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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Elizabeth Bevarly

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La vida secreta de un hombre, n.º 1116 - diciembre 2017

Título original: The Secret Life of Connor Monahon

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-503-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Winona Thornbury apoyaba la cabeza sobre los codos preocupada, tratando de convencerse a sí misma de que las cosas no podían marchar peor cuando, naturalmente, todo empeoró. Empeoró mucho.

Le preocupaba la tarta de chocolate que había preparado como postre en el renombrado restaurante de su propiedad, Winona’s. Le estaba dando los últimos toques, colocándole frambuesas alrededor, cuando una de las camareras entró en la cocina con demasiadas prisas, empujándola por la espalda. Antes de que pudiera excusarse, aunque no tuviera por qué hacerlo, Winona hundió los codos en la tarta. El accidente, por supuesto, no contribuyó a mejorar el aspecto de la chaquetilla blanca, recién planchada, que se había puesto aquella mañana.

Maravilloso, se dijo sacando los brazos de la tarta. ¿Qué se suponía que iba a servir de postre aquella noche? Winona’s era un restaurante famoso por sus postres, deliciosos y siempre novedosos, pero una tarta de chocolate chafada no satisfaría a ninguno de sus clientes. Ni siquiera con las frambuesas. Y menos aún al Departamento de Salud de Bloomington, Indiana. Por suerte, aquella misma tarde había estado experimentando con tartas de queso, y algunas de ellas le habían salido sorprendentemente bien. Tendrían que servir.

No obstante, nada más solucionar ese asunto, las cosas empeoraron de verdad. El nuevo problema provenía del puesto de camareros situado en el comedor, y era la camarera que había tropezado con ella quien iba a comunicárselo, justo antes del accidente. El mensaje venía a decir: «Oh, Dios, Winona, sal, deprisa. Deprisa, deprisa, tenemos un problema muy, muy gordo». Winona se limpió la manga lo mejor que pudo, que no fue mucho, y se apresuró a salir al comedor.

Eran las siete de la tarde de un viernes, de un delicioso día de septiembre con una ligera brisa otoñal, y el restaurante estaba repleto, ya que acababan de comenzar de nuevo las clases en la Universidad de Indiana. Incluso el bar estaba lleno de clientes que, o bien tomaban una copa después de un día de trabajo o clase, antes de volver a casa, o bien esperaban a que quedara vacía una mesa para cenar.

Por lo general, la clientela de Winona’s era una variada mezcla de hombres de negocios de Bloomington, vestidos de ejecutivos, y profesores y estudiantes, de atuendo más informal, en su mayor parte graduados o postgraduados. En particular, eran los estudiantes de las facultades de Historia e Inglés los que sentían predilección por ese restaurante. Probablemente se debiera a la decoración de Winona’s, aparte de a la carta y a la variedad de vinos. Winona Thornbury era una mujer romántica. En realidad, era una persona muy romántica. Tenía una fuerte tendencia a vivir en el pasado, y no se avergonzaba en absoluto de ello. Todo en ella reflejaba ese gusto. Y el restaurante no iba a ser menos. Parecía un establecimiento de los primeros años del siglo XX americanos.

Winona había comprado el edificio victoriano en donde estaba el local tres años atrás, con una modesta herencia que su tía les había dejado a ella y a su hermana Miriam. Winona era ahorrativa, y se había ocupado ella sola de la restauración y decoración del local de su propiedad mientras trabajaba como chef de repostería en otro restaurante de la ciudad. No había reparado en gastos o en trabajo, a la hora de convertir el destartalado edificio en un lugar llamativo, comparable a cualquier local selecto de primeros del siglo XX.

De hecho, la decoración de Winona’s recordaba a un antiguo hotel de lujo: elegante, opulento, y rico. En todos los comedores, las ventanas, de suelo a techo, estaban cubiertas con visillos de encaje y cortinas de seda y moaré drapeadas. Las mesas estaban igualmente cubiertas de encaje y moaré. Los colores variaban de un comedor a otro, pero en general eran todos oscuros, elegantes, con ciertos detalles en otro color contrastado. El comedor principal estaba decorado en color rubí y esmeralda, el segundo, más pequeño, en color zafiro y topacio, y el comedor del patio en color amatista y coral.

El eslogan de Winona era: «En Winona’s, todo el mundo se siente como en casa». Y, verdaderamente, todos los que cenaban allí habrían estado de acuerdo. En menos de un año, después de la apertura, Winona’s se había convertido en el mejor restaurante de la ciudad: no había nada que no estuviera delicada y artesanalmente confeccionado, que no fuera exquisito o que no estuviera igualmente exquisito para el paladar. Incluyendo la comida. Por esa razón los clientes eran asiduos.

Bueno, por eso y… por los teléfonos.

Porque en algún momento, antes de abrir el establecimiento, a Winona se le había ocurrido la idea de colocar un teléfono antiguo en el centro de cada mesa. Los aparatos estaban todos conectados interiormente, entre sí, de modo que los clientes pudieran llamar de una mesa a otra. Sobre cada mesa había una lámpara antigua, y colgada de ella, con elaborada caligrafía, había una lista con los números de teléfono de las distintas mesas. Marcando cualquiera de esos números el cliente podía hablar con otro, sentado en otra mesa.

Hasta el momento, la idea de los teléfonos había resultado muy divertida, además de ser una magnífica forma de entablar conversación entre extraños. Incluso había propiciado un par de bodas. Precisamente aquel mismo mes dos de sus clientes asiduos habían reservado el restaurante para celebrar el banquete de bodas. La pareja se había conocido allí, coqueteando a través del teléfono. Winona estaba encantada de celebrar el banquete, encontraba la idea de lo más romántica.

Pero aquella noche, precisamente, no estaba encantada. Porque aquella noche, por primera vez desde la apertura del establecimiento, todo iba mal.

En primer lugar, el chef principal había llamado para decir que no podía ir porque tenía la gripe, y Winona había sido incapaz de encontrar a nadie para sustituirlo. A consecuencia de ello, se veía obligada a hacer el trabajo de dos chefs, además de su papel y deberes como propietaria. En segundo lugar Ruthie, la camarera más rápida, tenía un esguince en el tobillo, lo cual hacía de ella la camarera más lenta. Y, en tercer lugar, aquella misma mañana Winona había descubierto que la granja agrícola en la que compraba los productos, certificados oficialmente cien por cien orgánicos, utilizaba fertilizantes y piensos químicos.

Y, por si fuera poco, nada más salir de la cocina para dirigirse al puesto de camareros del comedor y atender el «gravísimo problema» antes mencionado, Winona descubrió otro aún peor: él había vuelto.

Por muy inquietante que resultara su presencia, Winona sintió un estremecimiento recorrerle la espalda al verlo sentado a la mesa, dirigiéndole esa mirada suya tan habitual, como si quisiera zampársela a ella de postre, en lugar de la tarta.

En realidad, para ser sincera, y Winona siempre trataba de serlo consigo misma, hubiera debido admitir que su presencia, en circunstancias normales, no era un problema. En circunstancias normales, a Winona le gustaba verlo en su restaurante, por mucho que sus… atenciones hacia ella fueran un poco… atrevidas.

Por lo general, cuando él acudía al restaurante Winona no estaba desesperada, hipertensa y hasta arriba de trabajo. Eso, por no mencionar que estaba bañada en tarta de chocolate, el postre recomendado de la casa. Lo último que Winona hubiera deseado era que la viera en ese estado, por mucho que ni siquiera supiera quién era.

Sospechaba que se trataba de un alto ejecutivo recientemente trasladado a una delegación regional. Quizá, incluso, fuera de Indianápolis. De lo que estaba absolutamente segura era de que no era de Bloomington. No tenía ese aspecto pueblerino local. Durante las últimas semanas, aquel extraño había acudido a cenar a su restaurante una o dos veces por semana. Siempre llegaba solo. Y siempre cenaba solo. Y siempre, una vez más, se marchaba solo. Y constantemente observaba a Winona con mucho interés.

Era una verdadera lástima que fuera tan joven.

Debía ser por lo menos unos diez años más joven que ella, que tenía treinta y ocho. No debía llegar ni a los treinta. Además pertenecía, claramente, a una clase social superior, iba vestido a la última moda y era… cien por cien moderno. Era todas esas cosas que precisamente Winona no era. Y por esa razón su interés por ella resultaba aún más inquietante. Porque, lo que sí que estaba absolutamente claro, era que aquel extraño se interesaba por ella. Cada vez que se presentaba a cenar, la observaba con mucho interés.

Y eso mismo hacía esa noche.

Al doblar la esquina del comedor principal, Winona trató por todos los medios de evitar sus atenciones. No le gustaba que los clientes la vieran con la chaqueta sucia. Se había ganado la reputación de ser una persona ordenada y bien arreglada, aparte de chapada a la antigua, y la mantenía con orgullo. Jamás aparecía en el restaurante desaliñado. No, cada vez que entraba en el comedor, Winona se aseguraba primero de que su aspecto fuera el de un extra de la película Titanic.

Aquella noche, sin embargo, parecía más bien un cascote desprendido de un iceberg. Un trozo bastante sucio, por cierto.

–¿Cuál es el problema? –le preguntó Winona a Laurel, la camarera, nada más llegar al puesto de camareros, en el comedor.

–Se trata de los Carlton –contestó Laurel vestida, como el resto de empleados, igual que si fuera un extra de la película Titanic.

–¿Qué pasa con los Carlton? Se suponía que no debían venir hasta mañana –contestó Winona.

–Pero han venido esta noche –respondió Laurel sacudiendo la cabeza.

–Pero no debían venir hasta mañana –insistió Winona–. Hicieron la reserva para mañana por la noche. Sábado noche.

Winona estaba segura, porque había sido ella, precisamente, quien había tomado nota por teléfono de la reserva.

–Pues eso no es lo que dicen ellos –señaló Laurel–. La señora Carlton insiste en que la reserva era para hoy, y se ha traído a todo el equipo. Quieren sentarse a cenar. Ya.

–¿Los doce?, ¿quieren sentarse ya? –repitió Winona incrédula.

–En realidad son catorce –continuó Laurel–. La señora Carlton decidió en el último momento invitar a otra pareja, convencida de que tendríamos sitio para todos. Y sí, quieren sentarse ya.

–¡Oh, no!

–Sí, esa ha sido precisamente mi reacción –asintió Laurel.

–Bien, podemos solucionarlo. Podemos… podemos… –huir fue lo primero que se le ocurrió. Pero, naturalmente, Winona comprendió de inmediato que no era lo más apropiado–. Podemos… podemos…. –de pronto se le ocurrió una idea–. Los sentaremos arriba, en mi comedor.

–¿En tu comedor? –repitió Laurel incrédula–. Pero el piso de arriba es tu casa, esas habitaciones son privadas.

–Ya no, no lo son –aseguró Winona–. Desde ahora mismo, son nuestro salón especial para grupos grandes. Busca a Teddy y a Max y diles que suban corriendo a preparar la mesa para catorce. Y diles que usen mi porcelana, mi juego de copas y mis fuentes de plata, que están en la vitrina. Tendrán que mezclar las piezas de los distintos juegos e ingeniárselas para que peguen, pero será mucho más rápido, así no tendrán que subirlo todo desde la cocina. Luego dile a Teddy que le ceda sus mesas del comedor principal a Max y a Stephanie, y que se ocupe personalmente de los Carlton.

Winona se detuvo un momento a considerar los problemas que podía ocasionar el arreglo. Verdaderamente, ocasionaba más de uno. Catorce, para ser exactos, pero podrían arreglárselas. Quizá.

–Sí, eso será lo mejor –asintió Winona, convencida.

Excepto porque los empleados no tendrían ni tiempo para respirar, pensó. Además, con un grupo tan numeroso de comensales, la preparación de los platos sería más lenta. No obstante, si servía una botella de champán en cada una de las mesas, con sus copas correspondientes…

Quizá, solo quizá, las cosas salieran bien.

Winona giró sobre sus talones para volver a la cocina, e inmediatamente su mirada topó con la del extraño. Él la observaba. Con interés. Peor aún, acariciaba lentamente con un dedo el borde de su copa y, por alguna razón, aquel movimiento resultaba inexplicable, profundamente erótico.

Por un electrificante, breve instante, ambos sostuvieron la mirada. Winona sintió entonces un estremecimiento indescifrable, una ola de calor invadir todo su cuerpo. Aquella reacción no tenía sentido. No tenía ni idea de quién era ese hombre, ni de porqué volvía una y otra vez a su restaurante.

Pero, en aquel fulgurante instante, había algo especial en sus ojos. Su mirada era fiera, cómplice, decidida y… sexy. Y, obviamente, Winona no tardaría en descubrir por qué.

Luchando contra aquella repentina fiebre de calor, Winona se apresuró a la cocina. Trataba de olvidar a aquel atractivo, joven, misterioso y sexy. Sin embargo sabía que no conseguiría apartarlo de su mente fácilmente.

 

 

El detective de policía Connor Monahan fijó la vista sobre la espalda de la escurridiza Winona Thornbury y levantó la copa para dar un sorbito de vino. Su comportamiento no se debía a que la espalda de Winona fuera una vista especialmente bonita de ver aunque, ciertamente no estaba mal. No, la verdadera razón por la que Connor observaba sus idas y venidas con tanto interés era porque se preguntaba cuándo lograría dar caza a aquella mujer con tan numerosos y variados crímenes a la espalda.

Desde que lo trasladaron a la Brigada, un año atrás, había trabajado en casos interesantes, pero ninguno tanto como ese. Jamás había visto una organización clandestina de prostitución que operara de una forma tan elaborada y organizada, y ni una sola vez había oído hablar de una red cuya tapadera fuera un restaurante tan respetable y legal como aquel, con una propietaria tan extraordinaria y digna de respeto como Winona Thornbury. Porque, a pesar de toda su respetabilidad, Winona Thornbury era, en una palabra, un bombón.

Aunque, aquella noche Winona no parecía estar en plenas facultades. No estaba tan deliciosa como era habitual. Por lo general, llevaba vestidos al estilo de principios del siglo XX que la hacían parecer una preciosa mujer chapada a la antigua, pero aquella noche parecía más bien un camarero ensayando. Y un camarero al que las cosas no le salían particularmente bien, además. No, a menos que un delantal sucio y una manga manchada de chocolate fueran habituales en un chef.

No obstante, por lo general Winona tenía aspecto de ser una verdadera y preciosa mujer de principios de siglo, con sus cabellos dorados, sujetos en un moño en lo alto de la cabeza, y aquellos vestidos de época, que debía haber encontrado en el baúl de su tatara-abuela. O bien con una blusa blanca, bordada, de cuello alto, y cientos de diminutos botones a la espalda, a juego con una falda larga que se revolvía volátil sobre sus botines de botones, hasta los tobillos.

Pero, por mucho que se abotonara hasta arriba o se encorsetara hasta abajo, por muy anticuados que estuvieran sus vestidos, Winona Thornbury no podía ocultar que era preciosa.

Winona Thornbury era una madame, una dama a cargo de uno de las más exclusivas y escurridizas redes de prostitución de Indiana. Y, como tal, casi con toda seguridad, había comenzado en la profesión como prostituta. Y solo las prostitutas más bonitas se hacían con el dinero suficiente como para establecerse por su cuenta.

¡Y vaya forma de establecerse! Desde fuera, quizá Winona’s pareciera un restaurante de cinco tenedores perfectamente legal, pero una vez dentro atufaba a burdel. Incluso los muebles debían proceder de una casa de mala reputación de principios del siglo XX. ¿Qué persona sensata habría amueblado el restaurante así, de no ser con la intención de evocar cierta… actividad? ¿Y qué mujer habría vestido así, a no ser que quisiera ocultar lo que realmente era?

¿Y por qué un restaurante habría de tener teléfonos en todas las mesas, si no era para desarrollar todos esos contactos ilícitos? Por supuesto, la primera impresión que producía era que se trataba de un juego, pero ni Connor Monahan ni toda la Brigada de policía de Bloomington, ni la policía estatal de Indiana, se iba a dejar engañar.

La policía tenía todo tipo de evidencias de que Winona’s era la tapadera de una red de prostitución. Lo único que faltaba era averiguar quién estaba al mando. O, al menos, encontrar pruebas sólidas del delito. Connor estaba convencido de que Winona Thornbury era el cabecilla de la operación, aunque otros colegas mantuvieran sus dudas. Muchos otros, en cambio, pensaban que Winona Thornbury era absolutamente ajena a lo que ocurría en su local.

Pero esos últimos, a juicio de Connor, eran unos estúpidos. Simplemente, se dejaban cautivar por el atractivo de aquella mujer chapada a la antigua. Y no era para menos. Él también se habría dejado cautivar, de no haber sido un hombre práctico. Eso, por no mencionar que desconfiaba en general de todas las mujeres, y más aún de las que eran un perfecto bombón, como Winona Thornbury. Además, tenía buenas razones para desconfiar. Ya había sido engañado una vez. En esa ocasión, en cambio, no se dejaría engañar. Winona Thornbury era culpable, y su intención era demostrarlo. En cuanto tuvieran la más mínima prueba, se lanzarían sobre las corderitas y las encerraría.

Winona había vuelto a desaparecer en dirección a la cocina, de modo que Connor abrió la carta y leyó. El cordero tenía buena pinta… Lo cierto era que todos los platos del menú de Winona’s tenían buena pinta. Sobre todo la propia madame Winona. Sí, sería un placer lanzarse sobre esa mujer y encerrarla. Connor trató de no pensar en el doble sentido que aquella frase podía tener, y que no se relacionaba en absoluto con lo que los policías solían hacer durante el horario de trabajo.

Observó el teléfono colocado sobre su mesa y esperó a que sonara. Tenía que sonar, se dijo malhumorado. ¿Por qué no sonaba jamás para él? Connor y sus colegas del departamento de Bloomington habían acudido al restaurante con regularidad durante semanas, pero aún no habían encontrado ninguna pista. Sin embargo sabían lo que se cocía allí. Connor había sido elegido de entre todos los policías para servir de anzuelo; se suponía que era quien mejor podía hacerse pasar por ejecutivo. Además, según Connor mismo les había asegurado, ninguna mujer se le resistía.

Entonces, ¿por qué nadie lo llamaba a él? Conjurado por su propio pensamiento, de pronto el teléfono de su mesa sonó. Inmediatamente contestó.

–¿Sí?

–Ah, perdón –respondió un hombre al otro lado de la línea, tras una pausa–. Me he equivocado de número. Quería llamar a la pelirroja de la mesa quince.

–No importa –musitó Connor irritado.

Connor volvió la vista hacia la mesa quince, justo a su lado. La pelirroja estaba sola, y era despampanante. «Hmmm», musitó en su interior. Inmediatamente el teléfono de la pelirroja sonó. Ella contestó con voz profunda, y enseguida comenzó a murmurar algo en voz baja que Connor no pudo oír.

Connor suspiró. Aquel, probablemente, fuera uno de esos contactos ilícitos que supuestamente él debía desenmascarar. Y se llevaba a cabo justo delante de sus narices. Porque, desde luego, la pelirroja tenía pinta de mujer de mala vida. Iba vestida con elegancia y modestia, con un vestido de cóctel negro, maquillada y discretamente enjoyada.

Nada más colgar el teléfono, la pelirroja se levantó y se dirigió a la mesa del hombre que la había llamado. Podría haber sido su padre. Connor los observó atento, esperando que metieran la pata e hicieran algo inculpatorio, pero la pareja sencillamente abrió la carta. Por supuesto, reflexionó. ¿Qué mujer no aprovecharía la oportunidad de cenar primero, por mucho que después le pagaran sus servicios?

Connor suspiró de frustración y miró fijamente el teléfono de su mesa, esperando que volviera a sonar. Pero no sonó. Ni siquiera después de pedir la cena, ni de terminar de cenar. Lo único que pudo salvarlo de un irremediable mal humor fue la aparición de Winona Thornbury en el comedor. Seguía vestida de chef, pero se había puesto una chaqueta limpia. Y debía haberse retocado el moño.

Desde luego, pensó Connor, tenía aspecto de ser una persona totalmente inofensiva. Pero Connor ya había visto a otras mujeres con ese mismo aspecto de inocencia. Sobre todo a una, en particular, y al final no había resultado en absoluto inofensiva.

Quizá fuera el momento de actuar. No quería hacer nada que pusiera en peligro la investigación, pero sí podía, por ejemplo, alabar al chef.