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presentación del autor



Mi nombre es Luis Alegre. Soy un hombre, blanco, homosexual, de clase media, madrileño, profesor de filosofía, podemita... en fin, tan raro como cualquiera, y me han pedido que escriba un elogio de la homosexualidad.

La primera duda que me ha asaltado es ¿en nombre de quién estoy tomando la palabra para escribir un libro así? ¿En nombre de todo el mundo?, ¿de todos los homosexuales?, ¿solo de los hombres (pero no de las mujeres)?, ¿solo de los homosexuales madrileños o los de clase media? La verdad es que no estoy muy seguro. Espero no estar tomando la palabra solo en mi propio nombre (como individuo singular) porque, en ese caso, este libro carecería por completo de interés (excepto para mí mismo). Y confío en que no sea así del todo.

En este Elogio de la homosexualidad se plantean cosas de muy diverso tipo, y supongo que cada lector se sentirá identificado de un modo distinto con cada una. Un elogio como el que yo he podido escribir establece complicidades muy repartidas en varios ejes: con las mujeres heterosexuales me une un vínculo muy fuerte: el deseo compartido hacia los hombres (y, en especial, hacia los hombres heterosexuales). Con las lesbianas comparto la homosexualidad, pero sobre construcciones iniciales del deseo que sospecho bastante distintas. Con las mujeres en general (lesbianas y heteros) me une ser oprimidos en común por una misma estructura tradicional. Y la enemistad compartida une casi tanto como el amor. Por otro lado, los hombres tenemos en común ser producto de la misma plantilla (que vete a saber cuánto tiene de natural y cuánto de construido), plantilla que está pensada para ser un privilegio pero que con frecuencia se convierte en una carga. Con los hombres heterosexuales me unen actitudes y comportamientos que rechazo, pero en las que me reconozco; y con muchos hombres homosexuales me une el amor y el sexo (que unen mucho) y cierta actitud general ante la vida.

Confío en todo caso en que los homosexuales se reconozcan más en este libro que quienes no lo sean. Pero los heterosexuales tienen en realidad mucho más que ganar con él: uno de los objetivos principales es que les resulte útil para averiguar en qué consisten ellos mismos y cómo funcionan. Hay mecanismos que los homosexuales conocemos desde siempre y, sin embargo, nunca hemos desvelado (quizá por temor a que nos hicieran la vida aún más imposible). Sin embargo, este es el momento de resolver algunos misterios. Y es el momento de hacerlo porque nos encontramos, por decirlo así, en la Edad de Oro de la homosexualidad: antes, la represión y el hostigamiento eran tan atroces que un elogio como este habría sido imposible. Por otro lado, espero que en un futuro no demasiado lejano «la homosexualidad» como casilla en la que reconocerse haya perdido parte de su sentido: identificarnos, reconocernos, construirnos y resistir en torno a una opción sexual contra una opresión común.

Por eso mismo, como es lógico, este libro habla mucho de sexo. No es que el sexo sea lo único a lo que nos dedicamos los homosexuales en la vida. Por ejemplo, yo dedico más tiempo a mi trabajo como profesor que al sexo y, en los últimos años, he dedicado todas mis energías a fundar Podemos, algo de lo que estoy humildemente orgulloso. Ahora, una vez creado, he decidido ya dejar que los heterosexuales lo destruyan a partir de Vistalegre 2 (utilizando las ilusiones de la gente para medirse sus cosas).

Sin embargo, en la medida en que somos clasificados en torno a la variable sexual (como homosexuales), hablar sobre «nosotros» implica automáticamente hablar de sexo. Esto en parte es un problema que sufrimos como víctimas: estamos obligados a hablar en cierto modo de sexo con nuestros padres (cuando para los heteros eso es solo una opción); se suponen sexualizados todos los aspectos de nuestra vida y, para participar en ámbitos no explícitamente sexualizados, se nos impone la necesidad de dar garantías adicionales de que no subyace ninguna intención sexual, etc.

Ahora bien, estos inconvenientes son claramente compensados: los homosexuales, por lo general, asignamos al sexo la importancia que le corresponde de modo explícito y consciente, y esto abre un universo de libertad desconocido para la mayor parte de los heterosexuales. Este elogio va dirigido a quienes tengan curiosidad por conocer al menos la líneas maestras de nuestro universo que, por cierto, anuncia el porvenir.




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introducción



La época dorada de la heterosexualidad, que ha durado varios miles de años, está tocando a su fin. Las personas que han estado hasta ahora encarceladas en ese concepto están también de enhorabuena. Aunque quizá aún no lo sepan, pronto se darán cuenta de cuánto tienen que celebrar: podría llegar a ocurrir que los hombres ya no tuvieran que pegarse manotazos para decirse que se quieren, o incluso que mostrarse frágiles y vulnerables (algo que nos viene de serie a los humanos) no implicara un golpe en la línea de flotación de la propia identidad. También podría llegar a ocurrir que las mujeres no se vieran arrastradas a buscar un príncipe azul en el primer cretino con el que se topan. Los prisioneros del concepto (muchos hombres y mujeres heterosexuales) están siendo poco a poco liberados. Aunque nunca faltan quienes, haciendo gala de servidumbre voluntaria, se resisten a aceptar que eso a lo que llamaban «el mundo» era, en realidad, una celda (o una «celdilla»).

Hoy en día todo son malas noticias para la celdilla. El heterointegrismo está en claro retroceso. Es cierto que, como una fiera acorralada, se mantiene con especial violencia en las trincheras que le quedan, cargando con ensañamiento sobre todo contra adolescentes y ancianos. Pero, incluso entre los más vulnerables, surgen portavoces de la libertad que obligan a inclinar el alma también a quienes, por fuera, insultan o agreden para intentar evitar que se ponga en cuestión su propia pureza; pureza que, en todo caso, ya no da los réditos de antaño, ni siquiera para la caza de presas femeninas. Cada vez son más las mujeres que desconfían (y con razón) de los hombres que «jamás en la vida», «por nada del mundo», tendrían sexo con otro hombre. Entre otras cosas porque saben que es mentira: por ejemplo, todos los adolescentes se masturban con los amigos. Y eso es sexo, se mire por donde se mire. Bien es cierto que las masturbaciones colectivas de la adolescencia van dejando paso, con el tiempo, a masturbaciones o felaciones más simbólicas (por ejemplo, al intercambio obsceno de elogios del que quedan excluidas las mujeres). A estas alturas de la película, no tendría por qué haber esa necesidad de engañarse a uno mismo. Y, cada vez más, las propias mujeres heterosexuales desconfían de esos hombres atrincherados en el orden de las esencias que nos legaron los ancestros (según el cual, por ejemplo, las masturbaciones colectivas de la adolescencia o las felaciones simbólicas entre varones adultos no son sexo entre hombres).

La heterosexualidad femenina, en cambio, siempre ha sido otra cosa. Para empezar, porque ha sido bastante menos heterosexual. El hecho de que la sexualidad entre mujeres haya podido ser un poco más libre es uno de esos casos (más frecuentes de lo que cabría esperar) en los que una causa perversa tiene efectos positivos. La sexualidad de las mujeres ha sido negada de las formas más brutales y, para ello, se ha hecho el mayor de los esfuerzos por volverla invisible (en la confianza, muy masculina, de que las cosas invisibles no existen). Este objetivo criminal ha permitido, sin embargo, que hubiera menos presión sobre sus gestos, movimientos o miradas. Nada era interpretado como sexual porque el presupuesto básico consistía en negar por completo su sexualidad misma. Nos referimos, claro está, a los gestos y los movimientos de las madres, las hermanas, las amigas, las esposas... no de las putas, claro, que sí han tenido siempre un deseo sexual constante; de hecho, era este deseo el que, por definición, las convertía en putas.

Sin embargo, esta causa perversa y criminal ha permitido a las mujeres tocarse entre ellas sin tantos problemas, acariciarse, pasear de la mano, saludarse con besos y no con manotazos, viajar juntas, dormir juntas, incluso vivir juntas sin que nadie viera nada más que una hermosa amistad; completamente invisibles pero, en cierto modo, libres dentro de esos espacios de opacidad. El caso más extremo se produjo cuando la reina Victoria se negó a penalizar el lesbianismo por considerar que eso no podía existir: era imposible que cualquier lady fuera capaz de hacer tal cosa. De este modo extraño, el lesbianismo quedó legalmente permitido (o al menos no castigado) ya que, ciertamente, no había ningún lord tan valiente (o tan insensato) como para decirle a la reina que se había equivocado, que estaba mintiendo o que estaba loca.

De este modo, las mujeres han desarrollado una relación distinta con la homosexualidad. De hecho, se han convertido en aliadas decisivas en el asalto a la ciudadela donde se conservan las esencias de nuestros antepasados. Esta alianza natural de todos los homosexuales con las mujeres, a la que se suman legiones de bisexuales y heterocuriosos (caballo de Troya de la libertad), está logrando asaltar con éxito la fortaleza de las viejas esencias.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que esa ciudadela parecía inexpugnable. La lucha comenzó con un puñado de héroes y heroínas que se lanzaron al asalto a pecho descubierto. Ese acto heroico les costó cárcel, palizas, burlas, exclusión y el estigma de vagos y maleantes. Tiene mucho mérito ser valiente incluso cuando está premiado con la gloria y el reconocimiento público. Pero es un milagro ese valor que mostraron nuestros mayores cuando el pago general era la humillación y el escarnio. Y, sin embargo, ahí estaban, un puñado de luchadores dispuestos a dar la vida (pero no a quitarla) en nombre de su libertad y la de todos. Resulta incomprensible que nuestras plazas no estén llenas de monumentos a la memoria de esos héroes cuyo valor nos hizo libres. El lugar que les corresponde está aún ocupado por generales y monarcas a caballo que estuvieron dispuestos a quitar la vida (pero no a darla) a cambio del honor y la gloria (en operaciones de conquista, expolio y todo tipo de tropelías). Pero esta injusticia que se exhibe a diario en las plazas públicas será reparada más temprano que tarde.

Los héroes y heroínas que se lanzaron en solitario a asaltar la ciudadela, se enfrentaron al mundo (literalmente) y lo terminaron poniendo patas arriba. Poco a poco conquistaron, en un primer momento, su derecho a no ser encarcelados o perseguidos. Pero esto no bastaba. Seguía pendiente un paso muy difícil: que los ciudadanos en su conjunto (al margen de su sexualidad) recordaran que la libertad es un derecho que nos corresponde a todos (no solo a los raros). Con ese derecho, después, cada uno podrá hacer lo que considere oportuno, también ceñirse, si quiere, a los cánones más convencionales e incluso renunciar por completo al sexo si le da la gana[1]. Pero no reconocer el derecho a todos implica también un atentado contra las opciones mayoritarias, a las que se priva de su dignidad de opciones para convertirlas en humillantes imposiciones. La libertad sexual, como en general cualquier derecho, es algo de lo que, propiamente hablando, no disfruta nadie a menos que esté garantizado para todos. Y, por lo tanto, las reivindicaciones de lesbianas, gays, transexuales, bisexuales, intersexuales y raritos en general eran algo que concernía no a una parte sino a todos los ciudadanos en su conjunto. De este modo, las manifestaciones del Orgullo Gay comenzaron a convocar en general a cualquier persona comprometida con la libertad y los derechos humanos. Cada año a más gente.

Pero la cosa no quedó ahí. Muchos de los participantes miraban con una mezcla de curiosidad, envidia y orgullo ajeno a un mundo que sospechaban más libre (y más divertido) que el propio. Esta sospecha se fue imponiendo como una tentación tan poderosa que, por ejemplo en Madrid, las fiestas del Orgullo se han terminado convirtiendo en las genuinas fiestas populares de la ciudad. Cada año, en un día señalado, el pueblo de Madrid se reúne en torno a alguna diva urbana con más júbilo del que consiguen suscitar San Isidro, San Lorenzo, San Cayetano y la Virgen de la Paloma juntos.

Pero la mayor de las sorpresas estaba aún por llegar: bailar juntos puede convertirse en la mayor oportunidad para crear libremente. En ocasiones puede hacer saltar por los aires el mundo de las esencias y el presunto orden natural de las cosas para dar lugar a un mundo más amplio.

De este modo, se han ido erosionando las fronteras de un concepto, la «heterosexualidad», que oprime a quien incluye y discrimina a quien excluye.

Cuando esta guerra esté ganada, podremos quizá prescindir también de esa torre de resistencia y asedio a la que llamamos «homosexualidad». Ese día celebraremos todos juntos el triunfo de la libertad frente a nuestra discriminación y su opresión. Mientras tanto, mantengámonos en nuestra posición G (o en las hermanas L, T, B, I, Q...) y conservemos su carácter acogedor, libre y feliz.