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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Fiona Hood-Stewart. Todos los derechos reservados.

LA AMANTE DEL BRASILEÑO, Nº 1588 - julio 2012

Título original: The Brazilian Tycoon’s Mistress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0718-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Era una tarde gris de octubre cuando Araminta Dampierre, aparcando abstraída su viejo Land Rover frente al supermercado del pueblo, sintió y oyó un golpe. Giró la cabeza con el corazón en un puño: acababa de golpear un todoterreno con su parte trasera.

Araminta suspiró y bajó del coche para evaluar los daños en aquel reluciente Range Rover último modelo. Deseando haber prestado más atención al aparcar, buscó al posible propietario con la mirada en los alrededores. Pero la calle estaba desierta, así que decidió hacer sus compras y estar atenta por si el dueño o dueña del Range Rover aparecía.

En el supermercado, Araminta le tendió la lista de la compra al señor Thompson y esperó pacientemente mientras él rebuscaba en las baldas los distintos elementos.

–¿Cómo está la señora? –preguntó solícito, con su pelo blanco y sus gafas.

–Mi madre está bien, gracias –respondió Araminta, sonriendo–, recuperada de la bronquitis.

–Demos gracias a Dios. Ha sido un mal brote. Mi mujer también lo ha pasado.

–Lo siento –murmuró Araminta mirando los coches a través de la ventana, confiando en que no tendría que oír todos los detalles de la enfermedad de la señora Thompson.

–¿Eso es todo? –preguntó el señor Thompson, con una sonrisa amable.

–Sí. Apúntelo en la cuenta como de costumbre, ¿de acuerdo? Y dele recuerdos a la señora Thompson. Espero que se recupere pronto.

–Gracias, joven, lo haré.

Araminta salió a la acera llevando una bolsa de papel bajo el brazo y pensando en lo extraño que le resultaba que los del pueblo aún la llamaran «joven», cuando ya tenía veintiocho años y se había casado y enviudado.

Regresó al coche. Aún no había rastro del conductor del Range Rover. Tal vez no apareciera en toda la tarde, y ella no podía permitirse el lujo de esperar mucho más.

Suspirando molesta, Araminta sacó un bloc de papel y un bolígrafo de su gastadísimo bolso Hermès, escribió una nota rápidamente y la dejó sujeta en el parabrisas del Range Rover. No podía hacer mucho más. El conductor o conductora podría ponerse en contacto con ella para intercambiar la información de sus compañías de seguros por teléfono.

 

 

–¡Ya he vuelto! –gritó Araminta hacia el salón de la Casa Taverstock, al ver a su madre leyendo junto al fuego.

–Perfecto. Acabo de pedirle a Olive que traiga té.

–Muy bien, estaré contigo en cuanto deje las cosas en la despensa. Por cierto, el señor Thompson te manda saludos.

–Ah, gracias –respondió lady Drusilla, ladeando graciosamente la cabeza–. Realmente debo hacer algo respecto al mercadillo de Navidad. Podrías ayudarme, Araminta, en lugar de garabatear esos condenados libros para niños que haces. Va siendo hora de que te recompongas y hagas algo útil. Después de todo, cuando tu padre murió yo no malgasté mi tiempo abandonándome a las circunstancias. Me hice con mi vida.

–Madre, por favor, no entremos de nuevo en ese tema.

–Oh, muy bien.

Lady Drusilla levantó la vista al cielo y Araminta aprovechó para escapar.

Verdaderamente, debía empezar a buscar un lugar para ella sola de nuevo, reflexionó, mientras vaciaba la bolsa de alimentos en la despensa. Si aún tenía que soportar los negativos comentarios de su madre era sólo culpa suya. No había sido capaz de afrontar, ni emocional ni económicamente, el quedarse en la casa que había compartido con Peter. Había empleado toda su fuerza de voluntad en desmantelarla y venderla. Pero ya iba siendo hora de mudarse.

 

 

Lo primero que Víctor Silva vio al acercarse a su nuevo Range Rover fue la enorme abolladura en el parachoques delantero. Ahogando una exclamación, se acercó. Algún idiota había chocado con él y no había tenido la cortesía de esperar. Se agachó, estudió el golpe y llegó a la conclusión de que tendría que cambiar el parachoques entero.

Se puso en pie con un suspiro de irritación y entonces vio la nota en el parabrisas. Al menos el culpable había tenido la decencia de dejar un número de teléfono, se dijo, algo calmado por ese gesto. Estaba firmado «A. Dampierre», sin identificar si era hombre o mujer.

Bueno, llamaría a A. Dampierre en cuanto llegara a casa, a la Mansión Chippenham, a la que se había mudado el día anterior. Un accidente en su primer día en aquel pintoresco pueblecito no era una forma demasiado buena de comenzar.

En el camino hacia su casa, Víctor no disfrutó de las colinas, ni de los caballos paciendo en los campos. No después del incidente con el coche. Y además, hacía una tarde de perros. Que por cierto se ajustaba a su estado de ánimo, pensó sombrío. Aquello era mucho mejor que el cegador sol de su tierra natal, sin el cual podía pasar perfectamente por el momento.

Al menos aquí podría lamerse las heridas tranquilamente, sin tener que aguantar el escándalo en Río de Janeiro en cuanto se conociera el último lío de Isabella. Al menos aquí lo dejarían en paz.

De vuelta en la mansión, entró en el vestíbulo y fue recibido por Lolo, su golden retriever, que se acercó juguetón, encantado con el regreso de su amo.

–Tranquilo, amigo mío –le dijo en portugués, acariciándole la cabeza y encaminándose al estudio–. Te acostumbrarás a vivir en una enorme casa de campo inglesa. Seguro que acabará gustándote más que el ático de Río.

De repente, le vino a la memoria su moderno apartamento de Ipanema. Se alegraba de estar lejos de él y de las desagradables sorpresas de su pronto ex esposa, pensó, mientras entraba en el estudio y sacaba la nota del bolsillo. Llamaría a «A. Dampierre» y solucionaría el problema.

Intentando calmar su irritación, se sentó frente al enorme escritorio repleto de fotografías e informes de caballos de carreras y marcó el número. «A. Dampierre» debía de ser alguien de la zona, porque tenía el mismo prefijo que él. Seguramente sería algún distraído granjero local.

El teléfono sonó varias veces.

–Taverstock Hall, ¿dígame? –contestó una aristocrática voz de mujer.

–Buenas tardes. ¿Podría hablar con...? –dudó–. ¿...con «A. Dampierre»?

–Supongo que se refiere a... Espere un momento, por favor –contestó la altanera voz de la mujer.

Víctor escuchó un sonido apagado al otro lado del teléfono.

–¿Diga?

Otra voz de mujer, mucho más suave, se puso al teléfono y, por alguna razón que no supo precisar, Víctor se sorprendió al comprobar que «A» era una mujer. Pero eso no hizo disminuir su malestar por el golpe.

–Discúlpeme, señora, pero he encontrado una nota en el parabrisas de mi coche firmada por «A. Dampierre», ¿es usted?

–Oh, sí. El golpe. Siento muchísimo lo ocurrido. No estaba prestando la atención que debía, me temo –se disculpó aquella voz femenina.

–Eso ha quedado demostrado de sobra –remarcó él irónicamente.

–Bueno, estoy segura de que mi compañía de seguros se hará cargo –replicó la voz, esta vez con menor tono de disculpa.

–Por supuesto –contestó él desdeñoso.

–Lamento haberle creado este problema –añadió ella, con un tono más frío–. Si hay algo que pueda hacer para ayudarlo... Puedo llamar a mi aseguradora y explicarle lo sucedido.

Víctor entornó los ojos y dudó unos instantes. La curiosidad le ganó, y sonrió.

–Tal vez sea preferible que quedemos y le dé yo la información de mi aseguradora.

Hubo un momento de duda.

–De acuerdo. ¿Cuándo le viene bien?

Víctor reflexionó. No tenía nada urgente que hacer ahora que se había mudado y sus caballos estaban instalados cómodamente en la cuadra de entrenamiento a pocos kilómetros de la casa. Y, por alguna razón inexplicable, esa voz le intrigaba.

–¿Qué le parece mañana por la mañana?

–De acuerdo. ¿Las diez está bien?

–Muy bien. Pero no enfrente del supermercado, si no le importa –añadió él, con una nota de humor.

Una deliciosa risa resonó a través del teléfono.

–No, creo que será mejor que no. ¿Dónde está usted exactamente?

–En la Mansión Chippenham.

–En Chip... Entonces usted es nuestro nuevo vecino. Yo vivo en la Casa Taverstock. Nuestra propiedad comparte un límite con la suya.

–Qué ocasión tan propicia para que nos conozcamos –comentó Víctor, preguntándose si una voz tan encantadora correspondería a una mujer de sesenta y cinco años, gorda y con papada–: Víctor Silva, a su servicio.

–Araminta Dampierre, encantada.

–Es un placer. ¿Entonces me presento en la casa a las diez en punto?

–Verá... Si no le importa, yo me acercaré a la suya. Tengo que salir a hacer algunas cosas –respondió ella apresuradamente.

–Como desee. La espero entonces a las diez.

–Y le pido disculpas de nuevo por la abolladura.

–No se preocupe. El daño ya está hecho, así que no tiene sentido compungirse. Hasta mañana.

Víctor colgó el teléfono y contempló la foto de Copacabana Baby, su yegua favorita, preguntándose por qué la mujer se había negado a que él fuera a Taverstock. A lo mejor tenía un marido gruñón que la regañaría por haber tenido un accidente.

Dejó escapar un suspiro, se levantó para servirse un whisky y se concentró en el futuro de dos de los caballos que tenía en su cuadra cerca de Deauville.

 

 

–¿Se puede saber quién era ese hombre del teléfono que hablaba tan raro? –preguntó lady Drusilla, mirando con fruición una bandeja de bollos horneados por Olive.

–Es nuestro nuevo vecino de Chippenham.

–Yo diría que es extranjero. «A. Dampierre», qué forma tan extraña de preguntar por ti.

–No es un error suyo. Le dejé una nota en el parabrisas del coche y debí de firmarla como «A. Dampierre».

–¿Has dejado una nota en el parabrisas de un extraño? –preguntó horrorizada lady Drusilla–. De verdad, Araminta, ¿en qué estabas pensando?

–Abollé su coche sin querer –le explicó Araminta con paciencia, apartándose la larga mata de pelo rubio de los hombros e inclinándose para servir el té.

–Qué extremadamente distraído de tu parte.

–Lo sé perfectamente –respondió ella tensa–. De hecho, él se lo ha tomado muy bien.

–Tendré que enterarme por Marion Nethersmith de quién es él, con todo detalle, y qué está sucediendo en Chippenham –continuó lady Drusilla, como si su hija no hubiera hablado–. Es todo un misterio; nadie sabía quién se mudaba. Creo que es muy malo que uno ya no sepa nada de los vecinos que tiene. Podrían ser cualquiera.

–Bueno, yo lo voy a saber muy pronto –comentó Araminta–. Tengo que llevarle los papeles del seguro de mi coche mañana a las diez.

–De verdad, Araminta, me cuesta creer que tú, una mujer casada... una viuda, de hecho, que debería saber comportarse, se esté haciendo de menos de esta manera. ¿Por qué no le has dicho que viniera aquí?

«Porque no quiero someter a nadie, y menos a un extraño, a tus intolerables modales», pensó Araminta. Pero no lo dijo y se encogió de hombros.

–Tengo que ir al pueblo de todas formas.

–Ah, muy bien. Alcánzame un bollo, ¿quieres, querida? Sé que no debería comerlos, pero no creo que uno me haga mucho daño.

 

 

A las diez en punto, Araminta, vestida con unos vaqueros usados, un jersey, una cazadora Barbour y unas botas Wellington, aparcó el coche en la puerta de la Mansión Chippenham, advirtiendo que los jardines, que durante décadas habían sido salvajes, estaban pulcramente arreglados. Quienquiera que fuera ese señor Silva, le gustaba tener las cosas en orden.

Por alguna razón, ese pensamiento hizo disminuir su desconfianza. Era tranquilizador ver que Chippenham, abandonada y triste desde la muerte hacía tiempo de sir Edward, e ignorada por el primo lejano que la había heredado y cuyo único interés había sido venderla, ahora estaba recibiendo los cuidados del nuevo propietario.

Araminta bajó del viejo Land Rover e hizo una mueca al ver la abolladura en el flamante Range Rover aparcado junto a un Bentley reluciente. Suspiró, subió las escaleras y tocó el timbre. Unos momentos después fue recibida por un hombre de piel morena con uniforme.

–El señor Silva me está esperando –anunció ella, sorprendida ante la elegancia de aquel hombre.

–¿Es usted la señorita Dampierre? –preguntó el hombre con gran respeto–. Por favor, sígame.

Y diciendo esto, el hombre se hizo a un lado sujetando la puerta e hizo una reverencia.

Araminta entró y se quedó parada observando todo, sin apenas reconocer lo que la rodeaba. El vestíbulo había sido completamente redecorado. Ella había oído que estaban trabajando allí, pero nadie sabía mucho del tema porque lo había hecho una empresa de Londres.

Miró a su alrededor, impresionada, encantada con la pintura de las paredes, los modernos apliques, los destellos brillantes de un arte inusual.

–Sígame, por favor –repitió el criado, conduciéndola por un pasillo hacia un salón.

Al llegar al umbral Araminta ahogó un grito maravillada. En lugar de los brocados verdes de las paredes y los tristes retratos de los antepasados de sir Edward, la recibieron una pintura clara, cortinas blancas que llegaban hasta un suelo de brillante parquet, sofás llenos de coloridos cojines y unas paredes decoradas con los cuadros más luminosos que ella había visto nunca.

–Parece sorprendida del aspecto de esta habitación.

Araminta se giró bruscamente y se quedó embobada ante unos ojos oscuros y ligeramente divertidos. El hombre que había entrado por una puerta que comunicaba el salón con un estudio medía más de un metro ochenta, su pelo negro estaba salpicado de gris en las sienes y tenía rasgos de patricio romano.

–Espero que sea admiración y no disgusto lo que le hace analizar esta habitación tan minuciosamente –comentó él, enarcando una ceja y mirándola de arriba abajo.

Se acercó a ella y le tendió la mano.

–Soy Víctor Silva.

–Araminta Dampierre, encantada –murmuró ella, volviendo en sí apresuradamente–. Y no, no estaba criticando nada, sólo me maravillaba de que el sombrío salón de sir Edward pudiera transformarse en algo tan fantástico como esto.

–¿Le gusta?

Él retuvo su mano un instante más de lo necesario. Sorprendida por la excitante sensación que ascendía por su brazo, Araminta retiró la mano rápidamente.

–Sí. Es... bueno, es tan inesperado, y luminoso, y tan... bueno, tan poco inglés. Pero no resulta fuera de lugar –terminó, esperando no haber resultado maleducada.

–Gracias, lo tomaré como un cumplido. Espero no haberlo sobrecargado de arte latinoamericano –comentó él, ladeando la cabeza y estudiándola.

–Oh, no –lo tranquilizó ella–. Eso es lo que lo hace único.

Entonces, recordando por qué había ido allí, Araminta se irguió, deseando haberse vestido con algo más favorecedor que sus viejos vaqueros y el jersey. Al verlo a él ahí tan seguro de sí mismo, tan sofisticado con sus pantalones de pana beige perfectamente cortados, su camisa y su pañuelo, y su jersey amarillo de cachemira, deseó haber sido un poco más selectiva.

–Debo disculparme de nuevo por mi error de ayer. Siento mucho haberle abollado el coche.

–No tiene importancia –afirmó él, recalcándolo con un gesto de la mano–. Por favor, ¿quiere quitarse la chaqueta y tomar asiento? Manuel nos traerá café.

Se giró hacia el criado que esperaba en la puerta y le dijo algo en un idioma que ella no entendió. El hombre se acercó a ella y tomó su chaqueta, antes de desaparecer de nuevo.

–Por favor, siéntese –dijo Víctor, indicándole uno de los enormes sofás–. ¿Así que somos vecinos? Recuerdo haber visto una referencia en el mapa de tierras a la Casa Taverstock. ¿Les pertenece a usted y a su marido?

Mientras hablaba, Víctor analizó a aquella mujer alta, de grandes ojos azules, complexión perfecta y un pelo largo y rubio cayéndole por encima de un jersey dado de sí que no permitía apreciar su figura. Su nueva vecina era una belleza, incluso aunque fuera distraída.

–No, pertenece a mi madre.

Víctor la observó hundirse entre los cojines, elegante a pesar de su atuendo informal, y se sentó frente a ella.

–Como ya he dicho, me siento muy mal por lo de ayer. He traído los papeles de mi compañía de seguros para que podamos solucionarlo lo antes posible. ¡Vaya! –exclamó, afligida–. Están en el bolsillo de mi chaqueta.

–Manuel los traerá. No se preocupe por los papeles –dijo él, quitándole importancia y observándola de arriba abajo de nuevo–. Francamente, estoy hasta contento de que usted chocara con mi coche. Tal vez si no nunca hubiera tenido la oportunidad de conocer a mi vecina.

Le dirigió una sonrisa divertida y tranquila, y Araminta se sintió impresionada de nuevo ante lo guapo que era. También tuvo la sensación de estar siendo desnudada lenta y cuidadosamente.

–Bueno, eso es muy cortés por su parte –afirmó ella, irguiéndose en su asiento y apartando su mirada, conforme Manuel reaparecía portando una bandeja con una jarra humeante, una cafetera de plata, tazas y un plato con pequeñas pastas.

–¡Aquí viene Manuel con el cafezinho! –anunció Víctor, sonriendo de nuevo y mostrando una fila de dientes perfectos–. En mi país, Brasil, bebemos todo el día pequeñas tazas de un café muy fuerte. Éste que va a beber es de mi propia plantación –añadió, con un toque de orgullo.

Sirvió el café en dos tazas y le alargó una a ella. Al agarrarla, sus dedos se tocaron de nuevo, y la misma sensación de cosquilleo, parecida a una descarga eléctrica, le recorrió todo el cuerpo. Araminta retiró la mano rápidamente, casi derramando la bebida.

–Espero que le guste –dijo él, en un tono suave, pero revelando en sus ojos que se había dado cuenta de lo que le acababa de suceder.

–Oh, sí. Me encanta. Está delicioso –aseguró ella, probándolo.

–Me alegro. Entonces Manuel le dará un paquete de café Silva para que se lo lleve a casa.

–Eso es muy generoso de su parte. Y ahora, acerca del seguro... –dijo, dejando la taza cuidadosamente en el platillo, decidida a seguir con lo previsto y no dejarse distraer por la poderosa aura de aquel hombre.

–No quiero ser maleducado –replicó él, mirándola divertido–, pero ¿tenemos que seguir hablando de una abolladura? Después de todo, es una nimiedad dentro del gran sistema de cosas. Mejor cuénteme acerca de usted: quién es y a qué se dedica.

Araminta, poco acostumbrada a que le hablaran de una forma tan directa, se sintió repentinamente incómoda. La mirada de él parecía penetrar hasta el fondo de su ser, derribando el muro de protección que ella había construido a su alrededor después de la muerte de Peter. De repente se sintió vulnerable ante la mirada depredadora de ese hombre.

–No hay mucho que contar. Vivo en Taverstock y escribo libros para niños.

–¿Es usted escritora? Es fascinante.

–No es para tanto –replicó ella fríamente–. Es un trabajo, nada más, pero me gusta. Y ahora creo sinceramente, señor Silva, que deberíamos centrarnos en el asunto del coche. Tengo mucho que hacer esta mañana.

Miró su reloj para enfatizar su prisa. Ya era hora de poner freno a aquella desconcertante conversación.

Él la miró intensamente unos instantes y a continuación se relajó, sonrió y se encogió de hombros.

–Muy bien. Pediré a Manuel que traiga su chaqueta.

–Gracias. Ha sido una tontería por mi parte dejarme los papeles en el bolsillo.

–En absoluto –respondió él suavemente–. Es usted escritora. La gente creativa es despistada por naturaleza porque viven una gran parte de su existencia en sus historias.

Araminta alzó la vista, sorprendida por aquella percepción, y sonrió a pesar suyo.

–¿Cómo sabe usted eso?

–La mayoría de estos cuadros están pintados por artistas amigos míos –explicó él, indicando las paredes con un gesto–. Soy un amante de las artes, y por tanto tengo mucho trato con gente de ese mundo. Son brillantes, pero ninguno de ellos sabe dónde ha dejado las llaves.

Rió, con una risa rica y profunda que hizo estremecer a Araminta. Y para su bochorno, cuando sus ojos se encontraron de nuevo, ella sintió una sacudida por dentro al descubrir una mirada llena de comprensión.

Incapaz de contener la creciente burbuja de su interior, mezcla de diversión y bochorno, rompió a reír con una risa cantarina. Y mientras lo hacía, se dio cuenta de que no reía así desde hacía años, desde la última vez que Peter y ella...

Debía dejar de pensar así, se amonestó, asociando cualquier cosa de su vida con su matrimonio.

Manuel apareció con la chaqueta y, sonriéndole, Araminta sacó los papeles del espacioso bolsillo tratando de no desparramar sus pertenencias: llaves, monedero, una correa de perro, una zanahoria para Rania, su yegua, y un par de terrones de azúcar. Luego intentó concentrarse en el contenido de los documentos, pero le resultó difícil hacerlo cuando él se acercó y se sentó en el brazo del sofá, leyéndolos por encima de su hombro. Araminta percibió el aroma de su colonia almizclada.

–Aquí tiene, señor Silva –dijo ella, moviéndose al cojín de al lado–. Échelos un vistazo. Tal vez deberíamos telefonear a la compañía.

Él tomó los documentos y los ojeó brevemente.

–¿Qué tal si me deja a mí este tema? Yo me ocuparé de esto. Y, ya que somos vecinos, podríamos llamarnos por nuestros nombres de pila –propuso, enarcando una ceja.

–Sí, supongo que sí –respondió ella con indiferencia, como si tuviera encuentros así a diario–. Y ahora creo que será mejor que me marche. Gracias por el café y por ser tan comprensivo respecto al accidente –dijo, poniéndose en pie.

–De nada –respondió él, levantándose también–. Permite que te ayude con la chaqueta.

Las manos de él rozaron sus hombros al colocarle la chaqueta y otro inaudito estremecimiento la tomó desprevenida.

–Ha sido un placer conocerte, Araminta –dijo él con una reverencia y, para sorpresa de ella, besándole la mano–. Te telefonearé cuando tenga noticias de la aseguradora.

Araminta sonrió nerviosa y se movió hacia la puerta. Cuanto antes escapara de allí, mejor.

Víctor la acompañó hasta el vestíbulo y, después de una breve despedida, Araminta descendió apresuradamente los escalones. Cuando por fin se subió al viejo Land Rover, suspiró.

¿Qué diablos le había pasado? ¿Y qué tenía ese hombre que la intranquilizaba, y a la vez la atraía tanto? Lo cual era ridículo; ella ya no estaba interesada en los hombres. No encontraría otro como Peter en toda su vida. Incluso a su madre le había gustado, lo cual era decir mucho.

Claro que él no había sido muy prudente con el dinero de los dos, y había hecho algunas inversiones poco inteligentes convencido por sus amigos. Pero eso ya no importaba. Después de todo, se trataba sólo de dinero. El hecho de que por eso ella estuviera ahora obligada a vivir con su madre en Taverstock prefería ignorarlo.

 

 

Víctor Silva regresó al salón de la Mansión Chippenham y contempló el lugar del sofá en el que Araminta había estado sentada. Ella había sido una sorpresa agradable. Casi no recordaba la última vez en la que había disfrutado hablando con una mujer que apenas conocía.

Oh, sí, estaban las cenas en Río, París y Nueva York, con final en la suite de su hotel con mujeres ambiciosas que conocían de qué iba el juego. Pero desde que Isabella se había aprovechado de él, había perdido toda la confianza en el sexo opuesto. Él, se recordó a sí mismo, era un cínico y sabía perfectamente que todas las mujeres eran unas criaturas astutas y sin escrúpulos que hacían lo que fuera por salirse con la suya. Entonces, ¿por qué había encontrado la compañía de Araminta tan reconfortante? Incluso se había quedado con los papeles de su aseguradora para tener una excusa para volver a verla. Y ella había parecido extrañamente reticente, algo a lo que él no estaba acostumbrado, como si no se sintiera cómoda cerca de un hombre.

Todo aquel asunto lo intrigaba. Él no estaba ahí para vivir intrigas ni para perder su tiempo flirteando con vecinas del pueblo. Había ido a la campiña inglesa para encontrar paz mental, para asegurarse de que sus caballos eran bien entrenados y para tener tiempo de estudiar sus últimos proyectos de negocios sin que nadie lo interrumpiera.

Pero Araminta, con sus profundos ojos azules, su sedoso pelo rubio y su jersey dado de sí que él juraría que escondía una atractiva figura, había iluminado aquel día.