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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Carla Crespo Usó

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Una chica de asfalto, n.º 58 - febrero 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6118-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

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Solo se ve bien con el corazón,

lo esencial es invisible a los ojos.

El Principito

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

Capítulo 1

 

 

Claudia

 

Hoy es mi último día de sufrimiento.

Hace ya más de un año que empezó el calvario. Trabajo en el Banco del Turia, una entidad de las de toda la vida con sede en Valencia; la ciudad donde vivo y en la que nací. La crisis, la maldita crisis. ¿Quién hubiera dicho que el banco sería intervenido, que el FROB tendría que inyectarle dinero y que, más tarde, sería adjudicado a otro banco por el precio simbólico de un euro? Yo, desde luego, no.

Empecé a trabajar en el banco al terminar la carrera. Como casi todos los que entraron en mi época, entré en la entidad tras haber realizado allí las prácticas como cajera. A partir de ahí mi evolución fue como un tiro: en cuanto me hicieron fija me pasaron a mesa como comercial y al año me nombraron subdirectora. Hace doce meses, cuando ya me frotaba las manos con el cargo de directora, el Banco de España tuvo que rescatarnos. Mi gozo en un pozo.

Lo que hasta entonces había sido un camino de rosas se convirtió en un tortuoso camino empedrado hasta el día de hoy. Un camino que incluía algunas piedras —o pedruscos— como un ERE en el que casi la mitad de los compañeros habían sido despedidos o la absorción de nuestro pequeño y familiar banco por uno mayor. Esto resultó bastante duro. Nuevos compañeros, nuevos jefes, nuevas normas, nuevo programa informático… Vamos, casi nada.

Y para rematar la faena habían llegado los traslados.

Los temidos traslados. Traslados que bien podían ser a otras ciudades de España o a localidades más pequeñas. Eso es lo que me aterraba. Hacía un mes que nos lo habían comunicado y yo no había vuelto a dormir de un tirón. Y eso que soy una marmota. Pero ya no. Todas las noches me meto en la cama y los ojos se me abren como platos y el corazón se me pone a mil. Ni las infusiones relajantes me hacen efecto; nada. Porque si hay algo para lo que no estoy preparada, ni lo estaría en un millón de años, es para que me trasladen a una zona rural.

No, no y no. Yo soy una chica de asfalto. A mí lo que me gusta es la ciudad, el campo está bien para una excursión de un día. Bueno, en realidad ni eso, porque luego cuando estoy allí me molestan las moscas y se me hunden los tacones en la hierba. Yo prefiero ir de excursión a Zara y recorrerme la calle Colón en una tarde de shopping. Además, tengo el convencimiento de que en mis maratones de compras quemo las mismas calorías que en una jornada de senderismo. Puede que más. Por no hablar de la poca cobertura que suele haber en esas zonas y yo sin móvil y sin internet no sé vivir.

O sea, que si me trasladan a un lugar de esas características, moriré.

Miro el teléfono y rezo para que no suene. Los de arriba llevan un mes informando a la gente. Hoy es el último día. Solo quedan dos horas para cerrar la oficina. Solo dos horas y podré respirar tranquila. Si no me llaman hoy es que me he librado. Que me quedo. Podré continuar con mi rutina.

Pero tengo miedo. No puedo negarlo. Una clienta se sienta en mi mesa y aunque me habla no la escucho. Parece ser que se le ha cobrado alguna comisión o algo así. Asiento comprensiva mientras me pregunto si no debería descolgar el teléfono. Si la línea está ocupada no podrán contactar conmigo. ¡Es una idea brillante!

La señora frunce el ceño, se ha dado cuenta de que no le estoy haciendo ni caso. Sonrío con dulzura y le digo que no se preocupe, que le devolveré lo que le han cobrado. Ya que estamos, intento venderle un seguro, pero no cuela. Esta es una hormiguita, de las que ahorra y no gasta un duro. Menos en seguros que no necesita.

Al final no descuelgo el teléfono, hay otras cuatro líneas en la oficina. Si me quieren localizar lo harán. Al fin y al cabo, los de Recursos Humanos también tienen mi móvil.

Suspiro y miro el reloj. Los minutos parecen horas. Dios, qué larga se me está haciendo la mañana. Y, encima, el abuelito que se me ha sentado ahora en la mesa quiere cancelar un plazo fijo. Buf, lo que me faltaba. Pongo los ojos en blanco y me centro en lo que me dice.

Una hora más tarde empiezo a estar más tranquila. Miro a Susi, la chica que está en caja. A la pobre la avisaron hace dos semanas de que la trasladaban a Barcelona. Se lo ha tomado con filosofía y hasta está contenta. Claro, de todos los destinos posibles le ha tocado una gran ciudad. A ver así quién se queja. Con suerte, puede que de toda la oficina solo la mueven a ella. Ya sería desgracia que se esperaran al último momento para decírmelo.

Casi, casi me estoy frotando las manos por haberme librado cuando suena un teléfono. Me giro para mirar el que hay sobre mi mesa. No, no es ese. El de Susi tampoco es el que suena. Los teléfonos de Pedro y Vicente, los dos comerciales de la oficina también permanecen en silencio. ¡Dios, es el de Leo, mi director!

No puedo creerlo, ¿van a trasladarlo? Giro con disimulo la cabeza hacia su despacho y le observo a través de la mampara de cristal que le separa de nosotros. No sabría leer su expresión. Frunce el ceño y no parece contento pero tampoco lo veo afectado en exceso. Igual es una llamada particular y nada tiene que ver con el banco.

Entonces sucede.

En el mismo instante en el que lo veo colgar el teléfono, suena el mío. Me ha pasado la llamada. No puede ser verdad. Respiro hondo y, muy digna, descuelgo el teléfono.

—Banco del Turia, ¿dígame? —respondo haciéndome la loca, como si no supiera que la llamada me la ha pasado el director.

—Hola, Claudia —la aterciopelada voz de Santi resuena al otro lado.

Ahora no sé qué pensar. Me están llamando de Recursos Humanos porque Santi es el responsable de Relaciones Laborales, pero junto con este cargo también ostenta el de «follamigo». ¿Y si solo me está llamando para quedar esta noche y ha aprovechado para comentar algún asunto laboral con Leo?

Me aferro a esa idea con fuerza.

—Hola, Santi, ¿qué tal?

—Esto… bien —tartamudea.

Mierda, esos nervios no me gustan. Si algo caracteriza a Santi es que no le tiembla la voz cuando quiere algo de una mujer. Si quisiera pedirme una cita estaría mucho más seguro de sí mismo.

Permanezco en silencio y rezo todo lo que sé.

«Por favor, Señor, que no me trasladen, que no me trasladen», suplico en silencio mientras me invade la angustia. Creo que voy a vomitar.

—No voy a andarme con rodeos, Claudia. Ya sabes por qué te estoy llamando, ¿verdad?

No digo ni una palabra. No seré yo quien lo diga. Ni de coña.

—Siento ser yo quien tenga qué decírtelo. —Al menos parece sincero.

«Venga, suéltalo ya.»

—Te trasladan.

Ya está, ya lo ha dicho. Las palabras se quedan ahí, flotando en el aire. Las lágrimas amenazan con asomar a mis ojos pero las contengo. Las contengo porque acabo de percatarme de que todas las miradas están puestas en mí. Todos y cada uno de mis compañeros han dejado lo que fuera que estuviesen haciendo y me miran. Me miran porque saben de qué va esta llamada.

Cojo aire antes de hacer la pregunta que me corroe por dentro.

—¿Adónde? —Mi voz es apenas un susurro.

Silencio.

—¿Santi?

Más silencio.

—Santi… —murmuro impaciente mientras me muerdo el labio—. ¿Adónde me trasladan?

—A Navarra —carraspea—, a un pueblecito en un valle de Navarra.

Temblorosa, me paso la mano por mi larga melena castaño oscuro. Empiezo a ponerme nerviosa de verdad.

El asunto de la peluquería no es más que uno de los muchos —muchísimos— cambios a los que me voy a enfrentar.

—Tienes que pasarte el lunes por la central a firmar el papeleo. Vente a las diez.

Joder, ¿puede ser más directo? Trago saliva y trato de asimilar todo lo que me está diciendo. Hago un esfuerzo por preguntarle la segunda cosa que más me preocupa después del dónde. El cuándo.

—Dentro de quince días.

Ahogo un gritito y en ese momento soy consciente de que todos saben lo que pasa. A excepción de Susi, a la que le comunicaron el traslado hace una semana, todos respiran aliviados porque saben que se van a librar. Se quedan en Valencia. Y, aunque todos sientan cierta pena, en el fondo están que no caben en sí de alegría.

El gordo me ha tocado a mí.

 

 

Arturo

 

—¡Joder! —dejo caer las facturas sobre la mesa y me desplomo de golpe sobre la silla. Las cuentas no salen ni a tiros. Está visto que la ganadería ya no es lo que era. Ni con las subvenciones que recibo de la Unión Europa me salen las cuentas… Entre la competencia de precios, lo que cuestan los piensos… pues que no me cuadran los números.

Me levanto y me acerco a la ventana. Frente a mí se extiende un verde prado en el que campan a sus anchas varias de mis reses, una regata que lo cruza y un bosque de hayedos que se extiende a lo lejos. De pronto, vislumbro varias manchas negras esparcidas sobre la hierba. ¿Qué cojones es eso? Agudizo la mirada y me doy cuenta de que no se trata de manchas sino de agujeros.

—¡Mierda, mierda! —grito para mí al tiempo que me dirijo a grandes zancadas hasta el trastero para sacar la escopeta—. Los malditos topos están destrozando el prado. Ya me tienen harto.

Me pongo el Barbour antes de salir, fuera hace un frío de mil demonios y voy en mangas de camisa. Abro la puerta, compruebo que el arma está cargada y me preparo para disparar.

«Se van a enterar estos bichos.»

Unos cuantos topos muertos más tarde me meto en la ducha y suspiro al sentir el agua caliente sobre mi piel. Ha sido un día duro. Las cuentas no me cuadran y estoy agotado de tratar de encontrar una salida. Lo que menos me apetece ahora es cocinar así que, pese a que tengo entumecido cada músculo de mi cuerpo por la larga jornada, me visto de nuevo y me dirijo a cenar a la posada del pueblo. Un buen chuletón y un vaso de sidra me reviven seguro.

Elena, la dueña de la posada, me acomoda en una mesa junto a otros habitantes de mi pequeño pueblo. Apenas si somos cincuenta personas en invierno y, además, la mayoría de mis vecinos son de mediana edad. Vamos, que este lugar no destaca por su vida social. Aun así, me gusta. Nací y me crié aquí, así que siento que, en el fondo, este es mi sitio. Viví un tiempo en la capital, pero llegué a la conclusión de que no era para mí.

Mi pueblo se encuentra en el valle de Basaburúa, está rodeado de bosques de robles y hayas, y se compone de cuatro calles en las que los entretenimientos que tenemos se limitan a la casa de la cultura, el frontón y la posada en la que me encuentro ahora mismo. Lo que pasa es que, aunque la pelota vasca me gusta, a mí me van más otro tipo de aficiones. Como buen hombretón del norte que soy, me gusta la escalada y, como la costa del País Vasco está muy cerca, también soy aficionado al surf.

Engullo en un santiamén y en silencio el plato que tengo frente a mí, hoy tengo demasiadas cosas en la cabeza como para ponerme de cháchara con nadie. Solo pienso en llenar el estómago y volver a casa para dormir como un tronco. Lo necesito. Ayer de madrugada nació un ternerito y apenas he descansado en todo el día. Estoy reventado.

—¡Elena! —El que habla es Juan Ignacio, el director de la oficina bancaria del pueblo y que está sentado en una mesa contigua a la mía—. ¿Tú no sabrás por casualidad de alguien que alquile un piso o una habitación en el pueblo?

La posadera se acerca a él y entorna los ojos.

—¿Te ha vuelto a echar de casa Miren? —pregunta suspicaz.

Indignado, el director levanta la cabeza y se yergue orgulloso.

—Pero qué bobadas dices… Miren no me ha echado de casa en la vida.

Elena se gira hacia mí y me guiña un ojo. Yo no puedo evitar soltar una carcajada. De todos es sabido en el pueblo que a Juan Ignacio le gusta irse de picos pardos sin su mujer y hemos perdido la cuenta de las veces que le ha hecho dormir a la intemperie a pesar de los años que ya calza en sus botas el director. La última vez lo encontré durmiendo entre mis vacas.

—Juan Ignacio, ¿quieres que te acoja en casa esta noche?

Prefiero invitarlo a dormir antes que encontrármelo entre mis pobres animalitos. Se ponen nerviosas. Por lo visto tienen tan mala opinión de él como su mujer. No es un mal tipo, pero como su mujer lo lleva más tieso que un palo, a la que puede desaparece y se va de sidrerías. Es un elemento. Con lo serio que parece en la oficina y ¡luego es un juerguista!

Me mira irritado.

—Desde luego… ¡menudo concepto tenéis de mí! —gruñe—. Pero dejémoslo, no tengo tiempo para discutir con vosotros. Lo pregunto porque dentro de quince días trasladan a una chica nueva a la oficina. Es de Valencia y no tiene donde alojarse. Tengo que buscarle un sitio, al menos para los primeros días.

—Pues la casa rural está a tope. No creo que tengan ni un cuarto libre —comenta Elena.

—Ya lo sé —replica Juan Ignacio—. He llamado esta mañana, a esa y a todas las de la contornada. Llenas. Todas y cada una de ellas.

—Es que estamos en época de sidrerías —apunto—, aunque eso ya debes saberlo, Juancho… —No puedo evitar soltarle esta pullita. Cabrearlo es demasiado fácil.

La mitad de los comensales de la sala empiezan a reír al escuchar el comentario.

—Muy bien, graciosillo, veo que no tienes ganas de ayudar. Ya me las arreglaré yo solo para encontrarle un piso, una casa o lo que sea.

Es en ese instante cuando me doy cuenta de que Juan Ignacio tiene la respuesta a mis problemas económicos. El caserío en el que vivo —y que heredé de mis padres— está dividido en dos casas. Ellos lo reformaron en su día con la esperanza de que así yo me quedase a vivir allí. Por desgracia, hace ya unos años que no siguen entre nosotros y una casa lleva vacía desde entonces. Alquilarla supondría un gran alivio para mis problemas económicos.

—Juancho, deja de preocuparte. Creo que acabo de dar con la solución.

El hombre enarca una ceja y me mira sorprendido antes de preguntar:

—¿Y se puede saber cuál es?

—Puede quedarse en el caserío, no me vendría mal alquilar el piso de arriba.

—¿Contigo? —Elena no puede evitar sorprenderse ante mi afirmación. Me conoce bien y sabe que me gusta estar solo, lo cual es cierto. Lo que menos me apetece es meter a una extraña en casa. Menos todavía a una que trabaja en un banco. Los detesto. Pero las cuentas no salen y ese ingreso extra me vendrá de perlas así que no queda otra que sacrificarse.

Asiento decidido.

—¡Pues no se hable más!

Juan Ignacio nos invita a una rondita de txacolí para celebrar la noticia. Un quebradero de cabeza menos para él y otro más para mí.

Lo cierto es que aunque sé que ese dinero me va a librar de vérmelas con los bancos ahora me va a tocar tener a la banca en casa. Espero que no sea peor el remedio que la enfermedad, porque la banca siempre gana.

Capítulo 2

 

 

Claudia

 

¡Dios! Hay que ver qué rápido pasan quince días…Casi no he tenido ni tiempo de asimilar la noticia. Aquí estoy, metida en el coche camino de Navarra. Me esperan cinco largas horas de conducción por delante hasta llegar.

Conforme avanzo, veo como los grados van bajando en el termómetro de mi Golf. No sé si voy a sobrevivir al frío… He visto en las noticias que en los próximos días nevaría y, sí, lo cierto es que la nieve queda muy bonita en las fotos y en las películas, pero en la realidad no nos llevamos nada bien. A mí lo que me van son las temperaturas cálidas; a poder ser de más de treinta grados. Lo sé, más que cálidas son asfixiantes, pero ¿qué se puede esperar de una valenciana como yo?

Las dos últimas semanas han sido una absoluta locura. Gracias a Dios que mi nuevo director se ha ocupado de buscarme alojamiento en el pueblo en el que voy a trabajar porque yo he ido de cabeza.

Le he alquilado el loft en el que vivo a mi hermana. Así no he tenido que vaciar mis trastos, me saco un dinerillo extra y ella ha podido independizarse al fin (porque, como buena hermana que soy, el precio es, en realidad, simbólico). Creo que es la que más se ha alegrado con lo de mi traslado.

En fin, al menos ha sido bueno para alguien.

Estos días me los he cogido libres para poder tener tiempo de organizarlo todo y lo cierto es que he aprovechado hasta el último minuto. He ido de tiendas con las amigas, he comido con mis padres y mi hermana y, hasta he salido a cenar con Santi. Bueno, a cenar y a lo que sigue…

Santi y yo nos conocimos hace ya unos cuantos años, cuando todavía estudiábamos en la universidad, a través de un amigo común. Santi iba un par de cursos por delante, pero, como tenía asignaturas pendientes, coincidíamos en algunas clases. Nos caímos bien al instante y durante un par de años salimos juntos, pero cuando llegó el momento de formalizar la relación ambos nos echamos atrás, no estábamos preparados.

Él no se sentía capaz de comprometerse y yo… bueno, aunque Santi siempre me ha parecido muy atractivo, sabía que en el fondo no era para mí. Siempre he sentido que era demasiado mujeriego. Vamos, que no era hombre de una sola mujer. Lo curioso es que seguíamos llevándonos bien, mantuvimos la amistad a lo largo de los últimos años de carrera y cuando envíe el currículum para hacer prácticas en el Banco del Turia, como ya trabajaba allí, movió algunos hilos en el departamento de Recursos Humanos para que me hicieran una entrevista. Entré en la entidad por méritos propios, pero el empujoncito que me dio no me vino nada mal.

Al reencontrarnos en el banco, retomamos en cierto modo nuestra relación, pero sabiendo siempre que no era nada serio.

Por desgracia, aunque sé que lo hubiera hecho de haber podido, no ha conseguido hacer nada para evitarme el traslado. Él ahí ni pincha ni corta. Esto venía de más arriba y me ha tocado comérmelo con patatas. Era eso o el paro y, oye, que aunque una tenga una carrera, un máster y hable dos idiomas la cosa no está fácil. No, no, ahora no encuentras trabajo ni a la de tres. Así que aquí estoy; más concentrada en ver cómo siguen bajando los grados en el termómetro que en la carretera.

Suspiro y fijo la mirada en el asfalto que se extiende ante mí. Me temo que este va a ser el último que voy a ver en mucho tiempo.

Debo estar cerca ya. Acabo de coger la salida de Latasa-Urritza 117 y lo que tengo antes mis ojos es una pequeña carreterita rodeada de prados, bosques de hayedos y algún pequeño pueblito o algún caserío suelto. Nada de fincas de pisos ni nada que recuerde a una ciudad. Campo puro y duro.

Y eso no es lo peor, no. El termómetro está ya en el grado. Espero no verlo bajo cero porque moriré. Soy una friolera de cuidado. ¡Dios, espero que haya calefacción en la casa!

La casa… Ahora tengo que encontrarla. Según la dirección que me dio el que va a ser mi casero, se encuentra entre el pueblo en el que voy a trabajar y el pueblo de Arrarats. Por lo que me indica el TomTom, no debe quedar mucho. Menos mal, estoy agotada de tanta conducción.

Unos cuantos minutos más tarde me encuentro frente a un enorme caserío. Lo cierto es que es precioso y está muy bien conservado: con sus paredes de piedra gris, su portón de madera, sus ventanas adornadas con flores… Y además resulta la mar de original porque veo que la planta superior está conectada con la ladera que tiene a su derecha por un pequeño puente. Frente a la casa hay una enorme nave que parece estar dedicada a la ganadería. Todo el conjunto está enmarcado, como no, por los verdes prados, los hayedos y un pequeño riachuelo.

Sí, es de lo más bucólico. No puedo negar que la estampa es bonita. De postal. Aunque yo no viviría aquí ni muerta. Un fin de semana de casa rural, puede. Pero aun así me parece demasiado tiempo para estar fuera de la civilización. Para mi desgracia, no sé cuánto tiempo voy a tener que permanecer aquí. ¡Ay, cómo voy a echar de menos mi loft de obra nueva y las tiendas del centro!

Aparco el coche en una pequeña explanada de asfalto que hay junto a la granja, saco mis trastos del maletero y me pongo el anorak. ¡Joder, sí que hace frío! Menos mal que he sido precavida y me he traído ropa de mucho abrigo porque el tiempo no se parece en nada al de Valencia. Que sí, que sí… que aquí el frío es seco y no es como en la costa que por culpa de la humedad aunque te abrigues mucho sigues sin entrar en calor, pero es que en la costa no recuerdo yo haber visto los termómetros marcar esta temperatura. Ni en pleno invierno como estamos ahora.

En fin, lo mejor será darse prisa. Cuanto antes entre en casa antes dejaré de helarme.

Llamo al timbre y espero a que me abran mientras rezo para que, al menos, el casero sea agradable y no sea de esos que se mete en tu vida y se queja de cualquier cosa que haces en el piso.

Escucho una voz que gruñe y, de pronto, la puerta se abre dejándome boquiabierta por lo que tengo frente a mí.

¡Mi casero está buenísimo!

Sí, la camisa a cuadros que lleva y los vaqueros viejos le dan un toque rural, pero hay que reconocer que está de muy buen ver. Tiene una espesa mata de pelo rubio oscuro y unos ojos azules que me observan sorprendidos.

—Ho… hola —tartamudeo. ¿Se puede saber por qué me pongo nerviosa? Si no debe ser más que un ganadero—. Soy Claudia —murmuro al tiempo que le tiendo la mano sin poder apartar la mirada de sus ojos.

Lleva una barba de dos días y, aunque odio a los tíos que no se afeitan a diario, no se puede negar que le favorece. Por no hablar de la sonrisa Profident que completa el conjunto.

¿En serio que este es mi casero? He muerto y estoy en el cielo.

 

 

Arturo

 

Me retuerzo nervioso y recorro el caserío de arriba abajo una y otra vez. ¿Por qué me tuve que meter en la conversación de Juan Ignacio y mucho menos ofrecer una de mis casas para alojar a la nueva subdirectora de la oficina del pueblo? Si a mí lo que me gusta es vivir solo…

Que vale, que no va a vivir dentro de mi casa, pero vamos a estar puerta con puerta.

El caserío de mis padres es tan grande que, en su día, lo convirtieron en dos casas para que yo pudiera tener mi independencia, pero a la vez vivir con ellos. Es una casona inmensa de tres pisos: la planta baja, donde antiguamente estaban las cochiqueras y el establo, y la primera, se transformaron en una única vivienda. Ahí fue donde yo me críe y crecí.

La segunda planta, algo más pequeña que las otras dos, fue la que mis padres adecentaron para mí. Tiene dos entradas, una por un pequeño puente en el lateral que da a uno de los prados y la otra por el interior, desde las escaleras de la antigua casa de mis padres.

Lo cierto es que nunca he llegado a vivir en ella, Regresé a Navarra cuando ellos fallecieron y preferí instalarme en la que siempre he considerado mi hogar. Hasta hoy, la vivienda de la segunda planta ha permanecido vacía. Y pensé que siempre seguiría así, pero los créditos de la granja me están ahogando.

Sí, por eso me metí en la conversación Juancho. Porque vi la salida a todos mis males, pero ahora, mientras espero impaciente a que llegue la nueva habitante de mi morada, no sé si el pago en metálico va a compensar las molestias de tener una inquilina.

¡Una inquilina!

Porque, claro, para más inri, no podía venir de subdirector un tío… No. Una mujercita de ciudad, que seguro que será una pija de cuidado que odia el campo y cualquier cosa que no sea fundir su Visa en las tiendas de la ciudad.

Doy un mamporrazo sobre la mesa de madera maciza del comedor y me maldigo a mí mismo por haberme metido en este berenjenal. Ahora ya no hay marcha atrás. Miro la hora y compruebo que la chica debe estar al caer. Quién cojones me mandaría a mí abrir la bocaza…

Al cabo de un rato llaman al timbre y, como no queda otra, abro la puerta para encontrarme con que… ¡joder! ¿Esta es mi inquilina?

Vale, es una pija, tal y como yo esperaba. No hay más que verle el bolso de marca, las botas de tacón y la ropa que lleva en general. Es una presumida con todas las de la ley, pero ¡ahí va la hostia! ¡Menudo pibón!