«Este libro está dedicado a la memoria de mi amigo Álvaro Altés, biólogo, ecologista entusiasta y hombre de gran corazón.»

Tomé la decisión final de publicar Cosmos y Gea gracias a los ánimos que recibí de mis amigos del ámbito científico y académico que aspiran como yo a un nuevo paradigma. En particular agradezco las palabras de aliento que me han dispensado Máximo Sandin, profesor titular de Antropología Biológica en el Departamento de Biología de la Universidad Autónoma de Madrid, Antonio Aretxa-bala, profesor de Geografía Física y Geología de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra y Octavi Piulats, doctor en Filosofía por la Universidad J.W. Goethe de Frankfurt y profesor de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

Quiero dar las gracias a Xavier Martí, gran amante de la Naturaleza y a Miguel López Manresa, buen conocedor de la obra científica de Goethe, por su inestimable ayuda aportando comentarios y datos.

Aprecio la ayuda que mis amigos escritores Mario Satz y Antonio Priante me prestaron con sus comentarios sobre el estilo.

A María José y a mi hijo Gerard les debo muchas indicaciones para mejorar la claridad expositiva del texto.

Gracias a mi esposa Mari Carmen, mi verdadero apoyo en todo el largo proceso de gestación del libro.

F.F.
Sant Cugat del Vallès,
19 de julio de 2005

SUMARIO

Prefacio

1. MÁS ACÁ DE LA MATERIA

El crepúsculo de los dioses

Entrando en materia

Alquimistas en el jardín o las plantas

El cuarto estado de la materia

2. BUSCANDO LAS LEYES DE LO VIVIENTE

Perséfone renace cada primavera

El genio de Faraday

¿Cómo se las apañó la manzana de Newton para subir al árbol?

Una geometría para los biólogos

La vida entre dos espacios

Caos y Cosmos: la materia como matriz receptiva

Los embriólogos recuperan el campo

El cuerpo de fuerzas formativas

Acerca de los genes

Medir la vida

Afrodita nació de las aguas

3. LA VIDA NO TUVO UN COMIENZO

El enigma de las rocas y el origen de la vida

Las montañas estuvieron vivas

El origen de la atmósfera y de los océanos

La vida nunca tuvo un comienzo en la Tierra

4. SOBRE EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

El hecho evolutivo nos supera

Un árbol sin tronco y un registro fósil enigmático

Las explicaciones de Darwin, ¿qué explican?

¿Cómo se generaron las formas ancestrales y por qué son invisibles?

¿Extinciones catastróficas o crisis de crecimiento?

El Arquetipo

Una hipótesis para la Macroevolución

Las claves de un misterioso escenario

El plasma sanguíneo como registro fósil

Macroevolución frente a microevolución adaptativa

5. EL EJE DE LA EVOLUCIÓN

La antigüedad del hombre

El bebé de la Naturaleza

¿El mundo animal surgido del humano?

Descubriendo el tronco de la filogénesis humana

6. COSMOS, GEA, ÁNTHROPOS

¿Casualidades o causalidades?

El propósito recóndito de la evolución

Notas

Bibliografía

PREFACIO

Ya en el mundo antiguo con los mitos y desde la Grecia clásica con la filosofía, el objetivo más preciado del conocimiento ha sido comprender el mundo que nos rodea y nuestro lugar en él. En los siglos XVI y XVII se produce otra revolución en la conciencia humana y gracias a genios pioneros como Galileo Galilei, Isaac Newton y Johannes Kepler la edificación de un modelo del universo pasa a ser perseguida por la ciencia.

Los científicos del siglo XIX se formaron una imagen del mundo a partir de la generalización de los datos de la física de entonces. La concepción resultante se convirtió en un determinismo estrictamente causal, una fatalidad de la que, por cierto, los hombres de ese siglo ignoraban el origen, quien o qué lo ejercía. Paralelamente, al extender a todo lo observable el segundo principio de la termodinámica que predice un aumento constante del desorden, llegaban a la conclusión de que el orden que se presenta en el mundo, aunque sea capaz de prolongarse durante un tiempo, acabará finalmente con una carrera inevitable hacia el equilibrio inerte, hacia la igualación de todas las fuerzas, el caos y la muerte.

En el siglo XX, la física cuántica descubre en el microcosmos de las partículas elementales un orden que no se explica ni por la causalidad ni tampoco por el azar. En los nuevos ámbitos que abren grandes físicos como Bohr, Planck, Schrödinger y Heisenberg fracasa la mecánica newtoniana y ello obliga a replantear conceptos tan básicos como el espacio, el tiempo y la materia. Aunque la vieja concepción euclidiana del espacio había permitido un asiento cómodo a las leyes de la mecánica clásica, ya las consecuencias de la teoría de la relatividad general no tenían cabida en ese tipo de espacio y Einstein tuvo que echar mano, de manera insatisfactoria por cierto, a un espacio-tiempo de cuatro dimensiones.

Hoy se admite que el mismo desarrollo de la mecánica cuántica y los descubrimientos de la astrofísica precisan todavía de un nuevo concepto del espacio y del tiempo. El siguiente e ineludible paso es reconocer que tampoco los procesos biológicos obtienen explicación adecuada partiendo del presente marco conceptual. En pocas palabras: el modelo o paradigma actual parece haberse agotado.

Erwin Schrödinger se preguntaba: «¿cuál es el signo distintivo de la vida?». Y respondía: «la materia viva escapa a la tendencia al equilibrio inerte y este poder es la razón por la que el organismo vivo nos parece tan enigmático». Schrödinger nos dice aquí lo que no sucede en el organismo vivo en oposición al mundo mineral, pero no se pregunta cuál es el agente que consigue crear y mantener una forma viva venciendo constantemente la tendencia al desorden que predice la termodinámica.

Si algo ha demostrado la investigación biológica de los dos últimos siglos es que no se pueden comprender los fenómenos que suceden en un organismo vivo aplicando simplemente las ideas de causalidad extraídas de la mecánica.

Los biólogos del desarrollo empiezan a reconocer que además de las fuerzas físicas y químicas que actúan entre las sustancias de un tejido vivo, hay que considerar la existencia de un campo de fuerzas que actúa globalmente, manifestando un plan y una finalidad para el conjunto de la vida del organismo. Cualquier órgano vital, incluida la célula, demuestra, con su estabilidad,que puede vencer la tendencia del calor a producir el desorden. El ser vivo, durante su desarrollo individual, es capaz de imponer la estructura y la acción coordinada de las fuerzas vivas constructoras superando a las de la gravedad y a las influencias externas que le llevarían al caos.

Algo análogo se puede decir al nivel general de la evolución cuando descubrimos que la mayoría de las especies, una vez aparecieron en el registro fósil, han tendido a mantener incólume su forma y su medio interno durante millones de años, a pesar de las grandes variaciones en el ambiente exterior.

Los profundos y rápidos cambios sufridos en nuestra visión del mundo en estas últimas décadas tienden a probar que, si queremos acercarnos a los fenómenos que actúan en la evolución y en la naturaleza, no podemos seguir postulando fronteras en el conocimiento científico, ni limitar el ámbito de la investigación. Aunque existe ya una toma de conciencia en los círculos científicos avanzados de todo el mundo de la necesidad de un nuevo esquema formal para la totalidad de las ciencias físicas, los biólogos siguen enfrentándose sin herramientas conceptuales adecuadas a las características más importantes del mundo de lo vivo. Sin embargo, el nuevo paradigma que se adivina en el horizonte necesita estar basado en concepciones más correctas de la relación entre lo viviente y lo inerte y, por lo tanto, todo apunta a que la revolución ha de empezar precisamente en el campo de la biología.

El futuro de nuestro planeta depende de forma decisiva de si adoptamos como punto de partida de nuestros conocimientos y de su práctica diaria la primacía de la vida o la primacía de la materia. Pues hoy ya no somos objetos pasivos o meros espectadores, sino que participamos decisivamente como sujetos en la evolución del conjunto. Si por nuestra propia voluntad y por nuestro esfuerzo intelectual penetramos las estructuras y las reacciones más íntimas del átomo liberando su energía; si agotamos los yacimientos de combustibles fósiles; si extendemos nuestro radio de acción a la alta atmósfera, a la capa externa de la Tierra que dirige el clima y nos debería proteger de las radiaciones cósmicas; si modificamos artificialmente la flora y la fauna; si nos arrogamos el derecho de intervenir por medio de manipulaciones genéticas sobre las leyes del desarrollo de los animales y del mismo ser humano; si queremos influenciar los factores de la creación en todos los reinos naturales, tomando sobre sí los derechos y los deberes de un creador, es preciso que sepamos claramente si estamos considerando a nuestro planeta como un conjunto mineral o como un organismo vivo.

En los principios del tercer milenio, cuando los parámetros básicos del universo y las constantes fundamentales de la física pueden ser calculados e incluso medidos experimentalmente, los cosmólogos y los físicos han comenzado a reconocer las conexiones entre esas constantes y la existencia de la vida en nuestro planeta. En particular, el principio antrópico, enunciado por el astrofísico británico Brandon Carter, nos habla de que los valores de tales constantes y parámetros deben ser precisamente los que son, ya que de otra manera la existencia del hombre sería imposible. Después de un largo período de olvido del hecho humano, y ahora ya no con argumentos místicos, religiosos o filosóficos sino con datos de la observación y del cálculo, se tiene la prueba de que el hombre determina de algún modo el diseño del universo.

En el estadio actual de evolución de la humanidad estamos interviniendo arbitrariamente sobre la totalidad del planeta. Y empieza a estar claro que no podremos progresar si el estamento científico sigue enfrentándose a los fenómenos de la vida con conceptos auxiliares y dogmáticos en el ámbito académico y cerrando los ojos ante las consecuencias de sus actos en los ámbitos industrial y económico. Todavía hoy, muchos biólogos evitan la cuestión de principio que daría sentido a la evolución, partiendo del prejuicio de que tal sentido no existe y refugiándose en conceptos muleta como adaptación, utilidad, lucha por la supervivencia y azar. Si hacemos esto nos desentendemos de la búsqueda del agente real de la evolución y provocamos una escisión innecesaria entre las ciencias de la vida y las ciencias de la materia.

Es sabido que el desarrollo histórico de la física, de la química, de la biología y de la medicina está lleno de errores que hoy son apenas creíbles para nosotros, errores que han sido enseñados solemnemente durante generaciones. Habría una historia de las ciencias por escribir, desde el punto de vista de las grandes falsedades transmitidas doctamente. La inteligencia humana parece ser muy pasiva y esta pasividad alcanza a los niveles académicos: lo que me fue enseñado yo lo transmito sin ser cuestionado, ya sea cosmología, física, biología o medicina. Pero hoy, después de los trabajos de Popper, Prigogine, Kuhn y otros filósofos de la ciencia, está claro que los rechazos doctrinales, los prejuicios y las ideologías dominantes han jugado y juegan un papel considerable en las grandes controversias científicas.

Por estas y otras razones, la ciencia está a punto de alcanzar una situación crítica. No sólo carecemos de la seguridad de que las características fundamentales de la realidad hayan sido descubiertas, sino que han ido apareciendo anomalías y enigmas en demasiados campos de la investigación científica. Hoy ya no se pueden ignorar o esconder como se hizo durante más de un siglo. Al contrario, el interés por los sucesos y situaciones donde no se cumplen las leyes consideradas fundamentales está aumentando día a día en los círculos científicos.

La empresa que nos propone el subtítulo de este libro puede parecer quimérica. Lo que encontraréis en sus páginas representa el esfuerzo de fundamentar nuevas bases científicas con el fin de encarar los misterios directamente relacionados con la evolución que nos han acompañado durante siglo y medio. Aunque muchas de las hipótesis que se plantean no son enteramente nuevas, pues han sido desarrolladas por el trabajo diario de algunos científicos durante decenios, gran parte de los datos que se aportan y de los enfoques que se presentan serán inéditos para los lectores en español.

La dificultad se acentúa cuando, en un ensayo que quiere ser divulgativo, aparece la necesidad de cuestionarse las bases del actual paradigma científico y de presentar alternativas. Afortunadamente, los puntos débiles del modelo científico hoy predominante han sido estudiados asiduamente durante los últimos años por filósofos de la ciencia como Karl Popper, pero sobre todo por parte de los físicos. Algunos de ellos, como Fred Hoyle, David Bohm y James Lovelock han extendido el campo de la discusión a las ciencias de la vida.

He escogido a propósito las observaciones científicas que no encajan bajo los presupuestos de la ciencia académica actual. Estos fenómenos tan enojosos para los estamentos oficiales se convierten en datos valiosos cuando se encuadran en otro modelo de la evolución. Constituirán, probablemente, el aspecto más chocante del texto. Por lo demás, está claro que algunas de las proposiciones presentadas aquí están actualmente en proceso de desarrollo y se constituirán sin duda en líneas de trabajo más completas en el futuro.

Las hipótesis desarrolladas a lo largo del libro tras el estudio de las contradicciones del modelo evolutivo actual se presentan sin dogmatismos, reconociendo la enorme complejidad de las cuestiones que se tratan y la aparente sencillez de las respuestas que se dan. Aunque se aportan numerosos datos experimentales para apoyarlos, no se pretende que los nuevos conceptos se acepten sin más, y así mismo, se espera que no sean rechazados de entrada. En el texto se insiste en que, para acercarnos al conocimiento de la realidad, no basta con ejercitar un pensamiento intelectual o simplemente lógico, por muy exacto que sea. Ya Kant demostró que si usamos un pensamiento puramente racional y no observamos la realidad de los hechos es posible demostrar cualquier proposición, pero también su contraria.

La tarea que espera al lector requerirá de una cierta dosis de creatividad y de imaginación, y le pedirá que se replantee algunos hábitos de pensar que se han introducido en el actual sistema educativo de una forma mecánica. Recomendamos el método de trabajo de Goethe en el terreno científico, el cual se resume en esta frase: «No hace falta hacerse juicios o hipótesis sobre los fenómenos exteriores porque los fenómenos mismos son la teoría, ellos mismos expresan sus ideas cuando se ha madurado para dejar que actúen adecuadamente sobre uno mismo». Evidentemente, no se trata de sentarse y dejar ir el pensamiento hacia lo que uno cree correcto, sino que el objetivo es observar atentamente y dejar que el juicio brote de los hechos mismos. Ponerse en sintonía con la realidad es situarnos frente al acto de pensar de modo que éste no se convierta en juez de las cosas, sino en un instrumento para que las cosas mismas hablen de su esencia. Ésta es la actitud del verdadero poeta, del verdadero artista, del verdadero investigador científico, abiertos siempre a la inspiración, considerada como la captación de la Idea activa que hay detrás de todo fenómeno.

Aquí haremos, conjuntamente con el lector, el intento de aplicar el método goetheano a algunas cuestiones fundamentales: ¿Cómo se formó nuestro planeta? ¿Qué podemos decir sobre el origen de la vida? ¿Por qué leyes se rige la evolución? ¿De dónde viene el hombre? ¿Cuál es su lugar en la naturaleza? Hoy estas preguntas no son sólo filosóficas. Aunque las explicaciones sean difíciles, caen plenamente en el ámbito de la ciencia. Han captado el interés de los filósofos y de los científicos durante siglos y las innumerables polémicas que han desatado perduran hasta el día de hoy. No seré tan ingenuo como para pretender darles una respuesta definitiva. Pero sí creo necesario abrir decididamente nuevas vías de pensamiento que nos permitan contemplarlas bajo una nueva luz.

1. MÁS ACÁ DE LA MATERIA

«El átomo, la energía, la fuerza y la materia son en realidad conceptos auxiliares que hemos inventado para poder hacer afirmaciones sobre las percepciones sensoriales de un modo más simple y sinóptico.»

ERNST MACH

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES

«En general la naturaleza ofrece pruebas acordes con las preguntas que hacemos” nos dice C. Sinclair Lewis.1 Me atrevo a añadir que las preguntas que hacemos, así como las respuestas que estamos dispuestos a aceptar, reflejan nuestro temple mental, nuestro paradigma personal, nuestro prejuicio metafísico. La época actual tiende a desechar las imágenes de otras épocas, no porque los nuevos descubrimientos que ha realizado las invaliden, sino porque tenemos otras prioridades y otros interrogantes, los cuales reflejan un cambio de la psique, un estado mental distinto.

Hoy nos hemos acostumbrado a creer que los antiguos tenían ideas primitivas e infantiles sobre la naturaleza de la materia. Por otra parte nos sentimos particularmente orgullosos de que la cultura y la ciencia contemporáneas hayan avanzado tanto en este campo y estamos firmemente convencidos de que nuestra tecnología es superior a cualquier otra del pasado.

Pero cualquiera que haga un estudio serio de las civilizaciones antiguas basándose en sus escritos, pinturas, esculturas y monumentos, se maravillará de su caudal de sabiduría y habilidad.

Tomemos por ejemplo las pirámides y los templos egipcios. Su estudio ha revelado, además de obvios méritos artísticos, tales maravillas de capacidad matemática y técnica, que es imposible decir que sus creadores fueran primitivos o infantiles. Las pirámides, las estatuas y las columnas de los templos están construidas con sólidos bloques de granito que alcanzan las veinticinco toneladas. A la ingeniería moderna, con toda su compleja maquinaria, no le sería nada fácil manejar o transportar esos bloques gigantescos. Y lo asombroso es que no hay canteras de granito cerca de la gran pirámide y de los templos. La más cercana está en Assuán, unos 800 km Nilo arriba. Nos estremecemos al imaginar cómo los bloques de piedra fueron transportados desde esa distancia y colocados en su emplazamiento definitivo. No menos enigmática resulta la reciente teoría de algunos geólogos y egiptólogos, que tras detallados análisis cristalográficos del granito de los bloques de la gran pirámide de Kheops, plantean que podrían haber sido fabricados artificialmente in situ, al pie de las pirámides, con técnicas totalmente desconocidas por nosotros. Por otra parte, los nítidos cortes que aún se pueden observar sobre la roca durísima de las canteras de Assuán no se pueden explicar con ninguna tecnología conocida.

¿No apunta todo esto a que los egipcios tenían facultades y conocimientos que nosotros hemos perdido? ¿No se vislumbran amplias razones para revisar nuestra creencia de que el ser humano antiguo estaba en una primitiva condición casi animal o infantil y que su progreso se ha realizado en todos y cada uno de los aspectos de su persona hasta alcanzar las alturas de nuestra presente era científica? ¿Es realmente tan ingenuo plantear que los pueblos antiguos poseían poderes de la psique que por evolución hemos perdido y que quizás podríamos recuperar con el uso correcto de nuestra facultad de pensar? Adoptaremos esta hipótesis de entrada para plantear una visión más abarcante de la historia de las culturas.

La paleoantropología ha probado, estudiando los restos de su cultura, que los hombres del final de la Era Glacial debían tener una conciencia totalmente distinta de la nuestra. Indudablemente, les faltaba la capacidad intelectual que se refleja en nuestros actuales logros tecnológicos, pero los monumentos megalíticos y el arte que nos han dejado parecen indicar que ellos podían percibir un mundo de fuerzas cósmicas que veneraban como divino.

Siendo sinceros, ¿porqué no plantear que quizás ese mundo continúa ahí, pero nosotros lo llamamos suprasensible o paranormal por la sencilla razón de que no lo percibimos con nuestros sentidos ordinarios y por lo tanto somos inconscientes de él?.

En la época anterior a la escritura de los Vedas, los primitivos arios trajeron el primer impulso cultural del neolítico desde las montañas del Asia central hasta el valle del Indo. Si hacemos caso a los escritos y a las obras de arte de la cultura hindú, el mundo suprasensible y sus habitantes, los dioses, eran percibidos por la gente de aquel período como lo son los objetos del mundo físico para nosotros. Pero, curiosamente, si los reinos del puro espíritu lo eran todo, la Tierra y el mundo material eran percibidos como un aspecto insignificante de la creación y considerados casi irreales, es decir, una ilusión o Maya.

Los historiadores y arqueólogos descubren en los períodos de cultura posteriores un interés creciente hacia la tierra y el medio natural. El ser humano parece descender paso a paso hacia la percepción y la consideración de la materia. Las primitivas civilizaciones enclavadas en el territorio que va desde el norte de Grecia al actual Irán se avanzaron al desarrollar a fondo la ganadería y al cultivar intensivamente las tierras. ¿Hay que suponer que aquellos hombres poseían el conocimiento y el dominio de lo que hemos llamado fuerzas cósmicas y que esto fue lo que les permitió literalmente crear, a partir de especies silvestres, los cereales y muchas de las plantas y árboles agrícolas que hoy disfrutamos? Sea como sea, deberíamos reconocer que todo esto ha supuesto logros mayores para la humanidad que las manipulaciones en gran parte arbitrarias de nuestros ingenieros genéticos.

Pero los datos que nos aportan los estudiosos de las culturas antiguas nos dicen que a medida que el interés hacia los asuntos terrestres crecía, el contacto directo con el mundo divino-cósmico se desvanecía. Comenzaba el crepúsculo de los dioses, esa separación entre la conciencia humana y la conciencia divina tan bien representada en las leyendas de los nibelungos y que Richard Wagner llevó a la escena operística.

En la cultura egipcia solamente unos pocos elegidos, los faraones y los sacerdotes, eran aún capaces de recibir iluminación desde el mundo suprasensible y transmutarla en acción terrena, en la administración política y económica del pueblo. Parece que las capacidades para hacer eso eran cuidadosamente planificadas por los sacerdotes. Se regulaba según los astros el momento del nacimiento del futuro sacerdote o del futuro faraón y desde niño se le sometía a especiales medidas de educación y a rigurosos aprendizajes en centros secretos, conocidos en la historia como “escuelas de los misterios”.

Esta evolución, que supone un proceso de aislamiento progresivo de la conciencia humana, parece avanzar durante el período griego, de modo que la percepción espiritual directa se hace cada vez más difícil, incluso entre los personajes considerados iniciados. Pronto sólo quedaron las ensoñaciones adivinatorias que las sibilas o pitonisas conseguían en estado de trance. Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina a cinco de las sibilas más famosas de la antigüedad. Cada una es conocida por el santuario u oráculo donde residía: Delfos, Cumas, Eritrea, Persia y Libia. Está documentado que los reyes acudieron durante muchos años a esos lugares en busca de consejo.

En el imperio romano esta percepción que hoy llamaríamos paranormal parece oscurecerse todavía más y la encontramos degenerada por la ambición de poder en la persona de los emperadores que se consideraban a sí mismos dioses pero que han pasado a la historia como locos (Tiberio, Nerón, Calígula…).

Hoy, después de dos milenios, el contacto directo con el mundo espiritual parece estar perdido casi totalmente. Todo lo que queda de ello es una oscura aunque valiosa memoria, que ha quedado registrada en escritos religiosos, mitos, sagas, cuentos de hadas y relatos de sueños, y que, además, apenas sabemos interpretar.

Al revisar estos grandes desarrollos se observa que las fuerzas reconocidas en la antigüedad como divinas se aproximaban al hombre desde fuera, desde las alturas cósmicas, y que se las obedecía sin cuestionar. ¿Es aventurado decir que esas fuerzas han podido transformarse en facultades que hoy llevamos dentro, poderes desarrollados y guiados por nuestra propia iniciativa y nuestro juicio independiente?

Así, la capacidad de pensar, la autoconciencia y la libertad individual, tan apreciadas por nosotros, serían frutos adquiridos a costa de sacrificar la sabiduría y la clarividencia primitivas. Este paso puede verse ilustrado en los clásicos griegos: la gran diferencia entre héroes todavía guiados por los dioses como Aquiles en La Ilíada de Homero y hombres ya enfrentados con su propia conciencia como Orestes en la tragedia del mismo nombre de Eurípides.

Aunque este gran cambio de conciencia no ocurrió al mismo tiempo en todos los lugares del mundo. Grecia se destacó en primer lugar y Platón, que todavía experimentaba sus ideas como visiones espirituales, puede ser considerado como el último iniciado de la Antigüedad.

Desde los filósofos presocráticos, los elementos fuego, aire, agua y tierra eran considerados como las fases o piedras miliares del gran proceso de la evolución. Para todas las filosofías y cosmologías antiguas, la ordenación gradual de estas fases ha de verificarse desde lo más espiritual a lo más material, pues la creación es considerada en realidad una involución, una materialización.

Aristóteles se dedicó a vaciar esta sabiduría antigua, de la que en su época ya sólo quedaban fragmentos, en el molde mental recién adquirido de la lógica. Siguiendo esta clave, comprenderemos que en sus enseñanzas, en particular en su doctrina sobre los elementos, cuando habla del elemento aire no se refiere sólo a la mezcla de oxígeno, nitrógeno y otros gases: su concepto es mucho más amplio e incluye las fuerzas activas que originaron los elementos gaseosos. Cuando habla del agua no se está refiriendo al H2O de la química moderna, sino a una de las fases de la creación material, el elemento fluido y todo lo que contiene, incluida la actividad química.

Las doctrinas de Aristóteles, en gran parte reinterpretadas por los filósofos y científicos árabes que las llevaron a Europa a través de España, fueron la base del conocimiento hasta el final de la Edad Media, aunque cada vez menos vivas y más materializadas. La visión aristotélica, aún llena de vida, tuvo que ser sacrificada en el milenio siguiente por la visión más abstracta de la ciencia, que permitió al pensamiento convertirse en una facultad independiente, libre de la influencia del conocimiento cósmico visionario de los antiguos.

ENTRANDO EN MATERIA

El conocimiento de la materia ha aumentado increíblemente en los últimos siglos. Podemos preguntarnos cuál es la causa de este alud de progresos en las ciencias físicas. Si pasamos revista a celebridades como Lavoisier, Berzelius, Avogadro, Liebig o Wöhler, vemos que los problemas de la materia nunca habían sido estudiados con tanto poder de observación y de lógica. Esta sorprendente situación parece deberse a que la humanidad alcanzó un nuevo nivel de conciencia. El amanecer de este cambio de perspectiva comenzó en los siglos XVI y XVII en las personas de Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630), Robert Boyle (1627-1691) e Isaac Newton (1642-1727).

Según Boyle dos eran los principios de la filosofía mecánica: materia y movimiento. Los dos principios estaban naturalmente instalados dentro de un espacio absoluto, el espacio definido por Euclides, y de un tiempo asimismo absoluto. Estos presupuestos facilitaron que las cualidades de la naturaleza fueran descritas en términos matemáticos. Descartes aplicó esta filosofía para entender los fenómenos biológicos. Nació el concepto de cuerpo-máquina, ubicado en las leyes del espacio euclidiano.

Un énfasis cuantitativo se apoderó crecientemente de la ciencia, y la investigación experimental se fue limitando cada vez más al número, es decir, al pesar, medir y contar. Lo paradójico es que, aunque se suponía que las conclusiones sacadas a partir de los hechos experimentales no debían permitir al científico escaparse del reino de lo concreto y lo visible, de hecho fueron creciendo las teorías y las hipótesis que no pueden ser probadas físicamente. El resultado ha sido una visión cuantitativa y mecanicista del mundo natural que, al estar basada en una lógica y en unas hipótesis parciales, no puede responder a las preguntas esenciales. Las investigaciones de Haeckel y las explicaciones de Darwin sobre la evolución se encuadran exactamente en esta imagen del mundo.

El estímulo para desarrollar una imagen de la materia como constituida de partículas discretas y muy pequeñas, las moléculas, y éstas a su vez de átomos, proviene del descubrimiento que hizo Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794): el peso total de las sustancias que intervienen en una reacción química permanece inalterado después de haber reaccionado. Por otra parte, la teoría de la estructura atomística de la materia la estableció John Dalton (1766-1844) como una pura hipótesis de trabajo para dar una explicación simple a los fenómenos que había observado.

La hipótesis de que todos los gases están hechos de pequeñas e indivisibles unidades llamadas átomos, colocó a la química en el ámbito de la mecánica clásica. La mentalidad de la época adoptó rápidamente esa hipótesis, aunque los verdaderos genios de la química, como el sueco Jons Jacob Berzelius (1779-1848) y el italiano Stanislao Cannizarro (1826-1910), se esforzaron para protegerse a sí mismos y a sus discípulos de que los átomos, que no eran más que una simple ayuda conceptual, no adquirieran en sus mentes la categoría de entidades físicas reales. A pesar de esos esfuerzos, el pensamiento científico del siglo XIX no tardó en imaginarse el átomo como una realidad material y compacta, una especie de pequeñísima bola de billar.

La ley de la conservación de la materia (nada se pierde, nada se crea, todo se transforma), formulada a finales del siglo XVIII por Lavoisier, es aún considerada como una de las leyes más fundamentales de la naturaleza. Pero, ¿en qué hechos se basa esta suposición?

Amedeo Avogadro (1776-1856) descubrió que el hidrógeno y el oxígeno se combinan siempre en la misma proporción. Dos volúmenes de hidrógeno reaccionan con un volumen de oxígeno dando lugar a un volumen de vapor de agua. Las cantidades de hidrógeno y de oxígeno que excedan de esta proporción quedan sin reaccionar. Puesto que dos litros de hidrógeno pesan 0,18 gramos y un litro de oxígeno pesa 1,43 gramos (aproximadamente, 8 veces más), se pudo decir también que 2 gramos de hidrógeno se combinan con 16 gramos de oxígeno para dar 18 gramos de agua. Estas simples proporciones de peso acabaron siendo denominadas por comodidad pesos atómicos y pesos moleculares y esto prestó al átomo una especie de existencia permanente. La ley dinámica y musical de Avogadro se convirtió en una concepción espaciomaterial, en la que el mundo está compuesto de átomos. Lo que comenzó siendo una relación numérica, acabó siendo una imagen fija y estática de partículas materiales que finalmente la física cuántica ha puesto seriamente en cuestión.

Durante los últimos siglos ha sido una rutina pensar sobre la materia en términos de estructura atómica. El punto de vista dominante es que la materia está formada de átomos y se asume que los átomos y las partículas subatómicas son eternos. La popularización de estas teorías y conclusiones dio lugar a una concepción del mundo basada en la supuesta indestructibilidad de la materia.

Las investigaciones sobre el cosmos se edificaron también sobre el mismo supuesto e Immanuel Kant (1724-1804) y Pierre Simon Laplace (1749-1827) propusieron su teoría de la nebulosa inicial compuesta de materia primigenia. Se supuso que esta nebulosa debía contener todos los átomos que componen la Tierra y el universo actuales. Esta teoría se ha introducido en todas partes, ha penetrado todo el mundo civilizado y está simplemente ahí, como si fuera una realidad. Intenta explicar cómo el universo, que ya no es considerado un ente vivo, ha nacido del azar y de lo inerte. La teoría del Big Bang sigue apuntando en la misma dirección y deja aún en completa oscuridad la causa y las circunstancias de la explosión original.

El pensamiento dominante en el campo de la biología no ha considerado problemáticas estas concepciones, a pesar de que se han presentado evidentes dificultades para explicar cómo pudo surgir la vida de un Cosmos tan inerte como ése. Sin ninguna base experimental se avanzaron varias hipótesis y se llegó al consenso de que la vida debió resultar de una casual, aunque muy compleja combinación de átomos.

Según Ernst Haeckel (1834-1919) y Charles Darwin (1809-1882), la vida así originada avanzó y se desarrolló también al azar, adquiriendo nuevas formas hasta llegar a crear un sistema nervioso y un cerebro, órganos capaces de producir las funciones psíquicas o mentales.

Pero estas ideas no se han limitado a los científicos; con el tiempo se han popularizado, de modo que hoy cualquier lego puede imaginarse un universo supuestamente construido por materia preexistente.

La primera grieta que se formó en este muro, al parecer infranqueable, levantado en torno al átomo, fue el descubrimiento de la radiactividad, que mostraba que unos veinte elementos químicos podían transmutarse en algo distinto, sin acatar la ley de la conservación de la materia. Así, por ejemplo, el radio se desintegra en plomo, helio y otras sustancias, además de desprender luz, calor y rayos alfa, beta y gamma.

Ernest Rutherford (1871-1957), el físico británico que formuló la primera teoría de la estructura del átomo, mostró en 1919 cómo podían transmutarse los elementos bombardeándolos con partículas alfa (átomos de helio sin sus electrones), práctica que se ha perpetuado hasta hoy día con una artillería cada vez más pesada en los modernos aceleradores de partículas.

La teoría de la electrodinámica cuántica, que describe todas las interacciones electromagnéticas entre las partículas subatómicas define a éstas como meras condensaciones probabilísticas del campo electromagnético. En palabras de Albert Einstein (1879-1955): «Podemos por lo tanto considerar a la materia como constituida por las regiones del espacio en las que el campo es extremadamente intenso… No hay lugar en esta nueva física para el campo y para la materia, pues el campo es la única realidad».

También Bernhart Bavink (1871-1947) se refiere al conflicto entre los corpúsculos materiales y los cuanta inmateriales de luz y escribe: «En el fondo, los corpúsculos materiales y los cuanta de luz son, en el campo, exactamente lo mismo: simplemente dos modalidades distintas del efecto en que se manifiesta un mismo algo. De ahí que hoy día todos los físicos están virtualmente convencidos de que lo uno puede pasar a ser lo otro, así como que esta transición tiene efectivamente lugar en el interior de las estrellas. La ininterrumpida generación de materia nueva podría estar en alguna relación con las inmensas energías de la radiación cósmica. Por lo tanto, si el concepto de sustancia ha de conservar algún sentido, hay que transferirlo a la única magnitud que propiamente existe: los discretos cuanta efectivos».2

El libro Physics and Philosophy del astrónomo y físico sir James Hopwood Jeans (1887-1946) contiene la siguiente opinión:«El que a los remanentes fantasmales de la materia se les ponga la etiqueta como materia o se les dé cualquier otro nombre es simple cuestión semántica. La física cuántica no es del todo adversa a un idealismo objetivo similar al que profesaba Hegel».3

Aseveraciones como éstas indican hasta qué punto la pretendida consistencia de la materia se disuelve en campos de fuerza realmente inasequibles. Parece como si, para los físicos cuánticos, la misma materia se hubiese desmaterializado.

En la actualidad se propone a los quarks como los componentes fundamentales de la materia y se han determinado los cuatro tipos de fuerza que los unen. Aun después de la reciente detección del último de ellos, el quark top, en un laboratorio de física de partículas de Chicago, la provisionalidad del esquema actual se refleja en las siguientes palabras de uno de sus descubridores: «Los quarks se muestran como elementales al nivel actual de resolución en los aceleradores, que es de 10-16 cm. No obstante, conviene recordar que cada vez que ha aumentado el poder de resolución de la instrumentación experimental, la materia ha mostrado una nueva estructura interna aún desconocida».

Un científico de hoy, si pretende ejercitar un pensamiento exacto y correcto, no puede ni siquiera preguntarse por la realidad del átomo, ni por su naturaleza. Se considera satisfecho si, asumiéndolo, puede predecir correctamente los eventos físicos que estudia. Solamente en este sentido el átomo es una realidad para él.

Como se ve, nuestra percepción de la materia ha cambiado notablemente con el transcurso de los siglos y el hecho es que hoy su verdadera naturaleza sigue siendo un enigma. El cambio de visión, no sólo sobre la materia, sino sobre muchos otros aspectos de la naturaleza es un dato inequívoco y ha de corresponder, sin duda, a una nueva fase en la evolución de la conciencia de la humanidad. El ser humano evoluciona biológicamente, pero parece evolucionar más rápidamente en sus ideas y en la imagen que se forma del mundo.

Este hecho no es suficientemente valorado por algunos científicos y eso hace que se aferren a imágenes del mundo ya superadas, como la imagen atomista o la imagen de causa y efecto de la mecánica de Newton. El biólogo Günther Wachsmuth observa: «Es asombroso que mientras que la física moderna, por ejemplo, la teoría cuántica de Planck, Schrödinger y Heisenberg, y otras ideas sobre la naturaleza de la materia (la sustancialidad física que constituiría los mundos orgánico e inorgánico), se han transformado casi completamente en los años recientes, los biólogos, los zoólogos y otros investigadores de las ciencias de la vida siguen trabajando conceptualmente con una materia que de hecho ha dejado de existir en esa forma para los físicos».4

John Mc Fadden, profesor de Biología Molecular en la Universidad de Surrey, ha declarado recientemente: «La vida es un fenómeno extraordinario, cuya existencia y cuyo origen requieren una explicación extraordinaria. Los organismos vivos están controlados por una sola molécula: ADN. Pero el estudio de la física nos dice que el comportamiento de las moléculas no se rige por las leyes clásicas, sino por las extrañas leyes de la mecánica cuántica. Las implicaciones que esto tiene para la biología no han sido nunca exploradas».5

Algunos biólogos están bien informados pero, al ser incapaces de emprender la revolución necesaria, adoptan un relativismo radical. Para ellos todo conocimiento es convencional y preguntar por la naturaleza de la materia o de la vida no es más que un juego social. En principio, esta labor de deconstrucción sería útil si sirviera para desmontar la autocomplacencia de la ciencia. Pero al final no se ofrece nada en su lugar, siendo el resultado de la deconstrucción un montón de ruinas desorganizadas. Para los que siguen esta corriente nihilista el cambio evolutivo existe, pero la misma evolución no tiene sentido, es un azar. En esta situación encontramos, paradójicamente, a la práctica totalidad de los biólogos que siguen el modelo neodarwinista de la evolución.

Hay otra vía que, por ser la más exigente, rara vez se sigue. Se requiere una concepción de la materia, de nosotros mismos y de la naturaleza en general, que ve mayor riqueza y profundidad de las que permite el paradigma mecanicista. Goethe, entre otros, luchó y se movió en dicha concepción, descubriendo un nuevo modo de observar los fenómenos de la naturaleza, en el cual lo físico puede abrirse a lo suprafísico. Su respuesta al nihilismo actual en el campo de la ciencia habría sido la misma que ya dio a Hegel y a los lectores de sus obras científicas: «Aferraos a los fenómenos. Si los sabéis ver, si sabéis aplicarles conceptos que congenien con su naturaleza, se convertirán ellos mismos en la teoría».

Descubrir los aspectos de la verdad que la ciencia moderna ha perdido e intentar recuperar la sabiduría antigua en su vieja forma sería imposible sin recurrir a una forma de fe. Y el espíritu de los tiempos requiere que el conocimiento ocupe el lugar de la fe. ¿Hay pues algún medio moderno por el que la verdad contenida en los mitos antiguos pueda hacerse asequible a la ciencia? ¿Es posible alcanzar la certeza de que la realidad contiene otras dimensiones que no perciben los sentidos físicos y hacerlo de manera que pueda satisfacer a una conciencia científica?

Hemos planteado la posibilidad de que las facultades clarividentes que permitían al hombre de la antigüedad obtener conocimiento de otras dimensiones se hayan transformado en la capacidad intelectual del hombre moderno. Si esto fuera así, ¿el desarrollo de este intelecto crítico significa que la evolución mental humana ha llegado a su fin? ¿O es más bien el modesto inicio de una nueva era? Aceptando que las fuerzas macrocósmicas que antaño dirigieron al hombre desde el exterior han dado paso a fuerzas que se despiertan en nuestro interior, no podríamos excluir que en una nueva transformación las semillas de nuevas facultades estén a punto de germinar.

Si queremos saber la causa de la sonrisa de un amigo, seguro que parecerá extravagante e inútil tomar su presión sanguínea o hacerle un electroencefalograma. Pero lo averiguaremos inmediatamente si observamos su rostro con sensibilidad y empatía. Éste es el camino de Goethe en relación a la naturaleza, su poder de juzgar por la mirada. Esta actitud supone una gran exigencia para el investigador: no partir de hipótesis previas, sino dejar que los fenómenos mismos muestren la teoría.

Algo que siempre fue conocido en el ambiente cultural germánico se ha ido abriendo paso últimamente en círculos científicos del mundo cada vez más amplios: Johann Wolfgang von Goethe (Francfort del Main, 28/8/1749-Weimar, 22/3/1832) no fue solamente un genio literario, pues su modo de pensar basado en la observación atenta de la realidad, más que en abstracciones o hipótesis, condujo a visiones completamente nuevas de la naturaleza. De hecho dedicó muchos años de su vida (desde 1777 hasta su muerte) a la investigación científica. Sus trabajos e ideas se extendieron a campos tan diversos como la geología, la meteorología, la osteología, la botánica y el desarrollo de las plantas, la morfología, la embriología y la naturaleza de la luz y del color. En su época, su teoría ondulatoria de la luz perdió la partida contra la teoría corpuscular de Newton. Hoy tenemos desde luego ambas teorías gracias a la física cuántica, pero esto sucede después de un largo viaje a través del mecanicismo reduccionista.

En el sistema goetheano se defiende que el investigador llegue a poder juzgar a partir de la observación y a poder ver el fenómeno particular ligado a la globalidad. Goethe, como pensador dinámico, mueve siempre su pensamiento entre polaridades y metamorfosis; y en este sentido es el primero en usar como herramienta de conocimiento la polaridad esencial que se encuentra en todos los fenómenos de la naturaleza: luz-oscuridad en su obra La teoría de los colores y expansión-contracción o vida-materia, en su obra La metamorfosis de las Plantas.

Recientemente, algunos físicos como Fritjof Capra, volviendo sus ojos a Oriente, han caído en la cuenta del paralelismo entre el extravagante comportamiento de la materia a nivel subatómico y las filosofías orientales del Tao, desconociendo que están basadas en la misma ley de la polaridad que consideraba Goethe.

La aportación más interesante de Goethe es su modo particular de hacer ciencia, porque es opuesto al paradigma mecanicista y reduccionista de Newton y de Laplace. Es fundamental su insistencia en que el científico no es un observador pasivo de un universo externo, sino que está comprometido en una relación recíproca y participativa con la naturaleza y por ello el observador es capaz de interactuar con lo observado. Como comentaremos en el último capítulo del libro, a una conclusión parecida han llegado un siglo más tarde los físicos cuánticos.

En sus obras científicas, Goethe apunta a la emergencia de nuevas facultades humanas de observación y probablemente por eso fueron incomprendidas en su época. A pesar de que la corriente de biólogos y naturalistas que se inicia con la obra científica de Goethe haya sido minoritaria desde el siglo XIX, ha llegado hasta nuestros días, mayormente con científicos de lengua alemana e inglesa, entre los que destacan Ernst Lehrs, Hermann Poppelbaum, Adolf Portmann, George Adams, Theodor Schwenk, Lawrence Edwards y Arthur Zajonc, entre otros.*

ALQUIMISTAS EN EL JARDÍN
O LAS PLANTAS CONTRA LAVOISIER

En la química ortodoxa, uno de los principios más arraigados es el de la conservación de la materia, que estableció Lavoisier: «La materia no se crea ni se destruye, sólo puede transformarse». De él se deduce que no es posible crear un elemento nuevo a partir de una reacción química. La mayoría de los químicos también insisten en que todas las reacciones en los sistemas vivos son de naturaleza química. Como consecuencia, creen firmemente en un dogma: la química puede y debe explicar todos los fenómenos de la misma vida. Y sin embargo, ¡hay una serie de experiencias históricas que se enfrentan decididamente al dogma!

En 1799, Louis Nicolas Vauquelin, gran químico contemporáneo de Lavoisier, estaba intrigado por la gran cantidad de calcio que las gallinas excretan cada día. Aisló una gallina y la alimentó con avena cuyo contenido de óxido de calcio había medido. Vauquelin analizó los huevos y las heces y encontró que se había excretado cinco veces más calcio del que se había consumido. Concluyó que aquel calcio había sido creado, pero no pudo averiguar cómo había sucedido.

En 1882, el filósofo Wilhelm Heinrich Preuss, en su libro Geist und Stoff (Mente y materia), menciona las experiencias del barón Albrecht von Herzeele, de Hannover. Éste, en su obra El origen de las sustancias inorgánicas, publicada en 1883, parece ofrecer la prueba experimental de que las plantas, en lugar de limitarse a absorber materia de la tierra y del aire, están constantemente creándola.

Más de quinientos análisis, realizados entre 1875 y 1883, demostraban el aumento del contenido de potasio, magnesio, fósforo, calcio y azufre en las semillas germinadas en agua destilada. Durante los experimentos las semillas fueron colocadas en recipientes de porcelana y cubiertas con campanas de vidrio equipadas con filtros para impedir el paso del polvo.

La ley de la conservación de la materia de Lavoisier hacía esperar que se encontraría exactamente el mismo contenido de minerales en las plantas cultivadas en agua destilada que en las semillas de las que se partía. Pero los análisis de Herzeele indicaban un aumento claro, no sólo del peso total de la ceniza mineral, sino de cada uno de sus componentes.

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