Agustín Pániker

ÍNDIKA

Una descolonización intelectual

Reflexiones sobre la historia, la etnología,
la política y la religión en el Sur de Asia

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Numancia, 117-121
08029 Barcelona
www.editorialkairos.com



 

A Mónica,

en quien pensé tanto a la hora de escribir este libro,

   

y a Javier,

a quien seguramente le habría encantado leerlo.

SUMARIO

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Prefacio

  

Mapa

Cronología

  

Parte I MITOLOGÍAS BLANCAS

  

1. El mito de los continentes. Una reflexión en geografía

2. El mito de Oriente. La falacia del esencialismo I

3. El mito de la Razón. La falacia del esencialismo II

4. Pluralismo. Más allá del culturalismo y del universalismo

  

Parte II UNA VISIÓN FRACTAL DE LA INDIA

  

5. Viaje a la India. De Indiké khôra ala British India

6. Metáforas espaciales. Una visión fractal de la India I

7. Unidad-y-diversidad. Una visión fractal de la India II

8. Reflexiones cosmográficas. Ejercicio hermenéutico

9. “Madre India”. Tîrthas en el paisaje sagrado

10. El paisaje vital. El lugar de la enacción

  

Parte III ARIOS

  

11. “Orígenes”. Apuntes de etnohistoria

12. El mito ario (I). Y el renacimiento oriental

13. El mito ario (II). Y la fabricación de la indofobia

14. El discurso de las razas. Revisión postcolonial

15. Âryas contra dâsas. Lecturas políticas

16. ¿Quiénes fueron los “chatos”? Arianismo indígena

  

Parte IV RECREACIONES EN HISTORIA INDOISLÁMICA

  

17. La recreación del pasado. Sobre la historia

18. Hindûs contra musalamâns. Variaciones sobre el “comunalismo”

19. La construcción de al-Hind. Recreaciones en historia indoislámica I

20. La cuestión religiosa. Recreaciones en historia indoislámica II

  

Parte V HISTORIAS DEL BRITISH RAJ

  

21. Misiones. Introducción al colonialismo

22. La Joya de la Corona. Y el conocimiento como poder

23. De códices legales. Derecho incomparable

24. La colonización del pasado. Historias del British Raj

25. Anglo-India. Pedagogías coloniales

26. El sujeto colonial. Psicología de la hibridad

27. La reinscripción de la ciencia. Y la medicina colonial

28. “Casta”. Hacia una sociología imperial

29. Del itihâsa a la “historia”. Integraciones índicas del pasado

  

Parte VI HINDUISMO

  

30. Qué es el hinduismo. Reflexiones sobre la religiosidad

31. Neohinduismo. La cosificación de una religión

32. Partición. Un râga crepuscular

  

Postfacio

  

Bibliografía

PREFACIO

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Hace dos mil cuatrocientos años vivió en Persia un médico griego llamado Ctesias. Debió de ser un hombre francamente cosmopolita. Escribió una obra sobre aquel mundo que llamó Persiká. Y otra acerca de la India; que curiosamente tituló Indiká. Y digo que es sorprendente porque en el lejano pasado a la India la llamaban Etiopía. Raro, pero cierto. Por lo que sabemos, este Ctesias –que era de Cnido–, nunca pisó dicha Etiopía Oriental, pero ello no le impidió recoger cantidad de datos acerca de sus gentes, la topografía, sus riquezas o las leyendas más inverosímiles.

Yo le he plagiado el título con cierta alevosía; confieso. No creo, por otra parte, que nadie vaya a reclamar derecho de copia alguno. Porque la verdad es que no mucho después un diplomático griego, Megástenes de Jonia, escribió otra pieza llamada Indiká. Aunque su relato también está perdido, es de sobras conocido que fue copiado, citado y comentado hasta la saciedad. Tanto, que los eruditos lo han reconstruido; dicen que íntegramente. Doy fe de que también Lucio Anneo Séneca, de sobrenombre el Filósofo (hijo del Rétor), compuso una Indiae. Asimismo, el historiador y político grecorromano Arriano escribió su Indiká. Al parecer, en aquellos tiempos todo el mundo concebía Indikás. Incluso tenemos una mahometana, como la archifamosa de al-Bîrûnî, que lógicamente no se llamó Indiká sino al-Hind, que significa exactamente lo mismo. Yo, que me identifico bastante con los antiguos, no he querido dejar de componer mi personal Índika. Aunque haya cambiado la posición de la tilde.

Entiendo, o me tomo la libertad de plasmarlo así, que el Índika es un género literario. Porque cualquier representación que fabriquemos acerca de un mundo como “India” no es más que una recreación, una composición que, intuyo, es al unísono poética, prosaica, filosófica y existencial. Yo aporto ahora la mía. Indagar en eso que hemos denominado “India” podría ser una nueva forma de retejer nuestras creencias y experiencias. Describir algo consiste en relacionarlo con otras cosas. Interpretar. Aún diría más: esta Índika hilvanada es provisional, momentánea y hasta contradictoria. Quién sabe lo que escribiré sobre eso pasado mañana. Sucede que considero que lo paradójico, lo laberíntico o lo impermanente no tiene por qué ser mutuamente excluyente. Forma parte del lenguaje, de nuestra psique y, ¡qué diantre!, también de eso que algunos hindúes llamaron lîlâ.

A través de esta obra he intentado dialogar con y escuchar a las culturas índicas. He tratado de aprender de ellas. Y se me ha ocurrido compartir lo que he oído y comprendido con los lectores. Ofrecer algunas claves que se me antojan interesantes para el entendimiento. Reconocer que esos mundos índicos deberían ser oídos y sus ideas conocidas. Inclusive aquellas experiencias que han sido semi-enterradas por densas capas de transculturaciones o vanas imposiciones. El ejercicio hermenéutico me invita a interpretar formas de vida y conocimiento locales. Desde cierta biculturalidad. Pero la cosa no es simple. Sinceramente: ¿es posible traducir los supuestos o los valores de los indios?, ¿debemos desprendernos de nuestras categorías?, ¿existe realmente una civilización hindú? En fin, los interrogantes que este diálogo me ha brindado son indudablemente más interesantes que las respuestas que yo pueda proponer. He sentido en propia piel aquello que los hermeneutas han subrayado tan a menudo: que en el encuentro con “el otro” es donde podemos aprender de nosotros mismos.

Porque, en efecto, la tarea me ha obligado a cuestionar muchas cosas. De mí mismo, de mis concepciones, de mi bagaje y hasta del oficio de escribir. Me ha llevado a indagar en campos variados: geografía, lingüística, antropología, historia, sociología, filosofía, religión, política, medicina, derecho, etcétera. De todo esto, y un poco más, se hablará en esta Índika. No es que yo me jacte de poseer grandes conocimientos en ninguna de estas ramas o saberes. Al contrario, debo reconocer mis limitaciones. Pero la cuestión que está en el aire requiere de un enfoque multidisciplinar; también –y en la medida de lo posible–, transdisciplinar; y quizá –¡qué caramba!– no-disciplinar. Una de las ventajas de no pertenecer a ningún departamento universitario es que puedo recrear este tipo de discursos; esto es, aunar géneros nuevos que no presuponen la compartimentización del conocimiento en disciplinas ni tienen por qué adecuarse a las estéticas del “experto”. No me malinterpreten. Mi diálogo índico ni desautoriza ni desplaza a los eruditos trabajos académicos. A lo sumo, los complementa.

De ello que el diálogo entre la India y el autor se ha transformado en una suerte de trabajo de desmitificación ideológica y crítica al colonialismo del poder. Además de entretener, que es una aspiración añeja y loable, esta Índika me ha estimulado a revisar ciertas convenciones, cuestionar determinados sistemas de conocimiento y destapar sus vínculos con el colonialismo. Como dice Immanuel Wallerstein, “impensar” y no repensar algunas suposiciones problemáticamente arraigadas.1 O, atendiendo a Michel Foucault, propongo hacer surgir la finitud del positivismo y las verdades establecidas.2 Reivindico la posición del intelectual inquieto que, más que determinar la naturaleza de las cosas, interroga lo que está aceptado y parece evidente. En esta personal tarea de descolonización intelectual, me atrevo a descentrar el dominio intelectual de Occidente y las asunciones de que el punto de vista del hombre blanco euroamericano constituyen la norma y la verdad. Y hasta cuestionar la pretendida neutralidad y objetividad de las ciencias humanas. Este proceso me ha obligado a destapar el matrimonio entre el imperialismo y el racismo; a interrogar en la relación entre la narración de la historia y el colonialismo; esto es, a desarrollar una crítica del eurocentrismo y los regímenes de verdad del colonialismo, el nacionalismo y la modernidad. En pocas palabras, propongo una autocrítica de nuestra edad contemporánea. Si se prefiere, una antropología autorreflexiva, según la feliz expresión de Richard King.3 En último término, una discusión acerca de la Modernidad.

Dicho abordaje tal vez precisaría que clarificara aquí más cosas. Podría ahondar sobre los vericuetos que la dialéctica entre el enfoque hermenéutico y la autocrítica ideológica me ha llevado a transitar. Pero no sería muy inteligente que el autor siguiera descubriendo sus naipes en las primeras páginas del libro. Y mucho menos que, como es habitual en los prefacios (¡y tan poco recomendable!), aleccionara sobre cómo tiene que leerse el texto. Prefiero que la narración vaya desvelándose, sin prisa, a los lectores y a las lectoras.

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El libro ha sido hilvanado por citas e investigaciones tomadas de un sinfín de fuentes. Mi autoría ha consistido, modestamente, en suturar opiniones que otros forjaron. La bibliografía da cuenta de mi deuda con los que me han precedido. Pero no quiero desaprovechar un lindo Prefacio para reconocer multitud de indebidas pero bienintencionadas apropiaciones. Doy las gracias a todos los autores y autoras que me han permitido ensanchar un horizonte siempre brumoso. Ello no es óbice, desde luego, para que no recurra a la primera persona. No sólo asumo la responsabilidad de la unidad narrativa y, por supuesto, de los errores o malinterpretaciones que esta Índika contenga, sino que estimo que un discurso despersonalizado en tercera persona, muy frecuente en círculos académicos, acaba por situarle a usted lector o lectora, afuera del diálogo.

Que lo disfruten.

Notes - Prefacio

1. I. Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, pág. 3.

2. M. Foucault, Las palabras y las cosas, pág. 362.

3. R. King, Orientalism and Religion, pág. 5.

MAPA

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CRONOLOGÍA

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Parte I

MITOLOGÍAS
BLANCAS

1. EL MITO DE LOS CONTINENTES

Una reflexión en geografía

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Todo el mundo ha oído hablar del “subcontinente indio”. En los medios de comunicación, en los libros de geografía, en los de historia… la noción se utiliza con mucha frecuencia. A mi, que disfruto con la geografía, siempre me pareció un concepto misterioso. Es hasta cierto punto inquietante que no exista otro espacio en la Tierra al que se le haya otorgado este ambiguo honor. ¿Se ha preguntado alguien qué es un subcontinente? Tal vez sea un mini-continente; o una cosa que no llega a la categoría de continente. En las lenguas latinas el prefijo sub-expresa en primer lugar inferioridad de situación. Así que piensen lo que quieran. De cualquier manera, me intriga por qué nunca se habla de un subcontinente chino, o de uno norteafricano, o, ¿por qué no?, de un subcontinente europeo.

En realidad, los interrogantes que plantea lo del sub-continente conducen a nuevas preguntas: ¿qué es un continente?, ¿qué es Asia?, ¿qué es Oriente?, ¿qué es la India? Como estoy al tanto de que esto de inquirir acerca de lo que las cosas son no tiene hoy muchos partidarios entre los filósofos, únicamente voy a tratar de desvelar ciertos vectores que he desenterrado bajo ideas como “Asia”, “Oriente” o “India”.

Por extraño que parezca, la respuesta a estas cuestiones sólo puede esbozarse si delimitamos también, y quizá primero, lo que es Europa y lo que podría ser Occidente. Esto no es mera lógica: el continente asiático o el espacio llamado Oriente, sólo pueden o pudieron concebirse desde Europa-Occidente. Hete aquí el fundamento del llamado eurocentrismo: la tendencia a contrastar el resto con un centro identificado con Europa.1 Desde el centro cada continente y entidad geocultural tiene su lugar espacial determinado, su propia historia y posee una naturaleza intrínseca en contraposición al centro eurooccidental.

Habrá quien objete que toda visión del mundo es, de alguna forma, etnocéntrica. Concedo. Pero acéptese que la modalidad euro de centrismo no sólo es original en sumo grado (pues niega serlo, ya que pretende ser neutral, ahistórica, racional y empírica) sino que ha sido y es altamente agresiva al imponerse hegemónicamente en el mundo que ella misma ha globalizado. Lo que sigue puede concebirse como una personal terapia de descolonización geocultural. La tarea a la que me encomiendo en los primeros capítulos consiste en rastrear cómo se ha fabricado un otro índico/asiático/oriental. Pienso que puede resultar útil para dar al traste con algunos estereotipos y prejuicios que estimo sería sano revisar y para insinuar una nueva metageografía (la estructura espacial por la que nos construimos nuestro conocimiento del mundo) que sea verdaderamente cosmopolita. Para desacreditar esta visión eurocéntrica me he inspirado en el gran trabajo realizado por Martin Lewis y Kären Wigen.

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Los primeros en otorgar los nombres Europa y Asia a unas masas terráqueas fueron los griegos. Y es que es norma en la historia del pensamiento occidental que los primeros en cualquier cosa sean los griegos. En algún momento remoto comenzaron a llamar Europa a las tierras que se extendían al Oeste del mar Egeo y Asia a las que se alejaban hacia el Este. Algo más tarde se añadiría Lybia (África) para designar a los territorios que quedaban al Sur del mar.

Curiosamente, buena parte de los helenos no se identificaba plenamente con Europa. Aunque subrayaran la singularidad del pensamiento griego, Heródoto, Platón o Aristóteles enfatizaron su deuda para con Asia.2 Sabido es que Pitágoras siempre aparece como transmisor de la sabiduría de Oriente. Cierto que esta idea le debe mucho a los platónicos tardíos y a los neopitagóricos de principios de la era cristiana, que tuvieron una especial predisposición por hallar un origen oriental a la filosofía griega. De todas formas, muchos pensadores de la antigua Grecia habían vivido en lo que luego se denominaría Asia Menor (hoy, Turquía), así que preferían una posición intermedia entre Asia y Europa. Se tenía la correcta impresión de que separar Asia de Europa era arbitrario. Y lo mismo empezó a suceder con África, que se sabía era contigua a Asia. En el siglo -V Heródoto se cuestionaba con lógica el sistema tricontinental:

«Y por cierto que no alcanzo a explicarme por qué razón la Tierra, que es una sola, recibe tres denominaciones diferentes que responden a nombres de mujeres.»3

Con los romanos Europa y Asia pasaron a designar informalmente las porciones occidental y oriental del imperio. Más tarde, los teólogos medievales otorgaron significado religioso a la tripartición griega. San Jerónimo decía que Noé había dado a cada uno de sus hijos (Sem, Cam y Jafet) una de las tres partes del mundo (Asia, África y Europa respectivamente). La idea continental pasaba a servir a los intereses de la antropología cristiana.

Durante el período carolingio el término Europa comenzó a emplearse para denominar a las tierras de los francos y delimitar la cristiandad. Con frecuencia, se contraponía a la lejana y fabulosa Asia. Europa dejaba de remitir a un espacio físico y se insinuaba como emblema cultural. A notar ya es el destierro de África, considerada inferior según el erróneo supuesto de que era pequeña y básicamente desértica.

Durante el Renacimiento se dio, cómo no, un resurgir de la visión helénica, ahora ajustada al humanismo de la época. Aunque la homologación entre Europa y la cristiandad todavía podía mantenerse, se urdió una designación más secular: Europa equivalía a Occidente. Y eso empezaba a significar lo helénico-romanocristiano; opuesto a lo turco-árabe-musulmán. Como bien ha conceptualizado Eviatar Zerubavel, el “descubrimiento” de América supuso «un choque cosmográfico total».4 Los monarcas españoles tardaron más de tres siglos en despojarse de la noción de “las Indias” y substituirla por la de “América”. Aceptar la existencia de una masa transatlántica requería un esfuerzo mental mucho mayor que añadir una nueva pieza al modelo continental. La tripartición helénica había desembocado en la noción de una única Isla Mundial (Orbis Terrarum), y ahora resultaba que existían otras “islas” en el mundo.

La noción moderna de “continente” comenzaba a perfilarse. Pero, obviamente, las fronteras entre estas masas tenían que reconsiderarse. América no representaba problema alguno pues el gran océano la separaba claramente del antiguo Orbis Terrarum. El mar Rojo y el istmo de Suez eran lo suficientemente nítidos para dividir Asia y África. Pero resultaba imposible dar con algo parecido para seccionar Europa de Asia. No fue hasta el siglo XVIII cuando un militar sueco propuso que los montes Urales formaban la barrera más significativa entre Europa y Asia. Los intelectuales del régimen de Pedro el Grande secundaron con entusiasmo la propuesta. Por fin podían justificar el inalienable carácter “europeo” de Rusia a la vez que considerar la tierra transurálica de Siberia como territorio “asiático” digno de ser explotado. En otras palabras, la consolidación de Europa como continente no sólo se fijó según criterios geográficos, sino en relación con intereses políticos y económicos. Sin la expansión colonial en las Américas, en Asia y en África no existirían ni la noción de Europa ni el imaginario de un Occidente. Así se construyó la ridícula partición continental de Europa y Asia que todavía prevalece y que nadie osa cuestionar, o bien porque se considera la correcta y natural, o porque el tema parece demasiado trivial como para preocuparse.5

Pero, ¿qué es exactamente un continente? A mediados del siglo XVIII Emanuel Bowen lo definía como «un gran espacio de tierra seca que engloba varios países y que no tiene separación por agua. Así, Europa, Asia y África forman un gran continente, y América otro».6 Según esta tesis, que reforzó el prestigioso geógrafo Alexander von Humboldt, Europa no sería más que una extensión o apéndice de Asia-plus-África. Sorprendentemente, esta visión despejada y coherente no prevaleció, puesto que en el siglo XIX las distintas masas terráqueas se habían constituido definitivamente en “continentes”; y la separación entre Europa y Asia era un punto central y axiomático del esquema. Llegamos a la visión decimonónica clásica, resumida por Carl Ritter:

«Cada continente es una entidad única en sí misma… cada uno fue planeado y formado de manera que tuviera su propia función en el progreso de la cultura humana.»7 

Además, Ritter equiparó “raza” con “continente” y llegó –vía Linneo– a la todavía muy extendida simplificación de Europa como la tierra de la raza blanca, Asia la de la raza amarilla, África de la raza negra y América de la roja.

El hecho es que durante el siglo XIX se tenía la certeza de que los continentes eran entidades geográficas reales y naturales, “descubiertas” por la razón y la indagación empírica. Con la definitiva inserción de Oceanía se llegó a la conclusión de que la Tierra estaba formada por cinco continentes. Luego, la separación de América en dos bloques continentales fue insistentemente alentada desde Estados Unidos durante la década de los 1950s. Y con el añadido de la Antártida se llegó a la más moderna de siete continentes. Prácticamente todos los libros de geografía del mundo se ordenan a partir de este planteamiento. Y haciendo gala de un eurocentrismo atávico las secciones dedicadas a Europa en los atlas modernos triplican en promedio a las dedicadas a África.

Lo irónico de toda esta historia es que, como han mostrado Martin Lewis y Kären Wigen, «cuando se trata de cartografiar los patrones globales, sean de fenómenos físicos o humanos, los continentes son, simplemente, irrelevantes».8

Si piensan que su razón de ser es geológica se equivocan. Las placas tectónicas (lo que verdaderamente constituye los cimientos de la superficie terráquea) no respetan en absoluto el modelo continental. La India está ligada tectónicamente a la lejana Australia, y no a sus vecinos asiáticos. África se está dividiendo en dos placas por el valle del Rift. Es más, los geólogos utilizan el término continente simplemente para designar bloques de corteza granítica separada por extensiones de corteza basáltica u oceánica. Desde el punto de vista geológico islas como Madagascar, Nueva Zelanda o Nueva Caledonia tendrían que haber alcanzado estatus continental, mientras que siquiera Norteamérica y Eurasia podrían dividirse, pues están unidas bajo el mar por la plataforma de Bering.

Tampoco en el plano biológico tiene sentido hablar de continentes. La fauna del Norte de África está más estrechamente emparentada con la de Eurasia que con la de África Ecuatorial. Madagascar, que siempre ha sido considerada una isla africana, es, ecosistémicamente hablando, un reino independiente.

Para el lego, los continentes son como grandes bloques de tierra más o menos separados. Los istmos de Panamá y Suez son lo suficientemente claros como para diferenciar Norteamérica de Sudamérica y África de Asia. Es todavía más nítida la distinción de Australia o la de la Antártida. Pero, una vez más, es imposible amputar Europa de Asia. Si bien algunos geógrafos admiten que Europa es una península de Asia (o Eurasia, y aún mejor, Afro-Eurasia), casi todo quisque separa ambas entidades. Esto sólo se explica por la necesidad de dicotomizar culturalmente Europa y Asia, una oposición que, como subrayan Lewis y Wigen, «era esencial para la identidad europea como civilización».9 En seguida entraré en esto; pero el que la infraestructura de Europa sea cultural no quita el hecho de que la división continental (geográfica) sea incoherente. A lo sumo, Europa constituiría uno de los cinco o seis subcontinentes afro-euroasiáticos. Y aún hay más motivos para hablar de un continente “índico” (que al menos geológicamente lo justifica) que no de uno “europeo”.

Europa sería, pues, un continente cultural. Pero esto obliga a que los otros continentes también puedan definirse culturalmente (si no, ¿de qué sirve designarlos por un mismo nombre?). Y en el tema que nos toca, implicaría que Asia tendría que contemplarse culturalmente de forma homogénea. Pero Asia se niega a ser reducida a un único ethos o principio subyacente. De todos los supuestos continentes, no sólo es el de tamaño superior sino que a todas luces es el que posee mayor diversidad cultural. Las gentes llamadas “asiáticas” tienen poco que ver las unas con las otras. No en vano se ha dicho que todo lo que en la India es verdad, en China es mentira, y viceversa.10 Fíjense que muchos japoneses, indios, kurdos, yemeníes o andamaneses se consideran a sí mismos como tales, pero no como “asiáticos” u “orientales”.

La noción de “continente” conduce a error, es inconsistente y hasta quizá perniciosa. Es un constructo fundamentalmente eurocéntrico. Un montaje, por otra parte, inestable. Piensen, por un instante, lo primero que les viene a la cabeza a la mención de “Norteamérica” o “África”. Para la imaginación popular Norteamérica es sinónimo de Estados Unidos y Canadá, bien que los libros de geografía enseñan que México y los países de la llamada América Central pertenecen al continente norteamericano. De forma similar, lo primero que imaginamos al pensar “África” es la región sudsahariana (quitémosle ya lo de sub-), el África “negra”, y sólo con esfuerzo incluimos el Norte de África. Así, los llamados continentes tampoco se ajustan a la imaginación popular.

Para más inri, el esquema continental se apoya sobre un nocivo determinismo medioambiental. Hace no mucho se postulaba que las diferencias culturales y sociales se derivaban de los entornos físicos y climáticos. Por ejemplo, se consideraba que la enorme variedad geográfica y climática europea habría impedido la formación de grandes imperios centralistas y ello habría facilitado el desarrollo de la economía de mercado. Sin negar la diversidad topográfica europea, hay que notar que los estudiosos miran a Europa al detalle, mientras que el resto aparece en los confines del mapa mental como una extensión monótona. El caso es que si escrutamos Europa y el susodicho subcontinente indio a una misma escala, hallaremos tanta diversidad topográfica en un lugar como en el otro.

Otra noción muy extendida era –y es– que los climas templados producen mentes vigorosas y sociedades progresistas, mientras que el clima tropical produce razas y culturas lánguidas y aplatanadas. El barón de Montesquieu, un pensador fino en muchas facetas, no obstante sostenía que los climas calurosos obligan a prácticas como el esclavismo, la poligamia o el despotismo. Montesquieu se esforzó en justificar que esas prácticas eran naturales y lógicas en sociedades tropicales (donde las chicas maduran con precocidad y los hombres son perezosos).11 O lo que es lo mismo, en mostrar que los no-europeos están condenados a la pasividad, víctimas de los imperativos de la geografía y la meteorología. No sugiero que el hábitat sea irrelevante en la formación de las culturas, pero no puedo admitir que el budismo sea fruto de la necesidad de reposo que el caluroso clima monzónico exige.12

Afirman estos esencialismos que la suavidad del clima europeo habría permitido el desarrollo del pensamiento, mientras que la dureza climática de otros continentes impidió a sus habitantes dedicarse a cuestiones menos prosaicas. Lo que no deja de ser irónico, ya que el honorable Aristóteles pensaba que la falta de inteligencia europea se debía a la frialdad del clima13 y el viajero tangerino Ibn Battûta atribuía el notable retraso europeo respecto a la civilización islámica precisamente al inhóspito clima europeo.14 Hace ya décadas que estas visiones asombrosamente reduccionistas han desaparecido del mundo académico, pero nuevos determinismos perduran bajo formas más sutiles. Dicen que algo tiene que haber de “africano” en las gentes que habitan África y que es distinto de la “asianidad” de los asiáticos. Alguna esencia es intrínseca al continente que otorga a sus habitantes una misma naturaleza de carácter. Parece como si el medio se inscribiera en el habitante hasta el punto de configurar su estado del alma (¿o de ánimo?). No se habla de misteriosas fuerzas telúricas, sino de los clichés del “primitivismo” africano, el “despotismo” oriental o el “racionalismo” europeo.

En conclusión: para una visión más cosmopolita y global de nuestro mundo haríamos bien en abandonar el esquema continental. Como dicen, una vez más, Martin Lewis y Kären Wigen, las divisiones metageográficas tendrían que basarse en «criterios apropiados a la humanidad, más que en los que sugiere la configuración física del mundo».15 El continente Asia, que es el que acá nos incumbe, resulta, a fin de cuentas, una construcción eurocéntrica escasamente estimulante. Desde mi particular punto de vista, al destapar el dualismo Europa/Asia no sólo cuestiono la centralidad de Europa o la subcontinentalidad índica. Lo que verdaderamente quiero desmantelar es la ontología que se oculta en todo este tinglado. Que es lo que les tengo reservado en el siguiente capítulo.

Notes - 1. El mito de los continentes

1. P. Gran, Beyond Eurocentrism, pág. 2.

2. W. Halbfass, India and Europe, pág. 6.

3. Heródoto, Historia, IV, 45 (trad. Schrader: II, 327).

4. E. Zerubavel, Terra Cognita. The Mental Discovery of America, pág. 69.

5. M. Lewis y K. Wigen, The Myth of Continents, pág. 28.

6. Citado por M. Lewis y K. Wigen, The Myth of Continents, pág. 29.

7. Citado por M. Lewis y K. Wigen, The Myth of Continents, pág. 30.

8. M. Lewis y K. Wigen, The Myth of Continents, pág. 33.

9. M. Lewis y K. Wigen, The Myth of Continents, pág. 36.

10. J. Varenne, “La India y lo sagrado”, pág. 46.

11. Montesquieu, Del espíritu de las leyes, págs. 155-189.

12. B. Parekh, Rethinking Multiculturalism, págs. 63-64.

13. Aristóteles, Política, 1327b (trad. Marías y Araújo: 122).

14. En: S. Amin, Eurocentrism, pág. 96.

15. M. Lewis y K. Wigen, The Myth of Continents, pág. 46.