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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Louise Fuller

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión húngara, n.º 2441 - enero 2016

Título original: Vows Made in Secret

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7650-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

FRUNCIENDO el ceño, con un mechón de pelo oscuro cayendo sobre su frente, Laszlo Cziffra de Zsadany miró a la joven de liso pelo rubio, notando el contraste entre la inocencia de sus ojos grises y la apasionada promesa de sus carnosos labios.

Era preciosa. Tan preciosa que resultaba imposible no mirarla. Tal belleza podría seducir y esclavizar. Por una mujer así, un hombre renunciaría a un trono, traicionaría a su país y perdería la cabeza.

Laszlo sonrió, irónico. Incluso podría casarse con ella.

Pero la sonrisa desapareció de inmediato. Desazonado, se inclinó hacia delante para mirar la inscripción en la parte inferior del cuadro. Katalina Csesnek de Veszprem.

Aunque sus ojos estaban clavados en la inscripción, no podía dejar de pensar en el rostro de la modelo. ¿Qué tenía aquel cuadro que le resultaba tan inquietante? Pero mientras se hacía la pregunta sabía muy bien cuál era la respuesta.

La cólera se mezclaba con la tristeza mientras miraba ese rostro, sin ver a Katalina, sino a otra mujer cuyo nombre jamás era pronunciado, porque de hacerlo le quemaría en los labios. Además, no se parecía tanto. Había cierto parecido en el color de la piel, en los ojos, en la forma de la barbilla, pero eso era todo.

Desconcertado por las intensas emociones que despertaban en él esos ojos grises, miró por la ventana los verdes campos húngaros... y se quedó helado al oír el canto de un búho. Daba mala suerte escucharlo a la luz del día y entornó sus ojos dorados mientras levantaba la cabeza para buscar al ave en el cielo azul.

Tras él sonó un golpe cuando Besnik, su perro, se dejó caer pesadamente en el suelo. Suspirando, Laszlo alargó una mano para acariciar las sedosas orejas del animal.

–Tienes razón, necesito un poco de aire fresco –murmuró, chascando los dedos para que el animal se levantase–. Venga, vamos, antes de que empiece a ver duendes.

Caminó lentamente por los corredores del castillo. Las paredes recubiertas de madera brillaban bajo las luces y el familiar olor a cera y lavanda lo tranquilizó un poco mientras bajaba por la escalera de piedra. Pasó frente al despacho de su abuelo y, al notar que la puerta estaba entreabierta, asomó la cabeza. Su abuelo, Janos, estaba sentado frente al escritorio.

Se le encogió el corazón al ver su aspecto frágil y arrugado. Seis años después de la muerte de su mujer, Annuska, su abuelo parecía seguir llevando el peso de su muerte sobre los hombros. Vaciló por un momento y luego, despacio, cerró la puerta. El anciano parecía estar meditando y entendió que necesitaba estar solo.

Se preguntó por qué estaría despierto tan temprano, y entonces lo recordó. Seymour llegaba aquel día.

Era lógico que Janos no pudiese dormir. Coleccionar arte había sido su afición durante más de treinta años, una obsesión privada, personal. Pero aquel día, por primera vez, mostraría su colección a un extraño, un experto, Edmund Seymour, que viajaría hasta allí desde Londres.

Laszlo hizo una mueca. Desconfiaba instintivamente de los desconocidos y no le apetecía tener que soportar a un hombre con quien jamás había intercambiado una sola palabra, pero cuya compañía tendría que soportar durante semanas.

Asomó la cabeza en la cocina y dejó escapar un suspiro. Por suerte, Rosa no se había levantado. No estaba preparado para enfrentarse a ella. Aparte de su abuelo, el ama de llaves era la única persona a quien no podía ocultar sus sentimientos. Solo que, al contrario que Janos, Rosa era perfectamente capaz de interrogarlo.

Abrió la cavernosa nevera y dejó escapar un gruñido al ver los embutidos y ensaladas colocados en las estanterías. La comida había sido siempre un consuelo durante la larga enfermedad de su abuela. Para cuando murió, se había convertido en una pasión que lo había llevado a financiar un restaurante en el centro de Budapest. Había sido un riesgo y representó mucho trabajo, pero le gustaban ambas cosas y, en ese momento, era el propietario de una cadena de lujosos restaurantes.

Laszlo levantó la barbilla. Ya no era solo el nieto de Janos, sino un empresario millonario e independiente gracias a su trabajo.

Se sentía orgulloso de ser un Zsadany, pero ese apellido conllevaba ciertas responsabilidades. Como, por ejemplo, la visita de Seymour. Laszlo apretó los dientes. Si el maldito hombre llamase para cancelar la visita...

Su móvil empezó a sonar entonces y, sintiéndose tontamente culpable, lo sacó con manos temblorosas del bolsillo. Era Jakob, el abogado de la familia.

–Buenos días, Laszlo, pensé que ya estarías levantado. Temía que lo hubieses olvidado, así que llamo para recordarte que hoy tienes una visita.

Laszlo sacudió la cabeza. Qué típico de Jakob, llamar para verificar algo. Jakob Frankel era un buen hombre, pero no podía bajar la guardia con él, ni con nadie que no fuese de la familia. Después de lo que ocurrió la última vez, no volvería a hacerlo nunca.

–Sé que no me creerás, pero la verdad es que sí recordaba la visita de Seymour.

El abogado se rio, incómodo.

–Muy bien. Un coche irá a buscarlo al aeropuerto, pero si pudieras estar en casa para recibirlo...

–Por supuesto que sí –lo interrumpió Laszlo, irritado–. Estaré aquí para recibirlo. ¿Puedo hacer algo más?

Era lo más parecido a una disculpa.

–No creo que sea necesario –se apresuró a decir Jakob, el deseo de cortar la conversación le hacía olvidar su habitual deferencia.

Durante casi toda su vida, la afición de su abuelo por el arte le había parecido algo frío, impersonal y sin sentido. Pero la muerte de Annuska había cambiado esa opinión, como había cambiado todo lo demás.

Tras el entierro, la vida en el castillo se había vuelto triste. Janos estaba inconsolable y la tristeza se había convertido en una depresión, un letargo que nada era capaz de curar. Laszlo estaba desesperado mientras las semanas y los meses se convertían en años. Hasta que, poco a poco, su abuelo había vuelto a ser el mismo de siempre. La razón de esa recuperación había sido algo totalmente inesperado, un montón de cartas entre Annuska y Janos le habían recordado su pasión por el arte.

Tímidamente, sin atreverse a esperar demasiado, Laszlo había animado a su abuelo a revivir su antigua afición. Para su sorpresa, Janos empezó a animarse y entonces, de repente, decidió catalogar su colección de arte. Para ello, se habían puesto en contacto con la casa de subastas de Seymour en Londres y su propietario, Edmund Seymour, había sido invitado a visitar el castillo.

Laszlo hizo una mueca. La felicidad de su abuelo era lo más importante, pero ¿cómo iba a soportar a un extraño en su casa?

La voz de Jakob interrumpió sus pensamientos.

–Sé que no te gusta tener gente en la casa –el abogado se aclaró la garganta–. Lo que quiero decir es...

Laszlo lo interrumpió con sequedad:

–Hay más de treinta habitaciones en el castillo. Creo que podré soportar a un invitado, ¿no te parece?

Seymour podría quedarse durante un año si eso hacía feliz a su abuelo. ¿Qué importaban unas semanas? Desde la muerte de Annuska, el tiempo había dejado de tener importancia. Nada importaba salvo curar a Janos de su tristeza.

–Me las arreglaré –insistió, malhumorado.

–Sí, claro, claro –el abogado se aclaró la garganta–. Puede que incluso lo disfrutes. De hecho, Janos me decía ayer que su visita podría ser una buena excusa para invitar a los vecinos a cenar o tomar una copa. Los Szecsenyi son encantadores y tienen una hija de tu edad.

A la luz de la mañana, la habitación le parecía gris y fría como una tumba. Laszlo apretó el teléfono intentando calmarse.

–Lo pensaré –dijo por fin. Intentaba parecer agradable, pero había una nota acerada en su voz–. Claro que nuestro invitado podría preferir los cuadros a la gente.

Él sabía lo que quería su abuelo y por qué había hecho que Jakob lo sugiriese. El anhelo secreto de Janos era ver a su único nieto casado, compartiendo su vida con una mujer. Y era lógico. Al fin y al cabo, él había sido increíblemente feliz durante sus cuarenta años de matrimonio.

Laszlo apretó los puños. Si pudiese hacerlo, si pudiese casarse con una mujer dulce y guapa como Agnes Szecsenyi, eso valdría más que cincuenta colecciones de arte.

Pero eso no iba a pasar porque guardaba un secreto. Y por muchas citas que su abuelo preparase, de ellas no iba a salir ninguna esposa.

 

 

–Has leído mis notas, ¿verdad, Prue? Pero tienes tendencia a pasar por encima...

Apartando un mechón de pelo rubio de sus ojos grises, Prudence Elliot tomó aire mientras contaba lentamente hasta diez. Su avión había aterrizado en Hungría una hora antes, pero aquella era la tercera vez que su tío Edmund llamaba para ver lo que estaba haciendo. En otras palabras, estaba vigilándola.

–No quiero ser pesado –siguió él–, pero es que... bueno, me gustaría estar ahí contigo. ¿Lo entiendes?

La voz de su tío interrumpió sus pensamientos y la ansiedad fue inmediatamente reemplazada por un sentimiento de culpabilidad. Pues claro que lo entendía. Edmund había levantado la casa de subastas que llevaba su nombre y aquel día hubiera sido uno de los más importantes de su carrera, el pináculo de su vida profesional. Catalogar la legendaria colección del recluso multimillonario húngaro Janos Almasy de Zsadany era un sueño para cualquier aficionado al arte.

Un poco asustada, Prudence recordó la emoción del rostro de Edmund cuando fue invitado a visitar el castillo Zsadany.

–Janos Almasy de Zsadany es un Medici moderno, Prue –le había dicho–. Por supuesto, nadie sabe el contenido exacto de la colección, pero haciendo una evaluación conservadora yo diría que vale más de mil millones de dólares.

Debería ser Edmund, con sus treinta años de experiencia, quien estuviera sentado en la elegante limusina y no ella, que temía no estar a la altura. Pero Edmund estaba en Inglaterra, confinado en la cama, recuperándose de un ataque de asma.

Miró los oscuros campos por la ventanilla mordiéndose los labios. Ella no quería ir a Hungría, pero no había tenido alternativa. Edmund debía mucho dinero y el negocio estaba en peligro. El dinero del inventario podría equilibrar los números, pero el abogado de la familia Zsadany había insistido en que el trabajo debía empezar inmediatamente. De modo que, a regañadientes, había aceptado ir a Hungría.

Oyó a Edmund suspirar al otro lado de la línea.

–Lo siento, Prue. No deberías tener que soportar mis charlas cuando te estás portando tan bien.

De inmediato, se sintió avergonzada. Edmund era como un padre para ella. Se lo había dado todo: un hogar, una familia, seguridad e incluso un puesto de trabajo. No iba a defraudarlo cuando más la necesitaba.

Tomando aire, intentó infundir confianza en su voz:

–No te preocupes, Edmund. Si necesito algo o tengo alguna duda, te llamaré. Pero todo va a ir bien, te lo prometo.

Después de cortar la comunicación se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos, pero el coche empezó a aminorar la marcha y cuando los abrió de nuevo dos grandes portalones de hierro se abrían para dejar paso a la limusina. Un minuto después, estaba frente a un enorme castillo de piedra gris que parecía sacado de un cuento.

El ama de llaves la acompañó a un agradable saloncito, suavemente iluminado por una colección de lámparas y las llamas de una chimenea encendida. Estaba a punto de sentarse en un viejo sofá Knole cuando se fijó en el cuadro.

Su corazón empezó a latir como loco. Dio un paso adelante y alargó una mano temblorosa para tocar el marco mientras miraba alrededor. Se sentía mareada, como si hubiera despertado de un sueño. Había dos Picassos, del período rosa, un exuberante Kandinsky, un retrato de Rembrandt que hubiese hecho entrar a Edmund en éxtasis y un par de exquisitos aguafuertes de Lucian Freud.

Seguía impresionada cuando oyó una voz burlona tras ella:

–Por favor, acérquese más. Me temo que nosotros no les hacemos ningún caso a esos pobres cuadros.

Prudence se puso colorada. Que alguien la pillase cotilleando era horrible, pero, cuando ese alguien era su anfitrión y uno de los hombres más ricos de Europa, resultaba mortificante.

–Lo siento –empezó a disculparse mientras se daba la vuelta–. ¿Qué debe pensar...?

El resto de la frase murió en su garganta. Porque no era Janos Almasy de Zsadany quien estaba frente a ella, sino Laszlo Cziffra.

Laszlo Cziffra. Una vez su nombre había tenido un sabor ardiente en su boca, pero en ese momento era amargo. Sintió que se le encogía el corazón mientras la habitación parecía dar vueltas. No podía ser Laszlo, no podía ser. Pero lo era.

Con sus altos pómulos, el brillante pelo negro y los ardientes ojos de color ámbar, era casi el mismo chico del que se había enamorado siete años antes; su hermoso chico gitano. Solo que ya no era suyo ni era un chico. Era innegablemente un hombre; alto, de anchos hombros, intensamente varonil, y con una madurez que no había tenido siete años antes.

Prudence sintió un escalofrío.

Eran sus ojos lo que más había cambiado. Una vez, al verla, habían brillado con centelleante pasión, pero en aquel momento eran tan fríos y apagados como la ceniza.

No podía respirar y se llevó una mano involuntariamente a la garganta. Laszlo había sido su primer amor, su primer amante. Había sido como la luz del sol y la tormenta. Nunca había deseado nada ni a nadie como a él. Y Laszlo se había fijado en ella. La había elegido a ella con una determinación que la dejó exultante, feliz. Se había sentido inmortal. Su amor era una verdad inmutable tan permanente como la salida y la puesta del sol.

O eso había creído siete años antes.

Pero estaba equivocada. Su pasión por ella había abrasado como carbones encendidos y después se había apagado como una supernova.

Prudence tragó saliva. Fue lo más terrible que le había pasado nunca. Después de una felicidad tan grande, creyendo en su amor, esa frialdad había sido como la muerte. Y, de repente, como un fantasma de un paraíso perdido, allí estaba, desafiando a la lógica y la razón.

No podía ser real. Y, si era real, ¿qué hacía allí? No tenía sentido. Lo miró, buscando alguna respuesta. Le dio un vuelco el estómago al recordar la última vez que lo vio... siendo empujado al interior de un coche de policía, con rostro sombrío y desafiante.

No podía entender qué hacía Laszlo en un sitio como aquel. Y, sin embargo, allí estaba, como si fuera el dueño del castillo.

En su fuero interno siempre se había imaginado que habría vuelto al mal camino. Verlo en aquella habitación, a un metro de ella, era más de lo que podía soportar. Intentaba buscar una explicación y no la encontraba.

–¿Qué... qué haces aquí? –consiguió decir, su voz sonó quebrada y frágil como la de un alma enfrentándose al purgatorio.

Laszlo miró a Prudence con expresión fría y seria, aunque por dentro se sentía como si hubiera caído desde una gran altura. Intentaba encontrar alguna explicación, cada una más desesperada que la anterior. Y durante todo el tiempo, como en una película muda, recordaba su breve e infortunada historia de amor.

Pero le fallaban las palabras porque había borrado toda traza de ella tan completamente que tenerla delante lo mareaba.

–Yo podría hacerte la misma pregunta –consiguió decir.

Y entonces, sorprendido, recordó que esa misma mañana había conjurado su recuerdo. Temblando, sintió que el vello de la nuca se le erizaba al recordar el grito del búho. ¿De alguna forma él mismo la había conjurado?

No, por supuesto que no. Estaba claro que ella no había ido a buscarlo, porque su sorpresa era evidente. Entonces, ¿qué estaba haciendo allí?

La miró, esperando una respuesta.

Prudence se sentía mareada. Debía de estar en una realidad paralela, porque no encontraba otra explicación. ¿Por qué si no estaría Laszlo Cziffra en un aislado castillo de Hungría? A menos que... se le heló la sangre en las venas. ¿Era posible que trabajase para el señor De Zsadany?

Se sintió enferma al recordar su indiferencia cuando le dijo que se marchaba, que todo había terminado. Pero eso había sido siete años atrás. Después de tanto tiempo, deberían poder tratarse con cierta urbanidad al menos. Sin embargo, él la miraba con frío desdén.

–No lo entiendo... –había perdido el color de la cara mientras atravesaba la alfombra persa–. ¿Qué haces aquí? Tú no puedes estar aquí.

Laszlo se sentía como si el suelo se abriera bajo sus pies, como un barco sacudido por la tormenta, pero no tenía intención de revelarle cuánto lo afectaba su presencia.

Respirando profundamente, intentó calmarse.

–Pero aquí estoy –anunció–. ¿Por qué tiemblas, pireni?

Prudence intentó ignorar lo guapo que estaba y su aterradora proximidad, pero ese apelativo cariñoso parecía echar raíces dentro de su corazón.

Se miraron el uno al otro en silencio, como habían hecho cientos, miles de veces.

La voz masculina los sobresaltó a los dos.

–Ah, aquí están. Siento llegar tarde, el tráfico era espantoso –un hombre grueso de mediana edad, pelo rubio y expresión acongojada entró en la habitación y le ofreció su mano–. Siento mucho no haber podido ir al aeropuerto, señorita Elliot. Pero ha recibido mi mensaje, ¿verdad?

Incapaz de articular palabra, ella asintió con la cabeza. Había sentido un momentáneo alivio ante la llegada del extraño, pero el alivio era prematuro porque sus palabras dejaban claro que la presencia de Laszlo solo era una sorpresa para ella.

–Veo que ya se conocen –empezó a decir el hombre, después de aclararse la garganta–. Soy Jakob Frankel y trabajo para el bufete que representa los intereses del señor De Zsadany. Permítame decirle en nombre de la familia lo agradecidos que estamos por venir a última hora.

Laszlo tenía que hacer un esfuerzo para contenerse mientras intentaba entender lo que estaba pasando. Jakob le había dicho que Edmund Seymour estaba enfermo y que otra persona de la casa de subastas iría al castillo.

No le había dado importancia porque un desconocido no era diferente de otro desconocido, pero de repente las palabras de Jakob adquirían un nuevo significado: la persona que había reemplazado a Seymour era Prudence Elliot. Y eso significaba que tendrían que vivir bajo el mismo techo durante al menos unas semanas.

–Encantada –dijo ella con voz ronca.

–Todos le estamos muy agradecidos.

Prudence abrió la boca para decir algo, pero Laszlo la interrumpió: