ÍNDICE

Proemio

DE LA LUCHA CONTRA EL ÁNGEL

Suele olvidarse que Lucifer fue ángel y que en parte sigue siéndolo. El de san Miguel sería entonces un combate contra lo Mismo, como el sueño de Jacob tolera ser mirado como un combate contra lo Otro. Intercambiables e infinitas, ambas contiendas describen la movediza unidad de la conciencia humana, esa condición atribulada, atenazada siempre entre la semejanza y la diferencia. Nuestro litigio permanente contra el monstruo es menos la vía para edificar la identidad que la identidad en sí misma.

También suele olvidarse que el monstruo, por mera lealtad a su etimología, nos muestra. Somos, en suma, el abismo al que Nietzsche nos previno de asomarnos: pese a la quimera del libre albedrío con que insistimos en consolarnos, lo cierto es que nunca nadie nos concedió la opción de rechazar el envite para luchar contra la bestia en que irremediablemente necesitamos convertirnos.

Desde la religión y la metafísica hasta la antropología y la neurolingüística las sendas del conocimiento humano han conducido a una pareja conclusión: los sueños y las ficciones del combate del héroe contra sus demonios, no importa cuáles sean sus manifestaciones, nombres y dimensiones, son meros traslados remediales del esfuerzo por sobrellevar la abrumadora carga de lo que tenemos dentro. Lo que se teme y lo que se goza, lo que se ha perdido y lo que se desea, incluso lo que se teme porque se desea, están tan imbricados en la conciencia de los hombres que a veces es preciso exteriorizarlos en la ficción colocándonos por nuestro bien en la perspectiva amortiguada del sueño o, mejor aún, en la más tolerable y negadora fantasía del érase que se era en un reino muy lejano.

La medicina del alma, primero, y más tarde la psiquiatría y sus sucedáneos encabezan quizás el censo de aquellas disciplinas del conocimiento que han querido deslindar y enunciar en términos estrictamente fisiológicos la casuística que conduce a la ficción del combate del héroe contra el monstruo. Una y otra ciencias nos han legado un opulento lexicón de términos médicos alusivos a sustancias y otros constituyentes biológicos con los que se ha querido sustituir la legión de endriagos con que la ficción, sea prelógica individual o preliteraria colectiva, quería y quiere todavía dar rostro asible y horrible a sus pulsiones en cuanto seres de camino a la extinción. Humores, hormonas, genitales y hasta neuronas han tomado en nuestros tiempos el sitio que antes ocupaban las sirenas, los diablos, los ogros y las hadas. Todos, no obstante, siguen siendo metáforas del monstruo.

Esta traducción de lo ficticio a lo concreto ha sido parcial y paradójica, pues ni las mentes más unívocas han podido librarse del influjo tremebundo de la equivocidad del signo que comunica a los hombres que hasta hoy, si excluimos a la divinidad, son los únicos seres autoconscientes de la Creación. Al vincular temperamentos humorales con planetas de nombres olímpicos o al ilustrar complejos psicológicos con relatos trágicos —incluso al amueblar la descripción de los impulsos cerebrales con analogías tan poéticas como didácticas— los popes del conocimiento corporeísta del alma humana reconocen la utilidad de lo multívoco que la imaginación les ofrece para explicarse. Espejos neuronales, temperamentos mercuriales y complejos edípicos acreditan el imperio y la necesidad de la ficción para explicar la realidad. Y, por supuesto, en este desfile triunfal del vocabulario fantástico para comprender lo físico participan también unas voces monstruosas en las que nuestras tormentas y tormentos se explican todavía con fantasmas, ogros, leviatanes y deidades.

La voz demonio es sin duda una de las más prósperas en esta aventura de supervivencia de la metáfora teratológica como registro de pulsiones, patologías, deseos y aprensiones de la mente humana. Desde los espíritus inspiradores platónicos hasta los espectros que acunaron Swedenborg y Schopenhauer, pasando desde luego por las deidades familiares latinas, los genios orientales y los fairies celtas, las entidades que se agrupan en el colectivo demoniaco han sido trasunto y efigie de los conflictos de la mente humana, sea en el sueño, sea en su enfrentamiento cotidiano con los fenómenos más enigmáticos de la naturaleza, sea en nuestra lucha cotidiana contra los instintos, sea en nuestra relación, nunca sencilla, con nuestros pares. Demonios siguen siendo las pulsiones de la libido, las manías persecutorias, los trastornos de la personalidad, las enfermedades del espíritu, las inspiraciones y expiraciones del artista entre este mundo y los otros. Sin importar los nombres y las apariencias que le adjudiquemos en la ciencia y en la creencia, el demonio es en todo caso el rey de los oponentes y, a un tiempo, legión señera de nuestra interioridad. Con ese demonio entablamos día a día nuestra contienda interna entre lo Mismo y lo Otro. Del demonio y lo demoniaco en ese sentido trata este volumen, tercera y espero que última escala en mi personal combate con los demonios que habitan la obra, la vida y el pensamiento de Miguel de Cervantes.

LEER AUN DESPUÉS
DEL FIN DEL MUNDO

Este año hará veinte que decidí, con más efusión que prudencia, adentrarme en el hondo abismo del pensamiento religioso, supersticioso y demonológico de Miguel de Cervantes. Cuando ahora miro sobre el hombro la senda que a la postre me ha traído hasta el punto de evidente no retorno, descubro con perversa alegría que he hallado más preguntas que respuestas, y que es probable que a estas alturas también yo me haya convertido en un abismo. Al hombre que fui entonces lo han mudado muchas cosas y muchos libros, no menos que al mundo. A lo largo de estas décadas se han derrumbado muros que se pensaban imbatibles y torres que se creían intocables, y se han levantado otros muros y otras torres mientras se cometían atrocidades de las que nadie quiso hablar y otras de las que no queda más remedio que escribir poesía porque nadie es una isla y la muerte de cada hombre nos disminuye todavía.

En este tiempo innúmeras sentencias de muerte —de la novela, de la poesía, de la historia y de las utopías— demostraron ser falacias de incendiarios profetas apocalípticos que hubieran dado un ojo y dicho cualquier cosa por ver el mundo arder. Sólo dos años después de que publicase la segunda entrega de mi lectura infernal de la obra de Cervantes el mundo supuestamente terminó no con un estallido sino con un murmullo: el colapso Sturm und Drang que se vaticinaba en 2012 para el mundo, el individuo, el arte, la civilización y el cosmos ocurrió acaso sin que lo notásemos para que enseguida comenzara a rodar un mundo no necesariamente mejor en el que, de cualquier modo, las peores cosas han seguido casi iguales: lo fugitivo todavía permanece entre epidemias, debates cruentos entre la pureza y la mezcla, crisis económicas no vistas desde los tiempos del ruido, titubeos de muchachos iracundos y medrosos con un siglo del terror edulcorado en la religiosidad fanática y sin juicio de los indignados.

Entretanto, la gran revolución de las comunicaciones, que en los noventa nos había arrojado sin espada al ruedo del mundo hiperconectado en el que escribí mi primer libro cervantino, con no detenerse progresó hasta modificar la palabra y sus modales, la ortografía, la exégesis, el acto de leer y el oficio de escribir, todo ello merced a la edición digital y a la sacudida de las llamadas redes sociales. Sólo en el espacio de una década que media entre la publicación del primer volumen de esta trilogía y de éste que ahora escribo hemos ingresado en una época en que la tecnología ha hecho posibles y a veces necesarias nuevas aproximaciones a la obra de arte. El paradójico progreso, en fin, ha puesto a la mano herramientas que acaso habrían modificado de manera dramática algunos de los caminos y de las nada concluyentes conclusiones a los que ingenuamente creí llegar en El diablo y Cervantes y en Cervantes en los infiernos.

No han sido menos ni menores las transformaciones que atañen al asunto de este volumen. El siglo XXI, que parecía tan lejano cuando leí por primera vez el Quijote, está ya entrado en su segundo decenal y ha demostrado merecer el nombre que algunos al principio juzgamos exagerado y prematuro: el Siglo del Terror. Las enfermedades de alma y cuerpo seguramente son las mismas de antes, aunque han mudado de nombre, como han cambiado también los diagnósticos, la sintomatología, el juicio, la redención, la condena, el tratamiento y hasta el concepto mismo de enfermedad. Por otra parte, la neurociencia, sujeta a un abrupto y feliz choque de maduración, se ha tomado de la mano con la genética, que se vio catapultada a la estratosfera a partir del trazo del mapa del genoma humano. Juntas, neurología y genética han tomado por asalto el territorio de las enfermedades mentales, un territorio que hasta hace nada fue feudo de psicólogos y psiquiatras a los que la moda y el tedio finisecular hicieron dar vueltas sobre sí mismos hasta extenuarlos. Decididamente hoy no podemos ver en los mismos términos las reglas de la lucha del héroe contra el monstruo de su interioridad ni los barateos entre el yo, el superyó y el ello, no digamos sostener por mucho más tiempo la secular separación entre el cuerpo y el alma. Tampoco así podemos regresar sobre nuestros pasos para deslindar con la inocencia de antaño el alma de las personas, los personajes y los libros de hogaño.

ADVERSUS FREUD

Cautivo y testigo de todas estas transformaciones, me he visto asimismo transformado, distinto de quien era cuando emprendí mis estudios sobre el Quijote. Supongo que la transformación ocurrió a partir de ese momento, pues la novela, la poesía y el teatro de Cervantes también me fueron ocurriendo; me curtieron paralelamente a la lectura de sus contemporáneos y los míos; me estremecieron y me confundieron una y otra vez para que al final comprendiera que la única manera de entender el pensamiento del autor del Quijote era asumiendo que nunca hallaremos en él una línea clara de pensamiento simplemente porque no la hay ni debemos esperar que la haya.

Después de hurgar en los antecedentes y las constantes de la cultura y la persona cervantinas, y luego de combatir en balde contra las acusaciones que se hicieron a Cervantes de hipócrita o bifronte, entendí que para leer a este autor, lo mismo que a sus criaturas y su tiempo, primero había que concederles el privilegio de la duda, no en el sentido en que habitualmente empleamos esa voz, sino asumiendo desde el origen que el alcalaíno fue un hombre seriamente confundido en un tiempo de confusión. Un ser fieramente humano, tan atormentado por sus demonios y tan contradictorio como la época que le tocó vivir. Una época que, por lo demás, no es muy distinta de la que hoy vivimos.

Sólo así o sólo desde allí me pareció posible o al menos admisible acercarme a la obra de Cervantes, menos para descifrarla que para mejor disfrutarla y hasta para invocarla en la lectura de la obra de sus contemporáneos. Con esa asunción de la admirable y humanísima inconsistencia cervantina he seguido adelante en mis lecturas de su obra y de su vida, siempre crítico pero también actor yo mismo de quijotadas de diversa envergadura, asimilado y a veces también esclavizado a los recursos nuevos y a los discursos viejos de la exégesis, perplejo y más de una vez indignado también ante lo que no ha cambiado desde entonces, ya no en el mundo en general sino en nuestra visión del pensamiento de Cervantes en particular.

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Tres rémoras de la interpretación cervantina me han incomodado hasta el escándalo entre las muchas que existían en la década de los noventa y que veo que persisten pese a todo en nuestros días: primera, la subsistencia de una idea de don Quijote como emblema romántico de la lucha de lo ideal contra lo real; segunda, la tendencia de estudiosos y lectores a confundir a Cervantes con su criatura; tercera, la creencia de que aún es posible deslindar tanto la locura quijotesca como el alma cervantina con las herramientas, los términos, diagnósticos y tratamientos del psicoanálisis y la psiquiatría.

De lo primero me queda a estas alturas muy poco por escribir. Entre las celebraciones que últimamente han acompañado la lectura de la obra de Cervantes con motivo del cuarto centenario de la mayor parte de sus libros y de su muerte, he hecho cuanto he podido por cuestionar la interpretación que los románticos alemanes, especialmente Schlegel y Schelling, nos legaron del hidalgo manchego como abanderado de la lucha por los más altos ideales. Combate inútil, lo admito. Dura lección y vana quijotada que me ha dado éste, mi siglo. Me queda al menos el consuelo de que, en el camino, voces más diestras y respetadas que la mía han denunciado y siguen denunciando aquella aberrante y dominante lectura del Quijote, una lectura que espero sinceramente algún día se venga abajo, como quiso Cervantes que ocurriera con las novelas de caballerías.

Sobre el constante riesgo que corremos algunos intérpretes de confundir los demonios de Cervantes con los de sus personajes, especialmente con los de don Quijote, para este volumen concreto he tomado en cuenta una distinción conciliadora propuesta por Foucault, distinción que acaso habría podido regir mis anteriores aproximaciones a Cervantes y su obra si la lectura cervantina del gran filósofo francés me hubiese ocurrido entonces. Me refiero sobre todo al concepto de homosemantismo que Foucault propone en Las palabras y las cosas como guía para distinguir, sin divorciarlas, las figuras del poeta y el demente. Del primero, el francés afirma que “el papel alegórico, bajo el lenguaje de los signos y bajo el juego de sus distinciones bien recortadas, trata de oír el ‘otro lenguaje’, sin palabras ni discursos, de la semejanza”, en tanto que el loco, entendido menos como desviación sustentada que como enfermo, “carga todos los signos con una semejanza que acaba de borrarlos”.1 En otras palabras, el poeta, situado también en las márgenes de nuestra cultura, allega la semejanza hasta los signos en tanto que el loco recarga de tal modo los signos con su semejanza que termina por anularlos. Para Foucault, que tanto supo de demencia y de escritura, el poeta y el loco comparten su condición limítrofe; son marginados en cuyas palabras se encuentran “incesantemente su poder de extrañeza y el recurso de su impugnación”.2

Ni bien leí estas claridades de Foucault se me ocurrió que quizás la marginación compartida del poeta y el loco podía ser el punto común para el estudio de los demonios de Cervantes y los de su criatura. Tal vez en esa zona limítrofe —una zona donde lidiaban y se reconocían las máscaras, la locura, la superstición, la violencia verbal, las patologías del alma y la creación poética— fuese posible identificar a algunos de los demonios que acosaron tanto al poeta como a su más ilustre personaje, pues entre ambos se habría abierto “el espacio de un saber en el que, por una ruptura esencial en el mundo occidental, no se tratará ya de similitudes, sino de identidades y de diferencias”.3 En tal espacio decidí desplazarme para escribir este libro sobre los demonios de Cervantes. Y fue justamente allí, en mi trasiego por el mundo roto de las identidades y las diferencias que importan tanto al poeta como al demente, donde di de bruces con una noción de melancolía que en gran medida podría ayudarme a sortear el tercero de los escollos cervantinos que arriba he mencionado.

EL LLANTO OTRO DE AMADÍS
Y LA FURIA MISMA DE ORLANDO

Sobre el tercer vicio o riesgo al que estamos sujetos quienes neciamente rebuscamos demonios en el universo cervantino —esto es, la fruición con que se insiste en aplicar raseros psicoanalíticos a Cervantes y a sus personajes, particularmente a don Quijote— puedo decir que a este ensayo lo impele en gran parte la gana que tengo de sacudir, así sea un poco, tal vicio interpretativo. Así como otrora me metí en dibujos para trazar un mapa del pensamiento religioso de Cervantes y uno más sobre los rituales iniciáticos cervantinos desde la postura narratológica, emprendo ahora la lectura de lo demoniaco cervantino desde una perspectiva de las patologías del alma tan distante como sea posible de los cánones psicoanalíticos y psiquiátricos. Reconozco los peligros que me guarda esta empresa, que quizá esté reservada antes para un médico que para un escritor. Obcecado al fin, asumo no obstante los riesgos y emprendo la lectura reconociendo en primer lugar que la búsqueda de un cuadro clínico de Miguel de Cervantes con o sin el psicoanálisis puede resultar tanto más arduo de lo que fue el estudio de su religiosidad, pues el laconismo y las contradicciones que nos ofrece la biografía del alcalaíno son tales, que no tengo más remedio que coquetear con una lectura en ocasiones biografista de su obra.

Para sortear esas tentaciones en la medida de lo posible, he acudido a algunos autores, textos y nociones que me han sido de gran ayuda, si no para comprender del todo, sí para desplazarme con alguna confianza entre la psicología cervantina y la quijotesca, por un lado, y el deslinde de las semejanzas y las diferencias entre Cervantes y don Quijote, por otro. Para lo primero han sido escenciales los trabajos de Roger Bartra en torno a la cultura de la melancolía; para lo segundo, estoy en deuda, como he dicho, con los estudios de Michel Foucault sobre locura en general y sobre don Quijote en particular. Curiosamente, ni uno ni otro son psicólogos ni psiquiatras. Por algo será. A continuación ofrezco algunas de sus perplejidades e intuiciones tal como han llegado a convertirse en tablas de salvación en la mar procelosa de los demonios de Cervantes y de algunos de sus vástagos.

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Queda claro a estas alturas que los más sabios intentos de interpretar las patologías de las almas cervantina y quijotesca con las herramientas del psicoanálisis freudiano han fracasado tan rotunda como sistemáticamente. Menos evidentes son las razones para tal fracaso. Basta remirar las más célebres lecturas psicológicas del Quijote, desde Freud hasta la moderna psiquiatría, para entender que una tal aproximación al más inestable, asistemático y extraño loco que ha dado la ficción sólo acarreará sospechas, especulación y galimatías sin cuento.

De los muchos esfuerzos que se han hecho para dar a don Quijote un diagnóstico más o menos consistente con las propuestas del psicoanálisis, emerge un cañoneo de términos y cuadros clínicos que últimamente se ha vuelto cuestionable, aun aplicado a las personas reales: personalidad paranoica, psicosis neurótica, paranoia como rasgo de una personalidad obsesivo-compulsiva que en la psicosis engendra el delirio de las fobias, en suma, el habitual vocabulario del diván y la libreta, sólo que en este caso no hay diván ni habrá libreta.

No quiero decir con lo anterior que las lecturas psicoanalíticas del indiagnosticable hidalgo manchego carezcan de interés ni que a veces en sí mismas no resulten por lo menos estimulantes como juegos exegéticos. Algunas incluso han arrojado importantes luces sobre posibles rasgos del temperamento de Cervantes y han servido como punto de partida para que desde otras perspectivas se produzcan aproximaciones deslumbrantes. Si acaso, lo más cercano a una lectura sostenible de la monomanía quijotesca, así como de la neurosis cervantina, tenga que ver con la paranoia. Esta voz, tan habitual en el léxico psicoanalítico y en la cultura popular, se traduce en un término central para un análisis más eficaz de ese demonio multiforme que secularmente ha atosigado a la humanidad y que a últimas fechas es conocido como depresión. La depresión o monomanía melancólica se imbrica con la paranoia para sugerir un cuadro que podría ajustarse tanto a Cervantes como a algunas de sus criaturas, quienes presentan profundas heridas en su relación con los otros y lo otro, lesiones que a su vez se traducen en el delirio de las fobias.

De acuerdo con esta lectura, la paranoia conduciría a la prevaricación de la realidad o, de plano, a la confusión de visiones propias de los estados alterados de conciencia que el enfermo es incapaz de distinguir como irreales. Estas visiones, en cualquier caso, existen: lo que vemos y lo que creemos sencillamente es. El carácter alucinatorio de ciertas experiencias no obsta para que importen: su procedencia es su esencia, su importancia y su sustancia son determinantes para nuestra conducta, si bien esa importancia debe ponderarse partiendo del hecho de que su existencia tiene lugar no dentro de la irrealidad sino dentro de una esfera de realidad distinta de la habitual.4 Hay que añadir a esto que el lenguaje permite articular o trasladar, como los sueños narrados, lo delirado a los distintos estados de la conciencia.

Por otra parte, a la paranoia y la depresión ha sido necesario agregar algunos rasgos de la monomanía quijotesca que, gracias o a pesar del psicoanálisis, han aportado más modernos estudiosos de las enfermedades del alma. Así, por ejemplo, debo a José Cueli la esperanzadora sugerencia de que un puente viable entre el psicoanálisis y el cervantismo podría haberlo aportado Derrida5 a partir de la experiencia subjetiva enunciada por Freud y susceptible de conducirnos al análisis de la intersubjetividad, el gesto y el punto de vista. En el mismo tenor podríamos buscar en Derrida, en Lacan o en el propio psicoanálisis una respuesta a la desazón de don Quijote y quizá de Cervantes en la herida trágica del hombre que habría denunciado también Freud: la herida del desamparo originario, el incentivo de la incompletud, la búsqueda de algo perdido, el impulso que surge del desvalimiento y que nos lleva lo mismo a soñar que a crear.

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Gracias o a pesar de estas aportaciones del psicoanálisis, decididamente el concepto moderno de la depresión seguía imperando en los diagnósticos quijotescos y cervantinos, pero era a todas luces insuficiente para entender a don Quijote. En cuanto a Cervantes, el mismo concepto, como el resto del lexicón psicoanalítico y psiquiátrico, sólo sería útil si por ventura llegase el día, tan dichoso como improbable, en que al fin contemos con datos de la vida del alcalaíno más allá y más completos de los que podemos extraer de su obra. Ante la insuficiencia de la psicología para entender los demonios que infestaron tanto a Cervantes como a don Quijote, mi pregunta, entonces, persistía. ¿Era posible hallar un rasero que propiciase la carambola de la exégesis demonológica proveyendo de un sistema lo bastante amplio para abordar lo mismo al autor y al personaje desde la perspectiva de las enfermedades del alma?

La respuesta a esta inquietud vino nada menos que del cuestionamiento de la idea misma de depresión que en fechas recientes ha hecho Roger Bartra.6 Con su puesta en duda de la depresión clínica, y hasta de la melancolía tal como quisieron explicarla psicólogos y psiquiatras en el pasado siglo, Bartra ha redefinido nuestra idea de melancolía y la ha consagrado, a mi entender, como posible marco general para un estudio creíble y riguroso del alma de Cervantes, su tiempo y sus personajes. Debo aclarar, con todo, que Bartra entiende y propone la melancolía no como antecedente patológico de la moderna depresión sino como una cultura cuyo florecimiento tuvo lugar en el siglo del Quijote.

Hace apenas unos meses, mientras buscaba en mitad de los festejos cervantinos un punto en común para la lectura de Cervantes y del Quijote, llegó a mis manos un volumen de dimensiones casi risibles cuyo título era de por sí una provocación: Don Quijote, para combatir la melancolía.7 Françoise Davoine, su autora, presenta su obra como una suerte de guía para el psicoanálisis de las armas errantes y sostiene la tesis de que la locura de don Quijote exploraba las experiencias traumáticas de Cervantes. Por añadidura, Davoine describe una conversación con un colega donde ambos se preguntan si el viejo soldado no habría inventado, con el Quijote como manual de supervivencia psíquica, un psicoanálisis del frente. El libro prosigue en ese ánimo, afirmando que para salir de las zonas del trauma don Quijote habría aportado a su autor “lo que faltaba en el proceso catártico puesto en marcha y luego suspendido en torno de la muerte de su padre, Rodrigo, el barbero, en 1587, cuando dejó de escribir”.8

Nada costará al desocupado lector de mis líneas imaginar la desazón que en mí sembraron las propuestas de Davoine, así como el miedo que entonces tuve de recaer en un semejante psicologismo durante mi propio camino por los demonios de la mente de Cervantes y de don Quijote. La palabra melancolía en aquel caso era otra vez invocada como sinónimo de depresión, al tiempo que reincidía en la versión romántica de don Quijote y volvía a confundirse el ser en sí de la obra literaria con la escritura de esa misma obra.

Escarmentado en la carne de Davoine, cerca estaba ya de renunciar a mi indagación de la psique cervantina cuando recaí en la lectura de los estudios que sobre la melancolía ha venido haciendo Roger Bartra, particularmente en su ensayo Cultura y melancolía, en el que dedica un buen capítulo a Cervantes, don Quijote y la melancolía ya no como enfermedad sino como eje fundamental de la cultura renacentista que alumbró a Hamlet, los ensayos de Montaigne y desde luego a don Quijote. Entre otras cosas, Bartra anuncia que la melancolía, como él la entiende,

es un fenómeno ligado a una amplia y compleja constelación cultural, que rebasa las consideraciones psiquiátricas y neurológicas que han tratado de confinarle en lo que se denomina “depresión”, enfermedad mental definida técnicamente como un desorden afectivo y asociada para déficits en las aminas neurotransmisoras en el cerebro.9

Vista así, la melancolía era algo más que un mero desorden psicosomático y, por lo tanto, no podía ni necesitaba ser tratada, como querrían Arnold y la propia Davoine, con los refinamientos del arte o la así llamada alta cultura. Por el contrario, si para el análisis tomásemos la melancolía como una condición existencial antes que como una enfermedad, entonces los demonios de la literatura ya no serían vistos como una patología sino como un síntoma de la relación del hombre con su mundo. La melancolía como un conflicto vivo de la cultura y un modelo para la imitación.

La melancolía es ciertamente madre de la depresión pero sin duda sólo una faceta de un canon cultural más amplio y más complejo de lo que quieren los manuales de psiquiatría. Desde esta perspectiva, ni la escritura ni la lectura pueden ser un antídoto contra el caos melancólico por cuanto la melancolía sería ya parte del caos existencial expresado en la cultura, un desorden muchas veces imitado y casi siempre refractario a la sistematización médica como antes lo había sido para la regulación religiosa.

Al exponer el temperamento melancólico como una cultura en sí misma antes que como patología, Bartra recupera y amplía las posibilidades de interpretar bajo un mismo cielo los estados del alma tanto de personas como de personajes. A la luz de esta propuesta, los demonios que acosaban a Cervantes y a don Quijote, lo mismo que a Shakespeare y a Hamlet, podían trascender el cientificismo y el sexocentrismo freudianos. Los supuestos rasgos depresivos de Cervantes y la monomanía quijotesca, así como los de sus contemporáneos y los nuestros, admitían ser leídos ya no sólo desde la neurología sino desde la antropología, la arqueología, la semiótica, la lingüística, la estética y los instrumentos que nos ha legado la joven aunque rigurosa historiografía de las emociones.

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Con el salvoconducto de que es imposible limitar la monomanía melancólica a los manuales de psiquiatría, ya no me pareció tan osado arremeter en un mismo volumen un estudio de la cultura y el alma cervantinas según podrían haberse proyectado en su obra por vías tan distintas como la violencia verbal, la máscara teatral, la superstición popular, la tradición oral y hasta la confrontación milenarista entre lo distópico y lo utópico que a mi entender atormentaba tanto al alcalaíno como a sus engendros.

Pienso ahora que la melancolía como cultura o como condición existencial remedia o al menos hace más atendibles muchos de los grandes dilemas psíquicos o anímicos de la obra de Miguel de Cervantes, pues tolera un aspecto de la literatura que los manuales psiquiátricos ningunean o de plano excluyen: la posibilidad de la mimesis, actividad demoniaca por excelencia, y con ello la idea misma de la libertad, problema humano por antonomasia. En este crisol conviven sin matarse los extremos de la melancolía como modelo cultural heredado al que Cervantes aspira igual que su criatura decide imitar a veces la reclusión melancólica de Amadís y otras veces la monomanía furiosa de Orlando: don Quijote como juego o don Quijote rematadamente loco; Cervantes en brega entre su fe y su desencanto; el contraste entre las insanias de Cardenio y don Quijote, la una constante e inevitable y la otra intermitente y elegida. En suma, la elección consciente o inconsciente de imitar modelos culturales melancólicos por fuerza contradictorios, la lucha contra los demonios personales y culturales como un recurso vital y escritural para sobrellevar el vértigo de la libertad.

LA FE DE CERVANTES, ÚLTIMA

Don Quijote, se ha dicho, no era malo pero estaba malo. El sugerente retruécano sólo es posible en nuestra lengua, como lo es también preguntarnos si el hidalgo manchego está loco o se hace el loco. Afirmación y pregunta resumen a mi entender los mayores dilemas irresueltos de la gran novela cervantina, pues conciernen a las muy difusas líneas que separan lo moral de lo clínico y la responsabilidad de la enfermedad.

Aun cuando en ocasiones don Quijote ejecuta actos social o moralmente condenables, sus lectores propendemos a disculparlo con la atenuante de su locura. Y aunque a veces sospechemos que el hidalgo está consciente de sus infracciones a las leyes tanto de su antes como de su ahora, lo redimimos con los mismos argumentos con que Foucault vampirizó a Beccaria: el loco no puede ser juzgado como si fuese un criminal ordinario por cuanto no es responsable de sus actos. Afortunado en su tiempo, el argumento ha devenido problemático en el nuestro: la persistente mutabilidad del concepto mismo de locura se traduce aquí y allá en una persistente arremetida contra principios cada vez menos claros y menos sólidos. En esta era donde el terror fanático mantiene un matrimonio insano y cruento con la ética indolora, se vale todo porque nada vale en culturas que han acudido a la retórica de la locura para librarse al fin de la maldita culpa del judeocristianismo. Con el elusivo argumento de la locura —a la que estamos expuestos todos si la buscamos por la ruta adecuada— se hizo posible y se ha hecho habitual evadir la responsabilidad en una hipérbole del vitalismo picaresco: en una sociedad malvada, el loco que la transgreda será bueno y puede que hasta parezca cuerdo.

Por esta frontera estrecha y lábil han transitado algunos de los más lúcidos lectores del Quijote y más de un biógrafo de Cervantes. Muchos de ellos aventuraron respuestas categóricas y derivaron por eso en el callejón sin salida de la imposibilidad diagnóstica de la locura del hidalgo manchego lo mismo que de la melancolía barroca de Cervantes. Quienes mejor lo entendieron supieron dejar abiertas las preguntas insolubles que conlleva la dialéctica entre responsabilidad e insania. Mientras Rosales proponía un esperanzador debate sobre la relación intermitente del hidalgo con la libertad, Unamuno terminó por cargar a Cervantes con la esclavización de su criatura. Mientras Julián Marías ponía sobre la mesa las preguntas necesarias sobre la posibilidad de que don Quijote fuese un simulador intermitente de su demencia, Torrente Ballester declararía categóricamente que don Quijote sólo juega a estar loco. De cualquier modo, unos y otros asumieron que no es posible leer el Quijote ni comprender a su autor si no es desmontándole la psique. Una historia tan violenta como es la de don Quijote y otra tan llena de fracasos y desilusiones como la de Cervantes obligan a reflexionar sobre ellas desde los tormentos de la interioridad, no sólo los del hidalgo, su escudero o los demás habitantes de la ficción cervantina, sino los de su autor y la sociedad en la que nace. Neurótico uno y psicótico otro, ambos marcados por la cultura de la melancolía e insertos en la marginalidad foucaultiana, tanto Miguel de Cervantes como don Quijote, por no hablar de otros personajes a los que la psicología consideraría sensiblemente deprimidos y paranoicos, son seres con delirios persecutorios y cuadros autodestructivos en los que se deposita la responsabilidad del daño infligido o del arte creado o de la historia atribuida a enemigos, plagiarios, agresores, encantadores y perseguidores externos que en realidad sólo vienen de dentro. ¿Qué busca don Quijote para completarse o a quién persigue con tal saña en su melancolía imitatoria que lo mueve a salir al mundo a defenderse y defenderlo? ¿Quiénes persiguieron a Cervantes en el corazón vacuo del abismo barroco? Los encantadores y sus aliados los demonios acosan al hidalgo pero al mismo tiempo le sirven de excusa para insuflar en otros o en lo otro su propia destrucción, su constante y bien procurado fracaso por agredir una realidad que de antemano iba a vencerlo.

Cervantes tiene que haber sufrido un proceso similar: su confianza en las instituciones y su esperanza de una justicia cierta que premiase el comportamiento heroico de sus mocedades se ha desmoronado gradualmente. Él mismo imitador frustrado de modelos melancólicos, él mismo marginado e incapaz de reconocer abiertamente su propia derrota para adaptarse a regañadientes al mundo que le tocó en desgracia vivir, inepto para rebelarse contra él, Cervantes se instala en la imitación de la melancolía para construir un personaje que actúa la melancolía. Su alcoholismo, su ludopatía, su misantropía, su ineptitud para el trato amable y la diplomacia, su bifrontismo religioso, su rencor, su estoica preferencia por los perros, en fin, sus trastornos obsesivos compulsivos, sus reincidencias en prisión, todo es mal y de malas remediado en la creación del monstruo don Quijote, que es idéntico y distinto de él. Su obra, a fin de cuentas, son sus demonios, y en ese sentido él es su criatura y al mismo tiempo es sus encantadores; es sus duques, sus clérigos, la sociedad que condena y maltrata a don Quijote y a Sancho; es el protagonista de un mundo condenado en el Quijote y redimido más tarde en el Persiles.

Encantadores, judíos, moros, mutaciones en la institución, demonios de la monomanía depresiva o melancólica. Vuelvo a preguntar entonces: ¿quién persigue a don Quijote y quién a Cervantes? ¿Quién es el monstruo y quién el héroe del cuento cervantino? ¿Hasta qué punto nosotros mismos somos el melancólico héroe y el deprimente endriago del milagro quijotesco? Ya sabemos que los monstruos, en cualquier sentido, se llamarán siempre Legión, porque son muchos y diferentes, ellos mismos sus pulsiones, sus deseos, sus dudas y su libertad para aceptarlas o huir de ellas. Este libro está dedicado a buscar, combatir y tal vez acatar libremente el mandato de esos demonios.