Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Lee Wilkinson. Todos los derechos reservados.

TORMENTA EN EL ALMA, N.º 2169 - julio 2012

Título original: Running from the Storm

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0658-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

LA IGLESIA, del siglo X y cubierta de musgo, se llenó con los acordes de la marcha nupcial de Mendelssohn.

El interior del edificio olía a rosas y a azucenas. La luz del sol atravesaba los ventanales y proyectaba las siluetas de los árboles del jardín, que se mecían al viento, sobre los respaldos pulidos de los bancos y las losetas grises del suelo.

Todo parecía un sueño cuando Caris avanzó por el pasillo central, vestida enteramente de blanco. Todo salvo el hecho de que caminaba del brazo de su tío David porque su padre seguía enfadado con ella.

El novio no había llegado todavía. Junto al altar, esperaba un hombre que debía de ser el padrino; pero estaba de espaldas y no le podía ver la cara.

A medida que avanzaba, los invitados giraban la cabeza y sonreían. Caris fracasó cada vez que quiso devolverles la sonrisa. Su rostro estaba tenso, rígido, como si fuera el rostro de una figura de cera.

Unos momentos después, llegó el novio y se detuvo a su lado. Entonces, el sacerdote se situó tras el altar, pidió silencio con un gesto y pronunció las primeras palabras.

–Nos hemos reunido aquí para celebrar la unión de…

Caris no movió ni un músculo durante la ceremonia. Sabía que estaba cometiendo un error, que aquello no estaba bien.

Cuando llegó el momento de pronunciar los votos, su novio la tuvo que agarrar de los brazos para girarla hacia él y que lo mirara a los ojos. Unos ojos verdes y fríos, en un hombre de cabello rubio y expresión arrogante.

–Dilo, Caris –ordenó.

Pero Caris no pudo decirlo.

No se podía casar con Zander. No quería casarse con Zander.

Soltó el ramito de rosas que llevaba en la mano, se dio la vuelta, se levantó las faldas del vestido y se alejó a toda prisa entre lágrimas y bajo la expresión atónita de los invitados.

–No te vayas, Caris –le oyó decir a Zander–. No te vayas…

Pero tenía que irse.

Por muy enamorada que estuviera de él, no se podía casar con un hombre que no le correspondía y de quien sospechaba que había aceptado el matrimonio por la presión de las circunstancias.

Nerviosa y casi sin aliento, llegó al sombrío soportal cerrado de la iglesia, empujó la puerta y salió al exterior, donde el sol calentó su piel y el viento jugueteó con el sofocante velo que aún le cubría la cara.

Entonces, despertó.

Solo había sido un sueño, una pesadilla.

Estaba en la cama y, por la luz que entraba, la mañana de primavera había amanecido gris y lluviosa.

A pesar de reconocer la habitación, con sus paredes de color pastel y sus bonitas cortinas de flores, tardó unos segundos en tranquilizarse.

En algún lugar de los alrededores, alguien cerró la portezuela de un vehículo. Caris se concentró en los sonidos familiares de la calle, que empezaba a cobrar vida: la motocicleta de Billy Leyton, los neumáticos sobre el asfalto mojado y los ladridos del perro del vecino.

Un momento después, sonó el despertador.

Eran las siete y media.

–Una pesadilla –se dijo en voz alta mientras apagaba el despertador–. No ha sido más que una pesadilla.

Sin embargo, era bastante más que una pesadilla. Era un sueño recurrente que la perseguía y que trastocaba su mundo con la fuerza de un terremoto.

Ya habían pasado tres años desde que llegó a Inglaterra. Había luchado mucho para borrar el recuerdo de Zander de su pensamiento y, durante los meses anteriores, había intentado convencerse de que empezaba a lograrlo.

A pesar de la crisis económica, su agencia inmobiliaria iba bien y Caris tenía tanto trabajo que, a veces, no pensaba en él durante días.

Poco a poco, fue recuperando su equilibrio emocional. Y por fin, se atrevió a afrontar el pasado y analizar su relación con Zander de forma objetiva.

No fue tan terrible.

Durante una temporada, disfrutó de una paz interior que no había experimentado hasta entonces. Incluso se decía a sí misma que siempre era mejor haber amado y haber perdido que no haber amado nunca.

Lamentablemente, aquella pesadilla estaba a punto de acabar con su tranquilidad. Zander había regresado a sus pensamientos, con su angulosa y atractiva cara. Y ella se sentía desolada y dominada por la amargura de antaño.

Pero no iba a permitir que una pesadilla la devolviera al caos emocional. Ya no era la joven vulnerable y sin experiencia que había sido cuando se conocieron. Después de tres años tan difíciles como dolorosos, se había convertido en una mujer firme, independiente y con éxito profesional.

Al menos, en apariencia.

Parcialmente calmada por aquella visión de una persona segura y equilibrada, entró en el cuarto de baño para ducharse y cepillarse los dientes.

Cuando terminó, se puso un traje de color gris claro, se recogió el cabello en un moño y se maquilló discretamente. Después, salió de su dormitorio y se dirigió a la cocina para prepararse un café.

Era la mañana de un sábado, pero Caris tenía que trabajar y no le apetecía en absoluto. Además, el tiempo no había mejorado. Tras una primavera especialmente fría y húmeda y una semana entera de lluvia sin parar, habría dado cualquier cosa por un fin de semana con sol; pero seguía lloviendo y la previsión meteorológica anunciaba más agua y más tormentas eléctricas.

Por suerte, ni el clima ni la crisis económica habían hecho mella en su negocio, Carlton Lees, la agencia inmobiliaria que dirigía.

Cuando su tía murió y se quedó sola, comprendió que no podía llevar la agencia sin ayuda de alguien y contrató a una joven local, una chica encantadora, de dieciocho años, que se llamaba Julie Dawson.

Julie, que se encargaba del trabajo administrativo y de vigilar el fuerte mientras Caris acompañaba a los clientes a las casas, había resultado ser una bendición. Era sensata, madura y no había mostrado ningún reparo en trabajar más horas cuando el mercado se recuperó en la tranquila localidad de Spitewinter y el negocio mejoró.

En parte, la mejora se debía a que se habían quedado sin competencia desde que la otra agencia de Spitewinter echó el cierre; y en parte, a que varias propiedades muy codiciadas se habían puesto repentinamente en venta.

La más notable de esas propiedades era Gracedieu, una pequeña mansión del siglo XVI cuyo dueño, un escritor anciano y famoso, había fallecido poco antes y se la había dejado en herencia a un primo lejano.

El primo, que vivía en Australia, no quería quedarse con ella. Necesitaba venderla a toda prisa para comprarse un rancho con el dinero que obtuviera, de modo que la puso en venta y despertó el interés inmediato de mucha gente.

De hecho, la noticia de la venta había aparecido hasta en una de las revistas más importantes del país, que entre fotografías de la mansión y de la propia agente inmobiliaria, «la señorita Caris Belmont», le había dedicado las siguientes palabras:

Gracedieu es un ejemplo magnífico de mansión del siglo XVI y una verdadera joya. Se alza en mitad de una propiedad extraordinariamente bella y tiene su propio molino de agua y una aldea de casas de la época que se levantó especialmente a finales del siglo XVII para albergar a los trabajadores de la propiedad.

La nota de la revista había aumentado el interés sobre la mansión y, a pesar de su precio astronómico y de que se encontraba en muy buenas condiciones, Caris ya tenía varios clientes interesados.

Aquella tarde había quedado con uno de esos clientes. Caris sabía que debía concentrarse en la venta y en conseguir el mejor precio posible, pero por mucho que lo intentaba, no podía dejar de pensar en Zander.

Además, la casa donde vivía por entonces, la antigua vicaría que su tía le había dejado en herencia, la ayudaba muy poco. Era demasiado grande, estaba demasiado vacía y tenía demasiados fantasmas del pasado.

Impaciente y con ganas de salir de allí, se levantó, alcanzó su ordenador portátil y su bolso y se dirigió a la puerta.

Como seguía lloviendo, se subió a su modesto utilitario y arrancó. Unos segundos después, avanzaba hacia el pueblo entre el rítmico sonido de los limpiaparabrisas.

Cuando llegó a la altura de la biblioteca pública, se unió al tráfico leve que fluía por High Street y el viejo puente peraltado que cruzaba el río, cuyas aguas bajaban crecidas y con un tono marrón por las recientes lluvias.

Al llegar a Carlton Lees, el último de una serie de establecimientos de aspecto dickensiano que se extendían por una calle adoquinada, aparcó en el sitio de siempre y salió del coche con el ordenador y el bolso.

Julie no había llegado todavía. Todo estaba tranquilo. Mientras comprobaba los mensajes de correo electrónico y del contestador, descubrió que habían cancelado la única cita que tenía por la mañana; al cliente en cuestión le había surgido un problema y prefería que se vieran a la semana siguiente.

Tras hablar con él, intentó concentrarse en sus rutinas. Pero el eco de la pesadilla nocturna la mantenía atrapada como en una telaraña y, a pesar de todos sus esfuerzos, su mente volvió a tres años atrás.

Volvió al final de sus días en Nueva York, cuando dejó su piso y se marchó a Albany para trabajar en Belmont y Belmont, el famoso bufete de abogados de su padre.

Volvió al lugar donde conoció a Zander y se enamoró de él.

Caris estaba sentada en su despacho, un viernes por la noche, cuando su padre entró para desearle que disfrutara de las vacaciones.

–Te las has ganado a pulso –comentó.

Caris se llevó tal sorpresa que se quedó boquiabierta y casi sin aliento.

Austin Belmont era un abogado tan inteligente como brillante, pero también era un hombre duro e irascible que regalaba muy pocos halagos y que nunca estaba contento con nada. Ni siquiera con su propia hija.

Media hora después, Caris se disponía a marcharse a casa, después de archivar los documentos que había estado leyendo, cuando sonó el teléfono.

–¿Sí?

–Siento molestarte, Caris… Acaba de llegar un caballero que se llama Devereux y me preguntaba si podrías verle.

A Caris le extrañó el tono ligeramente nervioso de su secretaria, por lo general imperturbable. Además, no creía conocer a ningún Devereux, aunque el apellido le sonaba vagamente.

–¿Tenía cita conmigo?

–No, había quedado con David, pero ha habido un malentendido con la fecha… David y Austin ya se han marchado y yo estaba a punto de irme.

Caris sabía que Kate Bradshaw tenía que irse enseguida para recoger a su hija en el colegio, de modo que dijo:

–No te preocupes por eso, Kate. Si acompañas al señor Devereux hasta mi despacho, intentaré ayudarlo en lo que pueda.

Caris oyó que Kate suspiraba al otro lado de la línea y supuso que el cliente estaría molesto por la ausencia de David y que le habría hecho pasar un mal rato.

Momentos después, llamaron a la puerta.

Por algún motivo, Caris había imaginado que Devereux sería un hombre rígido, bajo y gordo, de cabello canoso, traje y corbata.

Pero se equivocó.

El hombre que entró en el despacho era atractivo y de modales firmes y carismáticos. Por su aspecto, llegó a la conclusión de que debía tener veintisiete o tal vez veintiocho años. Medía más de metro ochenta, tenía el cabello rubio y llevaba una indumentaria informal que le hacía parecer cualquier cosa menos rígido.

Caris se estremeció al contemplar su boca. Tenía un eco de pasión que la desconcertó. Pero se levantó del sillón, le ofreció la mano y dijo, en un tono más bajo y más sensual de lo habitual en ella:

–Hola, soy Caris Belmont.

Él le estrechó mano.

–Señorita Belmont…

Caris no salía de su asombro. El contacto de aquellos dedos largos le habían causado un escalofrío de placer, como a los personajes de las novelas románticas.

–Me han dicho que ha surgido algún tipo de malentendido con su cita de esta tarde.

Él asintió y la miró con toda la intensidad de sus ojos verdes.

–Sí, en efecto, aunque debo añadir que el malentendido no ha sido culpa mía.

–No, claro que no. Espero que nos disculpe.

Caris había pensado que Devereux se mostraría cordial cuando lo recibiera en su despacho, pero comprendió que le iba a complicar las cosas.

–Siéntese, por favor… –continuó ella.

–Gracias, pero prefiero seguir de pie.

Caris asintió y se volvió a acomodar en su sillón.

–Espero poder serle de ayuda…

Devereux arqueó una ceja con humor.

–¿En qué sentido?

Molesta con el tono irónico de sus palabras, Caris dijo:

–Le aseguro que soy una abogada experta.

–¿En serio?

Los labios de Devereux se curvaron en una sonrisa que le resultó tan terriblemente irritante como atractiva a la vez.

–Sí, en serio.

–¿Cuántos años tiene, señorita Belmont?

–Tengo…

–No, por favor, deje que lo adivine. ¿Veintidós? ¿Veintitrés?

Caris se mordió el labio inferior. Obviamente, Devereux quería hablar con uno de los directivos del bufete y no le agradaba que lo recibiera una de las abogadas más jóvenes.

–¿Qué importancia puede tener mi edad?

–Será mejor que formule la pregunta de otro modo… ¿Tiene experiencia real?

–Sí, tengo mucha experiencia.

–¿Mucha? En tal caso, debe ser mayor de lo que parece. ¿Cuánto tiempo lleva en el ejercicio de la abogacía?

Caris intentó no sonar a la defensiva.

–Casi un año.

–¿Tanto tiempo? –se burló.

Ella apretó los dientes y guardó silencio.

–Y dígame, ¿qué cargo ocupa en el bufete?

–Me acaban de ofrecer un cargo directivo –respondió con satisfacción.

–Ah, vaya… –dijo él, sin abandonar la ironía–. ¿Y qué relación mantiene con la dirección del bufete? Por su apellido, supongo que será una relación estrecha…

Caris intentó mantener la calma.

–Austin Belmont es mi padre.

–¿Y David?

–David Belmont es mi tío.

–Están ustedes en familia, ¿verdad?

El sarcasmo de Devereux acabó con la paciencia de Caris.

–Señor Devereux, comprendo que esté enfadado –declaró con frialdad–, pero su actitud es inadmisible.

–Y la suya, demasiado ingenua para una abogada con tanta experiencia como afirma tener –contraatacó.

–Entonces, supongo que prefiere volver otro día y hablar con mis jefes.

Él sacudió la cabeza.

–Su secretaria me ha comentado que no volverán hasta el lunes.

–Así es.

Devereux la observó con interés. Caris Belmont era una joven muy bella; una joven, de piel clara, nariz recta, cabello oscuro, labios generosos y ojos grandes, de color azul y forma avellanada.

Ojos que en ese momento brillaban con ira.

Ojos que le hicieron cambiar de opinión.

Ya había decidido marcharse y dejar el asunto para la semana siguiente, pero aquella mujer le interesaba y le intrigaba a la vez. Además de su belleza, tenía cerebro y carácter.

Y muy mal genio.

–Comprendo –dijo lentamente, decidido a probar un poco más su mal genio–. Bueno, si cree que podrá estar a la altura…

–Por supuesto que puedo.

–En ese caso, prefiero tratar con usted.

Caris respiró hondo.

–¿Por qué no se sienta? Estará más cómodo…

En lugar de sentarse en uno de los sillones, Devereux se apoyó en el borde de la mesa y se giró hacia Caris, que se echó hacia atrás de forma instintiva. De repente, le parecía que aquel hombre estaba demasiado cerca; peligrosamente cerca.

Él notó su reacción y la volvió a mirar con humor. Ella logró mantener la calma, pero estuvo a punto de lanzarle un bolígrafo a la cabeza. Por la expresión que tenía, era obvio que Devereux se estaba divirtiendo a su costa.

–Si solo lleva un año en el cargo, ¿cómo es posible que le hayan ofrecido un cargo directivo? Debe de ser una mujer excepcionalmente inteligente.

Ella se ruborizó un poco.

–No pretendo ser excepcional en ningún sentido, señor Devereux, pero me licencié con honores en una de las mejores universidades del país y no dejo de estudiar y de aprender mientras trabajo en el bufete.

Devereux se mantuvo en silencio y Caris intentó seguir con el más desapasionado de sus tonos de voz.

–Si conoce bien a mi padre y a mi tío, sabrá que el nepotismo no va con ellos. En este bufete no hay más formas de ascender que el trabajo duro y la eficacia.

Mientras la escuchaba, él pensó que, además de tener mal genio, se controlaba de forma admirable.

Decidió cambiar de táctica y se apartó de la mesa, girándose hacia ella con un movimiento fluido.

–Discúlpeme, señorita Belmont. Creo que tengo derecho a estar enfadado, pero no debería haberme desahogado con usted.

–No tiene importancia.

–¿Me perdona?

–Por supuesto.

Los ojos de Devereux brillaron.

–¿No sigue enfadada conmigo?

Él sonrió de un modo tan sexy y encantador que ella se quedó sin habla y solo pudo sacudir la cabeza.

–¿Seguro?

–Sí, seguro.

Súbitamente, Devereux clavó la mirada en las manos de Caris, de dedos largos y uñas sin pintar. Y como no llevaba anillo de casada, decidió arriesgarse un poco.

–¿Qué va a hacer esta noche?

–¿Hacer? –preguntó, sorprendida.

–Tal vez haya quedado con su novio o con un amante que la espera impacientemente en casa… –explicó.

–No, no tengo ni novio ni amante.

–¿Por qué no? Me extraña mucho en una mujer tan bella como usted.

–Mire… he estado tan ocupada con mi trabajo durante los últimos cinco años que no he tenido tiempo para novios ni para amantes.

La contestación de Caris había sido tan punzante y seca que Devereux se sintió en la obligación de decir:

–Supongo que me lo merecía.

–Desde luego que sí.

–Pero a pesar de ello, ¿le apetece cenar conmigo?

–Me temo que no es posible –respondió, sintiéndose extrañamente arrepentida de rechazarlo–. Me he tomado unas vacaciones y esta noche viajo a Catona.

–¿Le espera alguien?

–Sí.

Él arqueó una ceja.

–¿Quién?

–Sam. Me alojaré en su casa.

–Sam… ¿Es hombre? ¿O mujer?

–Mujer. Una vieja amiga de la universidad.

–Comprendo –dijo, satisfecho–. ¿Y le espera a alguna hora?

–No, a ninguna hora. Puedo llegar cuando quiera.

–Lo digo porque Catona solo está a un par de horas de viaje en coche. Podría cenar antes conmigo… a fin de cuentas, tendrá que comer en algún momento.

Como Caris dudó, él se apresuró a añadir:

–Si no acepta la invitación, pensaré que sigue enfadada conmigo.

–Pero si ya le he perdonado…

Él sonrió.

–Tanto mejor. Entonces, deme su dirección y pasaré a recogerla a… ¿le parece bien las siete? –preguntó, mirándola a los ojos.

Caris le dio su dirección sin darse cuenta de lo que hacía.

–Vivo en Darlington Square, en el edificio Lampton. Es el apartamento 1A.

Ya estaba a punto de darle indicaciones para que supiera llegar cuando Devereux dijo:

–Conozco Darlington Square. Tengo un piso en la zona.

–Ah…

–Bueno, no la molesto más. La recogeré a las siete.

Para sorpresa de Caris, Devereux inclinó la cabeza a modo de despedida y se marchó sin pronunciar otra palabra.

Ella se quedó perpleja. Su semana laboral había sido tan dura que tenía intención de llegar a Catona cuanto antes para acostarse pronto y recuperar el sueño perdido; pero había roto sus planes por cenar con un hombre al que acababa de conocer y de quien, por otra parte, solo conocía el apellido.

Cuando se preguntó por qué lo había hecho, no tuvo más remedio que admitir que se sentía atraída por él. Aunque fuera un tipo difícil, tenía un fondo de pasión y de peligro que le encantaba.

La pasión y el peligro que echaba de menos en su vida.

El timbre de la puerta sonó a las siete en punto de la tarde.

Caris ya estaba preparada. Tenía el bolso y la chaqueta a mano y una maleta pequeña y una bolsa de viaje en el vestíbulo, para meterlas en el maletero del coche en cuanto volviera de cenar.