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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Kathryn Ross

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El día de la boda, n.º 1271 - noviembre 2014

Título original: The Night of the Wedding

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5590-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Publicidad

Capítulo 1

 

Stephen iba a pedirle que se casara con él?, se preguntaba Kate mientras volvía a casa del trabajo. Se le había ocurrido de repente, pero la idea no la hizo sentir una explosión de alegría.

¿Por qué no se alegraba? Llevaban dos años viviendo juntos y estaban de acuerdo en que, si las cosas funcionaban, se comprometerían el día de su segundo aniversario. Las cosas funcionaban entre ellos… ¿o no?

Kate estaba exasperada consigo misma. Claro que las cosas funcionaban. A Stephen le gustaba su trabajo y ella estaba encantada con el suyo, como editora en Temple y Tanner. Y a los dos les fascinaba vivir en Amsterdam.

Amsterdam era una ciudad muy hermosa. Los altos y majestuosos edificios brillaban bajo la luz del atardecer, su imagen reflejándose en las tranquilas aguas del canal. Las terrazas de los cafés estaban llenas de gente que salía de trabajar y se encontraba con sus amigos, como ella iba a encontrarse con Nick Fielding.

La idea de verlo sí la llenaba de alegría.

Llevaban cinco semanas sin verse porque él había tenido que viajar a Londres y lo echaba de menos. Echaba de menos su conversación y su risa contagiosa. Nick siempre la hacía reír.

Él la vio mientras cruzaba el puente en bicicleta, sonriendo, con la melena oscura empujada hacia atrás por el viento. Llevaba pantalones grises, un jersey de color rosa y una mochila a la espalda. Como siempre, iba conduciendo con una sola mano y demasiado aprisa.

La observó mientras bajaba de la bicicleta y la ataba a un poste, sin dejar de sonreír. Kate tenía treinta y dos años, solo uno menos que él, pero parecía tener dieciocho. No había cambiado mucho desde su época universitaria, pensó, mientras se acercaba entre las mesas.

—Hola, niña —la saludó, dándole un beso en la mejilla. Su piel era suave y olía a… ¿miel? ¿A rosas?

—Hola, Nick.

—¿Has cambiado de colonia?

—Sí. Stephen me la regaló hace tiempo y he decidido usarla antes de que pierda el olor. ¿Te gusta? —sonrió Kate, sentándose a su lado.

—Sí.

Estaba guapísima; tenía una piel preciosa y sus ojos verdes brillaban, tan traviesos como siempre.

—¿Qué tal el viaje?

—Bien, pero me alegro de haber vuelto. La oficina de Londres es un caos. Me pasé la primera semana ordenando papeles.

—Seguro que han respirado tranquilos cuando te fuiste —rio ella—. Eres un perfeccionista.

—Cuando tienes tu propio negocio, debes serlo.

La camarera se acercó y pidieron dos cafés.

Kate se dio cuenta entonces de que la mujer que estaba sentada a su lado no apartaba los ojos de Nick. Su amigo era muy guapo, la verdad. Tenía un físico estupendo y parecía lo que era, un hombre de negocios. Llevaba una chaqueta de ante color nuez y una camisa blanca que destacaba el tono bronceado de su piel.

Y ella se sentía orgullosa de ser su amiga. Habían pasado muchas mujeres por la vida de Nick Fielding, pero su amistad se mantenía firme. Por mucho tiempo que estuvieran sin verse, siempre era como si acabaran de estar juntos. Se sentían muy cómodos el uno con el otro.

—Espero que no hayas estado trabajando todo el tiempo —sonrió Kate, cuando la camarera desapareció—. Se supone que debías enseñarle Londres a Serena, ¿no?

Nick se encogió de hombros.

—Las cosas no salieron como esperaba.

—¿Qué quieres decir?

—Que hemos cortado.

—¿En serio? —exclamó ella, sorprendida. Aunque, en el fondo de su corazón, sabía que Nick nunca llegaría a nada con Serena—. Lo siento mucho.

—Qué se le va a hacer.

—¿Fuiste tú quien cortó la relación? —preguntó Kate, clavando sus ojos verdes en los ojos oscuros del hombre.

—No, hemos sido los dos —contestó él, apartando la mirada.

Kate no se lo creía. Serena era una rubia preciosa, pero intuía que era ella quien estaba más interesada.

—¿Qué pasó? Serena estaba deseando ir a Londres contigo.

—Lo pasamos bien… y luego nos separamos como amigos. Queríamos cosas diferentes.

La camarera les llevó los cafés y Kate se quedó pensativa un momento. Seguramente Serena quería formalizar su relación y Nick no estaba dispuesto. Como siempre. Lo había visto muchas veces. Su amigo no parecía dispuesto a formalizar una relación con nadie.

—Qué pena. Me caía bien Serena.

—A mí también —sonrió él.

—Pero no lo suficiente.

—Los dos estuvimos de acuerdo en que había llegado el momento de separarnos.

—Si solo llevabais cinco meses saliendo… Pero claro, cinco meses son muchos para ti, ¿no? —sonrió Kate.

—¿Cinco meses? ¿Los has contado?

—Las mujeres recordamos esas cosas.

—Yo creo que Serena no.

—De todas formas, tus relaciones no duran más que unos meses, Nick. Y has salido con Serena más tiempo que con nadie… excepto con Jayne, claro.

—¿Tú crees que sigo enamorado de Jayne?

Kate no había dicho eso. Su relación con Jayne había terminado dos años antes, pero estaba segura de que fue Nick quien decidió cortar.

—No… lo que digo es que tienes un problema con las relaciones serias.

—¿Y eso es malo?

—Tienes que sentar la cabeza algún día.

—¿Por qué?

—Pues… ¿no quieres casarte y tener hijos?

—No. De hecho, estoy empezando a pensar que la variedad es la salsa de la vida —sonrió su amigo.

—No lo dices en serio, ¿verdad?

—No —contestó él, tomando un sorbo de café—. Pero prefiero estar solo que mal acompañado.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Kate, pensativa.

¿Era Stephen el hombre de su vida?, se preguntó. Y le sorprendió hacerse esa pregunta. Stephen llevaba una temporada un poco nervioso, pero seguramente era porque iba a pedirle que se casara con él. Cuanto más lo pensaba, más claro lo veía. Cuando le preguntó por la mañana a qué hora volvería del trabajo, seguramente era porque pensaba reservar mesa en algún restaurante. Por eso estaba tan serio.

Kate sonrió. Todo iba a salir bien.

—Pues a mí me gustaría tener niños.

—Tienes mucho tiempo para eso —murmuró Nick.

—¿Ah, sí? —rio ella—. Tengo treinta y dos años. No puedo seguir posponiéndolo mucho tiempo.

—Cuando llegue el momento y el hombre adecuado, lo sabrás.

Quizá sería así cuando Stephen le pidiera en matrimonio. Cuando dijera las palabras, aquellas dudas desaparecerían y sabría que él era el hombre de su vida. Estaba acusando a Nick de no querer comprometerse, pero quizá ella tenía el mismo problema.

—Siempre has sido un fatalista —dijo, sonriendo—. Y creo que también yo lo soy. Por ejemplo, creo que hay alguien para todo el mundo… que nuestra pareja ideal está por ahí, esperando.

Nick sonrió.

—Eso no es ser fatalista, Kate. Es ser un romántico.

—Las almas gemelas existen. Mira tus padres, por ejemplo. Siguen enamorados después de casi cincuenta años, ¿no?

—Sí, es verdad. Por cierto, me han dado recuerdos para ti.

Ella sonrió. Le caían muy bien los padres de Nick. Y sus hermanos. Eran una familia muy unida y envidiaba el ambiente en el que había crecido. Ella era hija única y sus padres se habían divorciado cuando era una niña. Por eso se pasaba las horas muertas en casa de Nick. Rachael, su hermana pequeña, casada y con hijos en Australia, había sido su mejor amiga.

—¿Qué tal con Stephen? —preguntó él entonces.

—Bien.

Algo en su tono de voz lo alarmó.

—Tienes algo que decirme, ¿verdad?

Kate apartó la mirada.

—Hoy hace dos años que estamos juntos.

—Felicidades.

—Gracias. No puedo creer que hayan pasado dos años.

—¿Y?

—No puedo esconderte nada, ¿eh? Pero la verdad es que no hay mucho que contar.

—Sí lo hay. Lo veo en tus ojos.

—No estoy segura pero… creo que Stephen va a pedirme que me case con él.

Después de eso, hubo un silencio. Y Kate se dio cuenta de lo importante que era la respuesta de Nick.

—¿En serio?

—No, de broma —replicó ella, irónica—. Pues claro, bobo. ¿Por qué me miras con esa cara? ¿No crees que Stephen quiera casarse conmigo?

—No, no es eso. Es que… pensaba que no os llevabais bien últimamente.

—¿Y por qué pensabas eso?

—No lo sé. Debe haber sido mi imaginación.

—Todo va bien entre nosotros —dijo Kate, intentando ignorar una extraña premonición.

¿Iba todo bien entre ellos? ¿Estaría cometiendo un error si aceptaba casarse con Stephen?

—Me alegro.

—¿De verdad te alegrarías por mí?

Necesitaba saber su respuesta, necesitaba que le dijera que sí.

—Si eso es lo que quieres… Yo quiero que seas feliz. Te lo mereces.

—Gracias —sonrió Kate.

Pero era una sonrisa trémula. Algo no iba bien, pero no sabía qué era. Mientras se dirigía al café, había sentido un momento de duda… pero no entendía por qué.

Intentaba imaginarse a Stephen pidiéndole que se casara con él, con una sonrisa nerviosa, los ojos azules clavados en los suyos, el flequillo sobre la frente, como Hugh Grant.

Y algo no cuadraba en esa imagen.

—Stephen es el hombre perfecto para mí. Bueno… ya sé que a ti te parece un poco irresponsable y supongo que lo es a veces. Pero me quiere y es un hombre divertido, encantador…

—¿Por qué intentas convencerme, Kate? —la interrumpió Nick.

—¡No estoy intentando convencerte! Solo digo que es el hombre perfecto para mí. Que estoy preparada para casarme.

—Pues me alegro por ti.

Había algo en su voz, una expresión en sus ojos que Kate no podía descifrar.

—No debería habértelo dicho.

—¿Por qué no?

—Porque acabas de cortar con Serena y no estás de buen humor.

Él negó con la cabeza.

—Estoy bien. Y me alegro por ti, en serio.

—¿De verdad?

—De verdad. Stephen tiene mucha suerte —sonrió Nick, tomando su mano.

Kate se mordió los labios. Había sentido un curioso escalofrío cuando la mano del hombre cubrió la suya. Un escalofrío poco normal.

En ese momento, su amigo miró el reloj.

—Deberíamos irnos. A ti te espera una noche importante y yo tengo mucho trabajo.

—Trabajas demasiado. Deberías dejar los ordenadores y buscarte una chica estupenda con la que sentar la cabeza.

—Yo soy un solterón, Kate —sonrió Nick—. Y estás empezando a parecerte a mi madre…

—Una mujer muy sabia —lo interrumpió ella.

De repente, se sentía mejor. Como si sus dudas hubieran sido un momentáneo eclipse de sol.

—Pago yo —dijo Nick.

—Vale.

—Que todo salga bien esta noche —sonrió él, inclinándose para besarla en la mejilla.

Aunque Kate era alta, un metro setenta, con él siempre se sentía bajita. Nick Fielding debía medir más de un metro noventa.

—Te llamaré mañana para contártelo todo.

—No sé… No quiero ponerme colorado.

—Serás tonto…

—Hasta otro día.

—Adiós.

Mientras le quitaba la cadena a la bicicleta, Nick se dirigió a su Mercedes descapotable. La mujer que lo había estado mirando en la terraza se acercó a él entonces.

¿Sentaría la cabeza algún día?, se preguntó Kate pedaleando hacia el puente. Quizá, a pesar de sus protestas, un día se enamoraría de una chica estupenda y no tendría ojos para nadie más.

La idea era como una nube negra en su corazón… pero no sabía por qué. Ellos siempre serían amigos. Además, le saldrían canas antes de que Nick decidiera casarse. Los hombres pueden esperar; ellos no tienen un reloj biológico con una señal de alarma.

Kate miró su reloj mientras pedaleaba. Iba a llegar con una hora de antelación. Había quedado con Stephen a las ocho porque pensaba estar más tiempo con Nick. Pero quizá era mejor. Así podría arreglarse el pelo antes de que su novio llegara a casa.

Aunque no quería ponerse demasiado elegante… por si acaso Stephen no había reservado mesa en ninguna parte. Quizá no pensaba pedirle que se casara con él y todo era cosa de su imaginación.

Eso hizo que se sintiera aliviada. Pero no debería. Seguramente, necesitaba un poco más de tiempo para acostumbrarse a la idea. Vivir juntos había sido un gran paso, pero casarse…

Desde luego, Nick no parecía muy contento. En realidad, Stephen no le caía bien. Nunca había dicho nada malo de él, pero sabía que tenía sus reservas. El brillo irónico en sus ojos cada vez que hablaban de él, su forma de tratarlo… Estaba claro que no le gustaba nada.

Para Nick, su negocio era lo más importante. Para Stephen, el trabajo solo era un medio para llegar a un fin… y había cambiado de empleo tres veces en el último año.

Lo que realmente le gustaba era el rock y se pasaba todo el tiempo libre ensayando con su banda. La vida con él era emocionante, desde luego. Nada aburrida.

Kate paró la bicicleta frente a su casa. Vivían en el primer piso de un elegante edificio del siglo XIX y el alquiler era astronómico, pero se había enamorado de la casa nada más verla y decidió recortar gastos con tal de tener un piso allí.

Desde la calle, vio que la luz del salón estaba encendida. Stephen también había llegado antes de lo previsto, pensó. Después de ponerle la cadena a la bicicleta, subió corriendo los escalones del porche para encontrarse con su novio.

—¡Stephen! —lo llamó, cerrando la puerta.

Cuando pasó por delante de la cocina, vio una botella de champán abierta y dos copas medio vacías. Pero Stephen no estaba por ninguna parte.

Entonces oyó música en el dormitorio. No era rock, sino una melodía suave, muy romántica.

Dentro del dormitorio podía oír algo… algo que parecían jadeos.

Kate abrió de golpe y lo que vio la dejó anonada: Stephen en la cama, en su cama, con otra mujer.

—¡Kate! —exclamó, incorporándose de un salto—. Lo siento, cariño…