SUMARIO

Introducción

1. De Aristóteles a Darwin

2. Evolución hacia el pensamiento

3. Las neuronas de Cajal

4. En la sala de autopsias

5. Enigmas sobre la organización del cerebro

6. Mendel y la genética actual

7. Desarrollo cerebral

8. Envejecimiento y cerebro

9. El don de la palabra

10. El mundo a través de los sentidos

11. La complejidad del movimiento

12. Emociones bajo control

13. Memoria y aprendizaje

14. En la consulta del neurólogo

Agradecimientos

Bibliografía

INTRODUCCIÓN

«Realmente, no se sabe nada sobre el cerebro.» ¿Cuántas veces escuchamos esta frase los especialistas de un órgano tan extraordinario como desconocido? Cenaba con una amiga. Acababa de explicarle la enfermedad de un familiar suyo muy querido: la esclerosis lateral amiotrófica. Irreversible, de causa desconocida, sin tratamiento eficaz. Realmente, qué insuficientes son los conocimientos actuales sobre esta enfermedad que provoca una atrofia muscular progresiva sin que podamos detener su evolución. Hay enfermedades que te encogen el corazón y te hacen sentir impotente como médico; ésta es una de ellas. Diagnósticos amargos con los que aprendes a convivir. Pero ese día, mientras cenaba y asentía con la cabeza, se me cayeron encima todas las horas de estudio, libros, revistas, publicaciones, tantos congresos.

Por la noche decidí escribir este libro.

Va por ti, Elena, in memoriam. Va por todos aquellos pacientes que acudieron a mi consulta y a los cuales los conocimientos científicos del momento no me permitieron más que diagnosticarles un proceso intratable. De los que acompañé en el curso evolutivo de su enfermedad, intentando paliar síntomas y sufrimiento, me queda el recuerdo de sus miradas supervivientes ante lo inevitable.

No he pretendido escribir un libro puramente divulgativo. Mi intención ha sido compartir con el lector la aventura intelectual que supone adentrarse en el estudio del cerebro y sus funciones. Entre la ciencia y la vida, disfrutando del conocimiento y la palabra, como si de una exposición del pintor más enigmático y reconocido se tratase, he ido recopilando los tesoros descubiertos por los investigadores y he procurado mostrarlos de forma clara y concisa con el objeto de que el lector, al finalizar el libro, sienta más cercano y comprensible ese gran desconocido que es su cerebro y comience a verlo como un órgano dependiente de los estímulos que recibe, moldeable en su desarrollo pero también en su envejecimiento, en definitiva, un instrumento en constante evolución individual y colectiva.

Desde que a principios del siglo XX Santiago Ramón y Cajal identificara la neurona como unidad celular del sistema nervioso, los descubrimientos sobre el funcionamiento de estas portentosas células no han dejado de sucederse. Preguntas que parecían imposibles de contestar, hoy forman parte de nuestro bagaje elemental de conocimiento. Más de 100.000 millones de neuronas interconectadas y agrupadas por equipos para producir funciones específicas. De la acción motora y las emociones al lenguaje, los sentidos, la memoria o el aprendizaje; hoy es posible afirmar que la mente humana y sus conductas más complejas han dejado de ser inaccesibles para la ciencia. Resta mucho camino por recorrer pero, en las últimas décadas, los avances científicos sobre los enigmas encerrados en nuestro cerebro están siendo espectaculares y acceder a ellos, además de asombrarnos y enriquecernos, sin duda contribuirá a ampliar la visión de nuestra propia realidad y la que nos rodea.

Dada mi condición de neuróloga clínica, a la hora de explicar una determinada función cerebral, así como cuando me refiero a las enfermedades y sus causas, el paciente es el eje central del libro. Pacientes que han supuesto una inestimable fuente de conocimiento y experiencia vital desde mis primeros años de estudiante, cuando día a día fui aprendiendo que para vencer la enfermedad la lucha comienza desde la prevención y detección precoz de los síntomas, continúa con el tratamiento adaptado a cada caso en particular y no se abandona ante lo irreversible. Por el contrario, es en esta instancia donde los especialistas cumplen un papel esencial en el avance de nuevos conocimientos que aporten luz a la investigación sobre las enfermedades y sus causas. Una lucha que se verá beneficiada si se establecen sólidos vínculos de confianza entre el médico y el paciente.

Al tratar de compaginar el rigor científico con una escritura accesible al público en general, he optado por dejar libre de citas bibliográficas el texto principal y las he incluido en un apartado final. Asimismo, el lector encontrará allí todas las lecturas consultadas y recomendadas, desde magníficos tratados de carácter docente sobre neurociencias y patología neurológica general a publicaciones especializadas y libros de divulgación, además de lecturas sobre el mundo del pensamiento, la antropología y otras disciplinas de contenido indispensable para comprender por qué hemos llegado a ser lo que somos. En pocas palabras, la historia de nuestro cerebro.

1. DE ARISTÓTELES A DARWIN

¿Quiénes somos? ¿Qué nos hace humanos? El potencial que encierra nuestro cerebro nos permite plantearnos estas preguntas y tratar de responderlas. La ciencia avanza a golpe de genio y paso de investigador metódico y tenaz. Gracias a todos ellos, en la actualidad se conocen aspectos relevantes de la naturaleza humana, si bien no es menos cierto que restan aún importantes enigmas por resolver, apasionantes sombras para nuestra imaginación. Porque además de almacenar información, rescatarla, analizarla y expresarla, el cerebro del llamado “hombre moderno” es capaz de imaginar.

¿Siempre ha sido así?

Hoy en día nos resulta obvio admitir que poseemos muchos rasgos en común con otros animales; y quizá con excesiva credulidad, frente a los gráficos simplificados de los libros de texto, reconocemos en los simios a unos parientes lejanos que tuvieron menos suerte en el camino hacia el desarrollo. ¿Y el mundo vegetal? Un mundo tan ajeno para muchos de nosotros a excepción de esos días –extraños días de ensoñaciones– en los que nos detenemos a respirar la naturaleza y sentimos en nuestro interior lo que nos ha sido contado a modo de susurro inconfesable: la historia de la evolución humana. Y Dios en nuestras mentes conscientes de sí mismas. Y las estrellas multiplicando el misterio.

Despertarse humano. Sensaciones y emociones bajo el atento control de la razón. ¿Qué razón? Razonamos siguiendo criterios establecidos como lógicos. ¿Desde cuándo? ¿Quién puso orden a nuestro pensamiento? Los grandes filósofos de la antigua Grecia sentaron las bases del saber occidental.

Sócrates, Platón, el dominio de lo racional frente a lo irracional, el orden y la lógica por encima del deseo y las pasiones. Atrás quedaba la enfermedad como influjo sobrenatural. La naturaleza humana y sus desórdenes podían llegar a descifrarse a través de la razón. Sin experimentación no hay verdad; no hay efecto sin causa. Aristóteles (384-322 a.C.), iniciador de casi todas las ciencias naturales y sociales, fue el primero en asignar una función a cada órgano del cuerpo humano. Al cerebro le adjudicó un papel menor: enfriar la sangre. Sostenía que una entidad inmaterial independiente del cuerpo era la responsable de las percepciones, las emociones, los pensamientos y de toda la conducta humana en general. El alma: su retirada del cuerpo conlleva la muerte, argumentaba el maestro con tal poder de convicción que su eco continúa circulando por nuestras vías neuronales.

Un alma o mente inmaterial. Pero ¿cómo interactúa con el cuerpo? Diseccionando cadáveres, el filósofo y matemático francés René Descartes (1596-1650) se fijó en una pequeña estructura del tamaño y forma de un guisante, estratégicamente situada en el interior del cerebro. Y la luz le deslumbró. Pienso, luego existo. Se imaginó el alma interconectada con el cuerpo a través de esta pequeña estructura llamada glándula pineal. Para Descartes, los animales eran simples máquinas, y muchas actividades del cuerpo humano, como el movimiento y la digestión, podían explicarse por principios puramente mecánicos; pero la mente, responsable de la conducta racional, aunque dependiera del cerebro, tanto para recibir información como para controlar el comportamiento, continuaba siendo un ente inmaterial separado del cuerpo. En la actualidad sabemos que la glándula pineal, productora de melatonina, únicamente interviene en el control de ciertos ritmos biológicos, y que personas que no disponen de ella presentan una conducta inteligente normal. De hecho, desde un principio se puso en duda esta propuesta de Descartes, y los esfuerzos se multiplicaron a fin de encontrar una explicación más convincente a la mágica relación entre la mente y el cuerpo.

Una de dos: o somos objetos materiales que piensan y tienen emociones, o hay algo inmaterial en nosotros que piensa y tiene emociones y se relaciona exclusivamente con el objeto material que es nuestro cuerpo. Las dos alternativas resultan incomprensibles; sin embargo, una de las dos ha de ser cierta. Con la clarividencia de los grandes pensadores, así resume el filósofo inglés John Locke (1632-1704) el gran enigma de la existencia.

Entre posibilidades inverosímiles, entre el cielo y el infierno, por mar, a bordo de un velero, un joven apasionado por las ciencias naturales mantuvo bien abiertos los ojos y encontró un sentido a la realidad que nos rodea: la teoría de la evolución.

Charles Darwin nace en Inglaterra en 1809. Siguiendo la tradición familiar, inicia la carrera de Medicina, que pronto decide abandonar. Su padre le propone como única alternativa su traslado a Cambridge con el objetivo de que estudie teología, una opción de futuro nada desdeñable teniendo en cuenta la elevada consideración social de los clérigos de la época. Casa, sirvientes y tiempo libre para su gran pasión: la naturaleza. Allí, a través de uno de sus profesores, le surge la gran oportunidad de su vida. Corrían tiempos de exploraciones y conquistas territoriales, mapas y rutas por descubrir. Un joven aunque experimentado capitán de la marina británica buscaba un naturista para su proyecto de expedición por América del Sur y las islas del Océano Pacífico.

El 27 de diciembre de 1831, el Beagle, un barco del imperio británico diseñado para la guerra pero convenientemente adaptado a los propósitos científicos de su capitán, iza las velas rumbo a la Tierra del Fuego. Mares y tempestades por horizonte. A bordo, una mente tan dotada para la ciencia como abierta a las respuestas escritas en la naturaleza.

Durante los años que duró el viaje, Darwin fue anotando sus observaciones sobre el mundo de las plantas y los animales. Conocía las ideas sugeridas por el francés Lamark sobre la evolución de las especies y su adaptación al entorno; de hecho, su propio abuelo, Erasmus Darwin, había sido un reconocido pensador evolucionista; pero por aquel entonces atreverse a cuestionar a Dios como creador universal alcanzaba el rango de herejía. El joven Darwin, por el momento, sólo observaba: la vegetación tropical, su geología, la selva brasileña, la pampa Argentina, Perú. Acumulaba material. Incalculable el valor de los tesoros recogidos en las islas Galápagos: pájaros con picos muy distintos, tortugas, plantas autóctonas. Al fin, llegó la hora de regresar a casa.

Habían pasado cinco años de mareos y tormentas, aventuras y dificultades, momentos de exaltación ante la naturaleza y horas de aburrimiento. Un enorme esfuerzo plasmado en vegetación, animales, huesos, fósiles, minerales. De regreso a Cambridge, comenzó para Darwin un trabajo de investigación que duró más de veinte años. Ordenar el material, identificar nuevas especies. No encontraba una explicación lógica a tanta diferencia de picos entre los pájaros de las islas Galápagos, cada pequeña isla con su propia especie. Lo razonable era pensar que un mismo grupo de aves se había ido adaptando a cada isla hasta convertirse en especies distintas; un proceso de trasformación guiado por la naturaleza. La idea no era nueva, pero las evidencias se mostraban aplastantes ante sus ojos.

Pensamiento tras pensamiento, año tras año, Darwin fue organizando sus razonamientos, que guardaba para sí; hasta que un buen día se enteró de que otro naturista inglés, Wallace, había llegado a idénticas conclusiones. Previamente Darwin había publicado diversos artículos sobre el viaje, pero el libro en el que había estado trabajando desde su regreso no vio la luz hasta 1859, casi veinte años después. Lleno de detalles demostrativos, El origen de las especies se colocó de inmediato en el ojo del huracán, la teoría de la evolución; una teoría que con el tiempo se ha ido imponiendo como una de las verdades fundamentales de la ciencia.

A pesar de la gran variedad de organismos vivos, tanto a Wallace como a Darwin les sorprendió la cantidad de características comunes entre tantas especies, y ambos llegaron a la conclusión de que los organismos vivos debían estar relacionados. El principio de Darwin de selección natural propone que los animales poseen rasgos en común porque los rasgos se transmiten de los padres a su descendencia, y que la gran variedad en el mundo biológico podría proceder de un ancestro común: cuando los descendientes de este organismo primigenio se esparcieron por diversos hábitats a lo largo de millones de años, desarrollaron formas de adaptación diferentes que los hicieron aptos para modos de vida específicos, pero al mismo tiempo retuvieron muchos rasgos similares que revelan el parentesco entre ellos. Fue en 1871 cuando Darwin publicó El origen del hombre, donde postula la teoría de que la evolución del hombre parte de un animal similar al mono.

Con respecto a las inevitables implicaciones teológicas de tan impactantes conclusiones, por su correspondencia sabemos de su pesar: «Estoy confundido, no tenía la intención de escribir irreligiosamente. El misterio del principio de todas las cosas es insoluble para nosotros, no pretendo en absoluto echar el menor rayo de luz sobre estos problemas abstractos, debo contentarme con ser, por mi cuenta, un agnóstico».

Relación entre la mente y el cuerpo. En la actualidad, la inmensa mayoría de científicos sostiene que la conducta racional puede explicarse en su totalidad por el funcionamiento del cerebro en conexión con el resto del sistema nervioso del organismo, sin necesidad de una mente inmaterial que la controle.

Charles Darwin, el padre de la biología moderna. Ni él mismo pudo imaginar hasta qué punto la ciencia apoyaría una y otra vez sus conclusiones; desde los estudios celulares a las revelaciones de la genética. Pero la historia del pensamiento no se detiene. Surgen voces críticas sobre lo que consideran una tendencia excesivamente dogmática del darwinismo. ¿Acaso basta el darwinismo para explicar toda la evolución? Expertos en biología del desarrollo tratando de ampliar la teoría evolutiva tradicional adaptándola a nuevos descubrimientos. Materia y espíritu. Mitos como puños. Investigar. Que la ciencia nunca deje de sorprendernos.

2. EVOLUCIÓN
HACIA EL PENSAMIENTO

A fin de reflexionar sobre la historia de la humanidad nos tenemos que remontar al origen de la Tierra hace 4.500 millones de años. La vida se hizo esperar. Fue preciso que pasaran 1.000 millones de años para que aparecieran los primeros organismos vivos, seres unicelulares tipo bacterias que permanecieron durante mucho tiempo como únicos habitantes del planeta, hasta que comenzaron a evolucionar y desarrollaron formas de vida más compleja: los protozoos, las plantas y los hongos. Vida sin vida animal, así puede resumirse la etapa más larga de la evolución.

2.800 millones de años después de la irrupción de los organismos unicelulares en la Tierra, hace unos 700 millones, surgieron las primeras células nerviosas. Con un tejido nervioso extremadamente sencillo, las medusas y la aménoras marinas fueron los primeros animales del planeta. Progresivamente, este tejido fue haciéndose más complejo: un tronco nervioso segmentado, en los platelmintos; un conjunto de neuronas o ganglios que comenzaba a semejarse a una estructura cerebral, en los moluscos, almejas, caracoles y pulpos. Y por fin, el cerebro. Hace 250 millones de años se desarrolló el primer cerebro en unos animales del tipo de los cordados: especies con médula espinal y encéfalo; de las más primitivas a peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos. Habían sido necesarios 450 millones de años para que las primeras células nerviosas evolucionaran y se organizasen en forma de lo que llamamos cerebro. Comenzaba un largo camino hacia el pensamiento; lentos y enrevesados pasos teniendo en cuenta que un cerebro parecido al humano no se desarrolló hasta hace unos tres o cuatro millones de años, y sólo desde hace 150.000 años existen nuestros cerebros humanos modernos. Un breve período de tiempo considerando los inicios de la evolución.

Desde la aparición del primer organismo vivo, la variedad de vida en la Tierra ha sido enorme. Han evolucionado un sinfín de especies; muchas se han extinguido. En la actualidad, se estima que habitan el planeta de 30 a 100 millones de especies; un millón identificadas dentro del reino animal. Por definición, una especie es un grupo de organismos que pueden reproducirse entre ellos pero no con miembros de otra especie. Un concepto clave en la evolución humana es que si una parte de la población de una especie llega a quedar aislada en cuanto a la reproducción, dicho subgrupo puede evolucionar con el tiempo hacia una nueva especie diferente de la especie a partir de la cual se originó. Pero… ¿evolucionar es progresar? No necesariamente, resaltan los especialistas de un campo tan apasionante como misterioso. Hoy sabemos que la evolución de los organismos vivos se fundamenta en una improvisación constante. La naturaleza no está sometida a un proceso de optimización permanente. Ensaya y descarta; prueba nuevas posibilidades. Si la prueba funciona, se mantiene durante un cierto tiempo; pero cuando las condiciones del entorno cambian, las especies se transforman en otras o bien se extinguen. Conclusión: el hombre contemporáneo no es el resultado de ninguna meta preconcebida, la imagen de la escalera es tan esquemática como inexacta. Entender la evolución como adaptación al medio más que como progreso nos ayudará a comprendernos mejor a nosostros mismos y al mundo que nos rodea.

Una historia de supervivencia

Homo sapiens, así nos denominamos por tener un sistema cultural complejo. Somos la única especie superviviente del género homo caracterizada por el lenguaje. Pertenecemos a la familia de los homínidos, que incluye una serie de miembros vivos, entre otros los chimpancés, con los que compartimos la facultad más o menos desarrollada de caminar erguidos y utilizar utensilios. Los homínidos son una de las muchas familias del orden de los primates cuyo rasgo común es el control visual de las manos. Incluidos dentro del reino animal, los humanos somos una de las 275 especies diferenciadas de primates. Chimpancés, gorilas, orangutanes, en este orden de parentesco.

Primates supervivientes; unos continúan comiendo plátanos, otros elaboran sofisticadas recetas culinarias. ¿Qué factores han determinado una evolución tan diferenciada entre miembros de la misma familia? Homo sapiens: la única especie superviviente del género homo. ¿Qué ocurrió para que se extinguieran todas las especies de ese género menos la nuestra? Mentes iniciadas en el lenguaje; mentes que enterraban a sus muertos; desaparecidas. ¿Qué les ocurrió realmente? Aunque en las últimas décadas ha habido espectaculares avances en los conocimientos científicos acerca del origen y la evolución del ser humano, debemos tener presente que existen todavía muchos datos basados en suposiciones. Las teorías actuales sobre la evolución se fundamentan en evidencias contrastadas y reconocidas por especialistas en el campo de la paleontología que se enfrentan a los inconvenientes que plantea el trabajar con especies extinguidas. Su principal fuente de información son los fósiles, es decir, restos de organismos vivos, animales o plantas, conservados en los sedimentos de la corteza terrestre al haber sufrido un proceso específico de mi-neralización. Cuando un ser vivo muere tiende a desintegrarse y la posibilidad de que se convierta en fósil es muy remota, pues son muchas las condiciones favorables que deben coincidir para que ello ocurra: recubrimiento rápido por los sedimentos terrestres, características físicas y químicas adecuadas del entorno… Unas veces gracias al azar, otras después de infatigables trabajos de búsqueda, en todos los casos el descubrimiento de un fósil es un hecho histórico, el único testimonio directo de la existencia de nuestros antepasados. Un diente, restos de mandíbula, de pelvis, un dedo, el fémur, algún hueso del cráneo; cualquier parte del esqueleto puede resultar una joya en manos de un investigador experto. Por métodos cada vez más precisos es posible averiguar su datación o antigüedad. A través de restos de cráneo se puede calcular el volumen del cerebro; por las características de la mandíbula y los dientes conoceremos cómo se alimentaba; la forma de la pelvis nos dirá cómo caminaba, si lo hacía erguido, torpemente o con elegancia. Todo un libro por descifrar; nuestra historia. Páginas y páginas para describir los más de 3.000 homínidos descubiertos que se han agrupado en unas 20 especies, algunas de las cuales hoy sabemos que vivieron al mismo tiempo. Hemos empezado a comprender los pasos que recorrió la humanidad en su desarrollo y el porqué de éstos; una historia inacabada y abierta a nuevos descubrimientos, una historia que semeja un cuento. ¿Quién teme al lobo feroz?

La cuna de la humanidad está en África. Ya lo dijo Darwin: si queremos encontrar a nuestros antepasados, hay que viajar a África. No existe otro lugar en el mundo con unos primates más parecidos al hombre que los chimpancés africanos. La antigüedad de los fósiles de homínidos encontrados hasta ahora avala dicha hipótesis: fuera de África, tienen menos de dos millones de años; en el continente africano se han encontrado restos de homínidos de hasta seis millones de años.

De las frondosas selvas africanas a la sequedad de la sabana. Los cambios climáticos han sido el acelerador de la evolución. Adaptados a la vida en los árboles, unos primates con largos brazos y dedos prensiles se ven obligados a abandonar los ramajes y recorrer las praderas en busca de alimentos. Largas caminatas bajo el Sol. Sobreviven los que mejor se adaptan al nuevo medio. La transición a la posición erecta supuso un gran número de modificaciones anatómicas: la pelvis, la columna vertebral, el fémur, la articulación de la rodilla, estructuras óseas que se fueron transformando. Se desarrollaron nuevos músculos para sostener la cabeza, entre otras muchas modificaciones. Conviene aclarar la complejidad del proceso: por mucho que nos empeñemos en andar a gatas, nuestra pelvis no cambiará, lo que ocurre es que con el tiempo sobrevivirán los mejor dotados para dicha posición y trasmitirán a sus descendientes sus características óseas. Un proceso de supervivencia transmitido de generación en generación.

Hace unos seis millones de años los primeros homínidos comenzaron a caminar erguidos. Con la posición bípeda, las manos quedaron liberadas. Tuvieron que pasar más de tres millones de años antes de que aprendieran a utilizarlas con fines programados en relación con un acto no inmediato. Ser carnívoros pudo ser determinante. ¿Las proteínas de la carne aportaron la energía necesaria para el crecimiento del cerebro de los primeros homínidos? Cazar o buscar animales muertos organizándose en manadas. Vigila tú mientras yo recojo el alimento. ¡Qué gran ejercicio para el cerebro!

Los primeros humanos: homo habilis. Hace unos 2,7 millones de años, un ser bípedo rompió definitivamente con su naturaleza primate y empezó a realizar tallas en las piedras para poder comer la carne de animales muertos o cazados. Confeccionar utensilios de piedra; reflexión y planificación. Anticiparse. Al acceder a nuevos y variados recursos de alimentación, superaron las limitaciones de la biología y empezaron a diferenciarse considerablemente de los demás primates que no adquirieron ese hábito. El proceso de humanización era ya imparable.

El fuego fue una adquisición más tardía; se conoce su uso desde hace 450.000 años. Permite el cuidado de las crías, aporta calor y energía para cocinar. Aparece el hogar. Dinamiza las comunidades, y en este proceso es posible que se desarrolle el lenguaje, una de las mayores adquisiciones de nuestro género. Nos adentramos en el mundo simbólico. Aparecen formas primitivas de ritual funerario. De los grabados encontrados en Bilzingsleben, Alemania, con una antigüedad de 450.000 años, a las pinturas de Altamira en el Norte de España, de hace sólo 14.000 años. El arte del hombre de las cavernas; pinturas que nos acercan a los primeros pasos de nuestro cerebro creativo. La belleza de las formas, capacidad contemplativa.

El eslabón perdido

La interpretación popular de la evolución humana es que somos descendientes de los simios o monos, pero en realidad, aunque estemos relacionados con ellos, los simios no son nuestros ancestros. Somos descendientes de antepasados comunes, un ancestro o antepasado compartido con el linaje de los simios: el eslabón perdido.

Hasta 1856 se ignoraba que el planeta había estado poblado en otros tiempos por hombres primitivos. El descubrimiento de los primeros fósiles en Neanderthal (Alemania) causó gran revuelo. A partir del momento en que se aceptó la posibilidad de que fueran antepasados nuestros, comenzó la búsqueda del eslabón perdido. Al hombre de Neanderthal se sumaron los descubrimientos de otras muchas especies, el hombre de Java, el hombre de Pekín, los primeros homínidos africanos, el descubrimiento de numerosos restos de homo sapiens en África, Europa, Asia, América. Tantas y tantas formas intermedias entre los simios y los humanos; incontables pruebas sobre nuestros orígenes compartidos. Restos fosilizados que evidencian el camino de la humanidad durante los últimos millones de años en su evolución desde un ancestro común con el linaje de los chimpancés, hasta llegar al hombre contemporáneo, pasando por un número no demasiado grande de especies intermedias. A pesar de tanta evidencia, aún no está claro quién fue el primer homínido. Algunos autores incluso dudan de que, por definición, pueda llegar a identificarse; consideran que sería imposible distinguirlo del último antepasado común de homínido y chimpancé.

Los primeros humanos cuya población se extendió fuera de África y emigraron a Europa y Asia fueron de la especie del homo erectus. Aparecen por primera vez hace unos 1,6 millones de años y perduraron hasta hace unos 100.000 años. El homo erectus ocupa una posición fundamental en nuestra historia evolutiva. Su encéfalo es ya parecido al tamaño de los cerebros de los humanos de nuestros días.

Los humanos modernos, homo sapiens, aparecieron en Asia y al Norte de África hace unos 200.000 años, y en Europa hace unos 40.000. La mayoría de los antropólogos cree que emigraron desde África. Hasta hace unos 60.000 años coexistieron con otras especies de homínidos en África, Europa y Asia. Se desconoce cómo el homo sapiens reemplazó completamente a otras especies humanas como los neanderthales de mayor tamaño cerebral y cultura similar. Del exterminio masivo a la extinción natural; ninguna explicación se considera definitiva. El interrogante sigue abierto para futuros descubrimientos.

Más y más cerebro

A la hora de analizar el cerebro de nuestros antepasados desaparecidos únicamente disponemos de moldes fosilizados de la cavidad craneana. Las paredes internas del cráneo reproducen la morfología general de la superficie cerebral, y, aunque no lo hace con el suficiente detalle, todo apunta a que los lóbulos frontales han ido aumentando de tamaño tanto en términos absolutos como en proporción al resto del cerebro, y que su superficie se ha ido haciendo cada vez más compleja con un aumento del número de surcos. La evolución desde los primeros homínidos hasta la época en que existieron humanos como nosotros supuso unos cinco millones de años. Durante todo ese tiempo el tamaño cerebral aumentó cerca del triple.

A lo largo de los años han surgido diversas teorías que intentan explicar cómo ha sido posible que se desarrollase un cerebro más grande a medida que nuestra especie iba evolucionando: desde la dieta de los chimpancés, rica en azúcares aportados por la fruta –y la mayor dificultad para conseguirla si se compara con los vegetales que ingieren otros primates–, a las proteínas de la carne y el ingenio necesario para cazarla y cortarla; nutrientes de alta calidad (en el sentido de fácil asimilación y gran poder energético), lo que pudo permitir la reducción del tubo digestivo con respecto a los primates y con ello el aumento del cerebro (Aiello y Wheeler, 1995), entre otras teorías, como el retraso en la maduración humana (Mc-Kinney, 1998).

Explicaciones al margen, el caso incuestionable es que nuestro cerebro ha progresado mucho más que el de otros animales, especialmente en el desarrollo de las conductas que se aprenden y se transmiten de generación en generación mediante educación y aprendizaje. La lectura y la escritura aparecen hace sólo unos 6.000 años. Las fórmulas matemáticas son un invento reciente. Una característica de nuestro cerebro es que encierra un potencial desconocido que nos permite logros y conocimientos que ni siquiera nos atrevíamos a soñar. Un órgano que estamos empezando a conocer.