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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Carrie Antilla

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El único riesgo, n.º 1139 - agosto 2017

Título original: Risky Moves

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-051-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

«Es la mejor idea que he tenido en mi vida», se dijo Julia intentando convencerse. Se sentó en el borde de la cama con cuidado para no arrugar el edredón y puso las manos en el regazo. «Tengo que dejar de preocuparme. Sentadita y a esperar. Llegará de un momento a otro».

Había metido una botella del champán más caro que pudo comprar, a quince dólares, en la nevera del motel y había colocado un ramo de rosas rojas junto al espejo de la cómoda. Además, se había hecho con todas las velas que había podido y las había puesto por toda la habitación para dar un toque romántico. Incluso había comprado una caja de preservativos y se había puesto la lencería más sensual que tenía, una bata de color melocotón con camisón a juego.

Los minutos pasaban. Julia se retorció los dedos. Cuando sintió mariposas en el estómago, se dijo que eran nervios y no remordimientos.

Todo estaba preparado. Sabía lo que estaba haciendo.

Tener intimidad física completa era el siguiente paso en una progresión lógica.

Había llegado el momento de acostarse con Zack Brody.

Capítulo Uno

 

Diez años después

 

A Adam Brody nunca le habían gustado las bodas. Tanta gente y tanta comida, ese olor a flores, perfumes y aftershaves. Aquello no le iba. Lo último fue que la dama de honor se le acercó y le dijo «quiero desafiar a la muerte».

La boda había ido bien hasta entonces. Adam no tenía queja. Había pasado por cosas mucho peores, como tres meses en un hospital por una lesión de espalda. Había conseguido pasar desapercibido.

Hasta que Julia Knox dijo aquello.

Adam estuvo a punto de tragarse el palillo de la guinda con queso que se estaba tomando. La orquesta estaba tocando Sunrise, sunset, lo que quería decir que estaba a un paso de irse.

Pero tenía que quitarse de en medio a Julia. De todas las cosas que había imaginado que diría cuando se volvieran a ver «quiero desafiar a la muerte», no se le había ocurrido.

–¿Perdón?

–Quiero desafiar a la muerte –repitió mirándolo con sus ojos color almendra. Julia solía hablar siempre en serio–. Dime cómo se hace –añadió.

Estaba claro que las bodas no le sentaban bien a las mujeres. Adam lo sabía por experiencia y había decidido no tener contacto con ellas en acontecimientos similares. Claro que siendo Zack, su hermano mayor, el novio y él el padrino era más difícil.

Las bodas volvían locas a las mujeres.

Sin embargo, Julia Knox no parecía de ese tipo.

Tal vez, hubiera cambiado desde que él se había ido de Quimby, la pequeña población del mediooeste donde había nacido. Julia, tranquila y razonable… Parecía la menos indicada para cambiar tanto, pero todo era posible.

A pesar de su decisión por no involucrarse en todo aquello, había conseguido picarle la curiosidad.

–A lo mejor, no es el momento de hablar de ello –dijo ella–, pero es ahora o nunca. Para ser el hermano del novio, te las has arreglado muy bien para no relacionarte con nadie.

Él se encogió de hombros y no dijo nada. Julia debería saber por qué.

–Supongo que será porque todos los de Quimby te miran escrupulosamente siempre que te ven.

–No creo que sea mi cara precisamente lo que les interesa.

Sin prestar atención a las miradas ni a los comentarios, Julia lo miró de arriba abajo fijándose en su impecable esmoquin, desde el nudo de la corbata hasta los zapatos. Se paró a observar sus delicadas piernas. La mayor parte de los invitados había hecho lo mismo cuando había avanzado por el pasillo con Julia del brazo. Debían de estar temiendo que se cayera.

Julia, sin embargo, se preocupaba de verdad y con cariño. Aun así, Adam no pudo evitar sonrojarse. No le gustaba que la gente lo mirara y hablara de él. Quería irse cuanto antes, pero no podía hacerlo, no en la boda de su hermano, al que le debía la vida.

Involuntariamente, comenzó a cambiar el peso de un pie a otro cuando le empezó a doler la zona lumbar y la cadera izquierda. «Es la tensión», pensó. Estaba sudando de pies a cabeza. «Tranquilo, es Julia».

Ella lo volvió a mirar. No le había dicho «estás estupendo», no lo había tratado con compasión. «Gracias a Dios».

–Aunque no lo parezca, tengo una vida aburrida. Necesito un poco de emoción –dijo Julia moviendo la mano. Adam se fijó en la pulsera de perlas que llevaba y en sus delicados huesos y, sin saber por qué, comenzó a sentir mariposas en el estómago–. Necesito un poco de peligro y tú eres el hombre indicado. Quiero ser intrépida, Adam.

«Oh, no».

Ella no.

–Ve a tomarte un trozo de tarta, Rubia. Puede que el azúcar te haga recobrar la cordura –le dijo como si no le importara lo más mínimo el dolor que había visto en su cara.

Ella lo agarró de la manga.

–Como en los viejos tiempos, ¿eh? Me das en el hombro y te vas corriendo. Sé cuándo me están diciendo que me vaya, Adam Brody.

–No estoy muy convencido.

–Ya nadie me llama Rubia.

–Será porque eres una mujer hecha y derecha.

–Simpre lo he sido, ¿no?

«No», pensó Adam recordando con total claridad aquel día en el que ambos se habían comportado como auténticos intrépidos y del que nunca habían vuelto a hablar. Para Adam, Julia Knox era la novia de su hermano y punto. Se acabó.

–Zack se ha casado –dijo ella leyéndole el pensamiento–. Es oficial.

–Eso no cambia lo nuestro… –contestó Adam. Se interrumpió. ¿O tal vez, sí? ¿Una vez casado uno de los hermanos, ese acuerdo tácito que existe entre todos los hermanos del mundo de no compartir chica quedaba derogado? Por un momento, se sintió aliviado. Pensó en Lauren Barnard y en la horrible pelea que habían tenido y volvió a sentirse culpable.

–Hace años que Zack y yo lo dejamos –insistió Julia–. Me parece que podemos ser… amigos –dijo bajando la mirada. Adam se fijó en su escote.

–Claro –contestó queriendo irse de allí. No estaba dispuesto a tener nada con ella. Demasiado peligro–. Sin problema. Siempre hemos sido amigos, ¿no? –añadió acariciándole el brazo. Otra vez las mariposas en el estómago. No eran amigos y nunca lo podrían ser.

Porque tenían un secreto. Un secreto tan grande y vergonzoso que no podían hablar de él, pero siempre estaría allí, entre ellos.

–Entonces, no hay motivo para que no me enseñes a tirarme en paracaídas –dijo ella dándose cuenta de que Adam se quería ir.

–¿Cómo? No lo dirás en serio.

–Pues claro que sí. Es lo más arriesgado que se me ocurre.

–Estás loca –le dijo preguntándose si la boda no la habría afectado más de lo normal. Sin embargo, parecía hablar con normalidad de que Zack se hubiera casado y, para colmo, había sido dama de honor.

¿Julia Knox tirándose en paracaídas? ¿La convencional Julia, la guapa y apreciada estudiante a la que llamaban Rubia por Fort Knox, aquella niña tan perfecta? Zack Brody y Julia Knox habían sido novios en el instituto. Eran la pareja perfecta, a imagen y semejanza de Barbie y Ken. Él, capitán del equipo de baloncesto; ella, capitana de las animadoras; él, delegado de clase; ella, presidenta del club de los mejores alumnos; él, rey de la fiesta de graduación y ella, por supuesto, su reina. La pareja perfecta.

Unos cuantos años y algún trauma, tal vez la boda de Zack con Cathy Timmerman, no podían cambiar aquello. Julia Knox no necesitaba emociones fuertes en su vida. Era y siempre había sido una mujer de veinticuatro quilates.

–¿Has estado viendo Thelma y Louise o qué?

–No te burles de mí, Adam.

Él sonrió ante su cabezonería.

–Perdona, pero es que eres la última persona… En fin que, de todas las personas que conozco, eres la mujer con los pies más firmemente anclados a la tierra.

–Precisamente por eso.

–No me pidas que te ayude en esta locura. Vete a una escuela de paracaidismo, pero no me lo pidas a mí.

Julia hizo el amago de agarrarle las manos, pero él fue más rápido y las retiró. Quería salir de allí, respirar aire limpio.

–Adam –dijo Julia. Él dejó de mirar a su alrededor en busca de una ruta de escape–. Tengo miedo –confesó–. Por eso te lo pido a ti. Quiero alguien que me inspire confianza, no un monitor que no conozca de nada.

–Mi título no vale en este estado.

–Oh –dijo ella arrugando el ceño–. Bueno, pues entonces, escalada.

Eso sí podría hacerlo. Podría llevarla a una de las paredes que él había subido y bajado de niño y decirle que era de lo más peligroso. Así, ella se quedaría a gusto. Eso sí podría hacerlo. Tal vez.

Lo embargó la duda. Odiaba que le pasara aquello. Antes del accidente, nunca dudaba. Había hecho senderismo, había montado en bici, había hecho descenso de ríos y se había tirado en paracaídas sin pensárselo. Habían pasado ya dieciocho meses y ya podía andar, pero no era suficiente. Se suponía que debería dar gracias, pero se sentía inútil y no sabía qué iba a ser de él.

Julia parpadeó confusa por sus dudas.

–Oh, Adam. Lo siento… Zack me dijo que estabas muy bien… –dijo mirándole las piernas.

–No pasa nada –contestó duramente. De repente, le faltó el aire y se desabrochó la corbata. Julia no tenía por qué saber lo débil que había estado, lo mucho que le había costado recobrar la mitad de las aptitudes físicas que tenía antes del accidente, que tuvo al tomar una curva demasiado deprisa y estrellarse contra una furgoneta. Tras dar varias vueltas de campana, se había empotrado contra un camión que llevaba material al Club de Rafting. Muy irónico.

–Eres tú la que me preocupa. Nunca te ha gustado arriesgarte. ¿Qué te pasa?

Julia lo miró con los dientes apretados. Adam tuvo que controlarse para no sonreír. Estaba encantadora.

–¿No me crees capaz? Estoy en forma, ¿sabes? Entreno –añadió sacando bola para mostrarle el bíceps–. Estoy física y emocionalmente preparada.

–¿Para desafiar a la muerte?

–Eh, bueno, tal vez, me he pasado diciendo eso.

Había sido para conseguir que Adam le prestara atención y lo había conseguido.

–¿Y lo quieres hacer porque te aburres?

–Y tú, ¿por qué lo haces?

–Ya ni me acuerdo –contestó. Más bien, no lo quería recordar. Si recordara, querría hacerlo y, entonces, lo intentaría. Había aprendido que, en ciertas ocasiones, intentarlo dolía demasiado, algo que nunca podría superar.

–Yo, sí –dijo Julia con dulzura–. Siempre has sido un intrépido. Desde que tenías diez años y Chuck Cheswick te desafió a subir la torre de agua. A Zack lo matabas a sustos. Se pasaba el día vigilándote.

–Y cuidándome.

–Sí, y cuidándote –dijo Julia. Era obvio que los dos estaban pensando en lo que había ocurrido hacía un año y medio aproximadamente. Zack y él se habían peleado brutalmente por culpa de Laurel Barnard, la mujer de la que Adam se había enamorado y que había conseguido meter cizaña entre los dos hermanos. Tras una acalorado discusión, Adam se había ido y le había dejado paso libre a ella para conseguir lo que siempre había buscado… que el rompecorazones de Quimby la pidiera en matrimonio. Poco después, el accidente de coche de Adam, que se produjo la víspera del enlace, daba al traste con sus planes de boda.

Adam le debía mucho a su hermano. Primero, haberlo librado de Laurel y, segundo, haberlo ayudado cuando los médicos dijeron que no volvería a caminar. Zack había pasado un año apartado de su vida, dedicado en cuerpo y alma a su hermano. Lo animó y lo cuidó hasta que volvió a andar. Ser el padrino en su boda de verdad era lo mínimo que podía hacer, a pesar de las miradas y los comentarios.

–Eh, Adam –dijo Fred Spangler haciendo señas–. Vente para acá. Tenemos que planear qué le vamos a hacer al coche de los recién casados.

–Lo siento. El deber me llama –dijo Adam.

–Pero, ¿qué hay de…?

–Me alegro de haberte visto –contestó Adam.

Julia, que normalmente mantenía las distancias, lo abrazó con fuerza haciéndolo sentir una descarga eléctrica.

–Yo también me alegro mucho de que nos hayamos vuelto a ver –murmuró ella–. Estás…

«Estupendo, realmente estupendo», pensó Adam apretando los dientes.

–Estás muy civilizado –concluyó.

¿Civilizado?

–¿Y eso a qué viene? –dijo Adam.

Fred Spangler lo agarró del brazo y tiró de él mientras Julia lo miraba sonriente y enigmática.

 

 

Mientras la orquesta interpretaba una melodía irlandesa, Julia volvió a su mesa, donde le esperaba un trozo de tarta. El resto de los comensales estaba hablando y bailando, así que suspiró y apoyó los codos en la mesa.

Miró la tarta un buen rato antes de hincarle el diente desconsolada. Necesitaba cambios, diversión.

Necesitaba a Adam Brody.

Cuanto antes, mejor.

Desde que Cathy le había dicho que había accedido a ser el padrino de Zack y que iba a volver a Quimby, se había sentido cargada de energía. Era la última oportunidad para tomar el camino correcto. Estaba segura.