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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Michelle Douglas

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

¿Amor verdadero?, n.º 2605 - octubre 2016

Título original: The Nanny Who Saved Christmas

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8981-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

NICOLA miró por la ventanilla de la avioneta mientras aterrizaban en una pista de tierra roja bordeada de hierba y arbustos. El piloto apagó el motor y se hizo el silencio.

–Ya hemos llegado –dijo, volviéndose hacia ella.

Su destino era una explotación ganadera, Waminda Downs, en la parte más occidental de Queensland, el territorio más aislado de Australia y el polo opuesto a su bulliciosa ciudad natal, Melbourne.

–¿Puedo bajar?

–Claro.

El piloto bajó la escalerilla y en cuanto Nicola asomó la cabeza, lo primero que percibió fue el sofocante calor que hacía. Lo segundo, cuando ya bajó a tierra, fue el olor a hierba seca. Pero aún más que el perfumado aire abrasador, le impresionó la desolada vastedad que podía abarcar con la mirada. En aquel lugar uno podría perderse y no ser encontrado jamás.

Observó la planicie de hierba amarillenta intercalada por arbustos en flor y la tierra roja, y por primera vez en tres meses sintió que su corazón se calmaba. En aquel lugar no se encontraría con conocidos que susurraran a su espalda, ni con amigos que le tomaran las manos y con gesto apesadumbrado le preguntaran cómo se encontraba, y menos aún con aquellos que se alegraban de las desgracias ajenas.

Cerró los ojos y alzó el rostro al cielo.

–Este sitio es perfecto.

–¿Perfecto para qué?

Aquella no era la voz de Jerry, el piloto.

Nicola abrió los ojos y, volviéndose, vio a un hombre que bajaba su maleta de la bodega del avión. La dejó en el suelo y se irguió. Era alto y fuerte, y trasmitía un aire de extrema eficiencia. Nicola parpadeó

–¿De dónde ha salido? –hasta ese momento había creído que en la avioneta viajaba sola con Jerry. Cuando el hombre indicó con la cabeza una camioneta, Nicola preguntó–: ¿Viene de la finca?

Él esbozó una sonrisa tibia, pero amable.

–Soy Cade Hindmarsh.

Su jefe.

Debía tener unos treinta años y estaba muy bronceado. Tenía profundas arrugas en el borde de los ojos, que debían ser el resultado de entornarlos para protegerse del sol, tal y como Nicola se descubrió haciendo ella misma. Él se echó hacia atrás el sombrero y la miró con los ojos más azules que Nicola había visto en su vida.

Cuanto más se prolongó la mirada, más liviana se sintió ella, como si se hubiera quitado un peso de encima. Ni él ni nadie la conocían. Ni él ni nadie la considerarían estúpida, fracasada o digna de compasión. Y no pensaba dar motivos para que eso cambiara.

–Nicola McGillroy –dijo en el tono frío y profesional que se había autoimpuesto al dejar Melbourne.

Él se aproximó con la mano extendida. Nicola se la tomó y él la estrechó con una firmeza que le hizo abrir los ojos de sorpresa. Él sonrió y aflojó la presión.

–Lo siento mucho, siempre me dicen que aprieto demasiado.

Nicola tragó saliva.

–Tranquilo, no me ha hecho daño.

Cade le había estrechado la mano tal y como ella siempre había pensado que debían hacerlo los hombres: con firmeza, trasmitiendo confianza. Los hombres que saludaban así no eran pusilánimes. Y ella quería aprender de ellos.

Por debajo del ala del sombrero, vio que sus ojos azules chispeaban por un instante. En respuesta, ella sonrió, aunque se sobresaltó al instante al darse cuenta de que mantenía su mano en la de él, y la retiró suavemente.

Su jefe inclinó la cabeza hacia atrás y la observó detenidamente. Nicola alzó la barbilla y le sostuvo la mirada. Sabía que estaba estudiándola, evaluándola. Durante los dos meses siguientes iba a cuidar de sus dos hijas y no habría confiado en un hombre que la aceptara sin plantearse si era adecuada para el puesto, por mucho que hubiera visto su currículo y la hubiera sometido a una exhaustiva entrevista por teléfono.

–¿Paso el examen? –preguntó finalmente, no pudiendo contener los nervios. La posibilidad de que la mandara de vuelta a casa le aceleró el pulso.

¡No podía volver, al menos por un tiempo! Melbourne y diciembre… No podría soportar estar en su ciudad en el mes en el que, en teoría, debería haber estado organizando su boda.

–¿Por qué es el lugar perfecto?

«¿Perfecto? Te has vuelto loca, Nicola», la voz de su madre resonó en sus oídos, pero la acalló.

–Por todo –hizo un movimiento circular con la mano–, es completamente distinto a lo que conozco, y exactamente como lo había imaginado.

–¿Y eso es bueno?

–En mi opinión, sí.

Él escrutó su rostro y comentó:

–Mucha gente viene aquí huyendo de algo.

Nicola mantuvo la barbilla alzada y preguntó:

–¿Es eso lo que lo trajo a usted aquí?

Un resoplido de Jerry recordó a Nicola que su jefe y ella no estaban solos.

–Cariño, los Hindmarsh han nacido y vivido aquí desde hace generaciones –comentó el piloto.

Nicola enarcó una ceja.

–Así que «no» es la respuesta a mi pregunta.

Los ojos de Cade Hindmarsh chispearon de nuevo.

–Exactamente.

–En mi caso –Nicola eligió sus palabras cuidadosamente–, estoy aquí porque quiero conocer el país en persona y no solo por los libros.

Al observar la mirada de escepticismo de su jefe, añadió:

–Usted está acostumbrado a este paisaje y a este modo de vida, pero para mí estar aquí es una aventura.

Y era la mejor manera de distanciarse por un tiempo de Melbourne y de los recuerdos asociados con la ciudad… pero Nicola se guardó esa información para sí.

Con suerte, después de dos meses habría recuperado la capacidad de enfrentarse a la realidad; sería más fuerte y menos vulnerable; alguien a quien no sería tan fácil engañar ni mentir.

Finalmente Cade sonrió.

–Bienvenida a Waminda Downs, Nicola.

Nicola dejó escapar un suspiro de alivio.

–Gracias –dijo sin poder dominar una sonrisa de entusiasmo.

En respuesta, la sonrisa de Cade se hizo más amplia y casi cegó a Nicola, que sintió prácticamente al instante el codo de Diane en las costillas y oyó que le decía en un susurro: «Sexy y superguapo». Pensar en su mejor amiga le hizo reaccionar bruscamente. Retrocedió un paso y adoptó una actitud fría y distante.

Cade la observó detenidamente hasta que la sonrisa se borró de sus labios. Nicola se reprendió por sentirse desilusionada y tuvo que recordarse que estaba allí para cambiar, no para hacerse la simpática ni para buscar la aprobación ajena. Tampoco para que la trataran como a una niña y le dieran palmaditas en la espalda. Rodeó a Cade para tomar su maleta y comentó:

–Estoy deseando conocer a Ella y a Holly.

Cade guardó silencio y ella decidió no añadir ningún comentario. Su objetivo era hacer su trabajo y recuperarse psicológicamente, y pensaba concentrarse plenamente en ambas cosas.

–He traído el generador que me pediste.

Los dos hombres lo bajaron de la avioneta. Aunque era pesado, a Cade no le cayó ni una gota de sudor al llevarlo hasta el coche. Despidiéndose de Jerry con un gesto de la mano, Nicola lo siguió, admirando sus anchos hombros y los músculos que se percibían a través de la camisa. Aquel hombre era un auténtico Atlas. Cargó el generador en la parte trasera de la camioneta y luego la maleta de Nicola, mientras esta se decía que solo le dejaba hacerlo a él porque sabría mejor cómo colocarla en la rejilla trasera, y no porque a ella le pesara demasiado.

Hizo una mueca. ¿A quién pretendía engañar? Tenía que ponerse en forma. Pero en un par de meses podría manejar aquella maleta con la misma facilidad que Cade.

Al darse cuenta de que no paraba de mirarlo, apretó los dientes y, protegiéndose los ojos del sol, observó despegar a la avioneta y luego volvió a contemplar el paisaje que los rodeaba. Finalmente, se encogió de hombros.

–Me doy por vencida. No se ve ni una sola construcción de aquí a aquella cordillera –comentó, señalando hacia la derecha.

–El paisaje es engañoso –él le abrió la puerta del coche. Bajo su mirada escrutadora, Nicola se puso nerviosa y se golpeó la rodilla y el codo al sentarse.

«Nicola Ann, ¡qué torpe eres!», oyó a su madre.

Habría jurado que veía un brillo risueño en los ojos de su jefe, pero este tuvo la cortesía de no decir nada y, sentándose tras el volante, arrancó y avanzaron por lo que no era más que una pista de tierra.

–¿Está lejos la propiedad?

–A unos cinco kilómetros.

Nicola asumió que añadiría algo más, pero eso fue todo lo que le dijo. La pista no permitía avanzar a más de treinta kilómetros por hora y el silencio se le hizo opresivo.

–¿No es posible hacer una pista de aterrizaje cerca de la casa? –preguntó finalmente.

Él la miró de soslayo. Nicola pensó que pocos detalles debían escapar a su aguzada mirada. Podía imaginarlos reflejando la misma mezcla de desprecio y lástima que había visto durante los últimos meses en los de sus amigos. Con tanta claridad que sintió bilis en la boca.

–Está alejada de la propiedad para evitar problemas. Un accidente podría dar lugar a un incendio y nos pondría en peligro.

En ese momento alcanzaron un altozano y Cade detuvo el vehículo. Nicola miró a su alrededor y no pudo contener una exclamación espontánea de admiración antes de recordarse que quería actuar con la mayor frialdad posible.

–¡Impresionante, señor Hindmarsh! –dijo, sacudiendo la cabeza.

–Cade –la corrigió él–. Aquí no nos andamos con ceremonias, Nicola –indicó el exterior con la mano–. Esta es la propiedad.

Era mucho mayor de lo que ella había imaginado. En el lado más próximo estaba la vivienda, con dos alas laterales en forma de uve que se abrían desde una estructura central. Estaba pintada de blanco, tenía el tejado de color verde y la rodeaba un porche. Pero lo que dejó a Nicola sin respiración fue el jardín. Incluso desde aquella distancia podía ver dos enormes árboles, uno en cada extremo de las alas laterales, así como las grandes copas de los árboles que salpicaban el césped.

–¡Qué jardín más increíble! Es como un oasis.

–Tenemos agua de pozo –dijo Cade–. Pero no he parado aquí para que admiraras la vista. Necesito que sepas algunas cosas para evitar problemas mientras estés aquí.

Nicola frunció el ceño.

–Puede que hayas venido en busca de aventura –continuó él–, pero la tierra no tiene piedad. Olvidarlo es peligroso.

Nicola se estremeció. Luego alzó la barbilla y preguntó:

–De acuerdo, ¿qué debo saber?

–El terreno es ondulado y, por tanto, engañoso. Crees que sabes dónde estás y de pronto te vuelves y no ves ni la casa ni localizas ningún punto de referencia. Así de fácil –Cade chasqueó los dedos–, estás perdida. Por eso no puedes ir por ahí sola.

A Nicola se le encogió el corazón. Se acabaron sus planes de ponerse en forma y de adelgazar gracias al footing. ¡Y ella que se había propuesto volver a Melbourne bronceada y tonificada para demostrar a Diane, a Brad y a sus amigos que había recuperado la confianza en sí misma y ya no era motivo de lástima! Se asió las manos… Y para que la siguiente vez que la dejara un hombre no fuera porque pesaba más de lo que debía.

–Waminda Downs tiene una extensión de doce mil kilómetros cuadrados –añadió él–, lo que significa un terreno enorme a cubrir si alguien se pierde.

Nicola entendió el mensaje: si alguien se perdía no tenía la seguridad de ser encontrado.

–¿Ves el perímetro marcado con una valla blanca?

–Sí.

–Cerca los dos kilómetros cuadrados en los que están la vivienda y los edificios anexos. Dentro de ese perímetro, puedes moverte con libertad; pero nunca lo traspases sola.

¡Eso era espacio suficiente para ella!

–Recibido.

–Y quiero que tú y las chicas permanezcáis alejadas de los pastos del ganado –Cade señaló unos prados en la parte más alejada. Luego fue nombrando los distintos edificios–. Esa es la caseta de las herramientas. Luego está el cobertizo y los establos, seguidos de las estancias de los y las trabajadoras, y al fondo, las de los vaqueros y sus familias.

Nicola parpadeó. Evidentemente, Waminda Downs constituía una pequeña población en sí misma.

–¿Por qué no podemos acercarnos al ganado? –preguntó Nicola para saber exactamente cuáles eran los peligros y así evitarlos.

–El otro día metimos en el corral una partida de caballos salvajes y vamos a empezar a domarlos. Es un trabajo peligroso.

–Muy bien. ¿Debo saber algo más?

–Lleva siempre una botella de agua contigo, un sombrero y crema protectora. Estamos en verano y al mediodía el sol no perdona.

–No se preocupe, soñar Hindmarsh, no dejaré que las niñas salgan entre las once y las tres.

–Podéis usar el jardín; es sorprendentemente fresco –tras una pausa, Cade añadió–: Y una última cosa –algo en su tono hizo que Nicola se volviera: Mi nombre es Cade, intenta usarlo.

Nicola nunca había tenido ningún problema en llamar por su nombre a sus jefes, pero de pronto se dio cuenta de que no quería tratar con familiaridad a aquel hombre. Tragó saliva. Era demasiado… Guapo; demasiado seguro de sí mismo. Le hacía ser consciente de todo aquello de lo que ella carecía.

Pero también era absurdo pensar que iban a tratarse formalmente cuando iba a ser la niñera de sus hijas. Alzó la barbilla: se mostraría serena y fría; competente y madura. Conseguiría ser respetada. Se humedeció los labios y él siguió el gesto con la mirada.

–Cade –dijo ella finalmente más como un susurro que con la firmeza que había intentado imprimirle.

Él enarcó una ceja.

–¿Ves cómo no es tan difícil?

Y arrancó el vehículo. Durante el resto del trayecto, Nicola guardó silencio y se concentró en el jardín a la vez que intentaba identificar lo que brillaba en los troncos de los árboles y qué eran las figuras que salpicaban el césped.

Cuando se acercaron los bastante, se quedó boquiabierta. El brillo lo provocaba el espumillón y las figuras… ¡Eran recortes de madera de tema navideño pintados en colores brillantes!

En un lateral, había un trineo de Papá Noel tirado por cuatro renos; en otro, estaba el propio Papá Noel, con regalos a sus pies. Copos de nieve dorados y plateados colgaban del techo del porche junto con estrellas rojas y verdes… Los postes de la baranda también estaban cubiertos de espumillón.

Nicola se estremeció. ¡Navidades! Aunque sabía que no podría evitarlas por completo puesto que Cade tenía dos hijas pequeñas, había pensado que en un territorio tan alejado se celebraría con menos parafernalia, más discretamente. Y comprobar que no era así le encogió el corazón.

El vehículo se detuvo al inicio de un paseo bordeado de gigantes bastones de caramelo que probablemente se iluminarían por la noche. Al final del paseo, cuatro escalones anchos ascendían al porche y a la puerta principal, cuya solidez quedaba demostrada porque no se hundía bajo el peso de una enorme corona. A ambos lados, colgando del techo, había dos ángeles de madera que anunciaban con trompetas la llegada de las estúpidas fiestas,

Nicola se mordió la lengua para no hacer algún comentario inoportuno. Apretó los puños y parpadeó para contener las lágrimas. Estar rodeada de decoraciones navideñas hacía aún más presente todo aquello que había perdido y que nunca recuperaría.

Era la primera semana de diciembre. Nicola había pedido un mes libre sin sueldo de su trabajo como profesora, además de las cuatro semanas de vacaciones de Navidad, porque la Navidad y «preparativos de boda» se habían convertido en sinónimos en su mente. Pero en aquel instante tenía ante sí lo mismo de lo que huía. ¡Qué ironía! Tragó saliva e intentó no notar el dolor que se extendía por su pecho.

–Estoy seguro de que no te esperabas esto –comentó Cade, riendo. Nicola no pudo articular palabra–: ¿Qué te parece?

¡Lo odiaba! Pero no podía correr el riesgo de ofender a su jefe. Intentó pensar en algo lo bastante neutro, pero para cuando se volvió a Cade vio que este había percibido su reacción y que la observaba con escepticismo.

Aunque no logró sonreír, Nicola consiguió sonar animada:

–¡Pensar que creía que había dejado todo esto atrás al irme de Melbourne!

Él apretó los labios.

–Así que es eso de lo que huyes.

–Yo no estoy huyendo de nada –tomarse un tiempo no era lo mismo que huir.

Cade siguió estudiándola con sus penetrantes ojos azules y ella sintió el corazón en la garganta.