LAS RAZONES DEL DERECHO

Teorías de la argumentación jurídica

Manuel Atienza

Las razones del Derecho

Teorías de la Argumentación Jurídica

Palestra Editores

Lima — 2004

Las razones del Derecho

Teorías de la Argumentación Jurídica

Manuel Atienza

Palestra Editores: Segunda edición, enero 2004

Tercera edición, julio 2015

Cuarta edición, mayo 2016

Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, Primera edición, 1991

UNAM, México, Primera edición, 2003

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©Manuel Atienza

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Palestra Editores SAC

Mayo, 2016

Diseño de carátula:

Alan Omar Bejarano Nóblega

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: N.° 2016-05409

ISBN: 978-612-4218-88-0

Tiraje: 300 ejemplares

Impreso en el Perú | Printed in Peru

Prólogo para la edición peruana

Me llega la propuesta de editar en Perú mi libro Las razones del Derecho cuando estoy metido de lleno en la empresa que de alguna forma anunciaba en la nota preliminar y en el capítulo final de su primera edición: a la revisión crítica de las principales teorías de la argumentación jurídica surgidas en los últimos tiempos debería seguirle —decía entonces— la elaboración de una concepción del razonamiento jurídico que permita ir más allá. O sea, habría que procurar superar los principales deficits (en cuanto al objeto, en cuanto al método y en cuanto a la función) que cabe encontrar en aquellas teorías: las de autores como Viehweg, Perelman, Toulmin, Maccormick y Alexy, a las que ahora he añadido (como apéndice) la de Summers. Dicho todavía con otras palabras, a pesar de su extraordinario valor, esas teorías me parecían —y me siguen pareciendo— insuficientes (aunque, naturalmente, no todas en la misma medida —tampoco es igual el valor de cada una de ellas) porque descuidan, o no tratan en absoluto, aspectos muy importantes del razonamiento jurídico; porque no ofrecen un método que permita, por un lado, analizar adecuadamente los procesos de argumentación jurídica y, por otro lado, evaluar los resultados de los mismos; y porque tienen un interés limitado para el teórico y el práctico del Derecho, al tiempo que resultan insuficientemente críticas.

Desde la aparición de ese libro (en el ya lejano año de 1991) hasta ahora he dedicado un considerable esfuerzo a desarrollar ese proyecto, lo cual se ha traducido en cierto número de trabajos publicados como artículos o como libros. Sin embargo, aun no he logrado terminar una obra general que —esto ya lo sé— llevará como título El Derecho como argumentación y obedecerá al siguiente planteamiento.

El auge actual de la argumentación jurídica se debe a una serie de factores de carácter cultural, teórico, político, etc., de extraordinaria importancia en nuestras sociedades. Sin embargo, las principales concepciones del Derecho del siglo XX no se han inclinado a considerar el Derecho como argumentación. Resulta, por ello, pertinente (digamos, como punto de partida) identificar qué elementos de las teorías han funcionado como obstáculos para el desarrollo de esa perspectiva y sugerir de qué manera podrían superarse, cuál podría ser una concepción del Derecho adecuada a ese enfoque.

Por otro lado, el concepto de argumentación es peculiarmente complejo. La argumentación presupone siempre unos mismos elementos que, sin embargo, pueden interpretarse de distinta manera. Cabe por ello efectuar una distinción entre tres concepciones de la argumentación que están presentes siempre que se argumenta jurídicamente, aunque su relevancia cambie mucho según el contexto (judicial, legislativo, dogmático, etc.). La concepción formal ve la argumentación como una serie de enunciados sin interpretar (en el sentido de que se hace abstracción del contenido de verdad o de corrección de las premisas y de la conclusión); responde al problema de si a partir de enunciados (premisas) de tal forma se puede pasar a otro (conclusión) de otra determinada forma; los criterios de validez vienen dados por las reglas de inferencia; y lo que la concepción provee son esquemas, formas, de los argumentos (deductivas o no deductivas). Para la concepción material, lo esencial no es la forma de los enunciados, sino aquello que los hace verdaderos o correctos; responde al problema de en qué debemos creer o qué debemos hacer; y consiste por ello, esencialmente, en una teoría de las premisas: de las razones para creer en algo o para realizar o tener la intención de realizar alguna acción; sus criterios de validez no pueden, por ello, tener un carácter puramente formal: lo esencial consiste en determinar, por ejemplo, en qué condiciones tal tipo de razón prevalece sobre tal otro. Finalmente, la concepción pragmática contempla la argumentación como un tipo de actividad (una serie de actos de lenguaje) dirigidos a lograr la persuasión de un auditorio (enfoque retórico) o a interactuar con otro u otros para llegar a algún acuerdo respecto a cualquier problema teórico o práctico (enfoque dialéctico); el éxito de la argumentación depende de que efectivamente se logre la persuasión o el acuerdo del otro, respetando ciertas reglas; mientras que en la concepción formal y en la material, la argumentación puede verse en términos individuales (una argumentación es algo que un individuo puede realizar en soledad), en la concepción pragmática, la argumentación es necesariamente una actividad social.

Pues bien, a partir de aquí (y teniendo en cuenta las diferencias entre los diversos contextos de la argumentación jurídica a los que antes me refería) habría que pasar a contestar las tres grandes preguntas a las que se enfrenta una teoría de la argumentación jurídica o, mejor, la consideración del Derecho como argumentación: cómo analizar una argumentación, cómo evaluarla, y cómo argumentar. En cuanto al análisis, hay dos problemas que me parecen decisivos: uno es el de elaborar un método que permita dar cuenta tanto de la estructura de la argumentación (el flujo de la argumentación), como del contenido de los enunciados argumentativos (de los argumentos), y de los actos de lenguaje que se llevan a cabo al argumentar; otro problema es el de desarrollar una tipología adecuada de las cuestiones que dan lugar a un proceso de argumentación jurídica. Por lo que se refiere a la evaluación, se trata de elaborar criterios, tanto internos como externos, que sirvan a efectos críticos y de guía de la argumentación, que permitan distinguir los buenos argumentos de los malos argumentos y de los argumentos falaces, y que sitúen a la argumentación jurídica en el lugar adecuado dentro del contexto general de la razón práctica. Finalmente, el cómo argumentar lleva a la vinculación de la argumentación con la resolución de problemas y, en particular, a mostrar el papel de la argumentación en las diversas fases que pueden distinguirse en la resolución de un problema jurídico.

A pesar de que la argumentación sea un ingrediente fundamental de la experiencia jurídica prácticamente en todas sus facetas (judiciales, legislativas, forenses, dogmáticas, etc.), el Derecho —incluido el de los Estados constitucionales— no puede reducirse, sin más, a argumentación. Es, por ello, fundamental (porque sólo así se puede evitar incurrir en ideología, en una presentación deformada de la realidad) mostrar los límites de ese enfoque: por qué, en definitiva, el Derecho no es únicamente una fábrica de razones.

Naturalmente, nada de lo que acabo de decir significa que haya dejado de considerar de interés el conocimiento de las principales teorías de la argumentación jurídica que se han ido desarrollando desde los años 50 y a cuya exposición y crítica se dedica el libro que el lector (de este prólogo) quizás se dispone a leer. Simplemente, trataba de mostrar que lo que en él se contiene (lo que en él podrá aprender) debe considerarlo como un punto de partida; un muy útil punto de partida, en mi opinión, para entender el mundo del Derecho y poder actuar en él con sentido. La —necesaria— reforma de la enseñanza del Derecho en nuestros países pasa, sin duda, por un cambio de actitud que debería consistir, más que nada, en considerar el Derecho como una técnica de resolución argumentativa de problemas.

En España —y quizás algo parecido ocurre en muchos países latinoamericanos— el aspecto que tanto los profesores como los estudiantes de Derecho consideran más negativo del proceso educativo podría sintetizarse en este lema: “¡la enseñanza del Derecho ha de ser más práctica!”. La expresión “práctica” es, por supuesto, bastante oscura (como lo es el término “teoría” al que suele acompañar) y puede entenderse en diversos sentidos. Si se interpreta como una enseñanza que prepare para ejercer con éxito alguna de las muchas profesiones jurídicas que se le ofrecen al licenciado en Derecho o para formar a juristas capaces de actuar con sentido (lo que puede querer decir algo distinto al éxito profesional) en el contexto de nuestros sistemas jurídicos, entonces una enseñanza más práctica ha de significar una enseñanza menos volcada hacia los contenidos del Derecho y más hacia el manejo —un manejo esencialmente argumentativo— del material jurídico. Utilizando la terminología de los sistemas expertos, cabría decir que de lo que se trata no es de que el jurista —el estudiante de Derecho— llegue a conocer la información que se contiene en la base de datos del sistema, sino más bien de que sepa cómo acceder a esa información, a los materiales jurídicos (es lo que los estadounidenses llaman legal research); lo decisivo es el funcionamiento del motor de inferencia del sistema; o sea, el conocimiento instrumental (el legal meted o el legal reasoning): cómo hace el jurista experto —como piensa— para, con ese material, resolver un problema jurídico. Al final, pues, lo que habría que propugnar no es exactamente una enseñanza más práctica (menos teórica) del Derecho, sino una más metodológica y argumentativa. Si se quiere, al lado del lema “¡la enseñanza del Derecho ha de ser más práctica!”, tendría que figurar este otro: “¡no hay nada más práctico que la buena teoría y el núcleo de la buena teoría —jurídica— es argumentación!”.

Desde hace algunos años he estado en contacto con estudiantes y profesores de Derecho peruanos con los que he tenido —tengo— una relación fraternal. El hecho de que mi libro vaya a aparecer en una editorial peruana es, por ello, algo que me produce una enorme satisfacción y que me lleva también a expresar mi más sincero agradecimiento a los dos amigos peruanos que han hecho posible esta publicación: Pedro Grández y Hugo Ortiz.

Alicante, noviembre de 2003.

Prólogo para la edición mexicana

Todas las cosas existentes pueden clasificarse cómodamente según un criterio simple: unas muy pocas mejoran; otras —las más—, no con el paso del tiempo. Este libro cae, desde luego, dentro de la segunda categoría; pero con ello no pretendo sugerir que fuera bueno cuando apareció, por primera vez, en el año 1991. Lo que quiero decir es que el transcurso de una década ha contribuido a desactualizar un trabajo que, esencialmente, trataba de dar cuenta de las teorías contemporáneas de la argumentación jurídica. Para decirlo con más precisión: lo que entonces escribí a propósito de las diversas concepciones de la argumentación jurídica, que han tenido una gran influencia desde los años cincuenta (la de los lógicos; la de los precursores, Viehweg, Perelman y Toulmin; y la de los representantes de la teoría estándar: MacCormick y Alexy) me sigue pareciendo hoy básicamente correcto, pero incompleto; y las sugerencias que hacía —en el último capítulo— sobre cómo construir una teoría del razonamiento jurídico que superara algunos de los déficits que me pareció encontrar en las anteriores concepciones, las he desarrollado —y sometido a un proceso de ajuste— en una serie de artículos que he publicado desde entonces.

Las circunstancias anteriores parecerían hablar a favor de una versión corregida y aumentada de aquel libro, pero hay un factor que me ha impedido hacerlo —-o mejor, intentarlo. La experiencia me dice, en efecto, que los libros —o, al menos, cierto tipo de libros— no pueden, en sentido estricto, corregirse: o se escribe uno nuevo, o se dejan como están. Como escribir otro libro sobre la argumentación jurídica es algo que dejo para una futura ocasión, he optado por dejar este como estaba, añadiéndole simplemente un capítulo —en forma de apéndice—, en el que analizo una concepción de la argumentación jurídica que surgió en los años setenta y que ya entonces —cuando escribí el libro— debí haber examinado.

No estoy seguro de que lo anterior pueda servir como justificación para esta nueva edición. Lo que, en todo caso, la explica es la amabilidad de algunos amigos mexicanos y, en particular, de Rodolfo Vázquez. Como tantas otras veces, la única manera que veo de corresponder a su amistad (una de las cosas, si es que aquí puede hablarse de cosa, a las que el paso del tiempo ha añadido valor) es dándole las gracias.

Universidad de Cornell, Ithaca, octubre de 2001.

Nota preliminar

El tema de este libro, la argumentación jurídica, me ha interesado desde hace bastante tiempo por diferentes razo-nes. La más importante es que yo no concibo —y, por tanto, tampoco quisiera practicar— la filosofía del Derecho como una disciplina cerrada y elaborada no sólo por filósofos del Derecho, sino también para ellos. En mi opinión, la filosofía del Derecho debe cumplir una función intermediaria entre los saberes y prácticas jurídicas, por un lado, y el resto de las prácticas y saberes sociales, por el otro. Ello quiere decir también que los destinatarios de los escritos iusfilosóficos no deberían ser únicamente otros filósofos del Derecho, sino también —e incluso fundamentalmente— los cultivadores de otras disciplinas, jurídicas o no, así como los juristas prácticos y los estudiantes de Derecho.

Puesto que la práctica del Derecho consiste de manera muy fundamental en argumentar, no tendría por qué resultar extraño que los juristas con alguna conciencia profesional sintieran alguna curiosidad por cuestiones —sobre las que versa este libro— como las siguientes: ¿Qué significa argumentar jurídicamente? ¿Hasta qué punto se diferencia la argumentación jurídica de la argumentación ética o de la argumentación política o, incluso, de la argumentación en la vida ordinaria o en la ciencia? ¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones jurídicas? ¿Cuál es el criterio de corrección de los argumentos jurídicos? ¿Suministra el Derecho una única respuesta correcta para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las razones del Derecho: no la razón de ser del Derecho, sino las razones jurídicas que sirven de justificación para una determinada decisión?

Ahora bien, si estas son —como yo supongo— cuestiones relevantes para la práctica del Derecho, entonces también tendrán que serlo para la dogmática jurídica —cuya justificación, en último término, sólo puede venir de los servicios que pueda rendir a aquella— y, a fortiori, para los estudiantes de Derecho que, se supone, son quienes en el futuro deberán continuar —¡y ojalá también renovar!— la labor en uno y otro campo. Finalmente, me parece que los cultivadores de otras ciencias sociales o de otras ramas de la filosofía probablemente encontrarían en las diversas tradiciones de reflexión sobre el Derecho —y, en particular, en la teoría de la argumentación jurídica— mucho más de lo que en principio podrían —y parecen— pensar. Su habitual falta de cultura jurídica explica el desinterés —o, directamente, el desdén— intelectual con que muchas veces contemplan el mundo del Derecho, lo que en sí mismo no tendría por qué ser grave; lo que lo vuelve grave es que con ello se privan de poder entender aspectos esenciales de la sociedad.

Me apresuro a aclarar que no pretendo haber escrito un libro que pueda interesar a un público tan amplio como el antes descrito o que suministre respuestas adecuadas a cuestiones tan importantes como —en mi opinión— las apuntadas. Mi deseo hubiese sido ese, pero estoy perfectamente consciente de no haberlo logrado más que en una pequeña medida. Eso no impide, por los demás, que siga pensando que esos son los objetivos que deben perseguir —al menos normalmente— los trabajos iusfilosóficos, los cuales no tienen por qué perder rigor por el hecho de dirigirse a un auditorio amplio. No creo que en la filosofía del Derecho —ni probablemente en ninguna, o casi ninguna, ciencia social o rama filosófica— haya algo de verdadera importancia que no pueda decirse de manera comprensible para cualquier persona medianamente culta y dispuesta a hacer un esfuerzo serio por entenderlo. Las dificultades a las que hay que hacer frente aquí son de otro tipo y tienen que ver, más bien, con la falta de ideas o con la falta de ideas claras. Sólo espero que el lector no vaya a descubrir, precisamente en esta ocasión, que esas carencias no impiden escribir bastantes páginas sobre un tema.

Los siete capítulos del libro están estructurados como sigue. El primero pretende ofrecer una introducción general a los conceptos básicos de la teoría de la argumentación jurídica, tomando como punto de partida la noción de inferencia deductiva. Los tres siguientes están dedicados a las obras de los tres autores que pueden considerarse como precursores —en la década de los años cincuenta— de la actual teoría de la argumentación jurídica y que tienen en común, precisamente, el rechazo de la lógica formal deductiva como modelo sobre el cual desarrollar esa teoría; me refiero a la tópica de Viehweg, a la nueva retórica de Perelman y a la lógica informal de Toulmin. En los capítulos quinto y sexto estudio, respectivamente, las concepciones de MacCormick y de Alexy, que vienen a configurar lo que podría llamarse la teoría estándar (actual) de la argumentación jurídica. En relación con la obra de estos cinco autores, he seguido un mismo método expositivo que quizás parezca excesivamente lineal, pero que estimo pedagógicamente útil: en primer lugar, me he esforzado por presentar un resumen —a veces bastante amplio— comprensible y no distorsionado de las ideas del autor acerca de la argumentación; luego he tratado de mostrar cuáles son las principales objeciones que cabe plantear a esa concepción. Finalmente, en el último capítulo presento —en la forma de un simple proyecto— mi idea de cómo tendría que ser una teoría plenamente desarrollada y crítica de la argumentación jurídica, que espero ir elaborando en los años sucesivos.

En realidad, debo decir que este es un libro que nunca quise escribir —aunque pueda parecer extraño que escribir un libro sea un ejemplo de acción no intencional— en el sentido de que mi objetivo era —y es— una investigación más amplia, en lugar de arrancar sencillamente de una exposición crítica de las teorías de la argumentación jurídica existentes para desarrollar, a partir de ahí, una concepción propia. El libro que yo hubiese querido escribir —y que tal vez escriba— debería ser algo así como el revelado —y ampliado— de lo que ahora es el negativo.

El origen de este libro (que el lector tiene en sus manos o, al menos, no muy lejos de ellas), se remonta a los cursos de filosofía del Derecho que vengo impartiendo estos últimos años en la Facultad de Derecho de la Universidad de Alicante, así como a diversos seminarios desarrollados en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid, en el Instituto Tecnológico Autónomo de México y en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. A todos cuantos tuvieron que escucharme entonces deseo agradecerles su paciencia pero, sobre todo, sus observaciones y comentarios, que, sin duda, han contribuido en una buena medida a aclarar conceptos y corregir errores. Finalmente —y de manera muy especial— tengo que agradecer la ayuda que me han prestado mis compañeros del Seminario de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante, que han debatido conmigo todos y cada uno de los capítulos y apartados del libro. Una discusión a fondo de un trabajo no tiene por qué dar como resultado un buen libro; sí, al menos, un libro mejor de lo que en otro caso hubiese sido. El lector juzgará si ello es suficiente.