Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Anne Oliver. Todos los derechos reservados.

RECUERDOS DE UNA NOCHE, N.º 1845 - marzo 2012

Título original: Hot Boss, Wicked Nights

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-548-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

¿Un condón?

Kate se quedó mirando la pequeña bolsa de organdí que la embriagada vestal doncella, a punto de casarse, le había colgado de uno de los dedos de la mano.

Ignoró las burlonas sonrisas de las demás destinatarias, todas ellas amigas solteras, y, avergonzada, cerró las manos, que pegó a la delicada su falda de bailarina de danza del vientre. No era aficionada a las fiestas de despedida de solteras, con sus acostumbradas connotaciones sexuales. ¿Cómo iba a sobrevivir aquella noche con un condón en la mano, a pesar de estar dentro de la pequeña bolsa de organdí color lavanda?

Por suerte, un velo escondía la mayor parte de su rostro, ocultando su rubor.

–Ah, ya… Yo…

–Vamos, Kate, anímate –le instó Sheri-Lee–. Sólo se vive una vez.

Kate se quedó sin saber qué responder y Sheri, entonces, le agarró la bolsa de organdí y se la colocó debajo de la cinturilla de la falda.

–Despreocupadamente soltera hasta que encuentres a tu príncipe azul –añadió Sheri.

Las otras chicas se echaron a reír, como si la idea les pareciera absurda. Ella no pudo evitar sentirse ligeramente ofendida. ¿Era la única, entre sus amigas, que pasaba de los veintiún años?

–Bueno… gracias –una risa ahogada se le escapó de la garganta al tiempo que miraba en dirección a la puerta.

Notó que algunas de las chicas habían salido de la sala privada en busca de compañía masculina y se habían mezclado con los clientes del hotel cerca del bar. Escapar, tenía que escapar.

–Perdonad, necesito… –«respirar».

El atuendo repiqueteó mientras evitaba chocarse con una amazona y con Cleopatra; después, pasó por delante de lo que parecía la versión de una espía rusa de los sesenta.

Lanzó un suspiro cuando un aire fresco la envolvió. Mucho más tranquilo ahí. La tenue luz confería una atmósfera de intimidad al pequeño y bonito pub de principios del siglo XX en Paddington, el elegante barrio de Sidney, justo al lado de la oficina donde trabajaba. Se acercó a la pared con las fotos, que tan bien conocía, de los dueños del pub en los primeros años de funcionamiento del establecimiento, y se llevó la copa de champán a los labios, la copa que tenía en las manos desde hacía más de una hora. Pero no vio las fotos, lo que veía era a su exnovio.

Todas las fiestas de despedida de soltera le hacían pensar lo mismo: debería estar casada y con niños. Su hermana Rosa, mucho más joven, iba a procrear antes que ella. Y todo gracias a Nick.

Sacudió la cabeza. No, no iba a pensar en Nick. Tampoco iba a pensar en cómo la había traicionado y se había ido con otra mujer después de que ella le diera tres años de su vida. Tres preciosos años en los que podía haberse quedado embarazada. Pero se alegraba de que Rosa hubiera encontrado el verdadero amor.

¿Y qué si había cumplido ya los treinta años el mes pasado y, como su padre decía, estaba destinada a convertirse en una solterona? Desde lo de Nick, no se había desviado del buen camino. Pero la pequeña bolsa de organdí debajo de la cinturilla de la falda le despertó un instinto primitivo…

¡Maldición!

El olor a comida italiana y de Oriente Medio impregnaron el aire, anunciando la proximidad de la hora de la cena. Deseó que fuera ya para poder disculparse y marcharse de allí.

Sheri-Lee había encontrado a su media naranja. La semana próxima, iba a casarse y a dejar el trabajo. Pero… ¿por qué, con frecuencia, el matrimonio implicaba el fin del trabajo remunerado, de la independencia económica?

Casi sintió compasión por Sheri–Lee. El amor parecía exigir siempre un sacrificio, por parte de la mujer. Aunque la verdad era que Sheri estaba radiante y feliz, deseando dejar el trabajo y formar un hogar.

Cuatro años antes, ella misma había estado a punto de caer en esa trampa, convencida de que Nick la amaba. Ahora, con el paso del tiempo, se daba cuenta de que lo que Nick había sentido por ella no había sido amor.

Así que… ¿despreocupadamente soltera?

De repente, sintió un cosquilleo en la espalda, un escalofrío. Alguien la estaba observando, podía sentirlo. Y también sentía que era cien por cien puro interés masculino.

Con movimientos contenidos, volvió la cabeza.

Entonces lo vio. Un metro ochenta y tantos con pantalones verdes tipo militar, camiseta negra y botas gastadas, y la estaba mirando. Bronceado, con barba incipiente y pelo negro. Ojos color topacio.

Era la causa del escalofrío y el motivo por el que el corazón parecía querer salírsele del pecho. También se le habían humedecido las palmas de las manos y su cuerpo sentía cosas que hacía mucho que no sentía.

Giró despacio, mirando al desconocido con disimulo. La camiseta se le ceñía al cuerpo y rodeaba los músculos de piel color oliva de los brazos. Parecía recién salido de una película de aventuras.

Fue entonces cuando le sorprendió mirándole el ombligo. Y cuando le vio desviar los ojos hacia los pliegues de la falda y a las piernas, sintió como si le hirviera la sangre.

Nunca había sufrido una reacción tan violenta al sentirse objeto de la atención de un hombre. No lo comprendía.

De repente, le vio avanzar hacia ella y estiró lo que pudo su uno sesenta y dos de estatura.

«Vamos, a por él», se dijo a sí misma en silencio. «Despreocupadamente soltera hasta que conozcas al hombre de tu vida».

Cuando el desconocido se detuvo a su lado, ella ya había conseguido controlar los nervios. Casi. Hasta que levantó los ojos, hacia las alturas, y los clavó en los de él. A esa distancia, podía ver motas verdosas en los dorados iris y patas de gallo como consecuencia de pasar mucho tiempo al aire libre, de estar fatigado o ambas cosas. Olía a sudor, a excitación sexual y a testosterona.

–¿Puedo invitarte a algo? –le preguntó con una voz ronca y sensual en concordancia con el resto de su persona.

¿Algo? Podía invitarle a lo que fuera. A cualquier cosa. Cuando quisiera.

–Algo de beber –aclaró él. Y, con un gesto con la cabeza, señaló la copa que ella tenía en la mano–. Me parece que tienes la copa vacía.

Estaba hablando con ella en la realidad, no era un sueño.

–No, gracias. No me apetece beber nada… de momento.

Por el rabillo del ojo, vio a dos de sus amigas observándoles con interés; sin duda, sospechaban que ella iba a salir corriendo. Por lo tanto, se obligó a permanecer quieta.

Él bajó la mirada, clavándola en sus labios, ocultos bajo el velo.

–Parece como si acabaras de venir de la otra punta del mundo –el tono acusatorio de Kate le provocó una sonrisa, lo que le aceleró el pulso.

–La verdad es que acabo de llegar de Los Ángeles –respondió él mirándose el reloj–. Justo hace dos horas.

Bien, eso explicaba lo informal de su atuendo.

–¿Trabajo o placer?

–Las dos cosas –él ladeó la cabeza–. ¿Me equivoco al pensar que eres parte ese grupo de despedida de soltera?

–No, no te equivocas –confirmó Kate.

–Espero que no se trate de la tuya.

–No, no –el corazón le dio un vuelco.

A pesar del velo, pudo olfatear un leve aroma a loción de afeitado, algo que olía a especias y a dinero, en completo contraste con la descuidada apariencia de él.

–Es la mejor noticia que he tenido hoy –dijo él al tiempo que cerraba una mano sobre la de ella.

Kate sintió una corriente eléctrica subiéndole por el brazo. Se sostuvieron la mirada.

De repente, a sus espaldas, oyó unas carcajadas. ¿Sus amigas, divirtiéndose a su costa? Iba a darles una lección. Iba a demostrarles de lo que era capaz. Quizá aquella fuera su última oportunidad, la última oportunidad de demostrarle a todo el mundo, incluida a sí misma, que no aún no estaba en el ocaso de su vida.

Damon Gillespie se alegraba de haber adelantado tres días su llegada a Sidney. Había estado a punto de tomar una copa en el bar y echar un vistazo rápido a las instalaciones, motivo de su visita a Sidney, y luego irse a la cama antes entrar en negociaciones al día siguiente. Sin embargo, se había encontrado con una fiesta de disfraces de despedida de soltera…

Y la había visto.

Una chica… sola. Igual que él. Quizá por eso le había despertado algo más que apetito sexual. Pero… ¿qué?

Ignorando la inquietante sensación, apretó los dedos de ella, cerrados sobre la copa. Olió un perfume oriental mientras la miraba.

El trabajo podía esperar.

Debido a que tenía la mayor parte del rostro cubierto por el velo, sólo pudo adivinar una nariz recta, pómulos salientes y labios generosos.

Unos muy generosos pechos sobresalían de la parte de arriba del atuendo, tipo bikini. La falda, una amalgama de tiras de gasa en distintos tonos de azafrán y dorado, descansaba en las caderas, realzando la diminuta cintura y exhibiendo un vientre liso de piel dorada, eso sin mencionar un par de piernas perfectas. Lo que más le intrigaba era la piedra color rubí que le tapaba el ombligo. ¿Cómo demonios la mantenía ahí, sin que se le cayera? ¿Algún movimiento de los músculos de la pelvis que él desconocía?

Se puso tenso y sintió una subida de adrenalina, igual que cuando estaba a punto de saltar. Hacía mucho que no reaccionaba así con una mujer, había estado demasiado ocupado con el trabajo y los deportes de alto riesgo, no había tenido tiempo para las mujeres.

Pero tenía la intención de remediarlo. Esa misma noche.

Se llevó la mano de ella con la copa a los labios mirándola fijamente a los ojos; unos ojos muy pintados, de profunda mirada, lascivos. Ojos de española, pensó él, recordando otro par de ojos oscuros. Rechazando el recuerdo, bebió de la copa.

Ella había dejado su sabor en el cristal, un sabor dulce y atrevido. Pero el champán… dejaba mucho que desear.

–El champán debe tomarse muy frío –le quitó la copa de la mano, la dejó en la bandeja de un camarero que pasaba por ahí en ese momento y la cambió por una recién servida–. Toma.

Le rozó los dedos con los suyos al pasarle la copa.

–Gracias –respondió ella.

Damon le agarró la mano que tenía libre.

–Vamos, egipcia, busquemos un lugar más tranquilo.

Pasaron de largo el bar y se dirigieron a un rincón menos concurrido en el que había un enorme Philodendron en un macetero. Se quedó esperando a que ella se apartara el velo para beber. Sin embargo, ella deslizó la copa por debajo del velo, por lo que su rostro continuó tentándolo.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Damon.

–Shakira.

Pronunció la palabra en tono gutural y seductor, avivando el fuego.

–Bueno, Shakira… –dio un paso hacia ella, deslizó la mano por debajo del velo y le agarró la barbilla. La oyó contener la respiración y sintió la cálida mano de ella agarrándole la muñeca.

–No.

Los oscuros ojos de Shakira brillaron, pero él la tranquilizó con una sonrisa y sacudió la cabeza.

–De acuerdo. Lo haremos a tu manera –«siempre y cuando lo hagamos»–. A menos que vayas a traicionar a un novio celoso que está por los alrededores.

–Yo no traiciono.

–Estupendo –estaba encantado de haberle oído decir eso–. Yo tampoco.

¿Cómo podía ser que una mujer tan atractiva no tuviera novio?

Le acarició la nuca con el rostro y la mordisqueó la oreja. Las diminutas campanillas del traje repiquetearon, el adornado sujetador le raspó el pecho.

Le pasó un dedo por el vientre desnudo y la sintió temblar. Y al mirarla a los ojos, vio en ellos el mismo deseo que él sentía.

Estaba tan excitado que, si no tenía cuidado, iba a eyacular delante de ella. Quería ese vientre pegado al suyo. Desnudos. Quería sentir los espasmos de ella, envolviéndole. Y tenía que ser ya.

Dio un paso atrás y le agarró la mano.

–Vámonos de aquí.

Kate oyó unos murmullos a sus espaldas, pero se sentía demasiado débil, demasiado inestable e incapaz de resistirse a ese hombre.

Tuvo que hacer un esfuerzo por seguirle el paso mientras salían del bar y subían una estrecha escalera. Nunca le había atraído un hombre tanto a primera vista.

Él se detuvo delante de una puerta, se sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura. La puerta se abrió y, en la oscuridad de la estancia, le oyó echar el cerrojo.

–¿Dónde estábamos? –murmuró él.

Sus ojos se hicieron a la oscuridad lo suficiente para vislumbrar la angostura de sus hombros.

–Más o menos aquí –respondió Kate, y le puso las manos en el pecho.

No, no era Kate, sino Shakira. Kate jamás habría tenido el atrevimiento de ponerle las manos en el pecho y acariciárselo. Hacía mucho que no sentía el cuerpo de un hombre tan cerca.

La luz de la calle iluminaba débilmente la habitación con un brillo dorado cuando él fue a agarrarle el velo. Pero estaba lo suficientemente oscuro para mantener la integridad de su disfraz a pesar de verse despojada del velo de repente.

Él guardó silencio momentáneamente al tiempo que le acariciaba el rostro, la nariz, las cejas. Los labios.

–Eres preciosa –dijo él, estrechándola contra su cuerpo–. A pesar de la oscuridad, resultas una mujer irresistible.

El tono reverente de las palabras de ese hombre la excitó aún más. Al sentir en el vientre la dureza de su miembro y los latidos de su corazón en las palmas de las manos, el cuerpo le palpitó.

Unas fuertes manos la agarraron por los brazos y los labios de él sellaron los suyos. Oyó gemidos, ¿de él o suyos? Los labios de ese hombre estaban secos, eran firmes y con muchas experiencia.

Ella abrió la boca y, al instante, sintió la invasión de la lengua de él, prometiéndole exquisitos placeres. Le gusta su sabor: a café y a menta.

Retirando las manos de los brazos de ella, las colocó sobre sus pechos y se llenó las manos de campanillas.

Kate le oyó tomar aire, frustrado. Y casi se echó a reír.

Pero no parecía dispuesto a que nada le detuviera y, al instante, sintió sus manos por debajo del sujetador, agarrándole los pezones.

Kate gimió mientras una oleada de placer le recorría el cuerpo, y se echó hacia delante para facilitarle la tarea, gesto del que él se aprovechó al instante. De repente, sus pechos estaban en las manos de él.

Kate alzó la mirada y vio unos destellos en sus ojos antes de que se apoderara otra vez de su boca. Entonces, la empujó hacia atrás, hasta pegarla a la pared con su duro cuerpo.

–Aaaaa.

–¿Estás bien? –preguntó él, presionando menos.

–Ssssí.

Kate lanzó un gemido cuando él la levantó en sus brazos, como si no pesara nada, apretándola contra la pared. Y las sandalias se le salieron de los pies.

–Rodéame la cintura con las piernas.

Le retiró los velos de la falda y le apartó la fina tira de tejido que le cubría el sexo con dedos ásperos, haciéndola jadear.

Le oyó bajarse la cremallera de los pantalones y sintió el duro miembro rozarle el sexo. Entonces, él pareció indeciso unos instantes.

–¿Estás segura?

Kate se sentía atrapada, indefensa, prisionera.

Nunca se había sentido tan viva, tan libre, tan dispuesta a disfrutar el momento.

–Sí.

–Espera… Necesitamos… –él se llevó la mano al bolsillo.

–Ah, no te preocupes –Kate agarró la bolsita de organdí que tenía escondida en la cinturilla de la falda–. Tengo… esto –y le dio el condón.

–Muy ingeniosa –murmuró él, mirándola con intensidad. Y, al momento, se puso el condón.

Kate estuvo a punto de decirle que, normalmente, no iba por ahí con condones en el bolsillo; pero supuso que una mujer de mundo como Shakira sí los llevaría. No quería dar explicaciones sobre sí misma, era una noche loca, nada más.

Entonces, la penetró y Kate lanzó un grito de satisfacción.

La montó con una fuerza y una intensidad que la dejaron sin respiración. Se agarró a los hombros de él, hincando los dedos. El mundo se desvaneció a su alrededor, sólo él existía.

Alcanzó el clímax justo en el momento en que le sintió estremecer dentro de ella, espasmódicamente, derramándose.

Continuó sujetándola hasta que ambos recuperaron la respiración; entonces, estiró las piernas y bajó los pies al suelo.

De repente, sonó un teléfono móvil.

–Perdona, tengo que responder la llamada –murmuró él con desgana mientras sacaba un móvil del bolsillo. Se llevó el teléfono al oído mientras le acariciaba un pecho–. ¿Sí?

Kate le observó y, poco a poco, vio que su expresión se tornaba remota, dura.

–Entonces, ¿dónde demonios está? –dijo él al teléfono.

Entonces, apartando la mano de su pecho bruscamente, la miró y le dijo:

–No te muevas de aquí, enseguida vuelvo.

Tras esas palabras, cruzó la estancia y abrió la puerta del cuarto de baño.

–Está bien, ponte en contacto con Dark Vertigo –continuó diciendo–. No, olvídalo, lo haré yo mismo… La luz se encendió y Kate parpadeó antes de que él cerrara la puerta.

En un abrir y cerrar de ojos, la situación había cambiado por completo. El sentido común se vengó de ella a conciencia. Apoyándose en la pared, volvió a cubrirse el rostro con el velo, y se puso el sujetador y las sandalias.

¿Qué era lo que había pasado?

¿Qué demonios había hecho? ¿Y con un hombre al que había conocido hacía veinte minutos?

Ni siquiera sabía cómo se llamaba.

Cerró los ojos. Ese hombre parecía haberla despojado del instinto de supervivencia y de la razón. Un hombre al que nunca volvería a ver, se dijo a sí misma.

«Échale la culpa de lo que ha pasado a Shakira».

En ese momento, lo que tenía que hacer era salir de allí a toda prisa e irse a casa.

En cuestión de minutos, se encontró en la calle. Le envió un mensaje a Sheri-Lee, disculpándose por haberse tenido que marchar debido a tener que atender un asunto inesperado, y se dirigió rápidamente al coche. En los treinta años de su vida, nunca había hecho nada tan irresponsable. Hasta ese momento, antes de acostarse con un hombre, se había tomado la molestia de conocerlo bien.

Y, sin embargo, con una sola mirada, ese hombre había transformado totalmente su comportamiento. Una extraña sensación le erizó la piel. Era como si no sólo le hubiera entregado su cuerpo, sino también su alma.

Capítulo Dos

Damon lanzó una maldición al descubrir vacía la habitación y desaparecida la encantadora criatura con la que había estado.

Podía bajar a buscarla, pero dudaba encontrarla. Además, él jamás anteponía una mujer al trabajo y no iba a empezar a hacerlo ahora.