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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Michelle Douglas. Todos los derechos reservados.

EL SECRETO DE LA SECRETARIA, N.º 2454 - abril 2012

Título original: The Secretary’s Secret

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0016-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

PRÓLOGO

KIT oyó el timbre del intercomunicador que tenía sobre el escritorio y se sobresaltó.

–Si pudiera pasar ya, señorita Mercer…

A Kit se le aceleró el corazón al oír aquella voz. Y cuando se inclinó hacia delante para apretar el botón se sorprendió de que no le temblara la mano, a diferencia del resto del cuerpo.

–Por supuesto, señor.

Su voz se parecía más a la de Marilyn Monroe que a la de una secretaria formal, por mucho que intentara imitar la formalidad con la que se comportaba su jefe.

Una formalidad que le encantaba y la llenaba de energía.

Agarró el cuaderno de notas y se contuvo para no correr hasta su despacho. Tranquila. Con calma. Con una amplia sonrisa. ¡Sin ningún tipo de esperanza!

Aun así, se detuvo en la puerta para alisarse la falda. Y desabrocharse el botón de arriba de la blusa. Al rozarse el cuello con los dedos, se detuvo un instante, recordando…

Una ola de calor la invadió por dentro.

Hizo todo lo posible por ignorar las imágenes que se agolpaban en su cabeza. No quería parecer una adolescente agonizando por su primer amor. Quería parecer una mujer que sabía lo que quería. Controlada. Y seductora.

Se mordió el labio inferior para evitar sonreír. Lo que deseaba era que Alex la mirara, le dedicara una de sus sonrisas más sexy y la tomara entre sus brazos. Que la besara. Que despejara su enorme escritorio y le hiciera el amor.

Kit notó que le flaqueaban las piernas y que los pechos se le ponían turgentes. Tragó saliva para intentar calmar su respiración. «¡Basta!», se dijo en voz baja. Alex había dejado bien claro cómo quería jugar aquel juego. Y la noche anterior le había demostrado lo bien que podían jugar juntos. Kit sonrió de nuevo. No podía dejar de sonreír. Esa mañana jugarían con las normas de Alex. Y por la noche…

No. Tendría mucho tiempo para pensar en ello más tarde.

Levantó la mano para comprobar el estado del moño en el que se había recogido el cabello y abrió la puerta.

–Buenos días, señor.

–Siéntese, señorita Mercer –señalando su cuaderno de notas, añadió–. No lo necesitará.

Ella lo dejó en el escritorio y entrelazó los dedos sobre su regazo. Le encantaba la expresión seria de su rostro y no podía esperar a que él dijera algo sexy con su voz masculina. Deseaba quitarse las horquillas del cabello para soltarse la melena y rodear el escritorio contoneándose hasta acercarse a él. Una vez que estuviera frente a él, se sentaría sobre el escritorio y cruzaría las piernas asegurándose de que se le levantaba la falda y se le veía el liguero de encaje. Después se desabrocharía la blusa despacio y dejaría a la vista sus pechos cubiertos por un sujetador de encaje a juego con el liguero.

Todo, sin dejar de mirarlo a los ojos.

Lo miró fijamente y contuvo la respiración, deseando llevar a cabo su fantasía. Aquel hombre era todo con lo que ella siempre había soñado. La noche anterior se lo había demostrado, ofreciéndole la velada más maravillosa de su vida.

Kit recordaba el tono de su voz y cómo el aroma de su cuerpo permanecía en las sábanas que había puesto a lavar aquella misma mañana, antes de marcharse al trabajo. Haría falta algo más que jabón y agua para borrar sus recuerdos. Aunque, por supuesto, formarían recuerdos nuevos y…

–¿Kit?

La voz entrecortada de Alex hizo que volviera a la realidad. Ella se percató de que había estado tan abstraída en sus pensamientos que no había registrado ni una sola palabra de lo que él había dicho.

–Lo siento. Estaba a miles de kilómetros de distancia –dijo, haciendo un gran esfuerzo por contener una sonrisa.

Él suspiró y la miró fijamente. Ella pestañeó y frunció el ceño. ¿Qué diablos se había perdido? ¿Habría ido algo mal con el contrato de los Dawson? El contrato que Alex llevaba ocho meses esperando.

Él se inclinó hacia delante y preguntó:

–¿Recibo toda tu atención?

Ella tragó saliva.

–Sí.

–Te decía que lo que sucedió anoche fue desafortunado y lamentable.

Cada una de sus palabras era como una puñalada.

¡No!

–Y estoy seguro de que estás de acuerdo conmigo.

¿Lamentable y desafortunado? Kit sintió que se le encogía el estómago. ¿Cómo podía decir eso? Lo que había sucedido entre ellos había sido maravilloso.

–¿Disculpa? –confiaba en haber comprendido mal.

Él la miró a los ojos con frialdad.

–Esta vez creo que sí has oído lo que he dicho. Y sé que comprendes muy bien lo que quiero decir.

La habitación empezó a dar vueltas y ella tuvo que agarrarse a la silla para tratar de evitar la sensación de caída.

–Deja que me aclare –dijo ella, notando que el sudor se acumulaba bajo el elástico de su sujetador–. ¿Estás diciendo que ojalá nunca hubiese sucedido? –el aire acondicionado provocó que se le erizara el vello de la nuca–. ¿Que te arrepientes de lo de anoche?

–Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

Ella lo miró y vio el rostro de un extraño, de expresión fría y cortante.

Detrás de Alex, la luz de la mañana que se reflejaba en las velas blancas del edificio de Sídney Opera House, penetraba por el ventanal.

¿Cómo podía haberse equivocado tanto? Kit se masajeó la nuca y sintió que se le formaba un nudo en la garganta. «No es así como se supone que esto debía terminar». Él no podía negar la conexión que existía entre ambos.

Alex se inclinó hacia delante y ella sintió que se le cortaba la respiración. ¿Cómo reaccionaría él si ella se inclinaba hacia delante sobre el escritorio y lo besaba en los labios? Estaba segura de que se le borraría la gélida expresión de su mirada.

Él se cruzó de brazos y dijo:

–No puede volver a suceder –debió de percibir sorpresa en el rostro de Kit porque añadió–. No niego que fuera agradable y placentero –se le oscurecieron los ojos al recordar todas las cosas que habían compartido la noche anterior–. Aun así, no puede volver a suceder.

–¿Por qué no? –preguntó ella sin pensarlo. ¿Y por qué no podía preguntarlo? No tenía nada que perder.

Excepto un buen empleo.

De acuerdo, un empleo estupendo.

Y quizá un poco de orgullo.

Enderezó la espalda. ¿A quién le importaba el orgullo en un momento así?

–¿Y por qué no? –repitió ella.

–¡Porque eres la mejor secretaria que he tenido nunca! –dio una palmada sobre el escritorio–. Y no quiero estropear nuestra estupenda relación laboral durmiendo contigo.

¿Por qué a los hombres les daba tanto miedo decir «hacer el amor?». Ella lo miró confiando en que retirara sus palabras. Al ver que no decía nada, comentó:

–Por lo que yo recuerdo, no dormimos demasiado.

Ella se aclaró la garganta y se inclinó hacia él.

–Y para que lo sepas, no creo que fuera algo desafortunado y, por supuesto, no me arrepiento de nada.

Él movió los hombros y cuando Kit recordó el tacto de sus músculos y del vello de su torso, sintió que se le secaba la boca. También recordaba la suavidad de su miembro y cómo había disfrutado de sus caricias. Nunca podría olvidar la felicidad que había sentido después de haber hecho el amor durante toda la noche.

Alex se levantó de la silla.

–No puede volver a suceder.

«Oh, sí, podría suceder. Y muy fácilmente».

Él metió las manos en los bolsillos y la miró fijamente.

–Y no volverá a suceder, Katherine, porque yo no mantengo relaciones largas. Y no quiero casarme y tener hijos, ni creo en la familia feliz.

La noche anterior la había llamado Kit, y no Katherine.

–Si sigo acostándome contigo te darás cuenta de que digo la verdad y que no puedes cambiarme. Entonces, te enfadarás y te sentirás dolida, habrá numeritos y reproches y terminarás yéndote sin tan siquiera notificármelo con una semana de antelación.

Ella tardó un instante en asimilar sus palabras. Tenía que estar bromeando. No podía ser cierto que pensara así.

Lo miró y, en el momento en que se le cayó la venda de los ojos, sintió un enorme vacío en el estómago. Durante los últimos once meses había estado enamorada de un pedazo de roca.

Alex Hallam era un pedazo de roca.

Pero no una roca ligera y porosa como la caliza, sino una roca dura e impenetrable.

Como el granito.

CAPÍTULO 1

–¿KATHERINE Mercer?

La recepcionista levantó la vista cuando Kit entró por la puerta. Kit asintió y trató de sonreír.

–Sí, así es.

–La doctora Maybury apenas va retrasada. Si quiere sentarse, no tardará mucho.

Kit sonrió a modo de agradecimiento. El médico le había hecho un hueco a final del día y la sala de espera estaba vacía.

Se sentó, se cruzó de piernas y comenzó a mover un pie. Miró el reloj. Se recolocó en la silla, miró a su alrededor, volvió a mirar el reloj y, finalmente, agarró una revista. No era que los médicos la pusieran nerviosa. Era… Abrió la revista por una página en la que aparecía la boda de unos famosos. Los novios estaban abrazados y se miraban a los ojos. Kit se quedó mirando las fotos un instante. Después, cerró de golpe la revista y la dejó en su sitio.

Tanta felicidad la ponía nerviosa.

Cerró los ojos y respiró hondo. Habían pasado casi tres meses desde que Alex había finalizado bruscamente su… Ni siquiera podía llamarlo relación y, sin embargo, tenía montones de imágenes, retazos de conversación, e incluso el recuerdo de su aroma, para recordarle lo estúpida que había sido y cómo se había creado montones de sueños acerca de un hombre que no merecía siquiera uno de ellos.

También era una locura porque Alex y ella apenas habían pasado tiempo juntos durante esos tres meses. Él se había marchado a las oficinas que Hallam Enterprises tenía en Brisbane el día después de haberla rechazado y había permanecido allí tres semanas. Solo llevaba dos días en Sídney cuando a ella la nombraron Directora de Proyecto y la trasladaron a otro departamento, dos plantas más abajo.

A Kit le gustaba el puesto y el proyecto que tenía que dirigir le había parecido interesante, sin embargo, cada día acudía a la oficina con desgana, como si no tuviera nada importante que hacer.

¿Por qué?

Había sido ella la que había apremiado a Alex para que intentara conseguir el contrato que le había ofrecido McBride’s Proprietary Press cuatro meses antes. Y había sido ella la que esperaba tener la oportunidad de dirigir el proyecto.

El año anterior, ella había escrito una reseña sobre Alex en un libro que se titulaba Los empresarios más exitosos de Australia. Y eso había hecho que publicaran un capítulo entero en otro libro titulado Consejos de Directores Ejecutivos australianos. La editorial McBride’s estaba a punto de publicar una serie nueva y querían incluir un libro en el que apareciera el nombre de Alex en la portada y en el que se detallara un proyecto de desarrollo de principio a fin. El título que barajaban era Desarrollo de terrenos comerciales: de matorrales a centros comerciales. Kit ya había sustituido el término «centro comercial» por «centro deportivo».

Debería encantarle lo que estaba haciendo.

Entornó los ojos. ¿Había perdido la chispa de la vida porque un hombre la había decepcionado? ¡Era patético!

Había llegado el momento de empezar a divertirse otra vez.

Al menos, durante las siguientes tres semanas no tendría que preocuparse por encontrarse con Alex en los pasillos de la oficina, ni de verlo de manera accidental en la distancia. Una semana antes él se había marchado a África para un mes. Se rumoreaba que estaba haciendo algún tipo de trabajo de cooperación.

Y no es que pareciera ese estilo de hombre.

Quizá tres meses y medio antes sí lo pareciera, pero desde entonces…

No. Se había terminado. Ya no pensaría más en Alex.

–Basta –murmuró. Tenía cosas más importantes en las que pensar.

Como en el motivo por el que estaba sentada en la sala de espera del médico a las cinco menos diez de un viernes.

Entrelazó los dedos con fuerza. Si aquello era lo que pensaba, entonces…

Enderezó los hombros. Sobreviviría. Tendría que hacer algunos cambios, pero no sería el fin del mundo.

–¿Señorita Mercer?

Kit trató de sonreír al oír la voz de la recepcionista. ¿Tendrían que pincharla? No le gustaban las agujas.

«Claro que tendrán que pincharte. El médico te sacará sangre».

La recepcionista sonrió con amabilidad, como si percibiera el nerviosismo de Kit.

–Por aquí. La doctora está preparada para recibirla.

La doctora Maybury era una mujer de mediana edad.

–Hola, Kit, cuánto tiempo sin verte. ¿Qué te trae por aquí?

Kit puso una mueca.

–Me preocupa tener diabetes –respiró hondo y le contó que siempre tenía sed y que tenía la necesidad de ir al baño a menudo, sobre todo por las noches–. Es cierto que a veces no hago nada, solo una gota o dos. Y todo el rato estoy cansada. Y muerta de hambre.

–¿Mareos? ¿Náuseas?

–Me he mareado un par de veces.

–¿Se te nubla la vista?

Kit negó con la cabeza.

–Bueno, no perdamos más tiempo –la doctora Maybury le entregó un bote–. Te haré un análisis de orina.

Diez minutos más tarde, la doctora Maybury regresó a su lado y se cruzó de brazos.

–Me alegra informarte de que no eres diabética.

–¡Es una buena noticia! La idea de tener que pincharme insulina todos los días… –se estremeció.

–Kit, no eres diabética, pero estás embarazada.

Kit pestañeó y negó con la cabeza.

–¿Qué has dicho?

La doctora se lo repitió.

Ella negó con la cabeza.

–Pero… –sintió un nudo en el estómago–. ¡No puede ser! Acabo de tener el periodo.

–Algunas mujeres continúan teniendo el periodo durante todo el embarazo.

–Cielos, ¿cómo puede ser tan injusto? –murmuró.

La doctora sonrió y Kit continuó:

–No, no lo comprendes. No puedo estar embarazada. No he tenido náuseas y no me han dolido los pechos y… Además, para quedarse embarazada hay que haber tenido relaciones sexuales y yo no me he acostado con nadie desde hace mucho.

No había tenido relaciones sexuales desde aquella noche mágica que pasó con Alex. Se le secó la boca de golpe.

–Excepto una noche.

–Una noche es todo lo que hace falta.

–Pero fue hace tres meses –no podía estar embarazada de tres meses y no saberlo. Estiró el brazo–. Por favor, hazme un análisis de sangre o algo.

–Te haré una analítica y mandaré la muestra al laboratorio para asegurarnos al cien por cien. Pero Kit, la prueba de embarazo que acabo de realizarte tiene un noventa y siete por ciento de fiabilidad. Puedo hacerte una ecografía para eliminar el tres por ciento de duda, si te quedas más tranquila.

Kit asintió en silencio.

Después de que le realizaran la prueba, Kit se obligó a mirar a la doctora a los ojos.

–¿Y bien?

–No tengo ninguna duda de que estás embarazada. Y como bien dices, diría que de unos tres meses. El resultado del análisis de sangre nos dará más información acerca de tu posible fecha de parto.

Kit podría decirle a la doctora el día exacto de la concepción, pero no tenía ganas de hacerlo.

–Kit, ¿qué quieres hacer?

No podía estar embarazada. No podía ser. Alex…

Cerró los ojos.

–Si prefieres abortar, no podemos esperar mucho. Kit abrió los ojos.

–¿Quieres tener hijos, Kit?

–Sí –contestó.

Pero quería tenerlos de la manera adecuada, casada, con un marido estupendo, y una hipoteca… Y sobre todo, de manera planificada.

–Tienes veintiocho años. ¿Cuánto pensabas esperar? Kit no tenía respuesta a esa pregunta, pero sí tenía una cosa clara:

–No quiero finalizar mi embarazo.

La doctora sonrió.

–Uy, pero he estado tomando café para desayunar, al mediodía y…

–No hace falta que dejes la cafeína totalmente. ¿Te tomas más de tres tazas al día?

–No.

–Entonces está bien. ¿Y alcohol?

–Suelo tomar una copa los viernes y los sábados por la noche.

–¿Has bebido demasiado en alguna ocasión durante los tres últimos meses?

–No.

–Entonces no tienes por qué preocuparte.

–No me he tomado el ácido fólico.

–Puedes empezar hoy.

Kit se inclinó hacia delante.

–¿De veras crees que mi bebé está bien? –no podía soportar la idea de poder haberle hecho daño al bebé.

La doctora le dio una palmadita en la mano.

–Kit, eres una mujer joven y sana. No hay ningún motivo para pensar que tu bebé no esté bien.

–¿De veras estoy embarazada? –susurró.

–De veras.

–Es una noticia estupenda.

Alex Hallam no pensaría lo mismo.

La doctora se rio.

–Enhorabuena, Kit.

¿A quién le importaba lo que pensara Alex Hallam? Había decidido que no pensaría más en él.

–Gracias –contestó, y sonrió a la doctora.

¡Embarazada!

Kit salió de la consulta y se dirigió a la estación de tren. Cuando llegó allí no recordaba ni un solo momento del trayecto.

¿Estaba embarazada? Tragó saliva. ¿Y sin planearlo? Era tan irresponsable. La gente irresponsable no debería poder criar hijos.

Agarró el bolso con fuerza. No. No había sido irresponsable. Alex y ella habían tomado precauciones. Pero a veces se producían accidentes.

Frunció el ceño al pensar en esa palabra. Su bebé no era un accidente. Era un milagro.

Aunque, sin duda, Alex pensaría que era un accidente, un error. Cerró los ojos. No tenía sentido que tratara de convencerse de que ya no iba a pensar más en Alex. Iban a tener un bebé. Y eso cambiaba todo.

Se acarició el vientre e imaginó la vida que crecía en su interior. ¿Cómo diablos reaccionaría Alex cuando le contara la noticia?

«No mantengo relaciones largas. Y no quiero casarme y tener hijos, ni creo en la familia feliz».

Kit sintió una náusea. ¿Alex rechazaría a su hijo igual que la había rechazado a ella? Se le formó un nudo en la garganta. Cuando llegó el tren, se subió como si fuera un autómata, se sentó junto a la ventana y se concentró en su respiración.

Un bebé merecía tener un padre y una madre. ¿Le habría robado a su bebé esa oportunidad por haber juzgado mal a Alex? Era ella quien debía pagar por su error, no su bebé.

¿Qué estaba haciendo? No podía controlar cómo reaccionaría Alex, pero sí podía controlar cómo se tomaba ella la noticia. Tenía un milagro creciendo en su interior y deseaba a aquel bebé. Notó que desaparecía el peso que sentía sobre los hombros y cómo la felicidad la invadía por dentro.

¡Iba a tener un bebé!