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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Josie Metcalfe

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Corazones perdidos, n.º 1290 - abril 2015

Título original: The Italian Effect

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6354-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Dos días después de que empezara sus vacaciones, Lissa se tumbó sobre su toalla de playa y suspiró. Había hecho la reserva en el último minuto, pero todo era exactamente como le habían prometido en la agencia de viajes. El cielo italiano era de un azul casi imposible, la arena era blanca y suave y el sol cálido y brillante.

No era exactamente el destino exótico con el que había estado soñando durante los seis últimos meses, pero era el país de origen de su abuela. Lo único que habría deseado era que la visita se hubiera producido en circunstancias más felices.

A su alrededor, había gente de todas las nacionalidades, y, desde los más jóvenes a los mayores, se estaban divirtiendo. Sin embargo, Lissa estaba muerta de aburrimiento.

—No hay nada que hacer —murmuró, mientras dejaba la novela que había estado leyendo.

El autor de la novela era uno de sus favoritos, por lo que Lissa había confiado en que fuera capaz de entretenerla. Necesitaba entretenerse porque había cosas en las que no quería pensar.

Después de la actividad frenética del año anterior y la excitación de tener que hacer planes para el futuro… No. No iba a pensar en aquel desastre ni en el modo en el que había cambiado su vida para siempre.

Necesitaba desesperadamente aquel descanso y había estado deseando tener tiempo para relajarse. No obstante, le estaba costando mucho tranquilizar los nervios.

El día anterior había alquilado un coche para hacer una rápida excursión a la zona que su abuela le había descrito en tantas ocasiones. Se prometió realizar una visita más en profundidad en los días sucesivos, dado que tenía un mes entero por delante.

Aquella misma mañana, había ido al salón de belleza del hotel, donde la habían mimado durante una hora. Sin embargo, luego había deshecho todo el trabajo de la esteticista zambulléndose en el mar. A menos que le apeteciera pasar el tiempo recorriendo las tiendas de recuerdos que abarrotaban el paseo marítimo, lo único que podía hace era quedarse allí sentada y ver cómo el mundo pasaba por delante de sus ojos.

Lissa suspiró y trató de entretenerse un poco separando los elementos sonoros que la rodeaban. Por un lado, estaba el rítmico susurro de las olas contra la orilla, acompañado por los agudos chillidos de las gaviotas.

Casi igual de bulliciosos resultaban lo niños. Había varias familias con hijos y los pequeños jugaban unos con otros, lo que hacía que resultara difícil saber quién era hijo de quién.

Muy cerca de ella, había una pareja de recién casados. Los suaves murmullos de sus voces llegaban hasta los oídos de Lissa acompañados de risas y de significativos silencios. A juzgar por el apasionado beso que habían compartido unos minutos antes, no pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a su habitación. Aquello le había hecho darse cuenta de que era la única persona que estaba a solas en aquella playa, que ella también estaría formando parte de una pareja si no…

Sacudió la cabeza para no ceder a aquellos pensamientos y se concentró en la vida que bullía a su alrededor. Estaba decidida a formar parte de ella aunque solo fuera como mirona.

Más allá, había un grupo de hombres, que parecían encantados de mostrarse a los demás con sus minúsculos bañadores. Su cabello oscuro y un intenso bronceado parecían indicar que eran italianos. Llevaban bastante tiempo haciendo comentarios entre ellos sobre las mujeres que pasaban por la playa. Aparentemente, parecían dar por sentado que una piel pálida significaba que eran turistas recién llegadas que buscaban un romance en sus vacaciones. También parecían dar por sentado que las mujeres a las que estaban diseccionando no entenderían su conversación.

Aquella no era la primera vez que Lissa se alegraba de tener dos culturas en su bagaje familiar. Su cabello oscuro y su piel cetrina le ofrecían cierto grado de protección contra aquellos depredadores y, además, su comprensión del italiano era lo suficientemente buena como para ponerla en guardia. Un insulto no dejaba de serlo porque se hubiera pronunciado con una encantadora sonrisa.

Oyó que un grupo de inglesas reían y giró la cabeza para mirarlas. No tardó mucho en descubrir que era un grupo de jóvenes en su primera salida al extranjero sin sus padres. No le hizo falta ninguna bola de cristal para saber lo que se iba a producir a continuación.

Los muchachos italianos solo tardaron unos pocos minutos en acercarse a ellas con radiantes sonrisas. Las chicas no entendían la crudeza de los comentarios que hacían sobre ellas y sus atributos físicos ni cómo ellos se las estaban repartiendo. Lissa sí lo comprendía y no pudo evitar sentir cómo se le revolvía el estómago al verlas en aquella situación. Le parecía como si las jóvenes fueran corderos que iban al matadero.

Cerró los ojos, pero no pudo evitar sentir una sensación de amargura. Ya no la relajaba el tranquilizador sonido del mar. En lo único que parecía poder concentrarse era en los poco sinceros cumplidos que los italianos les dedicaban a las inocentes chicas. ¿Cuánto tardarían en abrir los ojos? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? Al menos, no sería mucho más que las dos semanas que duraran sus vacaciones. En su caso, habían sido meses.

Estaba pensando muy seriamente regresar al hotel, cuando oyó un alboroto que le hizo ponerse en alerta.

—¡Dios mío! —gritaba una voz femenina, muy asustada, a pocos metros de ella—. ¡Que alguien me ayude! Se ha caído. Está herido…

Lissa se puso de pie inmediatamente y contempló la playa. Varias personas más habían escuchado el grito y miraban hacia las rocas que adornaban parte de la playa. Sin pensárselo, agarró su bolsa y se dirigió corriendo hacia la zona.

Se había reunido allí una pequeña multitud de gente que gritaban consejos sobre lo que había que hacer. Lissa dio las gracias de que comprendiera bastante bien el italiano, aunque le costara un poco más hablarlo. Aquellas voces parecían estar sugiriendo que se colocara a la víctima en una postura más cómoda.

Non muoverti! —gritó Lissa, mientras se iba abriendo camino entre la gente. Le aterrorizaba que movieran al herido y le pudieran dañar la columna—. Attento della spina dorsale!

Su voz pareció darle cierta autoridad porque todos se hicieron a un lado y le dejaron pasar. Incluso la mujer que había gritado se quedó en silencio, aunque le caían abundantes lágrimas por las mejillas. Una mujer más madura la tenía abrazada.

—Chiami un´ambulanza! —ordenó Lissa, al ver la escena que tenía frente a sus ojos.

No pudo evitar pensar que el niño que había tumbado e inconsciente sobre las rocas parecía una marioneta a la que se le han soltado los hilos. Parecía tan pequeño y frágil…

—Vías respiratorias, respiración, circulación —murmuró, recordándose la rutina que había estado siguiendo desde que empezó su preparación en medicina de emergencia.

El niño estaba tumbado sobre la espalda, rodeado de rocas. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado, pero como podía respirar perfectamente, era mucho mejor no movérsela. El pulso era fuerte y regular, a pesar de que parecía ir un poco rápido.

La gente que la rodeaba le dio toda clase de información sobre su pequeño paciente. Casi la mitad de la gente que había en la playa parecía conocer al pequeño Taddeo.

De repente, empezó a correr un rumor entre las personas que los rodeaban. Por suerte, Lissa entendió lo suficiente como para comprender la relación que había entre lo que decían y el pequeño Taddeo. Había habido un accidente a muy pocos kilómetros cerca de allí. Un coche había chocado contra una motocicleta, por lo que se podría tardar media hora o más antes de conseguir que ayuda especializada acudiera a la playa.

—En ese caso, solo depende de mí —musitó ella, mientras tomaba de nuevo el pulso al niño—. No tengo equipamiento adecuado. Nada, excepto mis años de experiencia.

De repente, su cerebro pareció ponerse a trabajar a la velocidad de la luz.

—Necesito una tabla de surf pequeña —anunció, en italiano. Había estado observando cómo algunos niños cabalgaban encima de las olas hacía algunos minutos. Una de aquellas tablas serviría como camilla rígida para evitar lesiones de espalda—. También necesito toallas y cinturones… Y un par de hombres fuertes.

Se tardó muy poco tiempo en conseguir todo lo que había podido. Pareció pasar una eternidad hasta que consiguió colocar al pequeño Taddeo, de cinco años, tal y como ella quería. Le inmovilizó la cabeza con toallas a cada lado para impedir que se le moviera el cuello y se las sujetó con la cinta adhesiva de un botiquín que llevaba en el bolso. Alrededor del resto del cuerpo le colocó más toallas, y lo sujetó a la tabla por medio de los cinturones que le habían suministrado.

El pequeño seguía inconsciente y tenía una enorme brecha en la parte posterior de la cabeza que le sangraba profusamente. No parecía tener huesos rotos, pero aquello solo lo podría confirmar una radiografía. En cuanto a otras lesiones…

—Llévenlo con cuidado —les indicó a los hombres que lo transportaban—. No se resbalen para que no lo muevan. No queremos correr el riesgo de provocarle una parálisis…

Volvió rápidamente al lugar en el que había estado sentada y recogió sus pertenencias. Luego, fue a reunirse de nuevo con su pequeño paciente. Allí, le dedicó una sonrisa a la joven, a la que no dejaba de consolar en ningún momento la matriarca de la bulliciosa familia.

Con mucho cuidado, consiguieron subir a la carretera por un empinado sendero, que a pesar de todo no lo era tanto como los escalones por los que Lissa había bajado a la playa.

Sabía que la primera hora después de un accidente era primordial para garantizar la supervivencia de un paciente. Precisamente por eso, el tiempo parecía pasar a una alarmante rapidez.

La macchina —anunció uno de los dos porteadores, al tiempo que llegaron al lado de un coche muy lujoso.

Mientras supervisaba que se colocaba la tabla adecuadamente sobre el asiento trasero, sintió mucho dejar allí su coche alquilado. Sería algo inconveniente verse en el hospital sin medio de transporte para regresar, pero era mucho más importante estar a mano para cuidar del pequeño Taddeo.

Lissa se acomodó en una esquina del asiento y sujetó la tabla con su propio peso para asegurarse de que no se movía con el traqueteo del coche. Se agarró con fuerza a la lujosa tapicería de cuero con una mano mientras con la otra no dejaba de tomar el pulso al pequeño.

Seguía latiendo con fuerza, aunque el hecho de que todavía estuviera inconsciente resultaba preocupante. ¿Y sí tenía algo más grave que el golpe en la cabeza, como una hemorragia interna o daños en el cerebro? ¿Estaría en coma?

Rápidamente, comprobó el tamaño de las pupilas del niño. Vio que el iris era de un marrón tan oscuro que casi se fundía con la pupila. Sin embargo, se sintió muy aliviada al ver que respondía perfectamente a los cambios de luz.

Uno minuto —dijo el conductor del vehículo, por encima del hombro, para anunciarle la inminente llegada al hospital.

Lissa suspiró aliviada, aunque empezó a ponerse algo nerviosa por la tarea que le esperaba para explicar con su básico italiano la situación del pequeño y sus observaciones.

—¿Pueden ayudarme? —les dijo en italiano a dos hombres de uniforme que había de pie cerca de la entrada de urgencias del pequeño hospital regional—. Ha habido un accidente. El niño se ha golpeado la cabeza y está inconsciente.

Rápidamente, sacaron al pequeño del coche. Casi inmediatamente, Lissa se vio siguiendo al pequeño al interior del hospital. Una vez dentro, se quedó atónita al ver lo que contemplaron sus ojos.

El hospital parecía llego de una multitud de personas chillando de dolor. Durante un momento, se preguntó cómo iba a poder suministrar al niño la atención que tan urgentemente necesitaba.

Por suerte, los hombres que transportaban al pequeño sabían perfectamente lo que hacer. Uno de ellos, llamó a una enfermera, quien les indicó un cubículo cercano.

Cuando dejaron al niño sobre la camilla de reconocimiento, Lissa volvió a comprobar el estado del pequeño. No había señal alguna de que estuviera recuperando la consciencia. Sentía una enorme frustración por el hecho de que no había nada que pudiera hacer para conseguir que alguien viniera a atenderle con más rapidez.

Si aquella hubiera sido la unidad de emergencias en las que ella había estado trabajando desde el año pasado, ni siquiera habría tenido que levantar la voz para que fueran a reconocerlo. ¿Qué clase de hospital era aquel, en el que se consentía que la recepción estuviera llena de gente gritando y que no hubiera rastro alguno del personal médico? ¿Es que no había nadie a cargo de la unidad?

Cuando se abrió la cortina, Lissa se dio la vuelta para ver al recién llegado. Le habría gustado hacer muchas preguntas, pero no creía que su nivel de italiano se lo permitiera. Además, lo único que importaba en aquellos instantes era Taddeo.

Una parte de su cerebro registró que el hombre que acababa de entrar era un ejemplo perfecto del cliché sobre los hombres italianos. Guapo, esbelto y con unos brillantes ojos oscuros. Su lado más racional captó el hecho de que, a pesar de que la ropa que llevaba puesta era de un gusto excelente, estaba muy arrugada. El hombre parecía tan cansado como si no hubiera dormido desde hacía una semana. Sin embargo, aquello no evitó que la mirara de la cabeza a los pies, deteniéndose más de lo debido en algunas partes.

Lissa lo miró con frialdad cuando él finalmente la miró a los ojos, a pesar de que se sentía furiosa de que su cuerpo estuviera gozando con la admiración que leía en aquella mirada. Fue entonces, cuando se dio cuenta de que no llevaba más que una ligera camisa de gasa sobre el traje de baño.

—¿Es usted médico? —le preguntó, levantando con orgullo la barbilla—. Ha habido un accidente y este niño se ha dado un golpe en la cabeza. Todavía sigue inconsciente.

El hombre miró al niño y se dirigió rápidamente hacia la cama.

Mio figlio! —exclamó, con voz horrorizada. Entonces, mientras examinaba al muchacho, soltó una retahíla de palabras de la que Lissa pudo entender muy poco.

—Lo siento, pero cuando habla tan rápido, no puedo comprender lo que dice —anunció en inglés—. ¿Ha dicho que es su hijo?

—Sí —respondió él, frunciendo el ceño mientras examinaba la reacción a la luz de las pupilas del niño—. Taddeo Aldarini. Casi tiene cinco años… ¿Qué le ocurrió? ¿Dónde está Maddelena? ¿Qué está usted haciendo con mi hijo?

—Se cayó de espaldas sobre unas rocas de la playa. Lleva inconsciente desde entonces, pero sus constantes vitales están dentro de los límites normales. No dejé que nadie lo moviera hasta que pude inmovilizarle la columna vertebral con una improvisada camilla. Por lo que veo, las únicas heridas externas que tiene son un corte en la parte posterior de la cabeza.

—¿Es usted enfermera? —quiso saber él, mientras anotaba todo lo que Lissa le había dicho.

—Médico.

—¿Qué clase de médico? —replicó él, con cierto aire de sospecha.

—Estoy especializada en urgencias, aunque he pensado dedicarme a la medicina general —contestó Lissa. Al menos, así había sido antes de que su vida privada se desmoronara.

—¿Puede demostrar lo que dice?

—¿Ahora? —preguntó Lissa, asombrada—. No —añadió, sin comprender los motivos de aquella pregunta. Entonces, recordó que tenía algo que podía demostrarlo en el pequeño bolso que llevaba con ella. Sacó la cartera y le mostró su pasaporte y la tarjeta de identidad de su hospital, que portaba siempre en la cartera. El hombre examinó los dos documentos en silencio. Entonces, asintió.

—Me gustaría pedirle un favor —le dijo—. ¿Le importaría acompañar a Taddeo a la sala de radiografías? Como ya ha visto, tengo muchas personas en la sala de espera por ese accidente.

Por la mirada que le lanzó a su hijo, se veía que estaba dividido entre lo que le mandaba su deber y el deseo de permanecer con el pequeño.

Lissa sabía que ya había hecho más de lo que debía, pero, se había implicado tanto en el problema del pequeño Taddeo que ya no importaba hacerlo un poco más.

—Me quedaré con una condición. Que me encuentre algo más… —dijo Lissa, señalando el ligero atuendo que llevaba puesto.

—Sería una pena esconder tanta belleza… aunque tal vez sería más seguro —musitó él, dedicándola de nuevo una inquietante y apasionada mirada.

Una hora más tarde, Lissa todavía sentía que el pulso se le aceleraba al recordar la potencia de aquella mirada. Lo único que le había permitido ejercer algún tipo de control sobre sí mismo había sido su pequeño paciente.

Le había costado mucho hacerse entender en italiano, especialmente cuando las conversaciones que había mantenido con su abuela nunca habían incluido términos médicos. No obstante, había encontrado varios miembros del equipo médico que hablaban inglés bastante bien y pudo hacerles algunas preguntas relacionadas con el hospital. Para cuando había logrado averiguar que Taddeo no había sufrido rotura alguna, también había empezado a imaginarse por qué las urgencias del hospital estaban tan colapsadas.

—Doctor Aldarini, ¿le gustaría ver estas radiografías? —le dijo, cuando consiguió encontrarlo.

Él se lanzó sobre las placas tan ávidamente que Lissa se alegró mucho de habérselas llevado. Resultaba evidente que había estado muy preocupado por su hijo a pesar de que no había podido ocuparse de él.

Dormire

Lissa lo observaba, atónita. Era un hombre tan masculino, pero, a la vez, era muy delicado con su hijito. Los dos se parecían mucho, tanto que se podría haber dicho que eran padre e hijo sin saberlo con antelación. Los dos tenían los mismos ojos marrones oscuros y el mismo cabello rizado. La piel de ambos tenía un tono dorado e incluso la forma de la mandíbula era similar, a pesar de que Taddeo solo era un niño.

Tras una breve conversación, el padre se inclinó sobre el hijo y le dio un beso. Inexplicablemente, Lissa sintió algo muy parecido a los celos al ver cómo los dedos del médico acariciaban suavemente la mejilla de Taddeo. Aquel sentimiento, la dejó atónita.

«Esto no es lo que quieres», se recordó, al tiempo que daba un paso atrás, para alejarse de la deliciosa escena. «No debes bajar la guardia si quieres proteger tu corazón. No debes implicarte, por muy atractiva que pueda resistir la tentación».

 

 

—¿Lleva mucho tiempo viviendo en Italia? —le preguntó él, cuando ya iban de camino en el coche.

—En realidad, es mi primera visita —admitió Lissa—. Llevo años queriendo venir… De hecho, toda mi vida.

—¿Y por eso aprendió a hablar italiano? —quiso saber él. Aquella vez había hablado en italiano, aunque muy lentamente para que ella pudiera entenderle—. ¿Con la esperanza de que un día pudiera venir a visitar el país?

—No —respondió ella, también en italiano—. Aprendí italiano para poder hablar con mi abuela. Cuando yo era pequeña, creía que mi nonna no entendía el inglés. ¡Pasaron años hasta que me di cuenta de que no se le pasaba nada en ninguno de los dos idiomas! —añadió, sonriendo. Él rio con ella.

—Entonces, ¿ha venido solo durante unas breves vacaciones, para saborear Italia?

—En parte sí, pero también quería explorar esta parte del país porque era la zona de la que provenía la familia de mi abuela.

—Va a tener una semana muy ajetreada recorriendo la zona. Fue una suerte para Taddeo que usted decidiera dedicar unos minutos para descansar en aquella playa. Si no hubiera estado allí…

—Entonces, otra persona se habría ocupado de él. Sé que los italianos adoran a los niños. Las personas que lo sacaron de la playa y la que nos llevó en coche hasta el hospital lo hicieron sin dudarlo y me prestaron toallas, cinturones e incluso esa tabla de surf para protegerle la espalda.

—A pesar de todo, debo darle las gracias —dijo él, mientras aparcaba delante del hotel en el que Lissa se alojaba—. Sin embargo, ¿cómo puedo darle las gracias adecuadamente si ni siquiera puedo recordar el nombre que venía en su pasaporte? Yo me llamo Matteo Aldarini —añadió, extendiendo la mano—, a tu servicio y eternamente agradecido.

—Melissa Swift —contestó ella, extendiendo también la mano. Se sentía algo desilusionada de que él no hubiera prestado atención al nombre que aparecía en su pasaporte.

—Melissa… Tan dulce como la miel…

Mientras le estrechaba la mano, se produjo una extraña intimidad entre ellos. En la oscuridad del coche, Lissa solo podía pensar en el contacto de su piel contra la de él y en la intensidad de los oscuros ojos de Matteo mirando los suyos….