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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Carrie Antilla

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce como la seducción, n.º 1286 - agosto 2015

Título original: The Chocolate Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6881-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

–Menuda boda –le dijo Sabrina Bliss a su hermana–. He estado a punto de echarme a reír cuando el pastor dijo eso de: «hasta que la muerte os separe».

Mackenzie entendería lo que le estaba diciendo.

–Por eso te di un pellizco –Mackenzie intentó hacer una mueca de enfado, pero le entró la risa–. Queda tan mal echarse a reír en mitad de una boda.

Sabrina sonrió. A pesar de las dudas que le planteaba el matrimonio, curiosamente estaba alegre.

–Te darías cuenta de que tampoco puse objeción alguna.

Mackenzie pestañeó.

–¿Tenías algo que objetar?

–Mmm… En realidad no.

–Pues no te veo muy optimista.

Sabrina apoyó la barbilla sobre el puño cerrado que encerraba un estuche de terciopelo negro. Debería renunciar… Pero aún no estaba segura de ello.

–Sabes que no creo en los finales felices –le dijo.

Sabrina y Mackenzie habían salido al balcón del Hotel Fontaine para poder charlar tranquilamente un rato. Al salir se habían encontrado a sus padres recién casados, Charlie y Nicole Bliss, bailando bajo el cielo estrellado en uno de los caminos de ladrillo de la rosaleda del hotel.

Sin embargo Sabrina no estaba demasiado convencida de todo aquello. Aunque estaba muy sensible, también sabía disimular sus emociones, y en ese momento miraba fijamente a sus padres con aquellos grandes ojos negros cargados de esperanza.

Un par de meses atrás Charlie y Nicole Bliss les habían confesado a sus hijas que nunca habían dejado de amarse a pesar de su largo divorcio. Por esa razón habían decidido intentarlo de nuevo y volverse a casar. La noticia les había dejado asombradas. Aparte de alguna cena de Navidad o de algún cumpleaños, no habían tenido ni idea de que sus padres se estuvieran viendo. Naturalmente, a Mackenzie todo aquello le había parecido romántico y enternecedor. Pero Sabrina no estaba preparada para olvidar los riesgos de un divorcio hostil, aunque hubieran sido hacía dieciséis años, cuando ella tenía trece. Y desde luego no quería saber nada si las cosas empezaban a ir mal de nuevo.

–Tal vez no sea un cuento –dijo Mackenzie en voz baja–. Tal vez sea real.

–¡Ja! –Sabrina alzó la copa de champán y se la llevó a los labios–. Ya verás cuando se den cuenta de lo que han hecho. Les doy seis meses.

Mackenzie le echó el brazo a su hermana y le dio un apretón, y Sabrina deseó poder retractarse de lo que había dicho. Mackenzie siempre estaba dispuesta a dar ánimos; y era una buena amiga. Llevaban demasiado tiempo separadas. Mackenzie se había establecido en la ciudad de Nueva York, mientras que Sabrina iba de un lado a otro, donde le apeteciera.

–Eres tan cínica, Breen –dijo Mackenzie, utilizando el apodo familiar.

Sabrina se encogió de hombros. Sabía que podía confiar en su hermana. Eran distintas, pero se habían apoyado la una a la otra desde el divorcio de sus padres, y desde entonces habían estado muy unidas, incluso cuando habían estado a miles de kilómetros la una de la otra.

–Pensaba que eras una persona más lógica, Mackenzie.

–Esto no se trata de lógica. Debes tener fe.

–¿Fe? ¿Cómo?

Mackenzie miró a sus padres.

–Míralos. No me digas que no se te derrite el corazón.

Sabrina dio un sorbo de champán mientras miraba con nostalgia a sus padres, que se besaban y hacían arrumacos después de tantos años. Eran tan distintos como sus hijas. Charlie Bliss era alto y de cabellos rubios, dado a la ensoñación y a los planes alocados e irresponsables. Nicole era baja, redondeada y constante como Mackenzie, pero no tan dócil. A veces se ponía como una fiera.

Sabrina les deseaba lo mejor de lo mejor. Pero la fe que hubiera podido tener había quedado enterrada en el pasado, después del divorcio de sus padres.

Seis meses era exagerado. No le extrañaría nada que empezaran a discutir en el crucero que iban a hacer de viaje de novios, si por ejemplo Charlie quería hacer vela y Nicole buceo. Siempre se habían peleado por cualquier tontería.

–Sí, se les ve muy enamorados –dijo con sorna.

Se oyó la risa de Nicole cuando Charlie se quitó la chaqueta del esmoquin y se la echó por los hombros. El marido aprovechó el gesto para abrazarla y besarla.

Mackenzie suspiró.

–¿Lo ves?

Sabrina asintió mientras observaba a sus padres. Incluso a ella se le ablandó un poco el corazón. En ese momento se levantó una ligera brisa primaveral, y Sabrina se estremeció levemente bajo aquel fino vestido de gasa.

–¿No te hace pensar, Breen?

–¿Pensar qué?

–A mamá y papá no les da miedo intentarlo de nuevo. A nosotros tampoco debería darnos.

Sabrina se retiró.

–¿De qué hablas? ¿De amor? ¿De matrimonio? ¡Yo, ni loca!

Mackenzie emitió un sonido de desaprobación, se quitó el chal y se lo puso a su hermana. Mackenzie era una chica tranquila, de curvas generosas; Sabrina era alta y esbelta, con un cuerpo de atleta. Mackenzie llevaba el cabello largo; una preciosa melena por la cintura del color del chocolate que llevaba así desde los quince años.

–No, Sabrina, hablo de los cambios. De las trasformaciones, de renovarse, o como quieras llamarlo. Un cambio nos vendría bien a las dos.

Sabrina hizo una mueca.

–Mi política es evitar cualquier cosa que me venga bien. Y me gusta mi vida tal y como es.

Mackenzie arqueó las cejas con evidente sorpresa.

–¿De verdad?

–Sí, de verdad.

–Recuerdo cierta llamada de teléfono a las tres de la madrugada…

–Juraste que no lo utilizarías en mi contra. Estaba despotricando después de una ruptura fatal, rompiendo fotografías y todo eso.

–Sabrina, estuviste con el último chico al menos un invierno entero. Fue más que una relación fracasada. Estás acostumbrada a eso. De no haberte sentido muy dolida no hubieras hecho las maletas para irte a México al día siguiente.

–También estoy acostumbrada a hacer eso –señaló Sabrina.

Mackenzie la miró con obstinación.

–Sólo porque estés acostumbrada a ello no quiere decir que te guste. Recuerdo que antes de la ruptura te preguntabas si no era el momento de sentar la cabeza y de dedicarte a una profesión de verdad.

Sabrina vaciló. Mackenzie tenía razón. Últimamente la agobiaba la sensación de que llevaba demasiado tiempo de un lado a otro, mudándose continuamente de ciudad, de trabajo, de novio. Todo ello le había proporcionado una vasta experiencia, una agenda llena de nombres tachados y un fracaso amoroso en cada estado.

Había llegado el momento de hacer un cambio en su vida; un cambio inteligente.

–¿Y tú? –le dijo a Mackenzie en tono desafiante–. ¿Cuánto tiempo llevas con ese tío tan aburrido? ¿Y tu jefe? ¿No lleva mucho tiempo prometiéndote un ascenso?

Mackenzie frunció la boca.

–Se ve que no estás enterada. Me ascendieron hace casi un mes, cuando tú estabas practicando esquí acuático en Matzalan.

–Vaya. Es estupendo. Felicidades y todo eso.

Sabrina se preguntó cómo su hermana podía soportar esa vida que llevaba tan constante. Debería ofrecerle el anillo de la abuela a Mackenzie; sólo que…

–¿Y cómo está don aburrido? –le preguntó Sabrina.

–Se llama Jason Dole. Es…

–Un tedio. Soporífero.

–Estás equivocada. Tal vez no sea de esos tipos peligrosos que te gustan a ti, pero es bueno.

Sabrina volteó los ojos.

–Ya estás otra vez con eso de «bueno». Una palabra letal, para mi gusto.

–Para mí no. Somos parecidos. Nos llevamos bien.

–No me hablarías de cambios si sólo quisieras llevarte bien.

Desde el divorcio de su padres, Mackenzie se había resistido a los cambios. Había vivido en el mismo apartamento desde que había salido de la facultad, había trabajado en la misma empresa, ascendiendo despacio hasta que había conseguido un puesto de más importancia. Tenía que estar tan cansada de la rutina como Sabrina de los aeropuertos y estaciones de tren.

–Mira –dijo, dándole un codazo a Mackenzie para que mirara a sus padres; el afecto de la pareja era de verdad envidiable–. Dime que lo tuyo con Jason es pura pasión y bailaré con gusto en tu boda.

E incluso le daría el anillo.

–No puedo –reconoció su hermana con demasiada rapidez.

–Pues ahí los tienes –Sabrina ladeó la cabeza; Charlie y Nicole seguían besándose–. ¡Eh, esos chicos de ahí abajo! –se apoyó en la barandilla–. ¿Por qué no os vais a una habitación?

Sus padres se separaron y miraron a su alrededor con sorpresa. Cuando vieron a sus hijas en el balcón se echaron a reír y las saludaron con la mano.

Sabrina alzó la copa por ellos y se bebió lo que le quedaba de un trago.

–Mackenzie, lo tengo. Tú y yo necesitamos intercambiar nuestras vidas.

–Ah, no. No estoy hecha para cambiar de novio cada tres meses. Y no sé patinar sobre ruedas.

El último empleo temporal de Sabrina había sido de camarera con patines en un restaurante estilo años cincuenta en San Luis, una ciudad que había elegido señalando en un mapa con el dedo al pasar por delante del escaparate de una agencia de viajes.

–Pero necesitamos hacer algún cambio –continuó Mackenzie, que aspiró hondo y alzó la cabeza–. Yo lo haré si tú estás dispuesta.

Sabrina entrecerró los ojos.

–¿Qué tenías en mente?

Como su hermana no solía ser temeraria, se vio obligada a mostrarse cautelosa. De un modo u otro, siempre se equilibraban.

–Tú te establecerás en una ciudad, y alquilarás una casa durante un tiempo.

Eso no estaba tan mal.

–Entonces tú tienes que romper con ese tío tan aburrido.

Mackenzie asintió.

–Puedo hacerlo. Si tú consigues un empleo; un empleo que te guste lo suficiente para quedarte trabajando al menos durante un año.

–Todo un año… –Sabrina tragó saliva, entonces levantó un dedo a la altura de la cara redonda de su hermana–. De acuerdo, pero tú tienes que dejar la empresa de dulces.

–¿Dejar Regal Foods? ¿Por qué? Acabo de contarte que me han ascendido.

–Siempre has dicho que te gustaría dirigir tu propio negocio. Sé que has estado ahorrando para ello. ¿Por qué no intentarlo ahora? Cuanto antes, mejor.

Mackenzie se había puesto pálida, pero asintió. De mala gana, claro.

–Me arriesgaré si prometes renunciar a los hombres –dijo.

¿Celibato? Sabrina se quedó pensativa. ¡Eso era absurdo! ¡Imposible! Pero respondió sin revelar sus dudas.

–De acuerdo. Pero sólo si te cortas el pelo.

–¿Como cuánto?

–¿Hasta cuándo?

–Hasta que encuentres el amor verdadero –respondió Mackenzie.

Sabrina apretó el estuche que tenía en la mano.

–Entonces córtatelo a la altura de las orejas.

Su hermana se calló, momentáneamente sorprendida por el tema de conversación.

–¿El pelo? –susurró Mackenzie, tocándose con una mano la melena oscura y sedosa.

–¿Nada de hombres? –dijo Sabrina en tono débil.

Le resultaría imposible. Le encantaban los hombres. Estaba adicta a la testosterona.

Mackenzie la miró con intensidad.

–Un año para cambiar nuestras vidas. ¡Yo digo que nos demos un buen apretón de manos!

Y dicho eso sacó la mano sin tomarse la semana que normalmente tardaba en tomar decisiones.

Sabrina vaciló.

–Yo…

–¿Te acobardas?

–Pues claro que no. ¿Qué nos jugamos?

–La experiencia es la única recompensa.

–¿Y qué hago con esto?

Sabrina alzó la mano y le mostró el estuche de terciopelo. Mackenzie se quedó helada, mirando el estuche que ambas conocían tan bien. Finalmente levantó la tapa y dejó ver el anillo de diamantes que Nicole Bliss se había quitado el día de su divorcio y que había guardado en su joyero diciendo que no quería volver a verlo. De vez en cuando, cuando la madre no había estado en casa, las hijas habían sacado el anillo para probárselo. Sabrina había pensado siempre que su gusto por el anillo había sido la típica atracción de adolescente por las cosas brillantes. Pero toda vez que ya era suyo, sabía que significaba más que eso. Significaba enamoramiento, amor, matrimonio; algo en lo que se suponía que ella no creía.

–¿El solitario de la abuela? –dijo Mackenzie, impresionada.

–Mamá me lo dio antes de la ceremonia.

Charlie le había regalado a Nicole un anillo nuevo para simbolizar un nuevo comienzo.

–Pero no estoy segura de quererlo. Quiero decir, tú te casarás antes que yo. Yo no tengo intención de…

–No, no, tú eres la mayor –Mackenzie miró el anillo con vehemencia–. Debes quedártelo tú.

–Bueno, sabía que serías así de noble. Por eso quiero ponerlo como premio de nuestra apuesta. La que lleve a cabo cambios más decisivos en su vida de aquí a un año, se queda con el anillo. Lo decidiremos cuando nuestros padres celebren su primer aniversario, si es que duran tanto.

Se dieron la mano antes de cambiar de opinión, con el estuche de terciopelo entre sus manos.

Tal vez, pensaba Sabrina mientra veía a sus padres tan enamorados, aceptando esa pequeña parte de sí que aún creía en el amor. Tal vez en esa ocasión…

Capítulo Uno

 

Seis semanas después.

 

Brazos musculosos y chocolate por todas partes; Sabrina Bliss estaba en la gloria. A menudo se decía que podría acostumbrarse a aquello, inmensamente complacida de haber dado con un aspecto de su nuevo empleo que seguiría pareciéndole divertido cuando llevara un año… si acaso duraba tanto.

Ver hombres haciendo uso de sus músculos mientras preparaban chocolate en las ollas o lo mezclaban con las batidoras era algo diario en Decadencia. En su primera semana de jefa de restaurante había aprendido a calcular sus descansos para poder ver durante diez minutos a Kristoffer, «llámame Kit», Rex preparando los postres del día. El conocido chef de repostería casi siempre utilizaba chocolate, su especialidad.

Ese día Kit estaba preparando unos triángulos de coco y chocolate. Quitó la tapadera de la mezcladora para mezclar el chocolate francés que insistía en utilizar, aunque desequilibrara notablemente el presupuesto para postres del restaurante. Añadió mantequilla reblandecida al chocolate y el coco tostado a la mezcla.

–Por favor, pásame el cuchillo –le dijo a Sabrina, que por un instante se distrajo con la voz aterciopelada y sonora de Kit, e imaginó que tenía el cuerpo cubierto de chocolate templado.

Al ver que ella no reaccionaba, fue por el cuchillo; y al pasar junto a ella le rozó el brazo con el suyo. El contacto fue eléctrico, y tan sensual como una cucharada de chocolate con crema de amaretto. Sólo de escucharlo podría ganar peso. En realidad ese mero roce de su brazo había estado a punto de provocarle el orgasmo.

De pronto pensó en su pacto con Mackenzie y pensó que no debería estar allí. La tentación era demasiado grande.

Después de picar las almendras, Kit tapó la mezcladora y unió el chocolate a los demás ingredientes mientras sonreía con sensualidad a su público formado por una sola persona. Ella le devolvió la sonrisa sin intentar ocultar su interés. Que pensara que era una aspirante a chef o una adicta al chocolate. Cualquier cosa menos la verdad: que era una célibe muerta por practicar el sexo y lista para quitarle su chaqueta blanca de chef y comérselo entero.

Kit sólo era un par de centímetros más alto que Sabrina, pero sus pectorales bien desarrollados, sus brazos fuertes y sus muslos esbeltos compensaban la ligera falta de altura. Tenía el pelo negro algo largo por detrás, unos ojos azules muy penetrantes y un mentón fuerte al que la barba de dos días favorecía a rabiar. Afortunadamente para la población femenina de Manhattan, solía afeitarse cada cuatro o cinco días.

Sabrina se abanicó. Desde luego aquel hombre era un bombón. El aro de oro que llevaba en la oreja izquierda le daba un aspecto de pirata. Hasta su mirada era tierna y sensual. No hablaba mucho cuando cocinaba, ni en ningún otro momento, pero tenía una sonrisa fácil y le gustaba hacer bromas. Además se preocupaba por los demás; se había fijado cómo preguntaba por la madre de uno, por la hija de otro.

Kristoffer Rex la había fascinado desde que había entrado a trabajar en Decadencia, uno de los restaurantes de moda de Manhattan. Ni uno solo de los demás cocineros o de los camareros había dicho de él una palabra mala; aunque desgraciadamente ninguno de ellos sabía mucho de su vida. Le había preguntado a todo el mundo sobre Kit; pero si quería saber más cosas tendría que acercarse a él.

Y después de la apuesta que había hecho con Mackenzie, eso sencillamente no iba a ocurrir. Sabrina gimió para sus adentros. Tendría que contentarse viendo a Kit preparar sus postres de chocolate. Aunque eso le llevara la temperatura corporal casi a ebullición.

Había extendido una tira de hojaldre sobre la encimera donde trabajaba, y en ese momento la estaba untando con mantequilla derretida.

–¿Quieres ayudarme? –se volvió a mirarla.

Ella se mordió la lengua y asintió.

–Claro.

–Ponte aquí a mi lado.

Se bajó del taburete y se colocó de pie junto a él. Kit olía a chocolate amargo y delicioso, pensaba mientras su proximidad le causaba estremecimientos.

–Tú puedes doblarlo.

Kit puso una cucharada de la mezcla de chocolate en una esquina de la tira de hojaldre, le enseñó a doblar la esquina para hacer un triángulo, y luego sobre sí misma toda la tira, hasta que el relleno quedó envuelto en las finas capas de pasta de hojaldre.

–No está mal –dijo Sabrina mientras pasaba el dulce a una de las planchas del horno.

–Se te da como hongos, chica.

Lo miró a los ojos, y vio su expresión divertida. Sabía que le estaba tomando el pelo; aun así sintió una especie de descarga. Los demás jefes de cocina tendían a estar nerviosos y a contrariarse por nada, de modo que Sabrina había aprendido a evitarlos. Pero la zona donde trabajaba el chef de repostería estaba en un lado de la cocina, y a Kit no parecía importarle que ella se pasara por allí de vez en cuando.

Pero eso de que la hubiera llamado «chica» no le había hecho ninguna gracia. Cierto era que no tenía intención de enrollarse con Kit, pero no parecía muy correcto por su parte que hubiera rechazado la posibilidad tan pronto.

–Dobla –volvió a decirle.

Sabrina se dio cuenta de que había colocado otra tira de pasta, en uno de cuyos extremos había puesto otro poco de chocolate.

Trabajaron juntos en silencio hasta que la bandeja del horno quedó llena de bonitas filas de triángulos. De vez en cuando se daban codazos sin querer y se rozaban las manos, y según iban pasando los minutos Sabrina se iba enrabietando más al ver que Kit no reaccionara mientras que ella estaba intentando controlar su imaginación.

Una de los camareras, Charmaine Piasceki, entró en ese momento por las puertas de acero inoxidable que daban al comedor.

–Sabrina, ha venido tu hermana –le miró las manos a Sabrina, que las tenía llenas de mantequilla, y luego a Kit–. Le digo que estás pegoteada con uno de los chefs.