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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Jazmin, n.º 112 - noviembre 2016

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9088-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

¿Amor verdadero?

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

La heredera del castillo

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Nuevas vidas

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

El regreso de la señora Jones

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

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Capítulo 1

 

NICOLA miró por la ventanilla de la avioneta mientras aterrizaban en una pista de tierra roja bordeada de hierba y arbustos. El piloto apagó el motor y se hizo el silencio.

–Ya hemos llegado –dijo, volviéndose hacia ella.

Su destino era una explotación ganadera, Waminda Downs, en la parte más occidental de Queensland, el territorio más aislado de Australia y el polo opuesto a su bulliciosa ciudad natal, Melbourne.

–¿Puedo bajar?

–Claro.

El piloto bajó la escalerilla y en cuanto Nicola asomó la cabeza, lo primero que percibió fue el sofocante calor que hacía. Lo segundo, cuando ya bajó a tierra, fue el olor a hierba seca. Pero aún más que el perfumado aire abrasador, le impresionó la desolada vastedad que podía abarcar con la mirada. En aquel lugar uno podría perderse y no ser encontrado jamás.

Observó la planicie de hierba amarillenta intercalada por arbustos en flor y la tierra roja, y por primera vez en tres meses sintió que su corazón se calmaba. En aquel lugar no se encontraría con conocidos que susurraran a su espalda, ni con amigos que le tomaran las manos y con gesto apesadumbrado le preguntaran cómo se encontraba, y menos aún con aquellos que se alegraban de las desgracias ajenas.

Cerró los ojos y alzó el rostro al cielo.

–Este sitio es perfecto.

–¿Perfecto para qué?

Aquella no era la voz de Jerry, el piloto.

Nicola abrió los ojos y, volviéndose, vio a un hombre que bajaba su maleta de la bodega del avión. La dejó en el suelo y se irguió. Era alto y fuerte, y trasmitía un aire de extrema eficiencia. Nicola parpadeó

–¿De dónde ha salido? –hasta ese momento había creído que en la avioneta viajaba sola con Jerry. Cuando el hombre indicó con la cabeza una camioneta, Nicola preguntó–: ¿Viene de la finca?

Él esbozó una sonrisa tibia, pero amable.

–Soy Cade Hindmarsh.

Su jefe.

Debía tener unos treinta años y estaba muy bronceado. Tenía profundas arrugas en el borde de los ojos, que debían ser el resultado de entornarlos para protegerse del sol, tal y como Nicola se descubrió haciendo ella misma. Él se echó hacia atrás el sombrero y la miró con los ojos más azules que Nicola había visto en su vida.

Cuanto más se prolongó la mirada, más liviana se sintió ella, como si se hubiera quitado un peso de encima. Ni él ni nadie la conocían. Ni él ni nadie la considerarían estúpida, fracasada o digna de compasión. Y no pensaba dar motivos para que eso cambiara.

–Nicola McGillroy –dijo en el tono frío y profesional que se había autoimpuesto al dejar Melbourne.

Él se aproximó con la mano extendida. Nicola se la tomó y él la estrechó con una firmeza que le hizo abrir los ojos de sorpresa. Él sonrió y aflojó la presión.

–Lo siento mucho, siempre me dicen que aprieto demasiado.

Nicola tragó saliva.

–Tranquilo, no me ha hecho daño.

Cade le había estrechado la mano tal y como ella siempre había pensado que debían hacerlo los hombres: con firmeza, trasmitiendo confianza. Los hombres que saludaban así no eran pusilánimes. Y ella quería aprender de ellos.

Por debajo del ala del sombrero, vio que sus ojos azules chispeaban por un instante. En respuesta, ella sonrió, aunque se sobresaltó al instante al darse cuenta de que mantenía su mano en la de él, y la retiró suavemente.

Su jefe inclinó la cabeza hacia atrás y la observó detenidamente. Nicola alzó la barbilla y le sostuvo la mirada. Sabía que estaba estudiándola, evaluándola. Durante los dos meses siguientes iba a cuidar de sus dos hijas y no habría confiado en un hombre que la aceptara sin plantearse si era adecuada para el puesto, por mucho que hubiera visto su currículo y la hubiera sometido a una exhaustiva entrevista por teléfono.

–¿Paso el examen? –preguntó finalmente, no pudiendo contener los nervios. La posibilidad de que la mandara de vuelta a casa le aceleró el pulso.

¡No podía volver, al menos por un tiempo! Melbourne y diciembre… No podría soportar estar en su ciudad en el mes en el que, en teoría, debería haber estado organizando su boda.

–¿Por qué es el lugar perfecto?

«¿Perfecto? Te has vuelto loca, Nicola», la voz de su madre resonó en sus oídos, pero la acalló.

–Por todo –hizo un movimiento circular con la mano–, es completamente distinto a lo que conozco, y exactamente como lo había imaginado.

–¿Y eso es bueno?

–En mi opinión, sí.

Él escrutó su rostro y comentó:

–Mucha gente viene aquí huyendo de algo.

Nicola mantuvo la barbilla alzada y preguntó:

–¿Es eso lo que lo trajo a usted aquí?

Un resoplido de Jerry recordó a Nicola que su jefe y ella no estaban solos.

–Cariño, los Hindmarsh han nacido y vivido aquí desde hace generaciones –comentó el piloto.

Nicola enarcó una ceja.

–Así que «no» es la respuesta a mi pregunta.

Los ojos de Cade Hindmarsh chispearon de nuevo.

–Exactamente.

–En mi caso –Nicola eligió sus palabras cuidadosamente–, estoy aquí porque quiero conocer el país en persona y no solo por los libros.

Al observar la mirada de escepticismo de su jefe, añadió:

–Usted está acostumbrado a este paisaje y a este modo de vida, pero para mí estar aquí es una aventura.

Y era la mejor manera de distanciarse por un tiempo de Melbourne y de los recuerdos asociados con la ciudad… pero Nicola se guardó esa información para sí.

Con suerte, después de dos meses habría recuperado la capacidad de enfrentarse a la realidad; sería más fuerte y menos vulnerable; alguien a quien no sería tan fácil engañar ni mentir.

Finalmente Cade sonrió.

–Bienvenida a Waminda Downs, Nicola.

Nicola dejó escapar un suspiro de alivio.

–Gracias –dijo sin poder dominar una sonrisa de entusiasmo.

En respuesta, la sonrisa de Cade se hizo más amplia y casi cegó a Nicola, que sintió prácticamente al instante el codo de Diane en las costillas y oyó que le decía en un susurro: «Sexy y superguapo». Pensar en su mejor amiga le hizo reaccionar bruscamente. Retrocedió un paso y adoptó una actitud fría y distante.

Cade la observó detenidamente hasta que la sonrisa se borró de sus labios. Nicola se reprendió por sentirse desilusionada y tuvo que recordarse que estaba allí para cambiar, no para hacerse la simpática ni para buscar la aprobación ajena. Tampoco para que la trataran como a una niña y le dieran palmaditas en la espalda. Rodeó a Cade para tomar su maleta y comentó:

–Estoy deseando conocer a Ella y a Holly.

Cade guardó silencio y ella decidió no añadir ningún comentario. Su objetivo era hacer su trabajo y recuperarse psicológicamente, y pensaba concentrarse plenamente en ambas cosas.

–He traído el generador que me pediste.

Los dos hombres lo bajaron de la avioneta. Aunque era pesado, a Cade no le cayó ni una gota de sudor al llevarlo hasta el coche. Despidiéndose de Jerry con un gesto de la mano, Nicola lo siguió, admirando sus anchos hombros y los músculos que se percibían a través de la camisa. Aquel hombre era un auténtico Atlas. Cargó el generador en la parte trasera de la camioneta y luego la maleta de Nicola, mientras esta se decía que solo le dejaba hacerlo a él porque sabría mejor cómo colocarla en la rejilla trasera, y no porque a ella le pesara demasiado.

Hizo una mueca. ¿A quién pretendía engañar? Tenía que ponerse en forma. Pero en un par de meses podría manejar aquella maleta con la misma facilidad que Cade.

Al darse cuenta de que no paraba de mirarlo, apretó los dientes y, protegiéndose los ojos del sol, observó despegar a la avioneta y luego volvió a contemplar el paisaje que los rodeaba. Finalmente, se encogió de hombros.

–Me doy por vencida. No se ve ni una sola construcción de aquí a aquella cordillera –comentó, señalando hacia la derecha.

–El paisaje es engañoso –él le abrió la puerta del coche. Bajo su mirada escrutadora, Nicola se puso nerviosa y se golpeó la rodilla y el codo al sentarse.

«Nicola Ann, ¡qué torpe eres!», oyó a su madre.

Habría jurado que veía un brillo risueño en los ojos de su jefe, pero este tuvo la cortesía de no decir nada y, sentándose tras el volante, arrancó y avanzaron por lo que no era más que una pista de tierra.

–¿Está lejos la propiedad?

–A unos cinco kilómetros.

Nicola asumió que añadiría algo más, pero eso fue todo lo que le dijo. La pista no permitía avanzar a más de treinta kilómetros por hora y el silencio se le hizo opresivo.

–¿No es posible hacer una pista de aterrizaje cerca de la casa? –preguntó finalmente.

Él la miró de soslayo. Nicola pensó que pocos detalles debían escapar a su aguzada mirada. Podía imaginarlos reflejando la misma mezcla de desprecio y lástima que había visto durante los últimos meses en los de sus amigos. Con tanta claridad que sintió bilis en la boca.

–Está alejada de la propiedad para evitar problemas. Un accidente podría dar lugar a un incendio y nos pondría en peligro.

En ese momento alcanzaron un altozano y Cade detuvo el vehículo. Nicola miró a su alrededor y no pudo contener una exclamación espontánea de admiración antes de recordarse que quería actuar con la mayor frialdad posible.

–¡Impresionante, señor Hindmarsh! –dijo, sacudiendo la cabeza.

–Cade –la corrigió él–. Aquí no nos andamos con ceremonias, Nicola –indicó el exterior con la mano–. Esta es la propiedad.

Era mucho mayor de lo que ella había imaginado. En el lado más próximo estaba la vivienda, con dos alas laterales en forma de uve que se abrían desde una estructura central. Estaba pintada de blanco, tenía el tejado de color verde y la rodeaba un porche. Pero lo que dejó a Nicola sin respiración fue el jardín. Incluso desde aquella distancia podía ver dos enormes árboles, uno en cada extremo de las alas laterales, así como las grandes copas de los árboles que salpicaban el césped.

–¡Qué jardín más increíble! Es como un oasis.

–Tenemos agua de pozo –dijo Cade–. Pero no he parado aquí para que admiraras la vista. Necesito que sepas algunas cosas para evitar problemas mientras estés aquí.

Nicola frunció el ceño.

–Puede que hayas venido en busca de aventura –continuó él–, pero la tierra no tiene piedad. Olvidarlo es peligroso.

Nicola se estremeció. Luego alzó la barbilla y preguntó:

–De acuerdo, ¿qué debo saber?

–El terreno es ondulado y, por tanto, engañoso. Crees que sabes dónde estás y de pronto te vuelves y no ves ni la casa ni localizas ningún punto de referencia. Así de fácil –Cade chasqueó los dedos–, estás perdida. Por eso no puedes ir por ahí sola.

A Nicola se le encogió el corazón. Se acabaron sus planes de ponerse en forma y de adelgazar gracias al footing. ¡Y ella que se había propuesto volver a Melbourne bronceada y tonificada para demostrar a Diane, a Brad y a sus amigos que había recuperado la confianza en sí misma y ya no era motivo de lástima! Se asió las manos… Y para que la siguiente vez que la dejara un hombre no fuera porque pesaba más de lo que debía.

–Waminda Downs tiene una extensión de doce mil kilómetros cuadrados –añadió él–, lo que significa un terreno enorme a cubrir si alguien se pierde.

Nicola entendió el mensaje: si alguien se perdía no tenía la seguridad de ser encontrado.

–¿Ves el perímetro marcado con una valla blanca?

–Sí.

–Cerca los dos kilómetros cuadrados en los que están la vivienda y los edificios anexos. Dentro de ese perímetro, puedes moverte con libertad; pero nunca lo traspases sola.

¡Eso era espacio suficiente para ella!

–Recibido.

–Y quiero que tú y las chicas permanezcáis alejadas de los pastos del ganado –Cade señaló unos prados en la parte más alejada. Luego fue nombrando los distintos edificios–. Esa es la caseta de las herramientas. Luego está el cobertizo y los establos, seguidos de las estancias de los y las trabajadoras, y al fondo, las de los vaqueros y sus familias.

Nicola parpadeó. Evidentemente, Waminda Downs constituía una pequeña población en sí misma.

–¿Por qué no podemos acercarnos al ganado? –preguntó Nicola para saber exactamente cuáles eran los peligros y así evitarlos.

–El otro día metimos en el corral una partida de caballos salvajes y vamos a empezar a domarlos. Es un trabajo peligroso.

–Muy bien. ¿Debo saber algo más?

–Lleva siempre una botella de agua contigo, un sombrero y crema protectora. Estamos en verano y al mediodía el sol no perdona.

–No se preocupe, soñar Hindmarsh, no dejaré que las niñas salgan entre las once y las tres.

–Podéis usar el jardín; es sorprendentemente fresco –tras una pausa, Cade añadió–: Y una última cosa –algo en su tono hizo que Nicola se volviera: Mi nombre es Cade, intenta usarlo.

Nicola nunca había tenido ningún problema en llamar por su nombre a sus jefes, pero de pronto se dio cuenta de que no quería tratar con familiaridad a aquel hombre. Tragó saliva. Era demasiado… Guapo; demasiado seguro de sí mismo. Le hacía ser consciente de todo aquello de lo que ella carecía.

Pero también era absurdo pensar que iban a tratarse formalmente cuando iba a ser la niñera de sus hijas. Alzó la barbilla: se mostraría serena y fría; competente y madura. Conseguiría ser respetada. Se humedeció los labios y él siguió el gesto con la mirada.

–Cade –dijo ella finalmente más como un susurro que con la firmeza que había intentado imprimirle.

Él enarcó una ceja.

–¿Ves cómo no es tan difícil?

Y arrancó el vehículo. Durante el resto del trayecto, Nicola guardó silencio y se concentró en el jardín a la vez que intentaba identificar lo que brillaba en los troncos de los árboles y qué eran las figuras que salpicaban el césped.

Cuando se acercaron los bastante, se quedó boquiabierta. El brillo lo provocaba el espumillón y las figuras… ¡Eran recortes de madera de tema navideño pintados en colores brillantes!

En un lateral, había un trineo de Papá Noel tirado por cuatro renos; en otro, estaba el propio Papá Noel, con regalos a sus pies. Copos de nieve dorados y plateados colgaban del techo del porche junto con estrellas rojas y verdes… Los postes de la baranda también estaban cubiertos de espumillón.

Nicola se estremeció. ¡Navidades! Aunque sabía que no podría evitarlas por completo puesto que Cade tenía dos hijas pequeñas, había pensado que en un territorio tan alejado se celebraría con menos parafernalia, más discretamente. Y comprobar que no era así le encogió el corazón.

El vehículo se detuvo al inicio de un paseo bordeado de gigantes bastones de caramelo que probablemente se iluminarían por la noche. Al final del paseo, cuatro escalones anchos ascendían al porche y a la puerta principal, cuya solidez quedaba demostrada porque no se hundía bajo el peso de una enorme corona. A ambos lados, colgando del techo, había dos ángeles de madera que anunciaban con trompetas la llegada de las estúpidas fiestas,

Nicola se mordió la lengua para no hacer algún comentario inoportuno. Apretó los puños y parpadeó para contener las lágrimas. Estar rodeada de decoraciones navideñas hacía aún más presente todo aquello que había perdido y que nunca recuperaría.

Era la primera semana de diciembre. Nicola había pedido un mes libre sin sueldo de su trabajo como profesora, además de las cuatro semanas de vacaciones de Navidad, porque la Navidad y «preparativos de boda» se habían convertido en sinónimos en su mente. Pero en aquel instante tenía ante sí lo mismo de lo que huía. ¡Qué ironía! Tragó saliva e intentó no notar el dolor que se extendía por su pecho.

–Estoy seguro de que no te esperabas esto –comentó Cade, riendo. Nicola no pudo articular palabra–: ¿Qué te parece?

¡Lo odiaba! Pero no podía correr el riesgo de ofender a su jefe. Intentó pensar en algo lo bastante neutro, pero para cuando se volvió a Cade vio que este había percibido su reacción y que la observaba con escepticismo.

Aunque no logró sonreír, Nicola consiguió sonar animada:

–¡Pensar que creía que había dejado todo esto atrás al irme de Melbourne!

Él apretó los labios.

–Así que es eso de lo que huyes.

–Yo no estoy huyendo de nada –tomarse un tiempo no era lo mismo que huir.

Cade siguió estudiándola con sus penetrantes ojos azules y ella sintió el corazón en la garganta.

–El generador que he traído es para encender todas las luces de colores que pienso instalar en las próximas semanas.

La propiedad terminaría pareciendo un sobrecargado palacio de un cuento cursi. Nicola tomó aire. O una tarta nupcial.

–Este año vamos a celebrar la Navidad a lo grande. Si eso es un problema, puedo llamar a Jerry para que la lleve de vuelta, señorita McGillroy.

¿Y pasar las Navidades en Melbourne? ¡Ni hablar! Al menos allí no la conocía nadie que sintiera lástima por ella.

–Creía que nos tuteábamos, Cade.

Poco a poco la tensión se relajó. Nicola miró a su alrededor y él comentó:

–Mi madre encontraría todas estas decoraciones de mal gusto –eso animó a Nicola–. Pero como se lo digas a las niñas, te ahogo.

Aunque usó un tono risueño, Nicola no dudó de que cumpliría su amenaza

–Soy su niñera, no una bruja.

–Asegúrate de no equivocarte de personaje.

Nicola lo miró de frente.

–Tampoco creo que tú te parezcas demasiado a Papá Noel.

Competente, sereno en medio de una crisis, intuitivo… Todo eso sí lo aparentaba. Pero ¿jocoso y divertido? Nicola sacudió la cabeza.

–Lo que demuestra que eres muy perspicaz –dijo Cade, pero se revolvió, incómodo, en el asiento, y Nicola recordó que era padre de dos hijas y que la felicidad de estas debía ser su prioridad.

–Jamás estropearía a un niño la magia de la Navidad –le aseguró.

Cade la miró en silencio y finalmente asintió con la cabeza.

–Me alegro de que estemos de acuerdo.

Percibir la devoción que sentía por sus hijas hizo que Nicola sintiera un calor en el pecho que prefería no sentir. Adoptó de nuevo un tono impersonal.

–¿Cuándo voy a conocer a Ella y a Holly?

Cade la miró e indicando la ventanilla, dijo:

–Yo diría que… ahora mismo.

Nicola giró la cabeza y… se enamoró.

Ella, con cuatro años y Holly, dieciocho meses, tenían la sonrisa más encantadora y la expresión más pícara que Nicola había visto en su vida, y corrían hacia ellos con idénticos vestidos rojos y verdes.

Nicola no había calculado el efecto que tendrían en ella cuando planeó mantenerse en todo momento distante y reservada. Salió del coche con una sonrisa de oreja a oreja y la decisión instantánea de que los niños eran una excepción: no mentían ni engañaban; no fingían ser tus amigos y luego te robaban a tu prometido.

No necesitaba proteger su corazón ante las niñas.

 

 

Cade vio a Nicola encontrarse con Ella y Holly y conquistarlas al instante. Se dijo que no era ninguna hazaña. Se negaba a poner medallas a la desconcertante niñera. A pesar de todo lo que habían sufrido, Ella y Holly eran unas niñas abiertas y confiadas. Habrían mostrado el mismo entusiasmo de haberle presentado a Jerry como su nueva niñera.

Pero al poco de observarlas y ver la felicidad que irradiaban, especialmente Ella, en la compañía de una mujer, Cade sintió que le ardía el pecho. La que debía estar allí era su madre y no una niñera. Y eso no lo compensaría ni todo el espíritu navideño del mundo.

Cade cerró los puños. Aun así, les daría las mejores fiestas posibles. Salió del coche en el momento en que Ella preguntaba:

–¿Puedo llamarte Nikki?

Nicola sacudió la cabeza.

–No, pero puedes llamarme Nic, como mis amigos.

Ella aplaudió, pero Cade notó, tal y como había pasado en la pista de aterrizaje, que el rostro de Nicola se ensombrecía al nombrar a sus amigos. Y como entonces, habría querido hacer algo para borrar aquella tristeza de su mirada.

La niñera de sus hijas no era particularmente atractiva. Era de altura y peso normal, aunque quizá un poco rellena. Al verla bajar del avión sonriente, se había sentido satisfecho. Más aún cuando le estrechó la mano. Pero de pronto, se había puesto tensa y arisca por motivos que se le escapaban.

Nicola se inclinó para hablar con las niñas. Tenía un cabello castaño oscuro, corriente, igual que el rostro. Podía decirse lo mismo de su ropa: pantalones pirata y camiseta holgada. Lo único que no tenía nada de corriente en ella eran unos espectaculares ojos. Y las ojeras que los rodeaban.

Aquel año, la Navidad en Waminda Downs debía ser prefecta. Cade metió las manos en los bolsillos. Aunque lo negara, Nicola huía de algo. Por las averiguaciones que había hecho sobre ella sabía que no se trataba de nada criminal. Y por cómo se relacionaba con sus hijas, estaba seguro de que podía confiárselas. En eso su intuición no le había fallado. Le preocupaba más que fuera capaz de estropear las fiestas navideñas.

Ella y Holly merecían disfrutarlas plenamente.

El recuerdo de las anteriores hizo que le subiera la bilis a la boca. No había podido organizar nada para ellas; no había sido capaz de sobreponerse a que Fran lo abandonara, al fracaso de no haber sido capaz de mantener a su familia unida. Había permitido que su amargura, su rabia y su desesperación arruinaran las Navidades.

Por eso aquel año no iba a ahorrar ningún esfuerzo.

Vio que Ella y Holly tomaban a Nicola de la mano y la llevaban hacia el trineo, y recordó la expresión de horror que había puesto al verlo.

Entonces recordó súbitamente parte de la conversación que habían mantenido por teléfono: «Señor Hindmarsh, ¿es usted viudo, separado o divorciado? Sé que es una pregunta personal, pero son situaciones distintas y debería saber cómo han podido afectar a las niñas».

Él le había dicho la verdad: que estaba divorciado. Pero ninguna de las otras candidatas le había hecho esa pregunta. Solo ella había reunido el valor y había superado la incomodidad de hacerla. Que el interés de las niñas estuviera por encima de cualquier otra circunstancia, había sido una de las razones de que se ganara el puesto.

Nicola echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada ante algo que Ella dijo; las niñas rieron con ella y las tres acabaron en el suelo, entrelazadas. El rostro de Nicola se iluminó al estrecharlas contra sí, y Cade sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

–Veo que las niñas han conocido a la nueva niñera.

Cade bajó la vista y vio a su ama de llaves, Martha Harrison, a la que llamaban Harry.

–Sí.

–Y parece que les ha encantado.

Nicola se puso en pie y miró a Cade, recuperando su aire reservado y corriente.

Él presentó a las dos mujeres y pensó que la obvia aprobación de Harry debía relajarlo. Pero según las seguía al interior de la casa y observaba cómo Nicola volvía a envolverse en un manto de envarada reserva, aumentó su inquietud.

Esperó en la cocina mientras Harry y las niñas acompañaban a Nicola a su dormitorio.

–¿Qué te preocupa? –preguntó Harry cuando volvió.

–¿Dónde están Ella y Holly?

Harry rio.

–Ayudando a Nicola a deshacer el equipaje.

Cade resopló.

–¿No la encuentras un poco… tensa?

–A mí me parece que tiene un aire práctico y de no andarse con tonterías, y eso me vale –Harry puso agua a calentar–. No olvides que está lejos de casa y que tiene que hacerse a unas nuevas circunstancias.

Eso era verdad, pero…

Cade tomó aire. Había decepcionado a Ella y a Holly durante demasiado tiempo. Aquel año la Navidad iba a celebrarse en Waminda Downs por todo lo alto, y Nicola tendría que contribuir a que todo saliera a la perfección.

Capítulo 2

 

A LAS seis y diez de la mañana, Nicola salió al porche en shorts, deportivas y una amplia camiseta. A pesar de la hora, el aire estaba ya templado. Resoplando, se estiró a un lado y a otro para resistir la tentación de volver a la cama.

Apretó los dientes y se estiró aún más para intentar tocar el suelo. Seguiría levantándose a las seis aunque la matara. Así podría hacer una hora de ejercicio antes de dar el desayuno a sus pupilas. Pensar en Ella y Holly hizo que brotara una sonrisa a sus labios y se alegró de haberlas incluido como excepción en su nueva personalidad. «Los niños no fingen ser tus amigos y luego te destrozan el corazón», se dijo.

La amargura de ese pensamiento la tomó por sorpresa. Diane y Brad no se habían enamorado para hacerle daño; simplemente, había pasado. ¡Y habían transcurrido ya tres meses!

Concentrándose en su respiración para mitigar el dolor que sentía en el pecho, se recogió el cabello en una coleta

«Mucha gente viene aquí huyendo de algo». Ella no huía. Solo que… Ver a Brad y a Diane juntos le costaba cada vez más; no soportaba la idea de pasar la Navidad en Melbourne y tener que seguir fingiendo que estaba bien, que era comprensiva y madura. Había perdido la alegría y tenía que recuperarla.

Se ajustó la gorra en el preciso momento en el que Sammy, el cachorro de ocho meses Border collie de Ella y Holly, apareció a su lado haciendo cabriolas y batiendo la cola. Se tumbó en el suelo boca arriba y Nicola se inclinó para acariciarlo. Tampoco lograba mantenerse ni fría ni distante con los perros.

–¿Quieres venir a correr conmigo, Sammy? –preguntó, acercándose a los escalones.

Él ladeó la cabeza como si la comprendiera.

–Muy bien, correremos hasta el perímetro y luego hasta ese poste –señaló con el dedo–. Y después volveremos.

«Nicola, ¿qué haces hablando con un perro?» Nicola apretó los dientes para apagar la voz de su madre. «Al menos por fin vas a hacer algo de ejercicio».

Nicola estuvo a punto de volver al interior. Pero Sammy posó las patas delanteras en sus muslos y ella le acarició la cabeza.

–A ti no te importa que este gorda, ¿verdad? –sonrió al ver que Sammy sacudía la cabeza. Ni los perros ni los niños la juzgaban, por eso los adoraba–. Está bien –resopló–. Allá vamos.

Arrancó a correr. El nuevo sujetador que llevaba era cómodo, pero no lo bastante. Y le había costado tanto que había pensado que le serviría como incentivo añadido para perder peso.

Para cuando llegaron a la valla, estaba sin resuello. Miró el reloj. ¡Solo habían pasado tres minutos! Lo sacudió, acercó la oreja para asegurarse de que funcionaba. El tictac sonó con toda claridad.

–Sammy, cambio de planes –dijo, jadeando–. Vamos a correr tres minutos y a caminar los tres siguientes.

Se puso de nuevo en marcha, apartando las dudas y el desánimo. Tenía que tener paciencia. Los malos hábitos no se cambiaban de un día para otro. Como el chocolate no desaparecía de las caderas sin fuerza de voluntad.

Para distraerse del calor que sentía en los pulmones y en las piernas, se concentró en el paisaje. El cielo azul y la luz del sol todavía bajo en el horizonte marcaban el perfil de todo con nitidez. Miró el reloj y suspiró.

–A correr otra vez, Sammy.

Trotaron, en aquella ocasión con más pausa. Y cuando Nicola empezó a sentir que desfallecía, se recordó que las zapatillas le habían costado una fortuna que solo podía justificar si las usaba lo suficiente. Miró el reloj… al menos otro minuto y medio. Bajó la mirada y vio que sus recién estrenadas deportivas ya estaban cubiertas de polvo rojo. En ese momento Sammy saltó delante de ella para abalanzarse sobre un saltamontes. Nicola no tuvo tiempo de reaccionar, tropezó con él y cayó de bruces.

«¡Qué elegante, Nicola!», pensó, escupiendo tierra.

Pero al menos pudo disfrutar de unos segundos de descanso hasta que Sammy decidió lamerle la cara.

–¡Sammy, quieto!

Sammy obedeció al instante a la vez que una sombra se proyectó sobre ella. ¡Cade! Ahogando un gruñido, Nicola se volvió para sentarse. ¿Por qué los momentos más humillantes de su vida siempre sucedían en público?

–¿Te has hecho daño?

–No.

Cade hizo una señal hacia dos trabajadores que los observaban desde la puerta del granero y estos volvieron al interior. Ver que tantas personas habían sido testigos de su caída hizo que Nicola se ruborizara.

–Vamos –dijo Cade, tendiéndole la mano.

Puesto que decirle que la dejara en paz no era posible, Nicola dejó que la ayudara a levantarse. Cade solo se la soltó cuando, tras indicarle la casa con la cabeza, ella asintió.

Se sacudió la cara y la camiseta de polvo, evitando mirar a Cade.

–No hace falta que me escoltes.

–¿Estás segura? –preguntó él, conteniendo la risa.

Nicola cerró los ojos, mortificada. No sabía si prefería que Cade se diera cuenta de que estaba roja de vergüenza o que creyera que era el resultado del poco ejercicio que había hecho.

–Temía que te hubieras torcido el tobillo o la rodilla, pero veo que caminas bien.

–Estoy perfectamente –dijo ella. Lo único dañado era su ego.

–Entonces tenemos que hablar.

Nicola se puso en guardia.

Cade la hizo sentarse en los peldaños de la entrada posterior para inspeccionar sus rodillas y sus codos.

–Estamos lejos de cualquier médico –explicó él cuando ella fue a objetar.

Nicola alzó la mirada al cielo y trató de ignorar el calor que le trasmitían sus dedos.

Cuando se dio por satisfecho, Cade se sentó a su lado.

–¿A qué se debe lo del jogging?

Nicola volvió a ruborizarse. Aquellos ojos azules veían demasiado, y estaba segura de que Cade iba a reírse de ella igual que lo habrían hecho sus amigos si la hubieran visto haciendo ejercicio a primera hora de la mañana.

–¿Nicola?

Nicola alzó la barbilla. ¿No había decidido dejar de agradar a los demás?

–He pensado que podía aprovechar el espacio y aire fresco para… –hizo una pausa, preparándose para la carcajada– ponerme en forma.

Quería fortalecer su cuerpo y su mente. No lo lograría súbitamente, pero al menos podía intentarlo. Haber perdido a su prometido por otra mujer no la convertía en una fracasada.

–No llevabas una botella de agua.

Nicola miró a Cade sorprendida. ¡No se había reído! ¡No pensaba que fuera una idea estúpida! Solo iba a reñirle por no llevar agua.

–Pensaba que al ser tan temprano…

–Debes llevar agua contigo siempre, ¿de acuerdo? –Nicola asintió. Cade entones añadió–: ¿No es un poco pronto para empezar con los propósitos del año nuevo?

–Ponerme en forma y perder peso era un propósito de este año –dijo ella con un suspiro–. Voy retrasada.

La risa de Cade no tuvo la menor malicia, y le templó la sangre.

–Estar en forma es un objetivo loable, pero perder peso… –Cade sacudió la cabeza– es una obsesión de las mujeres.

Si hubiera estado más delgada y hubiera prestado más atención a su apariencia, quizá Brad no la habría dejado por Diane.

Cade la miró detenidamente con los párpados entornados y Nicola sintió una perturbadora reacción en su interior que no le gustó nada.

–Además, estás bien tal y como estás –concluyó él, encogiéndose de hombros.

Nicola apretó los puños. No quería estar «bien», sino espectacular, segura de sí misma… quería dejar a los hombres atónitos. Pero dudaba que pudiera conseguirlo con solo perder algo de peso.

Cade la miró con suspicacia.

–Espero que adelgazar no se convierta en una obsesión mientras estés aquí, y termines poniéndote enferma.

Nicola adivinó cuál era la preocupación de Cade y se apresuró a decir:

–No pienso obsesionarme. Y te prometo que no crearé en las niñas ninguna obsesión por el cuerpo.

Cade se quedó mirándola y ella miró a su vez la hora.

–Tengo que ir a dar el desayuno a Ella y a Holly.

Se puso en pie y escapó.

Cuando más tarde entró con las niñas en la cocina, Cade estaba sentado a la mesa y Nicola perdió el apetito.

–Debes de estar hambrienta después del ejercicio que has hecho –dijo él.

Aunque habló en un tono neutro, su mirada le indicó que se refería a la conversación que habían mantenido previamente.

–Desde luego –dijo ella.

Era verdad que no pensaba obsesionarse con adelgazar. Solo iba a evitar los pasteles y el chocolate.

Tomó cereal con yogurt mientras evitaba mirar con envidia los huevos con beicon y tostadas de Cade

Cereales con yogurt ¡qué ricos! «Mentirosa».

Aunque le costaba entusiasmarse con una dieta baja en calorías y rica en fibra, siguió comiendo porque era consciente de que Cade la vigilaba. Y lo curioso fue que, en lugar de intranquilizarla, lo encontró… reconfortante.

Cuando terminaron el desayuno, Cade dijo:

–Quiero enseñarte algo que puede interesarte.

Nicola lo siguió en silencio. Cade llevaba unos vaqueros que marcaban sus caderas y su firme trasero, del que ella no conseguía retirar la mirada. Todo su cuerpo empezaba a despertar a la sensualidad: notaba la sangre caliente en las venas; el pulso acelerado, un hormigueo en el vientre…

¡De ninguna de las maneras!

Se paró en seco.

–¿Qué pasa? –preguntó él, volviéndose con gesto contrariado.

El pulso de Nicola se desaceleró. Aquel hombre no la veía más que como a una empleada, no la encontraba atractiva como mujer. Así que por mucho que dudara de su propia fuerza de voluntad para resistir la tentación, podía estar tranquila: para él ella no representaba la menor tentación. Estaba allí para asumir la realidad y fortalecerse. Fantasear con su jefe no era la solución.

–¿Nicola?

–Perdona, es que acaba de pasárseme por la cabeza… Nada importante.

Cade sacudió la cabeza y siguió avanzando por el pasillo. Entró en una habitación que estaba al fondo y fue hasta las ventanas para levantar las persianas. Nicola se quedó boquiabierta.

–¿Tienes un gimnasio?

Había una cinta, bicicleta, una máquina de remar y aparatos de pesas.

Nicola recorrió la sala acariciando el equipamiento.

–Es fantástico. ¿Puedo usarlo?

–Claro –el rostro de Cade se tensó al añadir–. Desde que se fue Fran no lo ha usado nadie.

¿Fran?

–Mi exmujer –aclaró él, adelantándose a la pregunta.

La sombra que cruzó su rostro aconsejó a Nicola no hacer preguntas. Aun así, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no posar su mano en el brazo de Cade en un gesto de compasión. Él dio media vuelta y salió sin añadir palabra, y Nicola decidió esperar unos segundos para seguirlo.

 

 

–¿Qué tal te ha ido el día?

Nicola dejó los cubiertos en el plato al darse cuenta de que la pregunta de Cade iba dirigida a ella. Había concluido su segundo día en Waminda Downs y estaban todos juntos sentados a la mesa, cenando. Cade y ella apenas habían intercambiado algunas palabras desde que le enseñara el gimnasio.

–Mu-muy bien, gracias. ¿Y a ti?

En lugar de contestar, Cade preguntó a su vez:

–¿Te han dado algún problema las niñas?

Nicola las miró y sonrió. Habían pasado un día delicioso.

–Tus hijas son maravillosas. No te imaginas cuánto me gusta estar con ellas.

Cade sonrió a su vez.

–Se te nota en la cara.

Nicola se dijo que ese era otro aspecto de su personalidad que debía mejorar: no quería que sus emociones se reflejaran tan abiertamente en su rostro; quería resultar enigmática, distante.

–No pretendía criticarte –dijo él en voz baja.

¡Definitivamente, tenía que trabajar en ello!

Nicole suavizó su expresión y sonrió.

–Quería darte las gracias por dejarme usar el gimnasio.

Cade se encogió de hombros, pero una sonrisa bailó en sus ojos.

–¿Qué tal te va en la cinta? ¿Consigues mantener el equilibrio?

Nicola estuvo a punto de atragantarse con el agua que estaba bebiendo, pero la sonrisa de Cade le hizo sonreír.

–¡Ese es un golpe bajo!

–No he podido resistirme –Cade bebió de su cerveza–. ¿Has tenido algún problema con alguna de las máquinas?

–Todo funciona perfectamente. Aunque la odie, al menos la cinta es mucho más fácil de usar que la maldita máquina de remo.

Cade la miró por un instante y luego estalló en una carcajada. Harry rio quedamente. Ella también rio, aunque más por unirse a los demás que porque supiera el motivo de la risa. Para no ser menos, Holly se sumó a la risa general.

«Nicola Ann, ¿siempre tienes que ser tan bocazas?».

Nicola se enfadó consigo mismo. Se suponía que estaba desarrollando una personalidad sofisticada y acababa diciendo lo primero que se le pasaba por la cabeza y resultando una payasa.

La frustración hizo que apretara los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. ¿Cuándo iba a aprender a pensar antes de hablar?

«Fracasada, inútil, servil».

Los insultos de su madre se sucedieron en su mente, y aún más altos, en su propia voz. Cerró los ojos y tomó aire.

–Lo siento, ha sonado fatal. Quería decir que…

Cade enarcó una ceja. Dejó de reír, pero siguió sonriendo y su sonrisa contagió a Nicola.

–Las máquinas son magníficas. Soy yo la que tiene una relación ambivalente con el ejercicio.

–Querida, a mí me pasa lo mismo –dijo Harry, dándole una palmadita en el brazo–. ¿Qué te parece si yo baño a las niñas mientras tú llenas el friegaplatos?

Era evidente que Harry adoraba a las niñas, y si quería bañarlas, Nicola no tenía ningún problema en distribuir con ella las tareas.

–Muy bien –se puso en pie y empezó a recoger la mesa.

–¡Nic, no olvides que has prometido leerme un cuento! –le recordó Ella.

Nicola puso los brazos en jarras y dijo:

–¿Cómo iba a olvidarme de algo tan importante?

Ella siguió a Harry riendo. Nicola miro hacia la mesa y vio que Cade la observaba, y aunque no supo interpretar su expresión, se le puso la carne de gallina. Fue a decir algo para romper el silencio, pero cerró los labios. La charlatanería no tenía nada de sofisticado. Llenó el friegaplatos sometiéndose a su silencioso escrutinio.

–Nicola –dijo él finalmente–. No me pega que seas una entusiasta del gimnasio.

No. Ella era más aficionada a acurrucarse en un sillón con un buen libro y una tableta de chocolate, pero no estaba dispuesta a admitirlo.

–Y como sabes, tampoco se me da bien correr al aire libre –dijo, con lo que confió que resultara una sonrisa serena–. A pesar de lo que he dicho, te estoy muy agradecida por dejarme usar el gimnasio –puso jabón en el friegaplatos y lo encendió–. Espero seguir usándolo.

Cade se puso en pie.

–Ven, quiero enseñarte algo.

Esas habían sido sus palabras cuando la llevó al gimnasio. Percibiendo que titubeaba, Cade insistió:

–Te aseguro que te va a encantar.

 

 

Nicola olía a mermelada de fresa. Cade lo había notado el día anterior, al ayudarla a levantarse del suelo. Desde entonces no había conseguido ni olvidarse de su olor ni dejar de ansiar volver a percibirlo. Mientras caminaba a su lado hacia los establos, lo aspiró hasta llenarse los pulmones.

La miró de soslayo. Seguía siendo un enigma. Cuando se relajaba y decía lo que pensaba, incluso riéndose de sí misma, conseguía hacerle reír. Con las niñas parecía bajar sus defensas, pero no así con Harry o con él. Especialmente con él.

Y sus ojeras lo inquietaban. Le hacían pensar en la amargura y la desesperación de las últimas Navidades, y ese era un recuerdo que quería borrar. Por eso estaba empeñado en que las de aquel año estuvieran llenas de esperanza y felicidad.

Frunció los labios. Tenía la intuición de que sacrificarse a diario en el gimnasio no iba a contribuir a borrar las ojeras de Nicola ni a insuflarle espíritu navideño. Tenía la impresión de que era más alguien a quien le gustaba jugar en equipo, independientemente de cuál fuera el deporte en cuestión: baloncesto, cricket o voleibol. Pero dado que, al menos hasta que llegara el resto de su familia, no podría organizar un partido, solo le quedaba una baza para ganársela y que se relajara.

La condujo al interior del cobertizo. Ella lo miró con sus increíbles ojos como si fuera a decir algo, pero no lo hizo, y Cade se preguntó por qué se esforzaba tanto en callar. La tomó del brazo y la guio a través de una puerta al establo. Los ojos de Nicola se abrieron a medida que avanzaban entre los cubículos de los caballos. Su respiración se aceleró y Cade sintió bajo la mano que su sangre se aceleraba.

La soltó, diciéndose que era un estúpido y que no debía tocarla. Deteniéndose ante uno de los cubículos, señaló al animal. La yegua cabeceó suavemente y acercó el hocico para recibir el terrón de azúcar que Cade había robado en la cocina.

–Esta es Scarlett O’Hara –dijo a Nicola, que miraba al caballo como si fuera el primero que veía en su vida–. Está a tu disposición mientras estés en Waminda Downs.

Ella lo miró como si no hubiera entendido bien y Cade empezó impacientarse. ¿Se habría equivocado? A Nicola le gustaban los niños y los perros. Parecía lógico que también le gustaran los caballos.

Se encogió de hombros.

–Claro que si no quieres montar, no pasa nada. Pero si te apetece, me encantará enseñarte.

Los ojos de Nicola se humedecieron y él dio un paso atrás ¿Iba a llorar? Había pretendido animarla, no tener una escena.

Nicola entrelazó las manos bajo la barbilla.

–¿De verdad me enseñarías?

Por un instante, Cade pensó que parecía Ella. Hizo rotar los hombros y la observó con prevención.

–Claro.

Nicola tragó y sus ojos recuperaron su aspecto normal… O tan fascinante como era normal en ellos.

Alargó la mano hacia el cuello de Scarlett.

–Toda mi vida he querido aprender a montar.

Su rostro se iluminó y sonrió como lo hacía cuando hablaba con Ella y con Holly: una sonrisa enorme, genuina. Cade sintió el impacto de aquella sonrisa en el pecho; el suelo vibró bajo sus pies y por sus venas corrió un fuego que se asentó en su ingle. Por primera vez en dieciséis meses lo sacudió un intenso deseo.

Retrocedió un paso.

–Primera lección mañana a las seis y cuarto –dijo. Y dando media vuelta se fue apresuradamente, sin tan siquiera contestar al agradecimiento que Nicola gritó a su espalda.