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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Kim Lawrence

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Heridas del corazón, n.º 1294 - noviembre 2014

Título original: The Prospective Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4845-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

ATRAPADO entre la espada y la pared, el desdichado celador estaba sudando. Había sido portero de discoteca en sus tiempos no hacía tantos años, así que había tenido que enfrentarse a unos cuantos tipos peligrosos. Pero aquel tipo de pelo negro que, incluso inclinado sobre las dos muletas le sacaba casi una cabeza, habría asustado a cualquiera de los matones que en su momento trataron de amedrentarlo. Debía de ser algo que tenía en los ojos, concluyó el celador, renunciando a sostener la mirada de aquellos iris intensamente azules.

Y eso él, que se preciaba de no comportarse con el servilismo de algunos de sus compañeros para con los pacientes ricos y famosos que pasaban por la clínica. Era educado, por supuesto, pero no más de lo que lo sería con cualquiera. En su descargo, cabía decir que el tipo del pelo negro no habría pasado por un cualquiera en ninguna parte, sin que eso dependiera de cuánto dinero tuviese o dejase de tener.

–La enfermera jefe ha dicho... –trató de imponerse, sin convicción.

–Llévese la silla de ruedas.

Sin gritar ni hacer ademanes amenazadores, pero consiguiendo, de todos modos, transmitir algo con la voz que helaba la sangre.

–Ha dicho la enfermera Nash que debía usted salir en silla de ruedas.

Matthew Devlin se permitió una ligera sonrisa, sin percatarse de que al antiguo portero de discoteca le parecía francamente siniestra.

–La enfermera Nash conoce mi opinión sobre las sillas de ruedas.

La inflexible Nash conocía, en efecto, las opiniones de Matt en relación con bastantes cosas; no eran precisamente ocasiones de enfrentamiento lo que les había faltado en las últimas semanas.

–Oye, colega –el celador, no sabiendo ya por dónde salir, cambió por completo de táctica–, igual es verdad que no te hace falta la silla de ruedas: no tengo ni idea. Pero lo que sí sé es que tú mañana no vas a estar aquí, pero yo sí, y la Nash también. Puede amargarme bastante la existencia.

–Gracias, Martin. Ya acompaño yo al señor Devlin.

El celador se volvió con una inmensa expresión de alivio y comprobó que, en efecto, era Andrew Metcalf el que acababa de pronunciar esas palabras.

–¡Fantástico, jefe! –con expresión de profundo agradecimiento, el celador se quitó de en medio.

–Vaya, Matt, así que buscándoles las cosquillas a mis colaboradores hasta el último minuto, ¿eh?

Matthew Devlin soltó un exabrupto.

–¡Lo que hay que oír! Si no lo encuentras por debajo de tu dignidad... –y empujó un poco con el pie un portafolios de cuero negro– podrías llevármelo –por mucho que le repugnase pedir ayuda, a veces no quedaba más remedio.

Sus malos modos no produjeron ninguna reacción en el cirujano, que tenía una idea bastante aproximada del grado de exasperación que sentía su paciente.

–Me parece que no entra dentro de mis atribuciones, pero, qué diablos, tratándose de mi paciente favorito... ¿Por qué no?

–¿Y el sarcasmo sí forma parte de tus atribuciones? –rezongó Matt, poniéndose en marcha tan deprisa como le permitían las muletas.

–Qué prisa tienes –observó el médico, apretando el paso para no rezagarse–. Cualquiera diría que no estabas contento entre nosotros...

–Si alguna vez quiero vivir en un estado policial, no dudes de que pensaré en ti, doc.

–Supongo que sería perder el tiempo decirte que no estás para ser dado de alta, ¿verdad?

Matt le echó una mirada de las que dejan secos a los arbolitos tiernos. El médico se encogió filosóficamente de hombros.

–Tenía que intentarlo. A fin de cuentas, eres uno de mis casos más exitosos. Me dolería que se echara a perder tanto trabajo por falta de un poco de paciencia.

Matt le dedicó una sonrisa ácida. En los últimos meses, había gastado la totalidad de sus reservas de paciencia.

–No te preocupes. No haré nada que eche a perder tu reputación de milagrero.

Andrew Metcalf inclinó la cabeza, en mudo reconocimiento de aquel cumplido algo venenoso. Y también, en parte, para ocultar su momentánea expresión de melancolía. Era muy consciente de su valía, pero también era objetivo: por transcendental que hubiera sido su contribución a la recuperación de Matt, la rapidez y el grado que esta había alcanzado obedecían ante todo a la notabilísima determinación y fuerza de voluntad del propio Matt.

–¿Por la puerta de atrás? Está aquí la prensa... –el médico conocía a la perfección las preferencias de su clientela de ricos y famosos.

–No veo motivo para hacerles la vida más fácil, ¿y tú? Creo que Joe estará allí con el coche.

–Si te preocupa la seguridad, ¿cómo es que no vas a casa de tus padres? ¿No conservan el puente levadizo?

–Claro que sí, y el foso, y el castillo, y la mayor parte del pueblecito correspondiente –detalló Matt con indiferencia–. Pero no, gracias... No tengo ganas de estar allí, y menos todavía de ver a mi padre.

El médico escrutó el rostro de su paciente, preguntándose si aquello lo molestaba. Pero era realmente difícil sacar algo en limpio de los rasgos, atractivos y duros, de Matt.

– Pero... –Metcalf se calló, justo a tiempo; iba a soltar una información que Devlin padre que, a fin de cuentas, era aún más rico e influyente que su hijo, había prohibido a todo el personal de la clínica, comunicarle–. Suponía que, con el accidente... –dijo, en lugar de lo que iba a decir.

–Haría falta algo más que verme al borde de la muerte para que mi padre cambiara de opinión, Andrew. Por lo que a él respecta, dejé de ser hijo suyo el mismo día que dejé de obedecerlo. Ahora soy, ni más ni menos, la competencia. Lo único que le gustaría es verme arruinado.

A Andrew Metcalf le pareció una conclusión exagerada.

–Bueno, tiene pocas probabilidades de llegar a verlo, ¿verdad?

–¿Te preocupa el futuro de tus acciones, matasanos?

Andrew sonrió. No le faltaban motivos para hacerlo. La aerolínea Vuelolibre era un valor cuya cotización había subido fuertemente desde su primera salida a bolsa.

–Pues la verdad es que sí que tengo un piquito invertido.

–Entonces, voy a convertirte en un hombre rico –le anunció Matt, sin falsa modestia.

–Bueno, Matt, con lo que te hemos cobrado aquí por carrocería y mano de obra, te aseguro que ya lo has hecho...

 

 

–No he trabajado en el sector privado y, a decir verdad, no me ha interesado nunca.

A pesar de la indiferencia con la que se expresaba, Kat era plenamente consciente de que no podía tardar mucho en encontrar un nuevo empleo. En realidad, procuraba dominarse para no arrojarse a los pies de aquella distinguida dama y besar el fino tafilete italiano que los enfundaba. Al ver cómo paseaba Drusilla la mirada por las paredes de la habitación donde tenía lugar la entrevista, se encendió una luz de alarma dentro de Kat. A ver si se estaba pasando con lo de la indiferencia. Una cosa era no dar sensación de desesperación y otra, muy diferente, resistirse a ser contratada.

–Pero tú querrás trabajar...

Kat sintió un inmenso alivio. Por un momento había temido que la otra desistiera de su oferta. No estaba en una situación «límite», pero podría llegar a encontrarse en ella... pronto. Aunque su padrino, que era el albacea del testamento de su madre, había tratado de presentarle las cosas con la mayor suavidad posible, Kat estaba aún bajo la conmoción de haberse enterado de cuál era el monto real de las deudas de su madre. Hasta entonces creía que la ludopatía era algo ya superado por su madre. Aunque las leyes no la obligaban a reintegrar las cantidades en efectivo, algunas bastante elevadas, que su madre había tomado prestadas de una serie de amigos a lo largo de los últimos cinco años, sin que mediaran papeles, ella estaba resuelta a devolver hasta el último penique.

Por fortuna, la casa se había vendido enseguida. Por desgracia, esa misma venta la había dejado sin techo. Como tampoco le quedaba gran cosa en el banco, puesto que llevaba varios meses sin trabajar, cuidando a su madre, tenía una imperiosa necesidad de encontrar trabajo y alojamiento. Y, en ese preciso punto, aparecía aquella amiga de la infancia de su madre, que había perdido el contacto con ella hasta ese último mes de su vida, ofreciéndole ambas cosas. ¡Debía de ser cosa del destino!

–A un buen fisioterapeuta no le cuesta encontrar trabajo. Y yo tengo bastante experiencia –le aseguró a su interlocutora con mucha convicción.

–Pero a tu antiguo puesto no puedes volver –declaró la otra.

–No –confirmó Kat con un suspiro–. Ya sabía que no podrían mantenerlo sin cubrir indefinidamente; y quizá sea mejor así.

Drusilla ya no se sorprendía al oírla manifestarse así. A los cinco minutos de conocer a Kathleen Wray, había comprendido que la hija de su antigua amiga tenía tanto empuje y optimismo como belleza. Con unas cuantas discretas preguntas acerca de la situación financiera exacta de la muchacha, sumadas a lo que la propia Amy le había contado, había comprendido que iba a necesitar hasta la última partícula de aquel empuje juvenil.

–Llevaba trabajando en ese hospital desde que me gradué. No he sido exactamente aventurera.

Drusilla se preguntaba si Matthew encontraría la sonrisa de la joven tan encantadora como le parecía a ella. Una arruga de preocupación se insinuó en su tersa frente, al recordar el tipo de compañía femenina preferida por su hijo.

–Siempre he soñado con viajar –seguía explicándole Kat, con los ojos resplandecientes de entusiasmo al pensar en los exóticos países que parecían desfilar ante sus ojos–: lo que pasaba era que nunca encontraba el momento de partir –su sonrisa se evaporó–. Pero ahora no hay nada que me retenga aquí.

Drusilla le tomó la mano y se la estrechó cariñosamente.

–Has hecho todo lo humanamente posible por Amy, cariño –le dijo, con calor–. Debes sentirte confortada por haber hecho que su vida se terminase así, en su casa, rodeada por las cosas familiares, acompañada por la hija a la que me consta que tanto quería.

Las palmaditas maternales de Drusilla sobre su brazo fueron llenando de lágrimas los ojos grises de Kat, a pesar de que la señora Devlin, con su ropa de alta costura, su cabello despeinado a la última moda y rostro imposiblemente juvenil, no se parecía a ninguna madre que ella conociera.

–Es usted... Eres muy buena. ¿Me has dicho que el puesto sería por poco tiempo? ¿Y que era necesario cuidar al paciente en el domicilio? ¿Un puesto de interna?

Si Kat había entendido bien los términos, aquella propuesta resolvería de un plumazo sus dos preocupaciones más inmediatas.

Drusilla dio una palmada de alegría al oírla.

–Entonces, ¿lo harás? ¡Estupendo!

–Pero se trata de un trabajo, ¿no? ¿No te lo habrás inventado, solo porque te dé lástima? –secándose la última lágrima, Kat habló con más dureza de la que pretendía, al emerger súbitamente esa sospecha.

Drusilla soltó la carcajada.

–Perdóname, cariño; claro que hay un trabajo de por medio: te aseguro que vas a ganarte el dinero que cobres. Por cierto, soy yo quien te contrata, no Matthew.

Kat asintió. Era comprensible que, si el hijo llevaba en el hospital seis meses, no dispusiera de dinero para contratar a una fisioterapeuta particular. Era igualmente evidente que su madre sí disponía de dinero.

–Supongo que aún tardará bastante en poder volver a trabajar... Quiero decir que los pilotos tienen que tener una forma física excelente, ¿verdad?

–¿Pilotos?

–Me dijiste que tuvo el accidente pilotando un helicóptero, ¿no?

–Sí, así fue.

Drusilla no parecía muy cómoda y Kat se maldijo por haber sacado el tema.

–De todos modos –se sintió obligada a advertirla–, quizá te conviniera más otro profesional: ya sabes que yo estoy especializada en niños, que llevo años trabajando con ellos.

–Eso te vendrá muy bien para enfrentarte a Matthew –replicó la madre del aludido, y Kat vio corroborada la imagen que se había forjado de un treintañero niño de mamá.

–El problema es que no ha estado malo ni un solo día en toda su vida, así que, como paciente, no es nada fácil. Desde luego, le hace falta distraerse, al pobre. Por si no había sido el accidente lo bastante horroroso, tuvo que pasar luego por lo de las declaraciones de esa chica –la furia maternal relampagueó en los iris azules de Drusilla–. Y todavía tenemos que estar agradecidos de que al menos esperase a que cambiaran el pronóstico de «reservado» a «grave» antes de empezar a dar entrevistas a diestro y siniestro, para justificar que abandonaba a Matt porque nunca volvería a caminar. «Espantosamente desfigurado»: ¿qué me dices de unas declaraciones así?

Le había llegado el turno a Kat de brindar su apoyo.

–No sabía nada... pero ahora se consiguen cosas maravillosas. Los cirujanos plásticos...

–¡Pero si no hay nada de eso, por Dios! Si apenas ha tenido marcas en la cara. Claro está que no se es el mismo después de un accidente como ese –reconoció Drusilla–, pero el gran problema de Matt no es siquiera físico: son todos esos meses que se ha pasado tendido boca arriba, a causa de la lesión en la médula. Demasiado tiempo para rumiar las cosas. En cuanto te vi, comprendí que eras la chica adecuada para este trabajo.

–Esperemos que su hijo piense lo mismo.

A ella le parecía un poco extraño que un paciente adulto no participase en la selección de su fisioterapeuta. Claro que igual era el tipo de hombre al que mamá le seguía comprando los calcetines. Kat ya había conocido a un par de tipos así.

–Oh, estoy segura de que Matthew te adorará –Drusilla hablaba con firmeza y despreocupación. Así que Kat no se explicaba de dónde procedía la inquietud que sentía y que las palabras de la otra no conseguían disipar.

–Es posible que Matthew ofrezca... cierta... resistencia –era evidente que Drusilla elegía sus palabras con sumo cuidado–; pero me tienes que prometer una cosa –la apremió, volviéndole a tomar a Kat una mano–: que no le harás caso si te dice que no te necesita. ¡Prométemelo, Kathleen!

Kat se sintió un poco violenta y bastante inquieta ante esa vehemencia.

–Tú mandas –le dijo.

 

 

Kat ya había tenido amplia ocasión de percatarse de la excelente posición de que gozaba la antigua compañera de colegio de su madre, pero hasta que llegó ante lo que la señora Devlin denominaba su «casita de campo» no comprendió lo obscenamente rica que era.

La residencia debía de haber sido construida hacia el siglo XVIII como pabellón de caza de algún aristócrata. Todas las habitaciones eran amplias y lujosas, decoradas de tal modo que, desde que puso el pie en ellas, Kat viviría con el temor incesante de romper alguna antigüedad que habría debido estar en un museo. Eso sí, ya desde la puerta de entrada había desaparecido otra aprensión: las vagas dudas que tenía sobre si sus obligaciones laborales incluían algún trabajo doméstico desaparecieron. Quien vino a recibirla fue el ama de llaves, que la condujo a una habitación bastante amplia, en la que la esperaba un gran ramo de flores y una amable nota de Drusilla, en la que se disculpaba por no estar presente para darle la bienvenida.

Dejó su equipaje y salió a dar un paseo por los jardines.

Llevaba un rato admirando las flores cuando se oyó el ruido de un motor y Kat levantó la cabeza, momento que aprovechó una abeja para picarla en la muñeca. ¡El mejor momento, desde luego! ¡Justo cuando, al parecer, llegaba su paciente! Lo último que quería era dar la sensación de que no se podía contar con ella en una emergencia, así que, aguantando estoicamente el dolor, Kat dio unos pasos hacia el Jaguar negro que acababa de detenerse en la zona cubierta de gravilla, delante de la casa.

–¡Venga, Joe, no te pares como un pasmarote! ¡Échala!

Si las palabras eran impacientes, la voz era francamente grosera. Kat tuvo que cerrar los ojos un momento, luchando contra las lágrimas de dolor que se le saltaban. Al abrirlos, tenía al lado a un tipo alto y delgado, de unos treinta años, que se inclinaba solícito hacia ella. Su actitud no encajaba para nada con las palabras que había escuchado y, por otra parte, parecía gozar de una salud excelente.

–¿Está usted bien?

–Me acaba de picar una abeja –y Kat extendió el antebrazo, que ya se había inflamado y estaba enrojecido.

–Ay, pobrecita. A ver...

Matt Devlin, entretanto, maldecía al personal del hospital. Sin duda eran ellos quienes habían dado el soplo a la prensa. No tardó en cansarse del tiempo que, al parecer, le exigía a Joe librarse de la intrusa. Como pudo, bajó del vehículo. Cuando al fin se enderezó, mal que bien, sobre la gravilla, apoyado en sus muletas, tenía la frente cubierta de sudor. Y entonces vio por qué tardaba tanto Joe. En cuanto echó un vistazo a la chica, la actitud de su amigo dejó de constituir un enigma. Pelo color de miel, recogido en una graciosa cola de caballo; sonrisa radiante, falsa, eso sí, falsísima, de eso no le cabía duda; cara lavada, cutis fresco y mejillas rosas; ojos grandes, de expresión inocente; boca carnosa... Y luego, es decir, ante todo, el cuerpo. A esa no la había alcanzado la moda anoréxica. En resumen, la chica de los sueños de los tarados como Joe.

El susodicho tarado la miraba con una sonrisa vacua, que daba vergüenza ajena. A Matt le hizo daño verlo: cualquier oveja tendría una expresión más inteligente que su mejor amigo en ese momento. Sacudió la cabeza: las mujeres que a él le interesaban, desde luego, eran algo más que monadas como aquella.

–Matt –lo llamó desde lejos el rival de las ovejas–, a Kat le ha picado una avispa.

Matt fue acercándose, mirándolos atravesadamente, mientras su amigo le mostraba la muñeca de la ninfa.

–Abeja –dijo la chica, con decisión y una voz muy poco adecuada para una ninfa.

Al llegar junto a ellos, Matt se la encontró mirándolo con una expresión crítica. Mirándolo a él con expresión crítica, ¡no a Joe! Tenía, efectivamente, los ojos muy grandes, de color gris claro, con largas pestañas oscuras y rizadas, ligerísimamente almendrados. Sobre la marcha, corrigió alguna de sus conclusiones: era un bombón, pero no una descerebrada.

–¿La mandan de la maldita revista femenina esa? ¡Ya le he dicho a su redactora jefe dónde puede meterse el reportaje! –y, al decirlo, Matt sintió una oleada de placer, viendo cómo se apagaba la resplandeciente sonrisa, falsa, falsísima, de la ninfa.

Como a Kat aquello no le decía nada, pudo negarlo inmediata y vigorosamente.

–No sé de qué me está usted hablando.

Él no contestó y tampoco parecía creerla.

–¿Es usted Matthew Devlin? –en la pregunta se translucían las esperanzas que aún albergaba Kat de estarse equivocando de persona.

–Ya sé quién soy yo –contestó él, con la suavidad del papel de lija–. Y usted, ¿quién es?

Kat parpadeó, tratando de disimular que se sentía ligeramente chamuscada por aquel par de faros azules clavados en ella. Era alto, atlético y guapísimo, de una belleza que recordaba a la del poeta Byron: moreno, peligroso ... absolutamente irresistible. Estaba furiosa. ¿Cómo era que no la habían prevenido?

Puestos a evaluar la belleza masculina, en una escala del uno al diez, ella le habría dado, como poco, un doce. Desde luego, habría sido una verdadera tragedia que un rostro así quedara desfigurado. Pero el único rastro perceptible era una fina cicatriz, que iba de la mitad del pómulo a la sien izquierda. Seguramente, una vez se deshiciera el malentendido, los dos se reirían juntos. Sin embargo, cuando Kat volvió a mirar esa cara, se dio cuenta de que estaba dejándose arrastrar por su innato optimismo. Independientemente de cómo resultaran las cosas, en ese trabajo iba a haber poca risa y poca complicidad.