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Título

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Novela histórica colombiana e historiografía teleológica a finales del siglo XX

Autores: Juan Moreno Blanco

ISBN: 9789587654080

Colección: Artes y Humanidades

Rector de la Universidad del Valle: Iván Enrique Ramos Calderón

Vicerrectora de Investigaciones: Ángela María Franco Calderón

Director del Programa Editorial: Francisco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Juan Moreno Blanco

Diseño de carátula: Hugo H. Ordóñez Nievas

Universidad del Valle

Ciudad Universitaria, Meléndez

A.A. 025360

Cali, Colombia

Teléfono: (+57) (2) 321 2227 – Telefax: (+57) (2) 330 88 77

E–mail: programa.editorial@correounivalle.edu.co

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Cali, Colombia – Abril 2015

CONTENIDO

LA CONTRACARA DE LA SOLEDAD DE CIEN AÑOS(A MANERA DE PRÓLOGO)

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1

HISTORIOGRAFÍA TELEOLÓGICA COLOMBIANA Y NARRATIVA FICCIONAL DE LA HISTORIA

CAPÍTULO 2

LONGEVIDAD DEL CANON DECIMONÓNICO EN LA REPRESENTACIÓN DEL SIGLO XVI

EL CABALLERO DE EL DORADO, 1939

EL ARS NARRANDI DE WILLIAM OSPINA, 2005

CAPÍTULO 3

LONGEVIDAD Y RENOVACIÓN DE LOS VALORES EN LA REPRESENTACIÓN HISTÓRICA DE LA MUJER

INÉS DE HINOJOSA

MANUELITA SÁENZ

CAPÍTULO 4

GERMÁN ESPINOSA: DE LA VOZ PLURAL DE LA HISTORIA A LA VOZ ÚNICA

LOS CORTEJOS DEL DIABLO

LA TEJEDORA DE CORONAS

CAPÍTULO 5

LA NOVELA HISTÓRICA DEL SUBALTERNO: DE LA LENGUA COMÚN A LA HETEROLOGÍA

CAPÍTULO 6

HACIA UNA LECTURA CONTRASTIVA DE LA NOVELA HISTÓRICA COLOMBIANA (A MANERA DE CONCLUSIÓN)

EL TIEMPO CANONIZADO

EL TIEMPO LIBERADO

BIBLIOGRAFÍA

LA CONTRACARA DE LA SOLEDAD DE CIEN AÑOS

(A MANERA DE PRÓLOGO)

Creo que toda mi vida y toda mi obra se me ha ido tratando de explicarme, de contestarme a mí mismo, esta pregunta: ¿qué es la soledad? […] En algún momento yo lo vislumbré como el contrario de la solidaridad […] Precisamente yo escribo es para tratar de saber qué es la soledad. G. G. M. (1982)

Uno de los temas mayores de Cien años de soledad es la historia o cómo una estirpe agota su historia. Al terminar la lectura de la novela, el lector queda con la impresión de que el final de la saga de los Buendía es asimismo el final del tiempo o, en todo caso, de que la estirpe de la cual la novela nos cuenta el origen ha acabado con el futuro del tiempo, con la continuidad del tiempo. La novela concluye, la estirpe concluye y también el tiempo concluye o, para decirlo de otra manera, se cierra. No tener «una segunda oportunidad sobre la tierra» parece ser metáfora de haberse quedado sin tiempo para continuar su experiencia de vida. De metáfora en metáfora la novela nos cuenta la soledad durante los también metafóricos cien años de los miembros de una estirpe que no supo amar, como lo deja entender la frase según la cual el último Buendía devorado por las hormigas «era el único en un siglo que había sido engendrado con amor».

La pareja fundadora no consuma su matrimonio envuelta en la llama doble del sentimiento amoroso sino como urgente imperativo que resuena en la frase de José Arcadio Buendía a Úrsula: «…no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya». La atracción erótica que suscita Remedios la bella le resulta a ella misma algo nunca experimentado en carne propia y su ascenso hacia el cielo es finalmente confirmación de su indiferencia al amor o al erotismo humano. El coronel Aureliano Buendía es padre de hijos concebidos pero no pensados y termina su vida descubriendo el sinsentido de su guerrear al mismo tiempo que funde monedas para hacer pescaditos que vende para tener monedas que fundidas serán pescaditos. Ni siquiera ve al espectro de su padre que vive la muerte atado en soledad al castaño del patio. Amaranta ha odiado tanto que no le ha quedado tiempo de saber qué es el amor. Su hermano José Arcadio tiene una muerte en completa soledad que parece la moneda de retorno por haberse apropiado de toda la tierra de Macondo. Entre Petra Cotes y Fernanda del Carpio, Aureliano Segundo se porta como un niño asustado que no ama sino lo ausente. La metafórica ceguera de la Úrsula que quiere hacer Papa a uno de sus vástagos parece antecedente de la del hijo que lo dio todo por ideas que no eran suyas, y la literal y solitaria tiniebla de su senectud y muerte son el anuncio de lo que le espera a la estirpe.

Que el único Buendía «engendrado con amor» sea también «el animal mitológico que había de poner fin a la estirpe» parece indicio de que los miembros de la familia podían tener larga vida en soledad pero perecían ante la luz del amor. Y si la novela es la condena a la soledad que acompaña a estos seres, si esos seres de la estirpe no son sino soledad, no podemos dejar de preguntarnos acerca de la significación de la soledad de esta estirpe dentro de la secuencia temporal que cuenta la novela. El exceso de soledad y la falta de amor se hallan vinculados al no tener futuro o más continuidad en el tiempo; la soledad sería aquello que aparejado a la falta de amor y solidaridad conduce al cierre del tiempo y la extinción del futuro. Así, en el modo como los personajes perciben y organizan el mundo, la novela incorpora problemas esenciales de lo humano tanto como incorpora el espacio y el tiempo. El universo de lo humano está en Macondo y acaso todo Macondo se vive en el devenir de la familia Buendía, centro de nuestra interrogación.

¿Todos los que se acercan a la estirpe también sufren la soledad? Si pensamos en Gerineldo Márquez, en Rebeca y en Fernanda del Carpio tenemos que, por el momento, responder positivamente y concluir que hay en la narración garciamarquiana una especie de poética monocorde de la soledad. El horizonte posible no es sino soledad y no hay ni amor ni nada que se le parezca; se trataría de una poética anunciadora del fin del tiempo, una grave letanía del agotamiento de todo futuro.

Empero, en la novela la soledad no es un significado absoluto. Aureliano Amador ha escapado –al menos provisionalmente– del exterminio a que fueron sometidos los Buendía portadores de la cruz de ceniza gracias a que ha recibido ayuda: «…y se perdió en los laberintos de la sierra que conocía palmo a palmo gracias a la amistad de los indios». No es la única vez que la solidaridad de los indios aparece en la novela. Los indios han acompañado desde el comienzo el crecimiento de la estirpe y, sobre todo, han alimentado el primer glose de los niños: «…Arcadio y Amaranta hablaron la lengua guajira antes que el castellano». Los indios son fieles: Cataure volverá a Macondo a pesar del miedo que lo llevó a huir de la peste del insomnio sólo para estar en el entierro del recién muerto José Arcadio Buendía («He venido al sepelio del rey»). Con los indios la geografía de los afectos en la novela se enriquece; su presencia nos hace ver que en Macondo la isla de los Buendía no es el universo, aunque su comportamiento con el prójimo de etnia diferente lleve a pensarlo. Pero hay otro prójimo, otra parte del universo, esta vez del lado no natural de la experiencia macondiana, que enriquece la geografía de los afectos: los muertos y su tendencia al amor humano. «Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de los vivos, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor de su enemigos». Otro tanto sucederá con el Melquíades que vuelve de la muerte a reencontrar a su amigo en Macondo: «El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad». Los dos muertos –aportando sobrenaturaleza y solidaridad en esa experiencia que parece salir del tiempo al que la llamada «historia» nos tiene acostumbrados– demuestran capacidades vitales y vienen a aliviar la soledad, en vida y muerte, de José Arcadio Buendía.

La amistad, el amor, la fidelidad, aunque no existen en los Buendía sí existen en el prójimo que los rodea. Con la complejización de la geografía de los afectos en Cien años de soledad el arte garciamarquiano construye una tensión en la comunidad extendida, más allá de los lazos de consanguinidad. Mientras los indios y los muertos instalan en el tiempo amplio lazos de afecto, los miembros de la estirpe, a quienes la seducción por el brillo de lo lejano lleva a dar la espalda a su prójimo inmediato, viven marcados por el aislamiento. Los Buendía ya no ven la comunidad de la que hacían parte ni los lazos que los unían a una tradición propia procedente de la Guajira, antecedente genealógico y cultural de Macondo. Los hijos Buendía han olvidado que de niños su primera lengua fue la de los indios; su lucha por lo prestigioso hizo estragos en su memoria. Renunciaron a sus vínculos culturales y prefirieron, como Úrsula, prohibir los vallenatos en la casa o, como Aureliano, enrolarse en una guerra a nombre de unos colores que a la postre no tienen significado. Son caribeños y han buscado mimetizarse con los hilos que se mueven y gobiernan el tiempo social desde el altiplano; buscando el significado de sí mismos en el exterior han despreciado aquello que los hacía auténticos y los ligaba a una tierra, a una cosmovisión y a una comunidad de afectos y memoria.

El contraste entre amor y solidaridad, del lado de los indios y los muertos, y de desamor, soledad y olvido, del lado de los Buendía, pone en evidencia el contraste entre dos tipos de experiencia del tiempo social: el de escala local, ligada a la Guajira por tradición y memoria autóctonas (de donde deriva la identidad de los macondianos) y el de escala nacional e incluso mundial, que lleva a la estirpe Buendía a identificarse y perderse por entre fanatismos político-belicistas, instituciones como los partidos o la iglesia oficial y gustos y modas de refinamiento cosmopolita. Mas no se trata simplemente de tiempos cuya diferencias se resumen en que uno es local y otro global sino más bien en que uno tiene como referencia el relato del origen mientras que el otro se arraiga en el relato teleológico de la nación, la civilización y el progreso. La novela no se mueve únicamente en una tensión de la geografía de los afectos sino que también se halla tensionada por dos tipos de experiencias del tiempo. A la experiencia temporal de la arcadia macondiana se contrapone la experiencia del tiempo que el deforme edificio de la nación–estado propone a Macondo para que la aldea deje de ser lo que es y entre en «la historia», o el ordenamiento del tiempo que nos hemos acostumbrado a llamar como tal. Y es en ésta –y sólo en ésta– que los Buendía ensayarán con poco amor y mucho desatino su oportunidad única sobre la faz de la tierra: el segundo José Arcadio hace para su mezquino provecho la primera reforma agraria de Macondo y Arcadio valida mediante el artificio de las escrituras la anulación de la propiedad colectiva de la tierra; el primer Aureliano hizo treinta y dos guerras a nombre del partido liberal para comprender en su soledad y senectud que «la única diferencia […] entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho»; no obstante, muchas generaciones después, el padre del último Buendía querrá repetir la historia con su hijo recién nacido: «Se llamará Aureliano y ganará treinta dos guerras». Úrsula prohíbe que se toque el acordeón en la casa pero quiere que su bisnieta toque el clavicordio; Aureliano Segundo trae del altiplano a la mujer más bella del mundo para tener que sustituirla después por Petra Cotes; el bisnieto de Úrsula parte hacia el seminario donde empezará carrera para ser Papa vestido con ropa asfixiante –y ridícula– para el calor del Caribe. Los Buendía han convertido a Macondo en lo que García Márquez llama (en el único paréntesis de toda su obra literaria) ciudad de los «espejismos». Pero para ellos no son espejismos sino su acceso al ordenamiento del tiempo donde se desvanece el tiempo de la tradición.

Cuando en un salón de Estocolmo García Márquez hablaba de «Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra» seguramente no estaba pensando en una segunda oportunidad para los Buendía enceguecidos por los mitos del progreso y de la temporalidad etnocentrista y guerrerista que sembraron las élites nacionales en América Latina. No. Si en el mismo discurso afirmaba que «América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tienen[n] nada de quimérico […] sus designios de independencia y libertad» más bien se refería a la otra experiencia temporal del mundo latinoamericano que tiene que ver con sus culturas interiores y sus memorias ancestrales y donde, quizás, prevalezca con el arraigo por lo propio la geografía del amor y la solidaridad. En Cien años de soledad leemos una metáfora de la larga duración en que el continente ha sido un alfil doblegado por diversos apetitos colonizadores y donde las élites y los patriarcas dieron la espalda a su originalidad y afán de igualdad para condenarse en un mimetismo cultural que empantanó su mirada con fantasías demenciales –que ni siquiera fueron invenciones propias. Esa es tal vez la significación de la soledad de la estirpe que por haber caído en la peste del olvido y no conocer el sentido de la solidaridad se queda sin tiempo futuro. Cien años de soledad contiene pues un contrapunteo de dos disímiles experiencias sociales del tiempo, la de la auto-condena que se consume en la nada y la del amor y solidaridad que prometen continuidad.

La vehemencia poética garciamarquiana ha sometido a «la historia» al pliegue que le propina su geografía de los afectos. Por ese prodigio de la fábula el tiempo cesa de ser uno y se convierte en horizonte que desmiente la unicidad –y la fatalidad– para dejar ver un tiempo ambivalente. La percepción de lo plural en la novela muestra que en América Latina una sórdida trama del tiempo se ha superpuesto a las otras, como si los movimientos de las restantes piezas del ajedrez socio-cultural hubieran sido raptados. Si bien la narración novelesca cierra el tiempo de los Buendía, en la contracara de la soledad de cien años deja abierto el tiempo social que no es remedo ni anexo del gastado tiempo de la teleología del progreso. La pervivencia de la lengua y experiencia de los indios aviva en ese tiempo abierto la heterología y la heteroglosia, la presencia de la subjetividad de los muertos da cuerpo y acción a la tradición y al mundo encantado de la cultura interior. En ese tiempo parece suceder la continuidad del relato del origen que se entreteje como la no historia o la otra historia que desafía al nacionalismo y al centralismo ilustrado. La novela –y la obra garciamarquiana– queda abierta a la contracara de la soledad.