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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Teresa Ann Southwick

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Loca por ti, n.º 1299 - noviembre 2014

Título original: Crazy for Lovin’ You

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4846-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

VETE de aquí.

–Pero, Mitch...

–No quiero ver ni hablar con nadie que se apellide Stevens.

Taylor Stevens observó la oscura expresión en la cara de Mitch Rafferty y se preguntó qué habría pasado. Su hermana Jen debía haber hecho algo, pues era la única persona capaz de alterar a Mitch de aquella forma.

«¡Ojalá se fijase en mí!» pensó Taylor con tristeza. Aunque más joven que él, era más madura de lo que él se pensaba; al menos lo suficiente como para haberse fijado en el pelo castaño claro de Mitch, en sus anchos hombros y en sus ojos azules de chico malo. Sobre todo en los ojos. Cada vez que él la miraba, el corazón se le aceleraba.

Los campeonatos estatales de rodeo de enseñanza secundaria en Abilene habían terminado. Al día siguiente volverían a casa, a Destiny, por lo que aquella era su última noche en el motel Lamplighter.

Cuando encontró a Mitch en la piscina, Taylor respiró hondo, se armó de valor y se sentó en una tumbona junto a él.

Él parecía un volcán en erupción, y a Taylor le asustaba lo que pudiese hacer. No podía dejarlo solo.

Tocó su brazo y se quedó sorprendida cuando él se apartó.

–De acuerdo. No me mires, pero cuéntame qué ha pasado y después escúchame mientras hablo.

–Vete de aquí, niña –gruñó él–. ¿Es que no te das cuenta? No quiero que estés aquí, quiero estar solo.

¿Niña? A Taylor le habría gustado agarrarlo de la camisa y demostrarle que no era ninguna niña.

–Te comportas como un niño al que le han quitado su juguete favorito. Al menos, dime qué ha pasado. Creía que éramos amigos –dijo.

–Jen y yo hemos terminado –dijo él, pero por la dura mirada de sus ojos Taylor supo que había algo más–. No quiero ser amigo de nadie que tenga relación con ella.

La primera reacción de Taylor fue de incredulidad ante el hecho de que su hermana hubiese sido tan tonta como para dejar a un hombre como Mitch; la segunda fue pensar que iría al infierno por sentirse tan contenta de que Mitch ya no estuviese comprometido.

–Lo siento –dijo sin convicción, apartando la mirada para que él no se diese cuenta de que no lo sentía en absoluto.

Se hizo el silencio entre ellos. Era tarde. Casi todos los que se hospedaban en el motel se habían marchado a las habitaciones, excepto algunos niños que seguían hablando y riendo alrededor de la piscina y tras los arbustos.

–Lo siento de veras –insistió ella. Verdaderamente sentía que él estuviese sufriendo–. Pero no es la única chica en el mundo –añadió al ver que permanecía callado.

–Lo es para mí –dijo él.

Taylor se preocupaba mucho más por Mitch que su hermana. ¿Por qué no se daba cuenta? ¿Y cómo no se daba cuenta de que era él la primera persona en la que pensaba por las mañanas y la última cuando se acostaba? Cada segundo del día deseaba estar con él, poder mirarlo.

Mitch se la había quitado de encima la noche anterior, cuando ella intentó pasear con él hacia el lago. Pero ahora sabía que las cosas no le iban bien con su hermana, y aquella podía ser su mejor oportunidad de que él se fijase en ella.

–¿Y yo? –dijo, incapaz de seguir callada–. Yo te quiero. Yo nunca te haría daño.

Y sin pensárselo dos veces, se inclinó hacia él y lo besó. Taylor notó la sorpresa y la duda en la rigidez de la boca de Mitch; después él se apartó y la miró fijamente. Aquella amarga y fría mirada hizo que se arrepintiera del beso. Mitch se levantó; estaba a escasa distancia del borde de la piscina. Ella también se levantó para estar a su altura.

–Besas como una niña pequeña –dijo él.

Taylor oyó risas detrás de ella. Tenía las mejillas rojas por la vergüenza, pero aquello no era nada en comparación con el dolor que empezaba a sentir en su corazón.

–Aunque no hubiese decidido renunciar a las mujeres –dijo Mitch cruzando los brazos–, no tendrías ninguna oportunidad.

–Sé que todavía no soy guapa –lo interrumpió ella, no queriendo oír aquellas palabras–, pero ya te enseñaré yo, Mitch Rafferty.

Y sin pensarlo, Taylor puso las manos sobre el pecho de Mitch y lo empujó con todas sus fuerzas. Él se cayó de espaldas al agua, y en aquel momento su expresión fría cambió por una de sorpresa. Taylor se dio la vuelta y se marchó antes de que él pudiese darse cuenta de que la humedad en sus mejillas no tenía nada que ver con el agua. Mientras se alejaba, se juraba a sí misma que le demostraría quién era, aunque fuese lo último que hiciese en su vida.

Capítulo 1

 

Diez años después...

 

MITCH Rafferty había vuelto a la ciudad.

Y ella iba a verlo en cualquier momento. Taylor Stevens se asomó a la ventana de su cuarto de estar preguntándose si sería puntual. Él había sido nombrado presidente de la asociación de rodeo de enseñanza secundaria, y tenía que buscar un lugar donde celebrar los campeonatos del estado. Por aquella razón su futuro estaba en manos de Mitch, pues Taylor necesitaba que él escogiese su rancho, Círculo S, como sede de los campeonatos. Pero si la historia se repetía, iba a tener problemas.

El sonido del motor de un coche se hizo audible por encima del ruido del aire acondicionado de la casa, y Taylor abrió una rendija de la ventana para echar un vistazo. Un último modelo de ranchera subía por el camino hacia la casa. Él había llegado.

Desde que descubrió que Mitch había vuelto, había estado muy nerviosa, y no solo por el impacto que él podía tener sobre su vida en cuanto a la posible elección del rancho. Una y otra vez se había repetido a sí misma que él ya no le interesaba, que ella ya era una mujer y no podía hacerle daño.

Pero su corazón latía acelerado.

Se apartó de la ventana y respiró hondo al tiempo que se alisaba los pantalones caqui. Después se ajustó el cinturón y comprobó que llevaba la blusa bien recogida. No había querido recibirlo con los vaqueros y la camisa sucia que había utilizado para limpiar los establos aquella mañana; quería ofrecer su mejor aspecto.

Llamaron a la puerta y Taylor contó hasta diez. Estaba muy nerviosa.

–Allá vamos –se dijo a sí misma al tiempo que abría.

Casi se le para el corazón. Mitch tenía diez años más, pero su aspecto era mejor de lo que ella recordaba. Aún tenía ojos azules de chico malo, el mismo pelo castaño claro y la nariz ligeramente aguileña. En cuanto a sus facciones, la cara angular y la mandíbula cuadrada, parecían más duras. ¿Por qué lo encontraba tan increíblemente atractivo?

Pero inmediatamente fue consciente de que de pie, en la puerta de su casa, estaba Mitch Rafferty, el mismo hombre que había destrozado su corazón cuando ella tenía catorce años. Aquella conmoción borró de golpe los diez años transcurridos y se apoderaron de ella unos sentimientos tan profundos y dolorosos como los de aquella lejana noche. Aunque deseaba no hacerlo, lo recordaba todo con demasiada claridad.

La humillación de su último encuentro volvió a hacer presa de ella, como tantas otras veces desde entonces. Las cosas que le dijo y el beso que le dio todavía la hacían sonrojarse.

No era capaz de pensar con coherencia. Menos aún de decir nada, porque se le había formado un nudo en la garganta.

Él la miró unos instantes antes de reconocerla.

–¿Taylor?

–Hola, Mitch. Ha pasado mucho tiempo.

Desde luego no la había reconocido de inmediato, ya que la última vez que se vieron ella era una niña delgaducha y él le había dicho que besaba como una chiquilla. Ahora era una mujer adulta y no la niña que lo había empujado a la piscina. Aquel recuerdo ocupaba su mente desde que se había enterado de que él era el nuevo presidente de la asociación. ¿Le guardaría él algún rencor? O, peor aún, ¿se acordaría de las cosas que le había dicho?

El silencio se alargaba, y él se aclaró la garganta.

–¿Cómo estás?

–Bien. ¿Y tú? –preguntó ella.

–Muy bien.

–¿Acabas de llegar a la ciudad?

–Esta mañana llegué de El Paso –contestó él asintiendo–. Estás estupenda –añadió mirándola fijamente.

–¿Yo, la delgaducha? –preguntó ella incapaz de resistirse.

Esperaba que los nervios que le atenazaban el estómago no la traicionaran.

–Lo digo en serio. Has cambiado mucho –dijo él sonriendo de forma pícara.

Por aquella sonrisa ella supo que les decía ese tipo de cosas a todas las chicas. Aunque había intentado olvidarlo, a lo largo de los años no había podido evitar leer las historias que la prensa sensacionalista y las revistas publicaban sobre sus conquistas amorosas. Antes de desaparecer, él había salido con mujeres con las que ella nunca pudo competir. ¿Por qué iba a acordarse de que una vez fueron amigos?

–Has madurado –dijo él.

–Suele ocurrir cuando pasan... –dijo ella intentando parecer pensativa–. ¿Cuántos años hace que nos vimos por última vez?

Taylor no quería que él se diese cuenta de que recordaba claramente la última vez que se vieron.

–No lo recuerdo –dijo Mitch, y por un momento dejó de sonreír y frunció el ceño–. Yo diría que hace bastante tiempo, porque hacía diez u once años que no venía a Destiny.

–¿Tanto? –dijo ella, intentando parecer lo más inocente posible.

–Más o menos –dijo él asintiendo.

Taylor pensó que estaba muy atractivo. De hecho, tenía mejor aspecto que hace diez años. No solo no tenía entradas, sino que no tenía ni una sola cana. Llevaba el pelo muy corto, y Taylor sabía que si estuviese un poco más largo se le rizaría.

Un hombre de su edad debería tener un poco más de tripa, pues ya estaba cerca de los treinta. Pero al echar un vistazo a su camisa blanca bien recogida dentro de los vaqueros, se dio cuenta de que su abdomen estaba firme y liso.

Llevaba las mangas de la camisa dobladas justo por debajo del codo, precisamente por donde a ella le parecía que deberían llevarlas los hombres. Y aquel era un aspecto que le gustaba.

Pero tenía que recuperar el control de sí misma. Ya no era una niña de catorce años enamorada, y él ya no le interesaba. Si hablaban sobre su embarazosa confesión y el impulsivo beso, lo atribuirían a las hormonas de la adolescencia y se olvidarían de ello.

–¿Entonces, no recuerdas la última vez que nos vimos? –insistió ella, intentando averiguar qué recordaba.

–¿Debería? –preguntó él pensativamente.

–Supongo que no.

Realmente no lo recordaba. Era una buena noticia, pero entonces, ¿por qué le enfurecía que el instante más humillante de su vida no fuese lo suficientemente importante para él como para recordarlo?

Mitch negó con la cabeza.

–Lo único que puedo decir es que has cambiado mucho.

–Lo tomaré como un cumplido –dijo ella.

–Casi no te reconocí. Tienes el pelo distinto.

Él recordaba su pelo largo y liso de color castaño oscuro. Pero, tras dos años estudiando en Texas, su compañera de habitación la había ayudado a elegir un atractivo corte de pelo y le había enseñado que el carmín sirve para algo más que para escribir en los espejos. A partir de ahí, Taylor empezó a recobrar la confianza en sí misma que había perdido en unos instantes con Mitch, y su vida social mejoró. Y así hasta hacía un año, cuando su prometido la dejó por la mujer que anteriormente lo había dejado a él. Aquello le recordó lo verdaderamente frágil que era aquella recuperada confianza en sí misma.

Mitch la observaba detenidamente. ¿Era un brillo de admiración lo que había en sus ojos? Taylor sintió una oleada de felicidad, y se maldijo a sí misma por reaccionar de aquella manera a las sutiles pero agradables palabras de Mitch. Si, como había creído, estaba preparada para enfrentarse a él, ¿por qué la afectaba aún de aquella manera? Solo había pasado dos minutos con Mitch Rafferty, el que fuera el vaquero más solicitado de Texas, y el calor que desprendía amenazaba con derretirle los huesos.

Taylor se dio cuenta de que aún estaban en el porche.

–No era mi intención tenerte aquí afuera. Pasa, por favor.

Las botas de él resonaron en el suelo de madera cuando entró.

–Gracias –dijo.

Una sola palabra pronunciada por él, con su voz profunda, era suficiente para hacerla estremecer.

Taylor cerró la puerta. Era mayo y aún no hacía mucho calor, pero había regulado el termostato para que en el interior de la casa se estuviese a gusto. No quería darle ninguna excusa para que rechazase su rancho.

Mitch se quedó en la entrada con el abrigo entre las manos. Miró a su alrededor y frunció el ceño. ¿Qué estaría pensando? se preguntó ella mirando también a su alrededor. A la derecha estaba el cuarto de estar con la chimenea de piedra, y delante había dos butacas con una mesita de café, de madera de roble, en medio. A su izquierda, el salón, que también tenía chimenea, pero de ladrillo, con un sillón nuevo reclinable delante de la televisión. El suelo era de madera oscura en todas las habitaciones del primer piso.

La casa se había construido en los años treinta, y las tierras sobre la que se asentaba habían pertenecido a la familia de Taylor durante generaciones.

El dinero que ella había invertido en el mobiliario nuevo era parte de su plan para que la casa siguiese perteneciendo a la familia.

–¿Qué tal está Jen? –preguntó él.

Debería haber imaginado que él se acordaría de su hermana. Sintió una punzada de dolor en el corazón.

–Jensen está bien, gracias. Está trabajando en Dallas –añadió.

Por si acaso era ella la razón de que hubiese vuelto, sería mejor que Mitch supiese que no la iba a ver; al menos no en Destiny.

–¿Es abogada? –preguntó él.

–Está especializada en derecho de familia.

Taylor intentó que no la molestase el hecho de que él recordara que Jensen siempre había querido ser abogada; sin duda alguna, se habían contado el uno al otro sus sueños y esperanzas.

A ella apenas la había reconocido, y sin embargo recordaba que Jensen quería ser abogada a pesar de que le había roto el corazón marchándose con otro. ¿Seguiría sin querer ver o hablar con nadie que se apellidase Stevens?

–¿Qué has estado haciendo estos últimos años? –preguntó Taylor para romper el silencio.

Mitch fijó su mirada en ella.

–Al principio me dediqué a los rodeos.

–Me enteré de que renunciaste a tu beca.

–En su momento me pareció lo más adecuado –dijo él frunciendo el ceño, y aquel gesto le hizo recordar aquella noche junto a la piscina.

Taylor quiso morderse la lengua. Nunca había podido pensar con claridad cuando estaba cerca de él.

Se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja con gesto nervioso.

–¿Vamos a la cocina? ¿Quieres un vaso de té helado?

–Sí, gracias.

Ella lo invitó a que pasara delante, y Mitch encontró la cocina con la misma facilidad que si hubiese estado allí el día anterior.

Taylor pensó que de espaldas era casi tan atractivo como de frente, y se odió a sí misma por fijarse en aquello: una espalda ancha que se iba estrechando hasta su esbelta cintura. Su trasero, recogido en los gastados vaqueros, era casi una obra de arte, aunque se dijo que aquella era una observación puramente objetiva, porque no sentía nada por él.

Cuando sus hormonas se apaciguaron, se dio cuenta de que Mitch cojeaba ligeramente. Recordó vagamente haber leído algo sobre un accidente, pero no en la prensa sensacionalista, que solo se dedicaba a equiparar sus conquistas amorosas con sus impresionantes demostraciones de rodeo. Probablemente había mucho más en su vida y el hecho de que fuese presidente de la asociación de rodeo era una pista.

La cocina tenía forma de «U», parte de la cual era una barra con banquetas. En vez de sentarse en una de ellas, como siempre había hecho, Mitch pasó al otro lado de la barra y se apoyó en la encimera de azulejos color beige. Taylor podía sentir su mirada sobre ella mientras sacaba la jarra de té helado de la nevera y abría el armario para sacar un vaso.