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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Allison Lee Johnson

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Vidas robadas, n.º 2019 - junio 2014

Título original: A Weaver Beginning

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4299-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

La nieve lo cubría todo menos una franja en medio de la calle que habían despejado esa mañana.

Sloan McCray, que miraba desde la ventana de la casa que había alquilado hacía seis meses, observó esa franja.

El centro de la calle estaba limpio, pero la nieve desplazada formaba unas paredes a los lados que impedían aparcar y el paso de los transeúntes.

Era el primer invierno que pasaba en Weaver y no había dejado de nevar desde octubre. Había tenido dos meses para acostumbrarse.

Había cinco casas en esa calle y algunos de los vecinos tenían distintos quitanieves; unos eran viejos y otros costaban tanto como su primera motocicleta. Él tuvo que despejar la entrada de su casa por el sistema antiguo, con una pala y mucho músculo, aunque eso no era un inconveniente. Estaba acostumbrado al esfuerzo físico incluso desde antes de aceptar el cargo de ayudante del sheriff de Weaver y retirar la nieve le pareció una tarea agradable. Hacía ejercicio físico y pensaba en cosas intrascendentes, dos cosas que agradecía. Todavía no estaba convencido de que fuese a quedarse. Su empleo era provisional y tenía un alquiler de un año. Tenía que pensar qué iba a hacer cuando pasaran los nueve meses que le había prometido a Max Scalise, el sheriff, pero era algo que no le atraía demasiado.

Desde la calidez de su sala, miró el pequeño coche azul que llevaba como una hora delante de la casa de al lado. Las huellas de las pisadas iban del coche a la casa y de la casa al coche. Eran unos vecinos nuevos que se habían mudado el último día del año. La mujer era joven y tenía una melena castaña que le caía sobre los hombros y el chaquetón rojo. El niño que la acompañaba tenía el pelo del mismo color. También se había fijado en que no había ningún hombre. Al menos, ninguno que los ayudara a descargar el coche ni a quitar la nieve del camino.

Se apartó de la ventana, se puso el chaleco acolchado y fue al pequeño cobertizo donde guardaba la moto y las herramientas. Ya había pensado demasiado y era el momento de trabajar con la pala.

 

 

—Abby, Abby...

Abby Marcum, con una pesada caja en las manos, miró a su hermano. Él sujetaba un cubo de plástico con su colección de videojuegos y miraba fijamente al hombre alto que se acercaba.

—¿Quién es...? —susurró Dillon con evidente nerviosismo.

—No lo sé —contestó ella—. Conoceremos a mucha gente en Weaver.

—No quiero conocer gente nueva —replicó él con un gesto de cautela—. Quiero la gente de antes.

Ella sonrió para disimular un suspiro. Su hermano de siete años no era el único que recelaba por haberse mudado a Weaver, pero no iba a demostrárselo.

—No hemos perdido a la gente de antes. Braden está cerca y podremos ir allí.

Aunque no todos los días... o nunca. Sofocó otro suspiro. Miró a Dillon cuando se dio cuenta de que el hombre estaba muy cerca.

—Lleva la caja adentro. Puedes pensar dónde poner la televisión.

Él se dirigió hacia la casa sin dejar de mirar a ese hombre y ella agarró la caja con más fuerza. Esperó que haberse mudado a Weaver no hubiese sido un error monumental. Dillon ya había sufrido bastante. Ella había intentado cumplir los deseos de su abuelo durante dos años. Él ya no estaba y ella seguía intentándolo, pero no sabía si había hecho bien al alejar a Dillon del único sitio estable que había conocido. El sonido de los pasos en la nieve cesó cuando él se detuvo a un par de metros.

—Usted es la enfermera nueva del colegio.

Ella apretó la caja con más fuerza para intentar no mirarlo fijamente. Tenía algunas arrugas alrededor de los ojos marrones y canas en el pelo castaño y demasiado largo, algo que sería normal en un hombre que parecía tener treinta y muchos años, pero que a él le daban un atractivo despiadado. Ella se había criado en Braden, el pueblo más cercano a Weaver, y sabía cómo se difundían los rumores en los pueblos. Por eso no le sorprendió que supiera quién era.

—Me llamo Abby Marcum —se presentó ella con una sonrisa—. ¿Y usted...?

—De la casa de al lado —contestó él clavando la pala en la nieve.

—Eso explica el dónde, pero no el quién.

Replicó ella dirigiéndose hacia la casa porque la caja ya le pesaba demasiado.

—Me parece que te pesa mucho.

—¿De verdad?

Ella siguió andando hacia los tres escalones de la entrada de su casa.

—Deberías haber despejado el camino antes de empezar a descargar el coche.

Abby clavó los dedos en el cartón de la caja.

—Es posible.

Levantó un pie con cuidado para posarlo en el primer escalón del porche. Nunca había necesitado una pala y no la había metido en el coche con todo lo demás. Además, en Weaver había tiendas y vecinos que podían prestarle una pala. El hombre dejó escapar un sonoro suspiro y sus manos se rozaron cuando le tomó la caja.

—El fondo está a punto de romperse —comentó él mientras entraba en la casa.

—Gracias.

Ella lo siguió apresuradamente. Él ya estaba dejando la caja sobre la encimera que separaba la pequeña sala de la cocina, más pequeña todavía. Miró la caja y se dio cuenta de que él tenía razón, que la cristalería que había dentro podría haberse hecho añicos. Abrió la caja y sacó un par de vasos que había envuelto en papel de periódico.

—Es la cristalería de mi abuela.

—Umm...

No pareció especialmente interesado y estaba mirando alrededor. Ella había comprado la casa amueblada y aunque los muebles de la habitación estaban usados, también estaban limpios y en buen estado. Las cajas que ya había descargado se hallaban amontonadas al lado de la chimenea y la habitación estaba casi llena.

—Hace mucho frío.

—Lo sé. La caldera está estropeada, pero encenderé la chimenea en cuanto haya descargado el coche. Cuando pasen las fiestas, llamaré a alguien para que arregle la caldera.

Sonrió a Dillon, quien estaba sentado en el borde del sofá y los miraba con los ojos muy abiertos con el chaquetón puesto. Se lo había comprado el año anterior en unas rebajas con la esperanza de que creciera, pero todavía le quedaba muy grande.

—Entraremos en calor en cuanto encienda la chimenea —le dijo a su hermano.

—¿Y podremos hacer las palomitas de maíz que me prometiste?

A Dillon le encantaban las palomitas de maíz.

—Desde luego.

—¿Tienes leña?

Al oír esa voz profunda, ella se fijó en el hombre y sintió algo intenso por dentro. Era muy atractivo y le resultaba vagamente conocido.

—Umm... no tengo leña, pero conseguiré alguna.

—Las tiendas están cerradas hoy y mañana, por Año Nuevo —le explicó él en un tono inexpresivo—, pero yo tengo mucha. Traeré un poco.

Él se dio media vuelta y salió de la casa.

—¿Quién es? —susurró Dillon cuando se quedaron solos.

—El vecino. Puedes guardar los juegos en el mueble de la televisión y cuando haya terminado jugaremos una partida de Sombreros blancos 3 —le había regalado la última versión del videojuego por Navidad y ya era su favorito—. ¿De acuerdo?

Él asintió con la cabeza y ella volvió a salir a la calle. Ese hombre había dejado la pala apoyada a un lado del porche y ella miró hacia su casa. Tenía dos pisos y era el doble de grande que la de ella. Lo suficientemente grande como para que vivieran una esposa y unos hijos si ese hombre alto, sombrío y anónimo los tenía.

Fue hasta el coche y sacó la televisión nueva del asiento trasero. Sus amigas de Braden habían reunido dinero para regalársela de despedida. Afortunadamente, la caja pesaba poco y estaba subiendo los escalones con ella entre los brazos cuando el vecino apareció con unos troncos. Ella se apartó para dejarle paso y él se agachó al lado de la chimenea para empezar a amontonarlos. Miró a su hermano mientras lo hacía.

—¿Cómo te llamas?

Dillon miró a Abby con nerviosismo.

—Dillon.

El rostro del hombre expresó cierta calidez por fin y sonrió ligeramente. Aunque la sonrisa iba dirigida a su hermano, ella sintió el efecto. Soltó lentamente el aliento y dejó la televisión en el suelo. Sus amigas también le habían regalado una caja de bombones Godiva y le habían dado instrucciones para que se los comiera en Nochevieja con un hombre que no fuese su hermano. Los bombones estaban en la maleta. Podría regalárselos a su vecino sin nombre y así habría cumplido en parte la promesa. Aunque, naturalmente, él se los llevaría a su esposa y eso no era lo que habían esperado sus amigas.

Intentó olvidarse de esas tonterías y centrarse en la televisión, pero no podía dejar de desviar la mirada hacia el hombre, quien seguía mirando a su hermano.

—¿Te importaría traerme esos papeles de periódico de tu madre?

—No es mi madre.

Dillon se bajó del sofá y fue a por los papeles que ella había dejado a un lado. Luego, se acercó al hombre y se los dio estirando los brazos. A ella no le pasó desapercibida la mirada con los ojos entrecerrados que le dirigió él antes de tomarlos y de meterlos en la chimenea entre dos troncos inclinados.

—¿Tienes una cerilla, amigo?

—Tome.

Ella sacó un mechero del bolso y se lo llevó.

—¿Fumas? —preguntó él en tono suave, pero de reproche.

—Lo dice como lo decía mi abuelo.

Él frunció los labios al cabo de un par de segundos.

—Mi hermana no para de decirme que estoy haciéndome viejo antes de tiempo. Debe de ser verdad si te parezco un abuelo.

Él prendió el papel, se levantó y dejó el mechero en la repisa de la chimenea.

—Abby es mi hermana.

Dillon lo dijo tan inesperadamente que ella lo miró con sorpresa.

El hombre también pareció sorprendido. No le parecía un abuelo en absoluto, pero tampoco le pareció adecuado decírselo. Él se limitó a asentir con la cabeza, pero no sabía lo inusitado que era que Dillon le dijera algo a un desconocido.

—¿En qué curso estás?

Su hermano hundió la barbilla en el cuello del chaquetón acolchado.

—En segundo —susurró Dillon antes de volver corriendo al sofá.

Volvió a sentarse en el borde y se metió las manos debajo de las piernas. Ella sabía que lo mejor para Dillon era que las cosas fuesen lo más normales posible. Por eso, no hizo caso de que no los mirara y volvió a fijarse en ese hombre tan alto. Llevaba botas de nieve sin tacón y mediría unos dos metros, además de tener unas espaldas enormes.

—¿Tiene hijos?

A lo mejor tenía alguno de la edad de Dillon.

—No —contestó él, aunque eso no aclaraba si tenía esposa—. ¿Tienes que descargar más cosas?

—Algunas cajas y nuestras maletas —contestó ella siguiéndolo al porche.

Él agarró la pala, la clavó en la nieve y la empujó como si fuera un arado mientras se dirigía hacia el coche.

—No hace falta que lo haga.

—Alguien tiene que hacerlo.

—Se lo agradezco, pero soy perfectamente capaz de despejar mi entrada —replicó Abby en tono algo crispado.

Él clavó en ella los ojos oscuros.

—Pero no lo has hecho y me imagino que, si tuvieras una pala en ese cochecito, ya la habrías usado para poder meter el coche en el camino de entrada.

Como era verdad, ella no pudo replicar nada.

—Mi abuelo tenía un quitanieves, pero como no podía traérmelo, lo vendí.

Como casi todo lo que habían tenido sus abuelos, excepto la cristalería. Su abuela siempre le había dicho que algún día sería suya, y ya lo era. Sintió un nudo de tristeza en las entrañas. Había cumplido los deseos de su abuelo, pero no había sido fácil. Murió de un ataque al corazón hacía dos años, pero antes habían perdido a su abuela poco a poco durante años, hasta que el año anterior el Alzheimer de Minerva Marcum fue tan avanzado que ni siquiera reconocía a su nieta. Aunque ya era una enfermera diplomada, tuvo que hacer lo que le prometió a su abuelo e internó a su abuela en una residencia.

—Ya te comprarás otro quitanieves o una pala —estaba diciendo el hombre—, pero, por el momento...

Él retiró una palada de nieve del camino y ella lo siguió.

—Señor, umm...

—Sloan.

—Señor Sloan, si no le importa prestarme la pala, puedo hacerlo yo. Estoy segura de que tiene que hacer otras cosas y...

—Sloan, solo Sloan, y no, no tengo nada mejor que hacer. Vuelve adentro, comprueba la chimenea y termina de desembalar la cristalería. Te dejaré que sigas en cuanto haya podido meter el coche en el camino.

—¿No puedo impedírtelo? —preguntó ella agitando las manos.

—Evidentemente, no.

Él llegó hasta el final del camino, retiró la nieve con una facilidad envidiable y volvió en dirección contraria. A ese ritmo, el camino estaría despejado de nieve, que le llegaba hasta la mitad de las espinillas, en cuestión de minutos. Debería estar agradecida, pero se sentía inútil y no soportaba sentirse inútil. Como no podía arrebatarle la pala, podía quedarse mirando o hacer algo productivo como comprobar la chimenea y desembalar.

Volvió adentro. El fuego estaba encendido y estaba empezando a calentar la habitación. Dillon se había quitado el chaquetón y se había sentado en la moqueta beige para meter los videojuegos en el mueble de la televisión.

—¿Cuándo vamos a visitar a la abuela?

—Había pensado ir la semana que viene —contestó ella acercándose a la chimenea.

Apartó la pantalla de la chimenea y metió otro tronco. Luego, volvió a colocar la pantalla y se levantó.

—No podemos ir todos los días como hacíamos antes.

—Lo sé —él se quedó mirando la carátula de un videojuego—. ¿Se acordaría de nosotros si el abuelo no se hubiese muerto?

Ella se sentó a su lado, se quitó el chaquetón y lo rodeó con un brazo.

—No, cariño. Eso no tiene nada que ver, pero nosotros sí nos acordamos de ella —contestó Abby sin hacer caso del nudo que se le había formado en la garganta—. Iremos a visitarla siempre que podamos, como ya te he dicho. ¿De acuerdo?

Notó que él asentía con la cabeza contra su mejilla.

—De acuerdo —ella lo besó en la frente antes de levantarse—. ¿Por qué no dejamos de desembalar hasta más tarde e instalamos la televisión? Por fin voy a ganarte a Sombreros blancos 3.

—Seguro... —replicó él resoplando.

Tragó por fin el nudo de la garganta y sonrió. Se dio la vuelta y se quedó paralizada al ver a Sloan en la puerta. Ni siquiera había oído que la hubiera abierto.

—El camino está limpio.

—Gracias. Tendré que pensar en alguna manera de devolverte el favor.

Le pareció que la observaba con más intensidad y que la miraba de arriba abajo, aunque quizá se lo hubiera imaginado.

—Podría ser interesante.

Él sonrió levemente, se marchó y cerró la puerta sin hacer ruido.

Si tenía una esposa, no debería ir por ahí dejando sin aliento a las vecinas.

—Vamos, Abby, quiero jugar a Sombreros blancos 3 —le recordó Dillon.

—Lo sé, lo sé.

¿Y si no tuviera esposa? Se olvidó de la pregunta y sacó la televisión de la caja. Le daba igual que estuviera casado o no. Solo quería empezar su trabajo nuevo y educar a Dillon con el mismo cariño con el que sus abuelos la educaron a ella.

Llevó la televisión al mueble y empezó a instalarla. Unos minutos después, ya estaba sentada en la moqueta con el mando a distancia en una mano intentando que un niño de siete años no volviera a ganarla. Sin embargo, no lo consiguió, como tampoco consiguió dejar de pensar en el vecino.

Capítulo 2

 

—Sloan, es Nochevieja y no deberías pasarla solo —le dijo su hermana por teléfono.

—No quiero estropearte tu noche con Axel.

Aunque Tara ya llevaba unos años casada con él y tenían dos hijos, le costaba decir el nombre de su cuñado sin sentir un escalofrío. Axel Clay formaba parte de la época más oscura de su vida. Que estuviera casado con su hermana hacía que la situación fuese más tolerable porque si no, lo habría odiado toda su vida, como se habría odiado a sí mismo.

—No vas a estropear nada, Bean —replicó Tara entre risas—. Axel y yo no vamos a poder ponernos románticos con media docena de niños persiguiéndose por toda la casa.

Bean, alubia, era el apodo que le puso ella cuando eran pequeños y teniendo en cuenta todo lo que le había hecho pasar en su vida por las decisiones que había tomado él, le asombraba que pudiera acordarse de cuando él era Bean y ella Goober, cacahuete. Eran mellizos y nunca pasaron más de algunos meses en el mismo sitio. De adultos, Tara solo había querido poder quedarse en un sitio que considerara el suyo. Él, en cambio, siguió llevando una vida sin raíces. Por eso estaba viviendo en Weaver, para compensar todo lo que había hecho en el pasado, para intentar arreglar las cosas con la única mujer a la que quería.

—Bueno, pero tampoco quiero estropearte la noche con toda la familia Clay —replicó él mirando por la ventana y comprobando que Abby había metido el coche en el camino de entrada a su casa—. A lo mejor tengo algún plan.

—¿Qué plan? ¿Quedarte mirando una cerveza mientras le das vueltas al pasado?

Él apartó la jarra de cerveza como si lo hubiese sorprendido haciendo algo censurable.

—No los sabes todo de todo.

—De acuerdo —ella suspiró sonoramente—, pero mañana no te libras. Ya has quedado en ir a cenar a la casa grande. Si intentas echarte atrás, le diré a Max que vaya a buscarte.

—Mi jefe será tu primo político, pero eso no quiere decir que vaya a hacer lo que tú quieras.

En su opinión, nadie le decía a Max Scalise lo que tenía que hacer, ni siquiera los votantes que lo elegían en todas las elecciones.

—Ya lo veremos —replicó ella—. Squire espera que todo el mundo vaya a la cena de Año Nuevo y nadie quiere enfadarlo, ni el poderoso sheriff.

Squire Clay era el abuelo político de Tara y el patriarca de la familia Clay. Era más viejo que Matusalén, tenía un genio endiablado y era de las pocas personas de Weaver que le caían bien.

—Dije que iría mañana e iré.

Entonces, vio que Abby bajaba los escalones del porche, pero no se dirigió hacia el coche, sino que empezó a cruzar la zona nevada que separaba sus casas.

—Sin embargo, esta noche la reservo para mí —añadió él.

De cerca, Abby le había parecido más joven de lo que se había imaginado, pero también tenía los ojos grises más bonitos que había visto.

—De acuerdo, feliz Año Nuevo, Sloan. Me alegro de que estés aquí.

A él le habría gustado poder decir lo mismo, pero no sabía lo que sentía, si sentía algo.

—Feliz Año Nuevo.

Colgó y vio que Abby pasaba por delante de la ventana. Un segundo después, llamó a la puerta. Él dejó la cerveza y la abrió.

—Hola —esos ojos grises lo miraron con la misma alegría que transmitía su sonrisa—. Siento molestarte.

—No me molestas.

Él se apoyó en el marco de la puerta. Quizá le pareciera un libidinoso por mirarla de esa manera, pero solo se sentía... interesado. Como no se sentía desde hacía muchísimo tiempo.

—¿Necesitas algo?

—Leña, la verdad.

Quiso reírse, pero se limitó a apartarse de la puerta.

—Está detrás de la casa —abrió la puerta de par en par—. Pasa.

—Gracias —ella entró y miró la sala austeramente amueblada—. Espero no interrumpir nada.

—No.

Él cruzó la sala, fue a la cocina y volvió a salir para señalarle un montón de leña que había junto a los escalones.

—Toma la que quieras.

Ella bajó los escalones con el pelo balanceándosele sobre los hombros. Él se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros e intentó no imaginarse lo sedoso que sería ese pelo.

—Gracias —ella tomó unos troncos entre los brazos—. Te los devolveré en cuanto pueda.

—No hace falta.

Gracias a su relación con la familia Clay y su inmenso rancho ganadero, el Doble C, tenía toda la leña que quisiera, aunque no la quisiera.

—¿Está calentándose la casa? —le preguntó él.

Ella asintió con la cabeza y con una sonrisa en los ojos. Los niños del instituto harían cola delante de la puerta de la enfermería con la mano en la garganta solo para verla. ¿Acaso él no haría lo mismo?

—¿Tu hermano vive contigo?

Estaba seguro de que no era su hermano, de que lo más probable era que fuese su hijo. Aunque, entonces, lo habría tenido cuando era muy, muy joven.

—Sí —contestó ella retrocediendo un poco—. Gracias otra vez. Espero que tu esposa y tú paséis una buena noche.

—¿Quién ha dicho que tenga esposa? —preguntó él con verdadera curiosidad.

—Lo he supuesto.

Ella sonrió y siguió retrocediendo hasta que se chocó con el muro de la casa. Se rio y empezó a caminar de lado.

—Has supuesto mal.

Ella vaciló solo un momento antes de seguir, pero él tenía que haberse dado cuenta.

—Bueno, entonces, espero que pases una buena noche —replicó Abby sin dejar de sonreír.

Él se preguntó si dejaría de sonreír alguna vez. Le pareció que tenía una cara hecha para sonreír.

—Lo mismo te digo.

Llegó al final de la valla, se dio la vuelta y entró en el jardín de su casa. Él sacudió la cabeza. Fuera su hijo o su hermano, una joven como Abby Marcum no necesitaba algo provisional en su vida y eso era lo único que podía ofrecerle él.

 

 

Ya había descargado el coche y desembalado casi todas las cajas. Se sentó en el taburete de la encimera de la cocina y miró a Dillon. Estaba tumbado en el sofá, tapado con una manta hasta la barbilla y profundamente dormido. Había comido palomitas, había ganado a Sombreros blancos 3 y también se había comido el guiso que había conseguido hacer.

Era casi medianoche y ella también podría haberse acostado, pero suspiró, eligió un bombón y se sirvió un vaso de leche. A sus amigas no les habría gustado. También le habían regalado una botella de champán que seguía en la nevera. No bebería champán ni se divertiría en horizontal, dos cosas que, según sus amigas, ya iba siendo hora de que hiciera. Levantó la copa de su abuela y miró la leche.

—Feliz Año Nuevo.

Entonces, las luces parpadearon dos veces y se apagaron. Solo se oía el reloj que había colgado en la cocina y el leve chisporroteo del tronco que ardía en la chimenea. Se terminó la leche y esperó que volviera la luz, pero no volvió. Tomó el mechero que Sloan había dejado en la repisa de la chimenea y encendió unas velas. Luego, volvió al taburete y a la caja de bombones. Entonces, llamaron con fuerza a la puerta. Algo inesperado a esa hora, pero se apresuró a abrir para que no despertaran a Dillon. Era rara la noche que no se despertaba por una pesadilla.

Entreabrió la puerta y miró. Vio a Sloan con una gran linterna y abrió la puerta del todo. El frío de la calle le pareció gélido en comparación con la calidez que sintió al verlo.

—¿Qué tal por aquí?

—Bien —ella asomó un poco la cabeza y vio que toda la calle estaba a oscuras—. ¿Por qué?

—Por nada. Solo quería asegurarme.

—Solo es un apagón —ella sonrió—. ¿Creías que estaría temblando de miedo? —se dio cuenta de que tenía la caja de bombones en la mano—. ¿Quieres uno?

—No sé —contestó él en tono burlón—. Mi madre me decía que no aceptara golosinas de los desconocidos.

—Una mujer muy sensata —replicó ella con una sonrisa—, pero tú te lo pierdes. No son unos bombones cualquiera —le enseñó la caja—. ¿Estás seguro? Les prometí a las amigas que me los regalaron que los compartiría con alguien que no fuese Dillon.

—Entiendo. Entonces, no puedo hacer que incumplas la promesa.

Él iluminó la caja con la linterna y tomó uno.

—No tiene sentido que te quedes ahí pasando frío. Entra, te daré algo de beber.

Abby contuvo el aliento porque estaba segura de que él rechazaría la invitación, pero pasó a su lado y entró. A ella se le encogió el estómago.

—Siéntate.

Le señaló el otro taburete y dejó la caja de bombones en la encimera. Él apagó la linterna y se quitó el chaquetón.

—Estás aprovechando muy bien la cristalería de tu abuela.

—Lo intento.