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ALFONSO REYES


Vida de Goethe


Rumbo a Goethe


Trayectoria de Goethe


Escolios goethianos


Teoría de la sanción

letras mexicanas


FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 1993
Primera edición electrónica, 2016

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contraportada

INTRODUCCIÓN

LOS ESTUDIOS DE REYES SOBRE GOETHE

Una persistente fascinación

Pedro Henríquez Ureña, el amigo y preceptor, había establecido las lecturas fundamentales que debía hacer todo aspirante a hombre culto: Homero, los trágicos, Platón, Dante, Shakespeare, Goethe. Alfonso Reyes, el discípulo adicto, seguiría la prescripción. Pero le añadió los autores españoles, Góngora sobre todo, y nuevas lecturas francesas, especialmente Mallarmé. Los griegos tendrán una larga frecuentación, que culminará en los grandes estudios de su época de madurez (1939-1950). Dante y Shakespeare aparecerán en la obra de Reyes como un trasfondo permanente, y al florentino dedicará unas páginas perspicaces ahora recuperadas (“Dante y la ciencia de su época”). La afición a Goethe será una de las constantes en la obra de Alfonso Reyes, tanto como las de Góngora y Mallarmé, predilecciones todas que tuvieron sus primeras manifestaciones en estudios de Cuestiones estéticas, de 1911.

El breve ensayo “Sobre la simetría en la estética de Goethe”, fechado en abril de 1910, cuando su autor iba a cumplir 21 años, no es el intento de un principiante sino una especie de apunte casual a propósito de una particularidad en el arte literario de Goethe. Aunque la observación de la simetría no sea sorprendente, el lector tiene la impresión de que existe una vieja familiaridad del joven autor con las parejas de personajes del Fausto, de Las afinidades electivas y del Werther que entrecruzan sus destinos como en pasos de danza.

Después de este testimonio inicial, a lo largo de su carrera literaria, Reyes sigue frecuentando las obras de Goethe, y escribe mucho acerca de él. En dos ocasiones publica estudios para cumplir requerimientos externos: las conmemoraciones del primer centenario de la muerte del sabio en 1932 y del segundo centenario del nacimiento en 1949. Un lustro más tarde, en 1954, libre de presiones, publicó la Trayectoria de Goethe. Y en los intermedios, Reyes retocó, corrigió, desechó y amplió sus apuntes, empeñado en dibujar el perfil humano y el sentido de la obra de un personaje que le fascinaba, acaso más que ningún otro.

El primer “Rumbo a Goethe”

Después de aquel primer ensayo de 1910, en las décadas siguientes nada sobre Goethe había publicado Reyes. A fines de 1931, la revista Sur, recién fundada en Buenos Aires, pidió a Reyes, entonces embajador en Río de Janeiro, un artículo para la conmemoración del centenario de Goethe. Reyes contestó a Victoria Ocampo: “Improvisaré sobre Goethe”. Abriendo el número 5, del verano de 1932, se publicó “Rumbo a Goethe”.

Al principio de su extenso estudio —80 páginas de la revista—, dice Reyes con vivacidad expresiva:

La obligación del aniversario me arrebata estas cuartillas en desorden y estas digresiones a medio escribir. Ni siquiera tuve tiempo de ser conciso. Ojalá el lector perdone mis rodeos, mis idas y venidas. Por una vez, acudo al toque de revista con el dormán desabrochado y el lazo deshecho todavía. Peor sería faltar: tengo mis motivos para hacer acto de presencia.

Explica en seguida que “Goethe y los trágicos griegos me acompañaron en la primera aventura hacia mí mismo”. Y que si ya ha cumplido a su manera con los trágicos, le faltaba su confesión goethiana.

El “Rumbo a Goethe”, de Sur, muestra que Reyes tenía muchas notas sobre el tema, que aquí ordenó provisionalmente en cuatro secciones. I, “La perspectiva”; II, “Unas notas”; III, “Examen de algunas objeciones”, y IV, “Desde América”. No se detiene en el relato de la vida ni se refiere especialmente a las obras de Goethe. Dándolas por conocidas, va analizando cuestiones relativas: las circunstancias del mundo y de las ideas en el momento del centenario y las reacciones antigoethianas, en la primera sección. En la segunda, la más sustancial, expone un racimo de temas goethianos: la idea de la cultura, las ciencias y la especialización, la formación del artista, el germano en Italia, la vida y la obra, simetrías o afinidades electivas, “todas las posibilidades del espíritu”, burguesía y mundanismo, mejoramiento social y las mujeres de Goethe. En la tercera, en que revisa las objeciones contra Goethe, se refiere a individuo y sociedad, la universalidad, la energía de normalidad, el interés por sí mismo, el olimpismo y la humanidad, con referencia al viaje a Italia. Y en la cuarta sección escribe sobre Virgilio y Goethe, las repercusiones del Fausto en la poesía de Manuel José Othón, la curiosidad que sentía Goethe por América, sus relaciones y afinidades con Humboldt —con un intermedio sobre la Güera Rodríguez—, y en fin, se pregunta por la posibilidad de un Goethe hispanoamericano. Para Reyes, la consigna que nos da el sabio es ésta: “Cuando cada vecino barra el frente de su casa, todos los barrios de la ciudad estarán limpios”. Y añade Reyes: “No esperemos a que las instituciones nos salven: hagámonos capaces de concebir instituciones mejores”.

Las páginas de este “Rumbo a Goethe” siguen siendo una introducción muy sugestiva, así sufran del desorden y la falta de concisión que ya señalaba su autor.

El nuevo “Rumbo a Goethe” y sus ampliaciones

El extenso estudio de 1932 nunca se reprodujo. Mientras tanto, su autor volvió a trabajar en aquellos temas. En 1949, cuando Reyes se encontraba ya en México, en ocasión del segundo centenario del nacimiento de Goethe, publicó un ensayo sobre la “Idea política de Goethe”, en el volumen de homenaje promovido por la Unesco, entonces dirigida por Jaime Torres Bodet. Años más tarde, a propósito de sus escritos goethianos, decía: “Han vuelto al telar, en efecto, pero aún no he logrado darles estabilidad y coherencia; antes han crecido por todas partes, verdadera rosa de los vientos. Algún día se publicarán como una colección de estudios goethianos” (Introducción a Trayectoria de Goethe, 1954).

En efecto, dejando aparte el “Rumbo a Goethe”, de Sur, encontré en las gavetas del archivo de Reyes varios cientos de páginas sobre Goethe, muchas de ellas sólo manuscritas. Prescindiendo de páginas que son esbozos previos y de las que estaban tachadas explícitamente por su autor o pueden considerarse “materia prima”, de este conjunto —resultado de una afición intelectual persistente y del trabajo heroico de muchos años—, he formado las siguientes cuatro secciones o libros —incluyendo, por supuesto, la Trayectoria de Goethe, ya publicado en los Breviarios del FCE:

 

I. Vida de Goethe: tratamiento biográfico del cual sólo escribió cuatro capítulos, aunque el último de éstos, “Goethe, hombre de ciencia”, comienza a salirse del marco biográfico general. Reyes no publicó previamente estas páginas.

II. Rumbo a Goethe: es la nueva versión del estudio publicado en 1932. Afortunadamente, Reyes había escrito un índice para este nuevo libro, lo que hizo posible reunirlo. Se encuentra completo y está dividido en cuatro partes: “La perspectiva”, “Contornos”, “Sondeos” y “Desde América”. Aunque conserva algo del esquema y de los temas de la primera versión, los ordenó, redibujó y aumentó hasta darles unidad. Con un breve apoyo biográfico, conserva la perspectiva de exponer preferentemente los temas y cuestiones suscitados por la vida y el pensamiento de Goethe. De sus 33 capítulos, Reyes publicó nueve de ellos en revistas literarias, entre 1949 y 1958. El resto es inédito.

III. Trayectoria de Goethe: se publicó como Breviario número 100, del Fondo de Cultura Económica, en 1954. Es una excelente introducción al conocimiento de Goethe. Como su autor lo explica, entre la biografía y la crítica literaria, va

recogiendo los principales hechos de aquella vida, hasta donde ayudan a apreciar la evolución de aquella mente, y alterno la narración de los episodios esenciales con breves reflexiones que marquen las sucesivas etapas.

y IV. Escolios goethianos: En tanto que para la segunda versión del Rumbo a Goethe había un índice claro que permitió reconstruir el libro, para el resto de los estudios sueltos sólo encontré un par de hojas con listas tentativas de temas por desarrollar. Algunos coincidían con los del libro antes mencionado, y otros, nombrados Escolios, incluían algunos de estos estudios sueltos. Me serví de este título para agrupar páginas goethianas de Reyes que quedaban fuera de las tres secciones anteriores. Sólo tres de estos estudios fueron publicados previamente en revistas. A estas páginas añadí, llamándolas “Algunas notas”, cuatro pasajes de la primera versión del proscrito “Rumbo a Goethe”, de 1932, no reelaboradas en la segunda versión, pero que me parecieron dignas de conservarse. El manuscrito de la “Carta a Eduardo Mallea”, el novelista argentino, tiene al margen la anotación de su autor: “aprovechar lo posible en el libro de Goethe”. Por su interés, y porque ya no puede incomodar al susceptible Ortega y Gasset —de cuyas interpretaciones en este campo discrepaba don Alfonso—, aquí se rescata.

Goethe y Reyes

Reyes tuvo devoción por Góngora y por Mallarmé y se empeñó en desentrañar las urdimbres de sus laboratorios poéticos. Estudió la vida y la personalidad de Góngora y trabajó mucho en los problemas textuales de su obra. En el caso del poeta francés, recogió buena parte del anecdotario y del cúmulo de testimonios de los fieles mallarmeanos. Con todo, no puede decirse que Reyes intentara ni seguir las huellas de estos poetas ni considerarlos paradigmas.

En cambio, en los estudios dedicados a Goethe se transparenta una y otra vez un entusiasmo por su economía, por sus logros vitales y por la amplitud y plenitud de su pensamiento y de sus creaciones literarias. Complacen a Reyes especialmente en Goethe el programa del hombre completo que guió su vida: inquieto, amante, curioso, heterodoxo, reflexivo, aficionado a la ciencia, sereno y sabio. Y admirará igualmente al enamorado incansable que supo atajar sus pasiones cuando lo amenazaban, al interesado en los acontecimientos de su tiempo que no se dejaba arrastrar por ellos, al escritor de todas las horas y de múltiples empresas, a la compenetración que logró de vida y obra y a la universalidad de su pensamiento.

Un programa como éste fue sin duda atrayente para un hombre dotado de una plétora de impulsos y de dones y con una ambición intelectual heroica, como los que tuvo Alfonso Reyes.

Los trabajos y su huella

Aunque algunas veces Reyes cita en alemán o se refiere a obras escritas en esta lengua, debió leer a Goethe en traducciones españolas, francesas o inglesas. Llegó a tener una gran familiaridad con una obra tan extensa y múltiple. En sus exposiciones se mueve a la vez con segura visión de conjunto y conocimiento preciso tanto de las novelas, la poesía, el teatro y los diarios, como de las obras científicas y misceláneas. Al mismo tiempo, llegó a manejar con soltura el laberinto de las conversaciones con Goethe que, además de las conocidas de Eckermann, recogieron también el canciller Müller, Falk, Voss y Soret; y los nutridos epistolarios con Carlota de Stein, Schiller y su mujer, Knebel, Hetzler, Fichte, Herder, Benecke, Boisserée, Esenbeck, Salzman, Augusta Stolberg, Jacobi, Sofía Laroche, Schönborn, Langer, Lavater, Carlos Augusto, Kestner, Voigt, Schopenhauer, Carlyle y Villemer. Asimismo, tiene presentes los comentarios de los críticos goethianos.

Una conmovedora muestra del rigor acucioso con que realizaba Reyes estos estudios es el “Índice alfabético” de las Conversaciones con Goethe, de Juan Pablo Eckermann, que guardó manuscrito en su archivo. Trabajó en él del 28 de abril de 1931 al 18 de marzo de 1932, y está hecho sobre la traducción de J. Pérez Bances, que se publicó en tres tomos de la Colección Universal (núms. 249-252, 265-268 y 283-286), de la editorial Espasa-Calpe, de Madrid, 1920. Lleva al principio una lista de “correcciones y observaciones” y el índice mismo, escrito en letra menuda y clara, es de nombres propios de personas, lugares y obras. Don Alfonso lo preparó para su propio uso, y su paciente laboriosidad sólo podría ser rescatable en una reimpresión de la misma edición española de la benemérita Colección Universal.

En el conjunto de estos estudios de Reyes, el interés dominante es la vida de Goethe y el examen de los grandes temas suscitados por su pensamiento y por sus acciones. Las obras mismas no son expuestas de manera expresa y sistemática, sino incidentalmente, como apoyo o consecuencia de los hechos de su vida y de sus concepciones intelectuales.

El conjunto de los escritos goethianos de Reyes está movido por un vivo fervor, lo que hace su lectura grata y sugestiva. Entre las nuevas páginas especialmente interesantes, señalo, de Rumbo a Goethe, la exposición sobre los peculiares métodos de investigación y las deducciones científicas del sabio (tercera parte, capítulo 5); el relato de cómo Goethe administró su longevidad y, cuando acabó de escribir el segundo Fausto, a los 82 años, se dejó morir; y la “Idea política”, que se diría exposición del propio pensamiento de Reyes. Y en “Las disyuntivas de Goethe” (Escolios goethianos), es notable la perspicacia con que Reyes registra la evolución espiritual de Goethe, que, frente al terrible choque mental que debió causarle la Revolución francesa, supo corregir su individualismo entrañable y afirmar “que el poeta incapaz de fincar su solidaridad con los hombres es un niño retardado en tutela”.

TEORÍA DE LA SANCIÓN

En días siniestros para México —por el crimen y la tiranía de Victoriano Huerta— y de aflicción para Alfonso Reyes —por la muerte de su padre—, éste, casado y con hijo desde 1912, presenta su examen profesional para obtener el título de abogado, el 16 de julio de 1913. Su tesis se llama Teoría de la sanción y debió ser redactada apresuradamente. En la nota que puso Reyes al frente del primer tomo de sus Obras Completas la menciona y promete incluirla en ellas. Como era difícil encontrarle textos afines, no se había publicado. Para dar cumplimiento a la decisión de su autor, este escrito de sus 24 años cierra ahora la recopilación de sus obras.

Pese a las circunstancias adversas en que se escribió, la Teoría de la sanción es algo más que una tesis para mostrar la competencia del sustentante; es un buen ensayo, más filosófico que jurídico, acerca de las relaciones entre la moral y el derecho. Explica la naturaleza de la sanción como un resguardo de la moral mínima necesaria o de la ley. Analiza pormenorizadamente las clasificaciones y sutilezas de los tratadistas en torno a esta noción. Se esfuerza en señalar con claridad la distinción entre los llamados derecho civil y penal, así como entre derecho público y privado.

En su exposición, se advierte la desazón de Reyes frente a los laberintos conceptuales y de procedimientos jurídicos que son ya sólo fórmulas sin nitidez. Para remediarlas, sugiere procedimientos más simples y claros que impidan las triquiñuelas legales y propone caminos que sean en verdad jurídicos. Asimismo, indaga la validez lógica de ciertos conceptos y la posibilidad de adecuarlos para que sirvan en verdad al mejoramiento de las sociedades.

De haber ejercido la profesión de abogado, Alfonso Reyes hubiera sido un reformador de procedimientos y un reordenador de marañas jurídicas.

Además de la tesis, siguiendo usos de la época, el sustentante tuvo que resolver un caso práctico, un embargo abusivo por adeudo, lo que hizo en minuciosa exposición con apoyos en el Código de Procedimientos Civiles. El “Caso práctico”, propuesto por el maestro licenciado Victoriano Pimentel, y la solución del alumno Reyes se recogen al final de la Teoría de la sanción.

CONSIDERACIONES FINALES

Treinta y ocho años después de iniciada la publicación de estas Obras completas y más de 30 después de la muerte de su autor, se llega al término provisional de su publicación, cuatro años después de que celebramos el centenario del nacimiento de Alfonso Reyes. Queda entendido que seguirá pendiente la edición del copioso Diario,* en curso de rescate el de los numerosos epistolarios, y que se publicarán los informes diplomáticos de don Alfonso, así como un índice analítico acumulativo. Y se da por supuesto que, a pesar de los esfuerzos por reunir todos los escritos autorizados, explícita o tácitamente, por su autor, se comenzarán a encontrar páginas aquí olvidadas o desconocidas.

Recoger las obras completas de un escritor de la importancia de Alfonso Reyes es ordenarlas en el mausoleo condigno a fin de hacer posible el conocimiento, la elección y la valoración. Los 26 copiosos volúmenes no exigen al aficionado o al curioso que los lea todos, sino que tenga la posibilidad de escoger en el panorama completo del jardín múltiple; y que el investigador pueda disponer de un repertorio suficiente para sus indagaciones.

El presente editor de la última sección de estas Obras, antiguo aficionado a los libros de su autor, tiene a su lectura por un deleite, gracias al don de su estilo y a la variedad de sus temas y tonos. Y considera que la obra de Alfonso Reyes, hazaña de la voluntad y la imaginación, es uno de los más claros prestigios de la cultura mexicana.

A Alicia Reyes y Alfonso Rangel Guerra, buenos conocedores alfonsinos, reconocimiento por su ayuda.

JOSÉ LUIS MARTÍNEZ

I

VIDA DE GOETHE

NACIMIENTO

EN LA ciudad libre de Fráncfort, el 20 de agosto de 1748, el consejero imperial Juan Gaspar Goethe, de 38 años, contrajo matrimonio con Catalina Isabel Textor, de 17 años. El 28 de agosto de 1749 nació el primogénito, el poeta Juan Wolfgang Goethe. Al año siguiente nació Cornelia, mujer desdichada, enferma del cuerpo y del espíritu. Después nacieron Jacobo —muerto a los seis años—, dos hermanas que no vivieron más de un par de años, y un niño que se malogró a los ocho meses.

En Goethe buscaron la unidad para recomenzar la vida, amén del contraste de las edades paternas, otros contrastes más profundos: el norte y el sur de Alemania, la casta de los menestrales y la casta de los letrados, el racionalismo y el pietismo.

La línea paterna procedía del Harz y el Bosque de Turingia; la materna, del dulce mediodía germánico. El bisabuelo Goethe había sido herrador en Artern; el abuelo, tras de viajar por Alemania y Francia, vino a instalar en Fráncfort una sastrería y se casó en 1687 con la hija de un compañero de oficio; y a la muerte de ésta, con la viuda del sastre Schellhorn, Cornelia Walther, que había quedado sin hijos y heredó de su primer marido la hospedería del Weidenhof. Aunque el sastre Goethe ganaba buen dinero y era el modisto elegante de las damas, prefirió consagrarse entonces a la hospedería y al comercio de vinos. Entre sus dos matrimonios, tuvo 11 hijos.

Juan Gaspar Goethe, hijo de la segunda esposa y padre del poeta, resultó el heredero único de su madre y se encontró con un buen pasar. Nacido en 1710, se educó en las universidades, estudió en Giessen y en Leipzig, practicó en aquella especie de Suprema Corte de Justicia con sede en Wetzlar, ganó sus borlas en Giessen a fines de 1738, y en 1739 emprendió un viaje de estudios —no más de un año— por Viena, Venecia, Roma, Nápoles, Florencia, Milán, Génova y París. Vuelto a Fráncfort, tan honesto como orgulloso, ofreció sus servicios a la ciudad en un cargo subalterno y sin remuneración alguna, pero a condición de que se lo nombrara sin someterlo al voto. Como esto no fue posible, se dedicó a sus propios asuntos, y compró, en 1742, el título honorífico de consejero imperial, que lo ponía al nivel de los más altos dignatarios. Así alcanzó la familia la preeminencia social de que hasta entonces había carecido. En 1776 sufrió un achaque apoplético y empezó a arrastrar una existencia de inválido. En 1781 se quedó paralítico y “ausente”. Murió repentinamente al siguiente año.

La joven que obtuvo en matrimonio era hija del doctor Juan Wolfgang Textor (“Textor”, traducción latina que adoptó en vez de su original nombre germánico, “Weber”). Era el burgomaestre y autoridad máxima de Fráncfort. Textor vivió de 1693 a 1771. Su esposa, Ana Margarita Lindheimer, contaba, entre otros antecesores ilustres, al pintor Lucas Cranach. El burgomaestre era hombre de humor tranquilo y pocas palabras, muy aficionado a cuidar de su jardín. Las daba de vidente y pretendía haber recibido la premonición de su acceso a la primera magistratura. Llano y liberal de costumbre, solía vérselo cruzar, con el tricornio bajo el brazo, la rizada peluca y el bastón de pomo de plata, por las calles pintorescas de Fráncfort, llenas de enseñas de hierro forjado, de techos picudos, de balcones cubiertos; pero sabía mostrarse ante el pueblo con grave dignidad para inaugurar las ferias de otoño y primavera, o para recibir en año nuevo las congratulaciones de sus colegas y subordinados. Goethe nos lo pinta con especial cariño, y nos cuenta que sólo se alejó de él unos días por haberle oído hablar con desdeñosa severidad del rey Federico II, héroe favorito de su infancia por quien siempre tuvo admiración.

Fráncfort del Meno sumaba a la sazón unos 30 000 habitantes, y era “ciudad libre”, república urbana y aristocrática que —cuenta habida de las proporciones— se ha comparado, para mejor entenderlo, con la Atenas de Pericles, la Florencia de Dante y de Miguel Ángel, la Berna de Alberto de Haller y de Jeremías Gotthelf, y aun el Lübeck de Tomás Mann. Fráncfort representaba, en lo social y en lo económico, un pequeño mundo autárquico. Sus murallas, puertas y torreones recordaban sus antiguas luchas. El Palacio o Roemer evocaba la memoria de las Dietas, las asambleas eclesiásticas, las elecciones y coronamientos imperiales, donde recibieron la imposición Barbarroja y los últimos emperadores, del siglo XII en adelante; y había sido la sede política de la Francia oriental. Situada en el límite del norte y del sur, allí se juntaban todas las rutas alemanas que venían de Leipzig, Berlín, Breslau y Dresde, Hanóver, Hamburgo y Colonia, Estrasburgo, Basilea, Stuttgart, Augsburgo, Múnich, Aschaffenburg, Wurzburgo, Bamberg, Eger, Carlsbad. El Meno conducía las embarcaciones hacia Maguncia, Hanau, Offenbach. Y todo el día circulaban las diligencias. La actividad comercial mezclaba en las calles a los patricios y a los negociantes, a los nacionales y a los extranjeros. Dos veces al año, las famosas ferias hacían brotar como por encanto, por las plazas de la ciudad de piedra, una ciudad de quita y pon, hecha de lienzo y tablas. Histriones y aventureros hacían su agosto. Ya Lutero decía que Fráncfort era “el gran pozo de oro y plata, por donde las tierras alemanas dejan salir cuanto fluye y crece, cuanto se monetiza o se bate”. Pero otra significación tiene Fráncfort, y es el haber sido la cuna del pietismo alemán. Hablemos antes del racionalismo, o sea la ascendencia paterna.

En la ascendencia paterna de Goethe, se deja sentir el paso de aquella filosofía alemana relacionada con el gran movimiento racionalista nacido en Francia y en Inglaterra. Leibniz le había dado nuevo y magno impulso, recreándola en cierto modo. Su discípulo Cristián Wolff la esquematizó, la divulgó, la puso en alemán. Era el pensamiento moderno, avivado por los descubrimientos científicos de la época renacentista, que sacó a la Tierra del centro del universo para lanzarla al infinito; estimulado por los astrónomos y matemáticos, por Copérnico, Galileo, Newton y el propio Leibniz. Remodelación audaz del mundo, prescribió a los astros las leyes de su marcha, abrió las puertas a la investigación y al cálculo, puso a la naturaleza bajo el dominio de la mente. El espíritu creyó sacudir las cadenas del pasado y olvidó el argumento de autoridad; creyó descubrir los secretos de lo invisible y deducir de ellos los principios que deben regir a las comunidades. Se soñó en la posibilidad de mejorar indefinidamente la especie. La razón, consciente de sus virtudes, alzaba su antorcha para disipar las sombras del mito, la superstición y la ignorancia. Las pasiones mismas iban a dejarse frenar, y el hombre confiaría en el hombre. La naturaleza y el espíritu se habían reconciliado. Una continua evolución anularía la tradicional disputa del bien y el mal, la disyuntiva entre Dios y el mundo, llenando el abismo que separa al cielo del infierno. La teoría de Lessing sobre la metempsicosis abría a la idea del progreso inmensas perspectivas, mostrando aun a las almas más humildes el camino de la perfección.

La comunión en estas doctrinas creaba, por sobre las fronteras, una verdadera fraternidad entre las aristocracias intelectuales. Se fundaban sociedades filantrópicas, logias masónicas y cofradías científicas entre los discípulos de las Luces. Los políticos daban la mano a los sabios. La más ilustre corporación del saber en Alemania, la Academia de Ciencias de Berlín, se convirtió en el cuartel general de los “filósofos”.

El padre de Goethe vivió en esta atmósfera: una manera de filosofía popular que había perdido en profundidad y espontaneidad lo que había ganado en éxito y difusión: como el existencialismo contemporáneo, en el paso de Heidegger a Sartre. El ardor pedagógico del padre de Goethe, rayano en manía, descubre el efecto de esta general embriaguez. La fe en la ciencia y la cultura lo empujaron, de joven, a sus viajes por Austria, Italia y Francia; lo llevaron a hacerse una colección de historia natural. Y cuando vemos al poeta Goethe levantar, en las arenas del Lido, un cráneo de cordero, no podemos menos de recordar que su padre, muchos años atrás, tuvo también la intuición del estrecho vínculo entre los tres reinos de la naturaleza, al inclinarse para recoger, allá en la costa de Fano, unas estrellas de mar. Y pudo también exclamar, adelantándose a las teorías de su hijo: “En todas las cosas de la Creación hay un parentesco profundo, desde el arcángel hasta el último grano de polvo, y ni la mente más encumbrada logra saber donde acaba una especie y comienza otra”. También coleccionaba vistas y grabados de Roma, vidrios venecianos, marfiles, bronces, mapas, libros y cuadros, aficiones todas que transmitió a su hijo. Junto a los infolios de derecho, en su biblioteca se veían ejemplares holandeses de la literatura latina e italiana, relaciones de viajes, diccionarios enciclopédicos, grandes autores alemanes de la época: Canitz, Hagedorn, Drollinger, Gellert, Creuz, Haller. Además, el Telémaco de Neukirsch, la Jerusalén libertada de Koppen y otras traducciones. Recibía como huéspedes de honor a los pintores de Fráncfort y de Darmstadt. Su mismo interés por la pedagogía lo determinó a educar a sus hijos dentro de casa, con profesores particulares a quienes él dictaba las normas. “Padre solícito y animado de los mejores propósitos, como conocía su tierno corazón, se revestía exteriormente de una férrea severidad; y desempeñaba el papel con el rigor más extremo, para dar la mejor educación a su prole, y para mejor edificar, ordenar y sostener su casa” (Goethe, Poesía y realidad).

Con todo, Goethe ha insistido más de lo justo en el carácter sombrío y atrabiliario de su padre, al punto que confunde a los biógrafos. ¿Era el “filisteo racionalista”, el “burgués mezquino”, incapaz de comprender el genio naciente de su hijo? Se ha dicho demasiado pronto. Sin duda su terquedad y su hiperpedagogía lo hacían a veces intolerable. En plena luna de miel sometió a su joven esposa a los ejercicios de caligrafía y escritura, las lecciones de piano, de italiano y de canto. Después, se encapricharía en que sus dos hijos cultivaran “repugnantes gusanos de seda” o le limpiaran sus humosos grabados. Luego le dio por hacerlos leer la aburrida Historia de los Papas, de Bower, durante las largas noches de invierno, aunque él mismo podía apenas contener los bostezos.

Cuando, más tarde, Goethe estudiaba en Leipzig, asegura que el ogro paterno tenía materialmente enclaustrada a su hermanita Cornelia, atiborrándola de francés, inglés e italiano, unciéndola como a un yugo al lujoso piano Frederici y hasta dictándole las cartas que ella le escribía desde Fráncfort, para convertirlas en prédicas morales. Y añade con ironía: “Por su parte, mi padre no lo pasaba mal; vivía agradablemente, y los días se le iban haciendo trabajar a mi hermana, redactando sus memorias del viaje a Italia; y, si no tocaba su laúd, al menos, lo afinaba constantemente”. Pero no puede disimular su emoción al recordar que el pobre señor se obligaba a dibujar para enseñar a sus hijos, o bailaba al son de su flauta para que aprendieran a bailar.

Sin duda que el consejero Juan Gaspar Goethe no era un genio, y ni siquiera un espíritu muy despierto. Detestaba a Klopstock, porque no concebía un poema sin rimas. Y cuando tenía que escoger entre dos cuadros que le ofrecía el pintor Junker, no escogía la cualidad del cuadro, sino la resistencia y conservación de la tabla. El fragmento conocido de su relato a Italia nos revela a un observador minucioso, pero lleno de limitaciones, y mucho más sensible a los malos tratos de cocheros y posaderos que a las bellezas del paisaje. La comedia italiana lo escandaliza. Los bailes de máscaras, la licencia de los conventos, las prácticas de la gente devota, los desnudos de las Academias, sólo provocan su indignación o sus burlas. Ante un cuadro que representa a la Virgen sólo se le ocurre pensar en la muchacha perdida que ha servido de modelo al pintor.

Pero era hombre honrado e independiente. Peleaba con su suegro para defender a Federico II y su política, a pesar de su título de consejero imperial. Si conversaba en latín con su hijo —cosa nada extraña en aquellos días—, tenía por las lenguas vivas una estimación digna de un moderno. Para educar a los suyos no perdonaba esfuerzos, y parece que se inspiraba en los nuevos métodos de Basedow y de Gesner. Era caritativo, y su Libro de Cuentas (Liber Domesticus, redactado en latín para mayor ceremonia, donde consta hasta el precio de una salchicha de Gotinga o farcimen Göthingense) ha venido a demostrar que era obsequioso con su familia. Pagaba para sus muchachos los servicios de los mejores preceptores. Y Goethe acabará por confesar que, si debe a su madre el gozo de la vida, a su padre debe el sentido de la seriedad en la conducta. Conforme el poeta envejece, los rasgos paternos se acentúan más en su fisonomía, y hasta en ese triunfo definitivo de la razón viril que, antes de los 35 —antes de su residencia en Italia—, parece algo ofuscada por los aspectos más femeninos e inestables de su carácter.

En cambio, la madre de Goethe era un temperamento alegre y vivaz, y vino a ser, casi, la hermana mayor de sus hijos. Hemos dicho que si el padre procedía del orden racionalista, ella procedía del orden pietista. Pero no hay que figurarse por eso que hubiera nada de ascético en su honda religiosidad, nada de tenebroso ni austero. Leía su Biblia con unción, pero también jugaba a sacar oráculos de la Biblia, abriéndola con los ojos cerrados y señalando un pasaje al azar con un alfiler. Era hija de Fráncfort, y había visto florecer el pietismo en su propia tierra. De 1675 a 1695, el alsaciano Felipe Jacobo Spener había desempeñado allí el cargo de deán y, durante la guerra contra la ortodoxia, desvió el movimiento protestante hacia los caminos de la contemplación. Ajeno a las luchas político-eclesiásticas y a las disputas de la cátedra, el pietismo —heredero de la mística— volvió a los secretos fervores de la existencia religiosa y a las devociones íntimas y solitarias. Los pietistas, los “mudos del país”, o vivían retirados del mundo, o sólo se reunían en un círculo estrecho para ofrecerse a Dios con una pasión de iluminados. Los devora el fuego interior. El sentimiento, para ellos, es la ley única de la vida. También entre ellos, como entre los “espíritus libres”, se crea por todo el territorio una suerte de invisible fraternidad, en que las mujeres hacen figura de sacerdocio laico. Se comunican sus experiencias piadosas en cartas, memorias y conversaciones: exámenes de conciencia y refinados análisis, exquisiteces y hasta quimeras. Klopstock viene a ser su poeta. De 1736 a 1737, el conde Zizendorf —gran personaje pietista junto a Spener y a Augusto Armando Francke— se estableció en Fráncfort con su familia y su numeroso cortejo de discípulos. En 1737 fundó una primera cofradía, y otra más en 1740. Los eclesiásticos no podían cerrar los oídos a las instancias de los fieles, sobre todo cuando se trataba de gente culta. En 1747 anunciaron una resurrección de la fe. Al año de casada, la madre de Goethe se alistó en las filas de los Hermanos Moravos.

Pero su inmensa confianza en Dios no hacía más que robustecer su confianza en la vida, y nunca vio ni descubrió al Diablo mezclado en la naturaleza. Su capacidad de alegría —en verdad heroica— superó el dolor de perder a cuatro hijos en edad temprana, de ver morir a Cornelia poco después de su matrimonio con Schloesser, de arrastrar como fardo a aquel inválido marido que, antes de su enfermedad, no dejaba ya de ser tiránico y de difícil compañía. Dios, decía ella, le había dado “un alma sin corsé”. Un humorismo alerta la ponía en guardia contra todo “exceso volcánico”. Era, en el sentido goethiano, “una naturaleza”.

Aunque de tan buenos pañales, Catalina Isabel había sido educada de cualquier modo. En aquel tiempo no se educaba a las mujeres.

Nos enseñaban a leer y a escribir, y basta. En lo demás, nos abandonaban a los placeres de la infancia. Nos juntábamos con los chicos del pueblo, sin que ello haya corrompido nuestras costumbres. Hacíamos lo que nos daba la gana. Nuestra madre no tenía que temblar por nuestros vestiditos. No gastábamos lujos, y aquellas prendas de lana se lavaban en un instante. No teníamos que soportar el mal genio de institutrices belgas o suizas que pretendieran contagiarnos su amaneramiento o su coquetería.

Llegó al matrimonio sin haber pasado por la ortografía, y gracias a que poseía un talento natural para el bordado y los encajes. Tenía la risa a flor de labios. Devoraba los libros, contaba historias a maravilla y pretendía haber heredado de su padre la doble vista. Nunca hubiera soñado que un día adornarían su busto con guirnaldas y le consagrarían solemnes discursos oficiales. El único amor de su vida —instantáneo y platónico— data de su infancia y no tiene nada de amor humano: un Viernes Santo dio de manos a boca con el emperador Carlos VII, que visitaba una iglesia acompañado de la emperatriz y envuelto en un largo y negro manto. Se quedó estupefacta, y por la noche creía sentir “que se le había abierto un portalón en el pecho”. Pocos días después el emperador presidía un banquete público. Isabel se las arregló para acercarse y contemplarlo por última vez. Murió al poco tiempo. Isabel nunca lo olvidó.

A los 17 años, la trasladaron, pues, de su luminosa casa paterna, donde se vivía en el jardín jugando con sus hermanas, al hogar de un cuarentón solemne y pedante que, en compañía de su madre, una octogenaria, habitaba en una sombría morada, allá por la Zanja de los Ciervos. Seguramente que a la muchacha la casa se le caía encima, y cuando le nació el primer hijo tuvo al fin con qué divertirse. El caserón, en efecto, era lúgubre, y el consejero lo hizo reformar y embellecer en marzo de 1754, a la muerte de su madre, para darle un aspecto actual.

Los cuartos —escribe Goethe en Poesía y realidad— eran independientes unos de otros. Una escalera de caracol conducía a los altos, y como no había dos piezas a igual nivel, todo era subir y bajar escalones para circular por el interior. Los chicos preferíamos quedarnos en el vestíbulo bajo, que se prolongaba, guarecido por un enrejado de madera, hasta plena calle, más allá de la entrada, cubierto por la saliente del piso alto. En el verano, estas jaulas, que abundaban en Fráncfort, daban a la ciudad un aspecto meridional. Allí se instalaban las mujeres para hacer labor o charlar con las vecinas; allí limpiaban sus legumbres las cocineras; allí todos se sentían libres, por lo mismo que estaban en directa comunicación con el público.

La casa era propiedad de la abuela paterna, que en los recuerdos de Goethe sólo aparece ya como una sombra, una anciana delgada vestida de blanco y muy peripuesta, afable y dulce, sentada en su butaca de enferma o tumbada en cama. El doctor Senckenberg anota en su diario el fallecimiento de la anciana, el 26 de marzo de 1754, y añade: “Vivió tranquila y murió con la misma quietud con que había vivido; siempre fue de humor igual, diligente, caritativa a su modo, económica, de costumbres sencillas, algo estrechas, y sin orgullo… Nada la regocijaba, nada tampoco la afligía”.

Ahora situada en plena ciudad, la casa se levantaba en una calle que conservaba todavía el nombre de Zanja de los Ciervos y antes venía a quedar en las afueras. Allí había, en otro tiempo, un foso donde se criaban ciervos, para que nunca faltara uno en el banquete anual del senado, sea que los príncipes y caballeros paralizasen los servicios con sus partidas de caza, sea que los enemigos tuvieran sitiada la población.

Tal era la casa en que nació Goethe. Por cierto que nació asfixiado después de tres días de lucha y con la carita amoratada —como Voltaire, como Victor Hugo— por torpeza de la comadrona, lo que decidió al burgomaestre a crear un curso especial para las parteras. La criatura no daba señales de vida, y en vano le aplicaban fricciones de vino en el vientre. Pero la abuela paterna se percató de que poco a poco entraba en el mundo, y con un grito de gozo, tranquilizó a la madre. Además, la constelación era propicia. El sol culminaba en Virgo, Júpiter y Venus lo contemplaban con aire complaciente. Mercurio no parecía hostil. Saturno y Marte, indiferentes. La luna llena reverberaba en plena gloria de su hora planetaria. Y el burgomaestre, contemplando la cuna, tuvo una súbita iluminación, de aquellas que solían visitarlo, y aseguró triunfalmente que Goethe estaba destinado a la vida. No se equivocó: aún vive —y vivirá mucho más— a los 200 años de haber nacido.