esta o de aquella familia que había encontrado un herrumbroso cofre repleto de onzas.” Los detalles del hallazgo eran siempre iguales: a poco de remover la tierra con la barreta, se oye un estruendo. Esto quiere decir que en aquel sitio “hay relación”, hay tesoro oculto. Si tenéis ánimo para seguir cavando, dais con “el” esqueleto. (El esqueleto —se entiende— del desdichado cavador, a quien se daba muerte para que no revelara el lugar del escondite. Según la magnitud del hoyo y del cofre, podía haber más de un esqueleto.) Finalmente, dais con el cofre. Abrirlo “cuesta un trabajo endemoniado”. “Pesa horriblemente.” Siempre, donde había un tesoro, había un alma en pena. El fantasma se aparecía por la noche, rondando el sitio. Se le hablaba siempre en estos términos: “De parte de Dios te pido que me digas si eres de esta vida o de la otra”. “Soy de la otra” —respondía siempre el fantasma. Y ya se podía entrar con él en explicaciones. La abuela —sabia de estas noticias— hizo traer unas varitas mágicas (varitas de acebo, con regatón de hierro, cortadas la noche del Viernes Santo), y las varitas señalaron el mismo sitio que el caballero del sueño. La abuela quiso mandar tumbar la pared y abrir un hoyo. El padre de Amado Nervo se opuso. “Hemos perdido un tesoro” —suspiraba la abuelita. Y Amado Nervo creyó siempre que su abuelita tenía razón. ¡Conque de tan antiguo aprendió Nervo a confundir las cosas “de esta vida y de la otra”! ¡Desde tan temprano, junto a la idea del alma inmortal, se prendió a su espíritu la idea de que el alma es algo terreno, asible para los sentidos del hombre!

V

Esta religión impura declina fácilmente hacia el espiritismo y la magia. La ciencia misma —esa parte liminar de la ciencia que ronda las fronteras de lo conocido— se mezcla entonces a la religión. A veces, la ciencia pretende sustituir al mediador del cielo y la tierra. Como aquel que pierde la costumbre de beber agua y destila el agua de los otros alimentos que absorbe, así Nervo busca la emoción religiosa a través del espiritismo y la magia. Asiste a las sesiones en que se hace hablar a los muertos por boca del médium, y medita largamente en ello —como Maeterlinck. De la filosofía escoge, para su rumia personal, las teorías pitagóricas sobre la transmigración y las múltiples vidas: todo lo que sirva para jugar a la inmortalidad del alma. De Nietzsche le atrae el “retorno eterno”. De Bergson, las demostraciones, coram populo, sobre la perennidad de nuestro ser. También se dedica a la astronomía. —Yo sé bien —¡oh Pascal!— que la emoción de lo interplanetario, del espacio infinito, de las magnitudes estelares, de lo colosal remoto, de la danza de gravitaciones, el fuego inextinguible y la música de las esferas es un equivalente de la emoción religiosa elemental. En cierta Sociedad Astronómica Mexicana (la misma que Nervo frecuentaba), recuerdo haber escuchado de labios de un honrado vecino del Cuadrante de San Sebastián —astrónomo él—, tras de haber hecho desfilar ante el telescopio a un grupo de gente del pueblo, esta deliciosa pregunta: “Y ahora que ya sabéis que todos esos mundos se mantienen entre sí por la gravitación universal, ¿qué falta os hace la idea de Dios?” Lo que éste tomaba por lo ateo, otros los toman a lo piadoso. Ya se han burlado la crítica propia y la extraña de cierto poeta nuestro —Manuel Carpio— para quien la grandeza de Dios consiste en acumular mundos y mundos (“globos”, solía él decir) en la inmensidad del espacio. Pues bien: Nervo, de una manera mucho más delicada —como que nunca le faltaba su recóndito dulzor de humorismo—, pedía también a la contemplación de los astros cierta sensación de grandiosidad y absoluto. Desde su ventana, que daba al Palacio Real, apostaba todas las noches el anteojo astronómico. Y, en general, le gustaba cultivar la ciencia curiosa, prosaica afición que ha dejado muchos resabios en sus libros de prosa y verso. Y es porque la ciencia curiosa —o magia moderna— también trata de evocar a los muertos. Es porque la ciencia curiosa está, como Nervo, por la varita de virtud de la abuela. “Las varitas mágicas —escribe— eran simplemente varitas imantadas, que ahora están en pleno favor en Europa. Los ingenieros las usan para descubrir manantiales, corrientes subterráneas y, con especialidad, yacimientos metálicos.” Tales eran los juguetes de Nervo, tan parecidos a sus preocupaciones profundas. Y entre todas sus curiosidades domésticas, encontramos un librito negro, pequeño, que era, en parte, un breviario, y en parte, un relicario de snob: La imitación de Cristo.

VI

Comoquiera, este vivir en continuo trato con espíritus y reencarnaciones, con el más allá, con lo invisible, con el infrarrojo y el ultravioleta, aligera el alma y comunica a los hombres un aire de misterio. Nervo andaba por esas calles de Madrid como un testimonio vívido de lo inefable, de lo conocido. A fuerza de buscar lo sobrenatural sin hallarlo nunca, se resignó —como suelen los apóstoles del milagro— a reconocer que todo es sobrenatural. Hay, entre sus recuerdos dispersos, una página reveladora:

El Desierto de los Leones es uno de los sitios más hermosos de la República Mexicana. Imaginaos, limitando el admirable Valle de México, un monte ensilvecido a maravilla de pinos y cedros, arado por profundos barrancos, en cuyo fondo se retuercen diáfanas linfas, oliente todo a virginidad, a frescura, a gomas; y en una de sus eminencias, que forman amplia meseta, las ruinas de un convento de franciscanos, de los primeros que se alzaron después de la Conquista.

Es un lugar de excursiones para los habitantes de la ciudad de México. ¿Quién de nosotros no recuerda —en los días de la Escuela Preparatoria— algún paseo a pie, a caballo o en burro al Desierto de los Leones? Se toma el tranvía de Tacubaya, y luego aquel encantador caminito de Santa Fe, donde el tranvía de mulitas serpentea entre colinas y parece que no llega nunca a su término: un tranvía inacabable como la jugarreta folklórica que todos sabemos:

Salí de México un día,

camino de Santa Fe,

y en el camino encontré

un letrero que decía:

    “Salí de México un día,

camino de Santa Fe,

y en el camino encontré

un letrero que decía:”…

 

(Da capo, eternamente da capo.)

El conductor y los pasajeros paran el tranvía de tiempo en tiempo para perseguir conejos a pedradas.

Y ya, de Santa Fe arriba, todo es andar por el bosque maravilloso.* Un día, en un ocio de Semana Santa, Amado Nervo fue de excursión al Desierto de los Leones. Esta excursión es todo un momento de la literatura mexicana. Iban con él Justo Sierra, maestro de tres generaciones; el escultor Contreras; Jesús Urueta, nuestro incomparable prosista, a quien, con cierta sal de humanismo, los mexicanos acostumbraban llamar “el divino Urueta”; Luis Urbina, poeta de romanticismo sereno; Valenzuela, gran corazón, y poeta, más que en los versos, en la vida. En cuanto al héroe de esta historia, Nervo ha preferido no nombrarlo, y lo alude así: “el más culto quizá, el de percepción más aristocrática y fina entre los poetas nuevos de México”. Cayó la tarde y hacía frío. Mientras los peones preparaban la cena, todos se agruparon en torno al fuego. Con la complicidad del silencio y de la luna, se contaron, naturalmente, historias de aparecidos. Saltaba la llama; había como un deleitoso vaho de miedo… Y alguien, de pronto, dirigiéndose a Justo Sierra:

—¡Señor: allá abajo, entre los árboles, hay una sombra!

A la luna, en una explanada, entre pinos, pasaba, casi flotaba, un fraile resucitado, la capucha calada y hundidas las manos en las mangas.

Entonces, aquel poeta aristocrático y fino a quien Nervo no ha querido nombrar echó a correr en persecución del fantasma; lo acosó, le cortó el paso, lo cogió por los hábitos… El espectro resultó ser Urueta, que, de acuerdo con Contreras —esta vez escultor de espectros— había querido dar una broma a sus amigos.

—¡Suéltame ya, me haces daño! —gritaba Urueta. Pero el otro lo tenía cogido por el brazo, le hundía las uñas en la carne rabiosamente, lo sacudía con furia. Al fin, cuando fue posible desasirlo exclamó:

—¡Haber corrido locamente, toda mi vida, en pos de lo sobrenatural, y ahora que ¡por fin! creía tocarlo con mis propias manos, encontrarme con este “divino embaucador!”

VII

Y renunció. Se resignó a lo sobrenatural cotidiano y a lo cotidiano poético. Por aquí logró una sinceridad tan rara, que ya sus amigos no acertábamos a juzgar sus últimos libros como cosa de literatura, como obra aparte del autor. Para otra vez quiero dejar los análisis minuciosos; pero me parece, así de pronto, que esta evolución se percibe entre 1905 y 1909, entre Los jardines interiores y En voz baja. Cinco años después (Serenidad) el poeta es otro. Guiado por las confesiones de sus versos, creo que la simplificación de su arte coincide con su amor de Francia:

… un amor tiránico, fatal, exclusivo, imperioso

que ya para siempre

con timbre de acero mi vida selló!

Diez años lo acompañó este amor por la vida. Cuando se quedó solo, ya sólo sabía pensar en Dios.

Pero la simplificación tenía algo de apagamiento. Y la sinceridad, en el sentido moral de la palabra, no es necesariamente una condición positiva del arte. Me atreví a opinar que Nervo iba caminando hacia el mutismo. “Tiene usted razón —me escribió él—. Voy hacia el silencio.”

Y ¡qué injusto cuando juzgaba su obra pasada! Copio esta página de su Juana de Asbaje, donde está realmente como escondida, y me dispenso de todo comentario:

Cuando en mis mocedades solía tomar suavemente el pelo a algunos de mis lectores, escribiendo mallarmeísmos que nadie entendía, sobró quien me llamara maestro; y tuve cenáculo, y diz que fui jefe de escuela y llevé halcón en el puño y lises en el escudo… Mas ahora que, según Rubén Darío, he llegado “a uno de los puntos más difíciles y más elevados del alpinismo poético: a la planicie de la sencillez, que se encuentra entre picos muy altos y abismos muy profundos”; ahora que no pongo “toda la tienda sobre el mostrador” en cada uno de mis artículos; ahora que me espanta el estilo gerundiano, que me asusta el rastacuerismo de los adjetivos vistosos, de la logomaquia de cacatúa, de la palabrería inútil; ahora que busco el tono discreto, el matiz medio, el colorido que no detona; ahora que sé decir lo que quiero y como lo quiero; que no me empujan las palabras, sino que me enseñoreo de ellas; ahora, en fin, que dejo escuro el borrador y el verso claro, y llamo al pan pan, y me entiende todo el mundo, seguro estoy de que alguno ha de llamarme chabacano… Francamente, estoy fatigado del alpinismo; y ya que, según el amable Darío, llegué a la deseada altiplanicie, aquí me planto, exclamando como el francés famoso: J’y suis, j’y reste.

VIII

Por todo el camino me fue escribiendo: “Yo no me despido de usted —me decía—, usted y yo estamos siempre en comunicación mental”. Y recordaba nuestras charlas de París, andando por las calles nubladas; nuestras tardes plácidas de Madrid, en el café de la “Call’Calá” como él decía. Y, en el límite de los recuerdos comunes, las primeras palabras que nos cruzamos por los corredores de la Escuela Preparatoria —él profesor, yo discípulo—, seguros ya ambos de la sólida amistad que había de unirnos.

De pronto, dejó de escribirme… Tenía esperanzas de volver a Madrid. Había conservado, calle de Bailén, su casa puesta. La mañana aquella, los porteros se presentaron, llorando, en la Legación de México.

Y yo no me resigno a pensar que aquella fábrica delicada se ha deshecho. Y con un vago temor que parece inspirado en los miedecillos sobrenaturales que él gustaba de padecer, me pregunto si, mientras escribo, estará acechándome, inclinado sobre mi hombro, el pobre poeta. Ahora lo veo: ¡también yo trato de evocar a los muertos!

¡Hijo exquisito de tu raza, amigo querido! Querías ungir de suavidad, de dulzura el mundo… —En una carta me propone toda una doctrina de la cortesía trascendental, que él asociaba al recuerdo de la patria: “¿No ve usted —me dice— que hasta nuestra propia tierra es cortés en la abundancia y variedad de sus dones? Yo conozco raíces como la charauesca michoacana, y flores como una especie de floripondio, exclusivamente destinadas por aquella naturaleza a dar de beber al caminante sediento…”

Madrid, 1919.