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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

N.º 39 - junio 2014

 

© 2005 Harlequin Books S.A.

El despertar de los sentidos

Título original: Awaken the Senses

Publicada originalmente por Silhouette® Books

 

© 2005 Harlequin Books S.A.

Amar a un desconocido

Título original: Estate Affair

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicados en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4342-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

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WINE COUNTRY COURIER

Crónica Rosa

 

 

Un francés se pasea por los viñedos de la finca Ashton; toma notas; seduce a la sobrina del dueño...

No, no se trata de una trama para sabotear Bodegas Ashton, ni tampoco es el argumento de un telefilme; sino un intento de la familia de vitivicultores por mejorar sus ya famosos vinos... quitando, claro está, la seducción de Charlotte, la sobrina florista de Spencer Ashton.

El caso es que Alexandre Dupree, un francés que también se dedica con gran éxito al negocio del vino, lleva varias semanas en la finca Ashton en calidad de asesor.

Supuestamente la intención de este asesoramiento es contrarrestar la creciente popularidad de su rival, Viñedos de Louret; pero no parece probable que le hayan pedido también que seduzca a Charlotte Ashton. ¿Qué opina el tío Spencer de esto? ¿O quizá le dé igual y será tan falto de escrúpulos como para aprovecharse de la situación y utilizar a su sobrina para sus propios fines?

Prólogo

 

Treinta y un años atrás

 

–Tenemos que hablar.

Al ver a Lilah entrar en su despacho, Spencer alzó la vista de los papeles que tenía sobre el escritorio y frunció el ceño, irritado por la interrupción. Por lo general la mirada fulminante que le lanzó habría servido para cerrarle la boca y que se marchara, pero en esa ocasión no fue así.

–Si no te divorcias de Caroline, te abandonaré.

La voz le temblaba, pero en sus ojos había un brillo de determinación que hizo que sus palabras sonaran casi como una amenaza.

Airado, Spencer se levantó y rodeó la mesa para detenerse a unos centímetros de la espigada pelirroja que había osado darle un ultimátum.

Ella abrió los ojos como platos, pero se irguió obstinadamente.

–Eres muy hermosa, Lilah –dijo Spencer. Vio un destello complacido en su mirada, y casi se rió por lo fácil que resultaba manipularla–, pero si hicieras eso... –murmuró en un tono punzante como la hoja de un cuchillo–... habría muchas otras mujeres jóvenes y bellas como tú ansiosas por ocupar tu sitio.

Le gustaba Lilah; le gustaba su cuerpo y su rostro; le gustaba el modo en que se plegaba a todos sus deseos, el modo en que se dejaba hipnotizar por su embrujo y se mostraba dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidiera.

La joven tragó saliva, y Spencer observó con satisfacción que su determinación comenzaba a flaquear.

–Lo digo en serio; quiero que dejes a Caroline –le insistió con voz temblorosa y un brillo posesivo en la mirada–. Llevo seis años esperando que lo hagas y no quiero esperar más.

Spencer notó cómo la chispa del deseo prendía en su interior, pero la reprimió con frialdad, como quien aplasta con la suela del zapato una colilla.

–¿Y si no? –le espetó en un tono quedo, de advertencia.

Los hombros de la joven se irguieron.

–Entonces me buscaré a otro hombre, y tú tendrás que encontrar a una nueva... secretaria –le respondió Lilah, utilizando esa última palabra como pulla.

A él nadie lo dejaba tirado; nadie... y mucho menos iba a dejar que lo hiciera una mujer de la que aún no se había cansado. La agarró por la cabellera y, sin importarle que pudiera hacerle daño, tiró de ella para que echara la cabeza hacia atrás y lo mirara.

Los ojos de Lilah se abrieron como platos, llenos de temor, y agachando la cabeza Spencer le susurró:

–¿Qué has dicho?

La joven emitió un gemido ahogado cuando volvió a tirarle del pelo.

–Lo... lo siento, Spencer. Yo no pretendía...

El pánico en sus ojos actuó como un afrodisíaco en él, y tuvo la certeza de que en unos minutos tendría a Lilah tumbada y con las piernas abiertas debajo de él.

–Bien –murmuró acariciándole la garganta con un dedo–, porque me había parecido entender que me dejarías si no dejaba a Caroline, y eso me ha dolido.

Su piel era suave como el terciopelo, y su cuello tan frágil que podría partirlo como una rama si quisiera.

–P-perdóname... –balbució ella de nuevo–. Te compensaré –añadió subiendo las manos a su pecho de un modo vacilante y comenzando a desabrocharle los botones de la camisa–. Es sólo que... te... te deseo tanto...

Spencer sonrió con arrogancia, sabedor de que estaba diciéndole la verdad. Lo cierto era que no podía negarse que era preciosa, pensó, y complaciente en la cama. Quizá sí se casara con ella después de todo, cuando se deshiciese de Caroline, pero eso le tocaba decidirlo a él. Lilah tenía que aprender cuál era su sitio de una vez por todas antes de que le diera nada; sobre todo poder merecerse el convertirse algún día en la señora Ashton.

–Haré lo que quieras, Spencer –le dijo Lilah mirándolo de un modo algo menos temeroso y bastante sugerente.

A Spencer aquella combinación le pareció seductora, pero a pesar de sus encantos quería que fuera muy, muy consciente de que no le daría más oportunidades. Sin soltar su cabellera pelirroja subió la otra mano a uno de sus senos y comenzó a acariciarlo.

–A lo largo de mi vida han sido muchos los que han intentado manipularme con amenazas... –le susurró. Lilah abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero permaneció callada cuando la mano de Spencer subió a su cuello y se cerró en torno a él, apretándolo ligeramente–... y ni uno solo de ellos lo ha conseguido; ni uno solo –inclinó la cabeza para besar sus labios entreabiertos–. ¿Vamos entendiéndonos?

Lilah no se atrevió a hablar y se limitó a asentir con la cabeza. Spencer esbozó una sonrisa maquiavélica, satisfecho de que por fin hubiera aceptado cuál era el lugar que ocupaba en su vida. Para él aquella joven era de su propiedad, igual que el coche y la casa que tenía.

Volvió a sentir que la lujuria despertaba en su interior, avivada por el miedo que había aún en sus ojos, y por la certeza de que a pesar de temerlo lo deseaba.

–Y ahora... –murmuró tomándola por la cintura y atrayéndola hacia sí–... ¿por qué no me demuestras lo mucho que lo sientes?

Capítulo Uno

 

Mientras caminaba bajo el sol de primeras horas de la mañana por entre las hileras de viñas, Alexandre se preguntó si no habría cometido un error al aceptar la invitación de su amigo Trace Ashton de alojarse en la finca. En ese momento le había parecido la opción más conveniente dado que en las siguientes semanas iba a pasar allí bastante tiempo, pero quizá se hubiera equivocado.

La noche anterior a su llegada la elegante Lilah Jensen, la madre de Trace, le había dado la bienvenida a su fastuoso hogar y le había mostrado cuál sería su habitación para que pudiese instalarse.

Spencer Ashton, el padre de Trace y dueño de la finca, no había hecho acto de presencia, pero no le había molestado en absoluto porque ya había tenido en otra ocasión el placer, por decir algo, de conocerlo, y el patriarca de la familia Ashton era un canalla arrogante con quien prefería tener el menor trato posible.

Había caído un pequeño chubasco unas horas antes y las hojas nuevas de las vides estaban aún perladas por gotas de lluvia. La floración ya había empezado, y cuando se detuvo un momento para examinar las plantas juzgó que pronto comenzarían a formarse las uvas.

Sin embargo, esa observación no lo distrajo de los pensamientos que lo habían ocupado hacía un instante. Aunque era madrugador, aquella mañana su sueño se había visto interrumpido por unos gritos en el pasillo seguidos de un portazo. Luego todo se había quedado en silencio de nuevo, pero por lo que había oído no era difícil deducir que el matrimonio de Lilah y Spencer hacía aguas, y después, el hecho de que al salir de la casa hubiese visto el coche de Spencer alejándose a toda velocidad únicamente había reforzado su impresión.

No era que aquello tampoco lo hubiera sorprendido porque había visto matrimonios de conveniencia peores, pero a juzgar por la escena de la que sus oídos habían sido testigos, su estancia en la mansión Ashton podía resultar bastante desagradable.

Además, alojándose allí podía acabar viéndose envuelto en los problemas de la familia, y el sólo había ido allí para asesorar a Trace sobre cómo mejorar la producción vinícola de la finca; nada más. Hincó una rodilla en el suelo para tomar entre los dedos un poco de tierra y comprobar con las yemas de los dedos su calidad.

No podía decirlo a ciencia cierta, pero suponía que la tensa situación que había entre sus anfitriones se debía en gran medida al escándalo que había saltado a la prensa el mes anterior sobre un niño que según parecía era hijo ilegítimo de Spencer. Un hijo ilegítimo... como él, añadió para sus adentros, sintiendo ese resquemor que sentía cada vez que pensaba en ello. Sintió lástima por aquel chico, por lo que tendría que pasar cuando tuviese la suficiente edad como para comprenderlo.

Él no estaba al tanto de ese tipo de chismes, pero a su madre le había parecido que era su deber informarlo de aquél en particular ya que concernía a la familia de su amigo. Alexandre sonrió al pensar en ella. Su madre, aun con sus faltas, había sido la única constante en su vida.

De pronto oyó un extraño ruido y por el rabillo del ojo le pareció ver algo a su izquierda que se movía. Irritado ante la perspectiva de ir a tener compañía resopló, preguntándose quién más se habría levantado tan temprano.

–¿Por qué diantres haces ese ruido tan raro? –inquirió con frustración una voz femenina–. ¡Pero si ayer te hice una revisión completa!

Alexandre enarcó las cejas, se incorporó, y se dirigió al lugar de donde provenía la voz. Al ver a la joven a la que pertenecía, su irritación se convirtió de inmediato en placer.

Era más bien bajita, y también delicada, pero en absoluto falta de curvas. De hecho, cuando se acuclilló para comprobar la rueda delantera de su bicicleta, su bonito trasero se marcó a través de los gastados vaqueros que llevaba y el cabello, negro y liso, que le caía como una cortina de seda hasta la parte baja de la espalda, se movió de lado a lado, rozando esa parte de su anatomía.

–¿Necesitas ayuda, mon amie?

 

 

Sobresaltada, Charlotte se giró tan rápido que casi dejó caer la bicicleta, y se encontró frente a sí al hombre más apuesto que había visto en toda su vida.

El extraño, cuyos ojos brillaron de un modo travieso, le tendió una mano.

–Perdón; no quería asustarte.

Charlotte tragó saliva y dejó que la ayudase a incorporarse. Aquel contacto hizo que un cosquilleo eléctrico le recorriera la espina dorsal y que las mejillas se le tiñeran de rubor. En cuanto estuvo de pie soltó su mano, aturdida por aquella inesperada sensación.

–Creo que no nos han presentado –le dijo el hombre con un acento tan deliciosamente francés que las rodillas le flaquearon–. Soy Alexandre Dupree.

Alexandre... Le iba bien aquel nombre, un nombre con fuerza y muy masculino para un hombre fuerte y viril.

Charlotte tuvo que tragar saliva antes de contestar porque la fascinación le había dejado la garganta seca.

–Yo... yo soy Charlotte –balbució.

–Charlotte... –repitió él. Pronunciado por aquel extraño, su nombre, que era de lo más común, le sonó de repente exótico–. ¿Y qué estás haciendo por aquí tan temprano, petite Charlotte? ¿Trabajas en esta finca?

Quizá debería haberse sentido insultada porque la hubiera tomado por una empleada cuando era un miembro más de la privilegiada familia Ashton, pero lo cierto era que nunca había querido formar parte de ella.

–No –respondió aún aturdida.

Nunca había conocido a un hombre como aquél, que exudaba sexualidad por cada poro de su cuerpo. El sólo tenerlo frente a ella le hacía difícil respirar.

–¿No? –repitió Alexandre con una sonrisa entre divertida y seductora–. ¿Quieres hacerte la misteriosa?

–Bueno, yo tampoco sé qué estás haciendo tú aquí –le espetó ella.

Su curiosidad superaba a su timidez. Hasta entonces había estado convencida de que era incapaz de experimentar cosas como el deseo y la pasión, pero con sólo sonreírle aquel extraño parecía haber despertado un volcán que hasta entonces hubiese permanecido inactivo en su interior.

Era como si, de algún modo, sin saberlo, hubiese estado esperando a aquel hombre desde el día en que se había convertido en mujer. No era de extrañar que hasta entonces ningún otro hubiese logrado tentarla. Ni uno solo de los hombres que había conocido le llegaban a la suela del zapato.

Sus ojos castaños estaban fijos en sus labios, y Charlotte quería decirle que dejara de mirarla así, pero las palabras sencillamente se negaban a salir.

–He venido para poner mis conocimientos a disposición de Trace Ashton, el hijo del dueño de la finca, para ayudarle a mejorar la calidad de los caldos que se hacen aquí.

De modo que se dedicaba al negocio del vino..., pensó Charlotte, que conocía muy bien la ambición que tenía su primo Trace de producir caldos de mayor prestigio.

Sin embargo, aquel hombre debía ser alguien importante, porque aunque iba vestido de un modo informal, con unos pantalones negros y una camisa blanca con las mangas enrolladas y el cuello abierto, se veía que era ropa de calidad, y su reloj de pulsera también parecía caro.

–¿Hacia dónde te diriges, ma chérie? –le preguntó siguiendo con la vista el camino de tierra en el que se encontraban–. ¿Te gustaría tener compañía? –le ofreció volviendo el rostro hacia ella y sonriéndole.

Charlotte lo miró con los ojos muy abiertos.

–N-no –balbució azorada por el embrujo de su sonrisa y la belleza pecaminosa de sus ojos–. Tengo... tengo que irme... llego tarde.

Se montó en la bicicleta y comenzó a pedalear, pero apenas avanzaba, y de nuevo empezó a oírse ese ruido metálico sordo.

Las mejillas se le tiñeron de rubor al recordar que era ése precisamente el motivo por el que se había parado. Se detuvo, e iba a bajarse del sillín cuando Alexandre se acercó a ella.

–Espera, creo que sé cuál es el problema.

Se acuclilló junto a la bicicleta y le hizo algo al reflector trasero. Al levantar el rostro y ver que ella tenía la cabeza girada hacia él, le explicó:

–Estaba un poco caído y rozaba en los radios de la rueda.

Sin saber por qué Charlotte volvió a sonrojarse y se sintió mortificada, pues se notaba las mejillas tan ardiendo que estaba segura de que ni el tono aceitunado de su piel habría logrado disimularlo.

–Gracias.

–No hay de qué –respondió él con una sonrisa divertida–. Bon voyage.

Charlotte tragó saliva y, tras girar de nuevo la cabeza hacia el frente, se puso en marcha de nuevo, muy consciente de que él seguía allí de pie tras ella, siguiéndola con la mirada. Sólo cuando se hubo alejado lo bastante volvió a respirar.

¿Había estado flirteando aquel extraño con ella? Por supuesto que no, qué idea tan absurda. Los hombres sensuales, sofisticados, y encantadores como Alexandre Dupree no flirteaban con jardineras tímidas como ella, se replicó mentalmente. Sin embargo, por primera vez en su vida, se encontró deseando que no hubiese sido sólo cosa de su imaginación.

 

 

A lo largo del día, a Alexandre le fue imposible dejar de pensar en el encuentro que había tenido por la mañana temprano. Con unas cuantas preguntas bien disimuladas había logrado enterarse de un par de cosas bastante sorprendentes.

La primera era que aquella tímida belleza era sobrina del dueño de la finca, y aunque su parentesco con los conflictivos Ashton debería haber bastado para quitársela de la cabeza, se sintió aún más intrigado por ella. Era una mujer que, por el mundo al que pertenecía, debería tener una gran facilidad para desenvolverse en sociedad, pero sin embargo en su presencia se había mostrado apocada y vergonzosa.

La otra cosa que había averiguado sobre ella era que estaba a cargo del invernadero de la finca. Había sido Trace quien le había dado esa información de un modo casual, cuando le estaba enseñando unos planos de la propiedad.

–Éste es el invernadero de mi prima Charlotte –le había dicho señalándole un lugar a unos cuatro kilómetros al Este de la mansión–, ésta es su cabaña, y aquí está el estudio donde trabaja.

–¿Un invernadero? –repitió Alexandre intentando no parecer muy interesado.

–Charlotte hace los arreglos florales para los eventos que se celebran en la finca –le explicó Trace–. Deberías ir a hacerle una visita –añadió con una sonrisa–; seguro que no le importaría enseñarte sus plantas. Son su orgullo.

–¿Y cómo llego hasta allí? –inquirió Alexandre.

–Puedes llevarte uno de nuestros carritos de golf. Sólo tienes que seguir este camino hasta divisar el invernadero; no tiene pérdida.

Alexandre sonrió para sus adentros al imaginarse adentrándose en el territorio de aquella misteriosa joven. Quizá rodeada de sus flores se mostraría más relajada con él... más receptiva a las traviesas ideas que estaban empezando a formarse en su mente.

 

 

Alexandre estuvo ocupado con Trace durante toda la mañana, y hasta bien pasada la hora del almuerzo le fue imposible escaparse para ir a hacerle esa visita a Charlotte, pero hacia las tres de la tarde tomó un carrito de golf y se dirigió hacia sus dominios. Como le había dicho su amigo no le costó dar con el invernadero, que se divisaba al final de un camino de tierra, más allá de los viñedos.

Aparcó a unos metros, frente a la cabaña que le había mencionado Trace. Era de piedra y se alzaba en medio de un jardín cuajado de flores silvestres. Le recordaba a una de esas casitas de los cuentos de hadas, y le pareció que encajaba a la perfección con su dueña: pequeña y encantadora.

Justo detrás de la cabaña había un pequeño edificio con un letrero en el que decía: Arreglos florales Ashton. Aquél debía ser el estudio.

Imaginando que Charlotte estaría en el invernadero se encaminó hacia allí, y fue como si todo su cuerpo suspirara cuando entró y la vio. Con la camisa rosa de manga corta que llevaba parecía una flor más de todas las que había a su alrededor.

Estaba de espaldas a él, sentada en un banco de madera, tenía puestos unos guantes de jardinería y parecía que estaba cambiando algunas plantas de maceta.

De pronto, aunque él no había hecho ningún ruido, giró el tronco hacia él con una pequeña pala en la mano.

–¿Qué estás haciendo aquí? –inquirió frunciendo el entrecejo.

–He venido en busca de mi pequeña y misteriosa fleur.

Charlotte se sonrojó y dejó la pala sobre el banco.

–¿Por qué?

–¿Siempre eres tan directa?

Alexandre se acercó a ella aprovechando la ocasión para admirarla. Era más bien menuda, pero su figura era muy femenina. En el pasado había preferido a las mujeres altas, pero mirando a Charlotte no podía comprender por qué.

–Hace mucho calor aquí; ¿no te molesta? –inquirió.

–Es la temperatura que necesitan las plantas –contestó ella observándolo con recelo mientras se acercaba, igual que un cervatillo.

Cuando llegó junto a ella, los ojos de Alexandre se posaron en un cuaderno azul que había sobre el banco.

–¿Qué escribes ahí? –inquirió con curiosidad.

Habría jurado ver un pánico repentino en los ojos de la joven.

–Es mi... mi diario de jardinería.

Obviamente debía haber malinterpretado su reacción.

–Aquí dentro huele a sol y a vida –murmuró inspirando profundamente y mirando en derredor.

–¿Qué estás haciendo aquí? –repitió ella.

–¿Acaso te desagrado, ma petite? –le preguntó Alexandre, preguntándose si por primera vez su instinto con las mujeres le habría fallado.

No le gustaba insistir cuando sentía que estaba de más en un sitio, y mucho menos con las mujeres. A las damas había que mimarlas, cortejarlas, seducirlas... no imponer su voluntad sobre la de ellas. Para su sorpresa, sin embargo, se encontró de pronto pensando que si aquélla no quisiera nada con él, le sería bastante difícil alejarse sin más.

El rostro aceitunado de la joven se tiñó de un suave rubor.

–Yo no he dicho eso.

Oliendo ya cerca la victoria, Alexandre dio un paso más hacia ella, y le acarició con un dedo la mejilla.

¿Non?

–Yo... –murmuró ella, echándose hacia atrás–. Por favor, estoy trabajando.

–Y quieres que me vaya –concluyó él.

No era hombre que se diese fácilmente por vencido, pero no quería incomodarla más. Quizá hubiese adivinado desde un primer momento cuáles eran sus intenciones, y probablemente a sus treinta y cuatro años lo veía mayor. Además, mientras que ella era pura y hermosa como las flores de las que cuidaba, él hacía mucho tiempo que había perdido la inocencia.

Hizo una ligera reverencia y le dijo:

–En ese caso me marcharé. Perdona por haberte molestado.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta con una sensación de pérdida a la que no habría sabido encontrar explicación.

–¡Espera!

Se detuvo y volvió la cabeza. Charlotte se levantó, fue junto a él y, sin atreverse a mirarlo a los ojos, le tendió una flor blanca.

–Ponla en tu habitación –le dijo–. Hará que huela a sol... y a vida.

Alexandre la tomó, sorprendido por el regalo y porque recordara aquel comentario que había hecho hacía ya un rato.

Merci, Charlotte. Creo que es la primera vez que me regalan una flor –murmuró acercándosela a la nariz para aspirar su perfume.

Una tímida sonrisa asomó a los labios de ella.

–De nada.

Aquello hizo que Alexandre recobrará la confianza en su capacidad de seducción. Parecía que a la pequeña Charlotte Ashton no le resultaba indiferente después de todo. Probablemente lo único que ocurría era que no se sentía cómoda con él, y lo cierto era que no entendía por qué. Era una mujer preciosa; tan exótica como las orquídeas que cultivaba en aquel jardín de cristal.

Además, él siempre había tenido éxito con las mujeres porque intuían que él las trataría con caballerosidad y con respeto, porque sabía que tras la frágil apariencia de muchas de ellas había una gran fortaleza.

Y aquella joven sin duda debía tener una gran fortaleza interior, porque siendo como era una Ashton, hacía falta valor y determinación para apartarse del camino marcado, para no haberse dedicado como sus primos a dar continuidad al negocio de la familia. A su madre le gustaría si la conociera.

–Háblame de esto –le pidió haciendo un ademán para señalar en derredor–, de tu trabajo.

Charlotte volvió a ruborizarse, pero al menos sobre ese tema no se mostró reacia a hablar.

–Bueno, como puedes ver cultivo de todo –le contestó–; desde margaritas hasta helechos.

Comenzó a caminar, mostrándole las distintas plantas, diciéndole sus nombres, y hablándole de los cuidados que requerían. Alexandre la seguía, pero siempre unos pasos por detrás de ella para dejarle espacio y que no se sintiera agobiada.

–Y esa planta de ahí es un hibisco que planté hace un año –le dijo señalando una maceta, pero se resiste a florecer.

Alexandre se rió.

–Quizá le pase como a ti, que prefiera seguir siendo un misterio.

Ella agachó la cabeza azorada.

–Yo no soy un misterio –replicó.

–Ya lo creo que lo eres –insistió él. Cuando Charlotte volvió a alzar el rostro, decidió arriesgarse–. Tengo que volver al trabajo y me temo que voy a estar ocupado todo el día, pero... ¿querrías cenar conmigo mañana?

–Ya... ya tengo planes –balbució ella–. Pero gracias por la invitación.

Alexandre habría querido acortar la distancia entre ellos y derretir su escudo con un ardiente beso, pero se contuvo.

–Ah, ma chérie, me partes el corazón. Pero quizá de hoy a mañana quieras reconsiderar tu respuesta, ¿non? Si cambias de idea estoy alojado en la mansión, así que puedes llamar allí y dejarme el recado si no estoy.

Y con esas palabras se volvió de nuevo y se dirigió a la salida del invernadero con el regalo que ella le había dado en la mano.

Ahora que tenía la seguridad de que no le desagradaba no iba a darse por vencido con aquella tímida florecilla. Si tan sólo supiera qué tenía que hacer para ganarse su confianza... Lo averiguaría, se prometió a sí mismo, la cortejaría, la seduciría, y haría que esos hermosos ojos castaños no volviesen a mirar jamás a ningún otro hombre.

Frunció el ceño ligeramente ante lo que implicaba aquel pensamiento. No tenía intención alguna de casarse; no cuando conocía tan bien lo inestable que era la institución del matrimonio. El problema, sin embargo, era que saltaba a la vista que Charlotte era de las que querían el «felices para siempre», y además se lo merecía; se merecía a alguien que la amase, la respetase, y la cuidase durante el resto de sus días.

Frunció el entrecejo aún más. ¿Por qué estaban yendo sus pensamientos en aquella dirección? Con las mujeres con las que había estado hasta entonces lo único que había buscado había sido satisfacer un deseo mutuo. La desconfianza de Charlotte hacia él indicaba sin duda que sabía muy bien que no era de los que se dejaban echar el lazo.

Sin embargo, cuando se proponía algo no cesaba hasta conseguirlo, y en ese momento sus miras estaban puestas en la dulce y menuda Charlotte Ashton.

Capítulo Dos

 

A salvo en el interior de su invernadero, Charlotte observó a través de la ventana cómo Alexandre se montaba en el carrito de golf y se alejaba.

–Oh, Dios –murmuró cuando finalmente lo hubo perdido de vista.

Aquel hombre era letal. Esos ojos castaños, esa encantadora sonrisa, y el modo en que la miraba, como si quisiese devorarla, formaban una combinación explosiva. Sin embargo, no comprendía por qué parecía querer seducirla cuando no era la clase de mujer detrás de la que iban los hombres como él.

Se quitó los guantes, los arrojó sobre el banco, y frotó nerviosa las manos en las perneras de los vaqueros. Tragó saliva, pensando qué pasaría si aceptase a pesar de todo su invitación a cenar, pero al instante descartó la idea. ¿Cómo iba a hacerlo cuando sabía que, a menos que hablasen de plantas, apenas sería capaz de pronunciar dos palabras?

Al recordarse sus propias limitaciones sintió una punzada de dolor. Probablemente era la única Ashton incapaz de desenvolverse con naturalidad en el mundo de sofisticación y complejas normas sociales en el que se movían. Ése era el motivo por el que se refugiaba en sus plantas, porque no esperaban de ella otra cosa más que sus cuidados.

Sabía naturalmente que en parte esa falta de desenvoltura era culpa de ella. Si hubiese seguido viviendo en la mansión su tía Lilah podría haberla instruido en esa clase de cosas.

«Sí, claro», pensó Charlotte con sarcasmo, apretando los labios. Seguro que a Lilah le habría encantado enseñarle a ella, una mocosa mestiza, a conducirse en sociedad. Charlotte sabía muy bien que siempre había detestado que su esposo la hubiese cargado con la responsabilidad de criarlos a su hermano Walker y a ella.

Walker, que admiraba ciegamente a su tío Spencer, nunca se había percatado de ese sutil odio que destilaba hacia ellos. Charlotte sí, y se había sentido muy desgraciada porque a lo largo de su niñez y adolescencia había estado necesitada de una figura materna.

Sacudió la cabeza y volvió al banco para retomar su trabajo. Quizá podría pedirle consejo a su prima Jillian, se dijo mientras se ponía de nuevo los guantes. En realidad no era exactamente su prima, sino hermanastra de sus primas, pero era tan agradable y comprensiva que desde que se habían conocido poco a poco había empezado a confiarle cosas que no le había confiado a nadie más... como su convicción de que su madre aún vivía.

En los últimos meses esa convicción se había vuelto más y más fuerte a raíz de los escándalos que habían surgido en torno a su tío. Si había sido capaz de ocultar que había tenido un matrimonio anterior y que había dejado embarazada a una joven, ¿no podría haber mentido también cuando le había dicho que su madre había muerto?

«Vamos, céntrate en el trabajo», se dijo recordándose que aquello no la llevaba a ningún sitio. Sabía exactamente cuál era la razón por la que una y otra vez su mente volvía sobre esos pensamientos. No era porque no supiera cómo continuar la búsqueda que había iniciado, sino porque tenía miedo de seguir adelante.

Lo que había averiguado podía cambiar su vida para siempre, pero el tener que hacer aquello sola, sin el apoyo de nadie, la aterraba.

Seguro que Alexandre Dupree no le temía a nada, se dijo, incapaz también de impedir que sus pensamientos volvieran a aquel encantador francés que había irrumpido de pronto en su vida.

Él tenía todas las cualidades que ella no tendría nunca. Exudaba carisma por los cuatro costados, era bello y peligroso como un leopardo al acecho, y su sensualidad, que por sí sola era hipnotizadora, combinada con la inteligencia que se adivinaba en su mirada, lo convertía en el hombre más fascinante que había conocido jamás.

Aquella mañana, después del incidente de la bicicleta, se había conectado a Internet al llegar a la cabaña y había investigado un poco acerca de él. Entre las cosas que había averiguado estaba el hecho de que era uno de los productores de vino más afamados del mundo, y la razón de que hasta entonces no hubiera oído su nombre era que ella vivía demasiado metida en su mundo y se interesaba poco por todo lo que no tuviera que ver con las plantas.

Y no sólo se dedicaba al negocio del vino, sino que además era rico; inmensamente rico. Aparte de la pequeña bodega que poseía en su país, también era el propietario de unos cuantos restaurantes exclusivos. Probablemente le habría parecido que la hostelería sería un buen método para dar a conocer sus vinos. ¿Qué mejor manera que ofrecer platos de alta cocina acompañados de esos afamados caldos?

Pero lo que lo hacía verdaderamente extraordinario era que el éxito no se le hubiera subido a la cabeza, y que estuviera dispuesto a compartir sus conocimientos con otros como demostraba el hecho de que hubiera ido allí para asesorar a Trace.

Y por si su fortuna y sus cualidades como empresario no hubieran bastado ya para intimidarla, Charlotte había encontrado también en Internet varias imágenes de él en distintos eventos públicos, como por ejemplo en el festival de Cannes, donde había sido fotografiado en varias ediciones consecutivas acompañado siempre por alguna fémina de piernas kilométricas, muy elegante, y con un vestido de infarto.

Aquellas mujeres no sólo le sacaban varios centímetros a ella, sino que además llevaban impresa la palabra «distinción» en sus perfectos perfiles, en la elegancia natural que parecía transpirar por cada poro de su cuerpo, en la gracia de sus movimientos...

Irritada consigo misma por no poder dejar de pensar en él, Charlotte cambió de maceta la última planta, recogió sus utensilios de trabajo y se fue a la cabaña a darse una ducha con la esperanza de que eso le despejara la mente.

Quince minutos más tarde salía del baño envuelta en un albornoz blanco. Al entrar en el dormitorio se detuvo frente al espejo de pie para peinarse el húmedo cabello, pero sus ojos no veían a la mujer en la que se había convertido, sino a la chica tímida y apocada que había sido.

Incapaz de adaptarse por completo al estilo de vida de sus tíos, había ido encerrándose poco a poco en sí misma cuando su hermano Walker había empezado a pasar más y más tiempo con Spencer. Para ella había sido casi como si su tío le hubiese robado a su hermano... igual que le había robado a su madre.

En ese momento sonó el teléfono y Charlotte se llevó tal susto que se le cayó el peine.

–¿Diga? –contestó algo aturdida cuando descolgó el aparato.

Ma chérie, ¿qué te ocurre?

Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo se pusieron en estado de alerta al oír aquella voz masculina.

–N-nada.

Hubo una pausa.

–¿Has cambiado de idea respecto a cenar conmigo mañana?

Aquellas palabras en sí no tenían nada de seductoras, pero con su tono las convirtió en una caricia más que en una pregunta.

Charlotte sabía que debería recriminarle que continuara hablándole con esa familiaridad, pero no fue capaz.

–Yo... –comenzó vacilante.

La tentación de decir que sí era casi superior a sus fuerzas, pero el miedo le impidió hacerlo. No sabía cómo podría ponerse al nivel de un hombre así cuando sólo en su imaginación podía llegar a ser lo bastante sofisticada e ingeniosa como para no sentirse inferior a él.

–No.

Alexandre suspiró, como si le hubiera partido el corazón.

–En ese caso... ¿quizá podría persuadirte simplemente para dar un paseo?

–¿Un paseo? –repitió ella.

Al notarla vacilar, como si intuyese que la victoria estaba cerca, Alexandre le dijo en un tono seductor:

–Me pasaría por tu cabaña mañana sobre las seis y podríamos dar un paseo por los viñedos. Di que sí, Charlotte... por favor.

La joven notó que le sudaban las palmas de las manos.

–Está bien –murmuró sin poder dar crédito a su propia temeridad.

–Estupendo. Hasta mañana entonces. Buenas noches, Charlotte. Que duermas bien.

Cuando colgó, la joven se preguntó cuántas mujeres más habrían escuchado esas últimas palabras en una situación más íntima. Probablemente unas cuantas, se respondió, porque a un hombre tan sensual como Alexandre seguramente no le faltarían compañeras de cama. Recogió el peine del suelo y siguió peinándose el cabello diciéndose que tenía que dejar de pensar en él. Sus sueños, por desgracia no podría controlarlos.

 

 

Alexandre pasó la mayor parte del día siguiente con James, el encargado de las bodegas, haciendo una visita a las instalaciones.

Le hizo un cuestionario completo acerca de la madera empleada en los barriles que usaban para envejecer los vinos, su tamaño, el sistema electrónico de regulación de la temperatura y la humedad, los tanques de fermentación, y otros aspectos técnicos sobre los que necesitaba informarse bien para poder conocer los puntos fuertes y débiles de su método de producción y asesorarlos mejor.

Cuando finalmente dejó a James apenas le quedó tiempo para darse una ducha rápida antes de ir a la cabaña de Charlotte. Para su satisfacción la encontró esperándolo fuera cuando llegó.

Se dirigió hacia ella con paso calmado, tomándose tiempo para admirarla. Llevaba puestos unos vaqueros gastados, pero también una blusa blanca de manga corta con adornos de encaje que la hacían muy femenina y seductora.

Bonjour, Charlotte.

La joven estaba observándolo con cierta cautela.

–Hola.

–¿Nos vamos?

A otra mujer le habría puesto una mano en el hueco de la espalda al hacerle esa pregunta, o habría hecho que enlazase su brazo con el suyo, pero con Charlotte tenía la sensación de que incluso algo tan inocente podría ser para ella «ir demasiado rápido».

Tras un breve instante de vacilación la joven echó a andar junto a él por el camino de tierra que solía recorrer con su bicicleta para ir a la mansión.

–Debes saber mucho acerca del cultivo de la vid y la elaboración del vino habiendo crecido aquí –comentó él, intentando mantener un tono neutro a pesar de la tensión sensual que vibraba entre ellos.

Charlotte se encogió de hombros, y algo en su expresión le dijo a Alexandre que no le gustaba hablar del mundo en el que habitaba.

–En realidad no –le respondió alzando la vista hacia él–. La verdad es que no es algo que me haya interesado nunca; aunque lógicamente me he ido enterando de muchas cosas a lo largo de los años.

–Entonces... ¿sólo te interesan las flores? –inquirió Alexandre deteniéndose.

Ella se paró también.

–Bueno, no sólo; pero sí, es lo que más me interesa –respondió ella esbozando una sonrisa–. Sin embargo, he de admitir que me encantan los viñedos en esta época del año.

–¿Y eso por qué? –inquirió él en un tono quedo.

Parecía que se estaba relajando y no quería que volviera a ponerse a la defensiva.

–Pues porque es cuando las vides vuelven a la vida –murmuró Charlotte rozando con la punta de los dedos los bordes de una hoja nueva.

Alexandre sintió que una ráfaga de deseo lo invadía. ¿Tendrían sus caricias esa misma dulzura?

–La primavera es como un nuevo comienzo, y hay tantas posibilidades flotando en el aire... –añadió Charlotte.

–Es verdad –asintió él, cautivado por esos destellos de la mujer sensible y apasionada que había bajo esa apariencia apocada–; las posibilidades son infinitas.

Las mejillas de la joven se tiñeron de un suave rubor, y de pronto Alexandre supo que se había dado cuenta de que ya no estaban hablando de las vides.

Para su sorpresa, Charlotte no volvió a esconderse dentro de su caparazón.

–Pero las elecciones que hagamos ahora tienen que ser las correctas –apuntó–, porque de otra forma podría dañarse la cosecha.

–Supongo que tienes razón –respondió él, gozoso de que al menos estuviera dispuesta a considerar una posible relación entre ellos–, pero a veces uno tiene que arriesgarse.

–Puede, pero es más seguro seguir el camino conocido.

Las comisuras de los labios de Alexandre se arquearon ante aquel desafío.

–Cuando uno sigue el camino conocido se consiguen vinos de una calidad aceptable, pero yo creo que se debe aspirar a más, a lograr caldos con cuerpo, que sean una sinfonía de aromas y distintos sabores que deleiten los sentidos. ¿Tú no, chérie?

–Sí, claro que sí –respondió ella. Su tono había sonado sensual y soñador, y Alexandre se deleitó en la convicción de que lo habían provocado sus palabras–... aunque como he dicho yo no sé mucho de vinos.

–Yo puedo enseñarte todo lo que quieras saber –le dijo él–. Sólo tienes que preguntar.

Ella entreabrió los labios, como si fuera a decir algo, y de pronto fue como si alguien hubiera descorrido una cortina y hubiera quedado al descubierto la atracción que había entre ellos. Charlotte lo miró con los ojos muy abiertos pero no retrocedió como Alexandre había esperado que hiciera, y su boca parecía estar invitándolo a que la besara.

Alexandre se había dicho que tenía que ser paciente, que tenía que seducirla, no presionarla, pero en ese momento, igual que una gran ola, el deseo estaba cerniéndose sobre él, y se olvidó de sus buenas intenciones.

Extendiendo una mano, la tomó por la mejilla, inclinó la cabeza, y cuando los labios de la joven se entreabrieron un poco más el poco autocontrol que le quedaba se desintegró.

El beso, para sorpresa de Alexandre, resultó increíblemente sensual en contraste con la inocencia que había en los ojos de Charlotte y se sintió embriagado por él. Como si de un vino se tratase, en un principio se había dicho que sólo probaría un sorbo, pero de pronto se encontró haciendo el beso más profundo, y a ella respondiéndole con fruición.

Sin embargo, por desgracia, aquel momento mágico duró muy poco. Charlotte emitió un gemido ahogado y se apartó de él.

–¿Qué...? –balbució mirándolo confundida, palpándose los labios con los dedos de una mano temblorosa; la otra sobre su pecho.

Alexandre comprendió que no estaba preparada para las implicaciones que se derivaban de la sorprendente sensualidad que había destilado su primer beso. Si a él, que era experimentado en las lides amatorias, lo había dejado aturdido, era normal que ella estuviese mirándolo como si la tierra se hubiese abierto bajo sus pies.

–Ha sido un beso nada más –respondió él manteniendo las manos junto a los costados, aunque se moría por tomarla por la cintura.

Su intención había sido únicamente calmarla, pero se dio cuenta de que había metido la pata al ver la expresión dolida en los ojos de ella antes de que retrocediera un paso, apartándose de él.

–Me temo que se ha equivocado usted conmigo, señor Dupree –le dijo. Había lágrimas en sus ojos, pero su voz sonó firme–. Búsquese a otra mujer a la que darle besos que no signifiquen nada; yo no voy a servirle de entretenimiento mientras esté aquí.

–Charlotte... –murmuró él.

Se preguntó si habría reaccionado de otro modo si le hubiese dicho la verdad; que, aunque apenas se conocían, la deseaba como no había deseado jamás a ninguna otra mujer.

–No –le cortó ella dando otro paso hacia atrás–. No digas nada; la culpa es mía por no haberme negado cuando me llamaste.

Aquellas palabras lo hirieron como el filo de un cuchillo.

–No tengo intención de hacerte daño –le aseguró–; yo jamás te haría daño.

–Pero, aunque no lo pretendas, es lo que acabáis haciendo siempre los hombres como tú –masculló ella.

Y sin darle tiempo a contestar, se giró bruscamente sobre los talones y se dirigió de vuelta a la cabaña.

Alexandre podría haberla seguido y haberle dado alcance en cuestión de segundos, pero sabía que no le habría servido de nada porque Charlotte se negaría a escucharlo.

En aquel intento de protegerla lo único que había conseguido había sido herirla en su orgullo.

Sin embargo, todavía le escocían las últimas palabras que le había dicho. ¿Por qué clase de hombre lo tenía? ¿Lo habría puesto acaso en la misma categoría que a su tío Spencer?, se dijo irritado. Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y echó a andar de regreso a la mansión. Ya le pediría a alguien que fuese allí el día siguiente a recoger el carrito de golf. En ese momento lo que necesitaba era hacer un poco de ejercicio para liberar sus frustración.