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MISERERE

Manuel Sosa

MISERERE

{Colección sístole}

Primera edición, enero 2017

© Manuel Sosa, 2017

© Esdrújula Ediciones, 2017

ESDRÚJULA EDICIONES

Calle Martín Bohórquez 23. Local 5, 18005 Granada

www.esdrujula.es

info@esdrujula.es

Edición a cargo de

Víctor Miguel Gallardo Barragán y Mariana Lozano Ortiz

Diseño de cubierta: PerroRaro

Impresión: Ulzama

«Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el Código Penal vigente del Estado Español, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística, o científica, fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.»

Depósito legal: GR 292-2017

ISBN: 978-84-17042-02-8

Impreso en España· Printed in Spain

Capítulo I

En otro Génesis olvidaron que Dios creó a los padres con cenizas de sus hijos. Con esas palabras se perdió la escritura de otro modo o discurrir del tiempo, de otro sol, de otra luna, otro reloj de arena bajo otras leyes que sí perduran en este cielo de invierno, en el dorso de los ojos, en la estirpe nacida a oriente del Edén. ¿Quién de todos esconde esa herencia? ¿Quién procede de aquel semen, de aquella tierra de fugitivos? ¿Qué rostro lleva una señal para no ser muerto, pero sí siete veces vengado?

Cualquiera de nosotros. Cualquiera de los que duermen, adolecen o despiertan; cualquiera de los que por prisa o congoja ignoran que hoy volverá a amanecer. Por Madrid y el fin de la madrugada bullen sequías, lenguas y genes que pudieran portar esas cenizas previas a la muerte. Es abrir y cerrar heridas lo que genera en los hombres el tiempo, acero y sutura rigen la sangre o la tinta de oraciones olvidadas y proscritas. Sentado en su coche y sobre los siete pecados, aguarda uno de los que no pueden ser matados: Horacio Misericordia.

También padece de sueño y unión: una cicatriz sella dos pasados en su rostro. Del contacto retira la llave. La rúbrica del limpiaparabrisas en los cristales arrebató a la escarcha ese dominio, sin embargo, la cabina y la calefacción siguen siendo leales a la helada que febrero utiliza para reclutar la tristeza. Misericordia no se observa allí reflejado: las ojeras, la barba entrecana y deslavazada, todos los años transcurridos a los que el cristal responde con vaho y presente.

Las callejas de Lavapiés se desperezan con repartos de carne halal y fruta, persianas que se elevan, viandantes con bufanda, velo o aso-oke africano. Sentados en los bancos de la plaza, jóvenes cuya piel parece labrada en un duramen de ébano escudriñan un vehículo de la Policía Nacional. Misericordia enciende un cigarrillo, contempla la alerta que produce en el barrio la esgrima de luces, sombras y farolas pisoteadas por un agente abandonando el 32 de la calle del Amparo. Mira al recién llegado con la misma indiferencia de este sobre él y de su silencio mutuo. Pese al desdén del policía, Horacio Misericordia accede al vestíbulo, húmedo y angosto como la boca de un perro.

Voces, pasos nadan boca abajo por la escalera, alguna ráfaga de linterna muestra las telarañas de paredes y barandillas. El fumador sube despacio: peldaño a peldaño, rellano a rellano, su resuello se vuelve áspero y pesado, mas un caminar elástico y una luz halógena llegan hasta él. Tras ese foco deslumbrándole, otro policía esconde la piel de gallina bajo el uniforme.

—No hay luz en todo el edificio —miles de pecas en su tez—. Llevamos horas esperándolo —toma del suelo el maletín de Misericordia.

—Deja —dice arrebatándoselo de las manos—. Cada cosa tiene su tiempo y más a las siete de la mañana. Tú, ve alumbrando.

Con un giro lleno de soberbia, el agente pelirrojo obedece sumando la linterna en su mano y la sombra en su espalda al retablo lóbrego de la escalera. Tres mirillas observan el rellano del último piso, una cuarta está cerrada en una puerta abierta de la que mana una claridad que se derrama en el enlosado. Bajo la mirada del uniformado, Misericordia pisotea su propia colilla extirpando el punto más radiante en las vísceras del edificio.

Un lujo cálido y sorpresivo es violentado por la presencia policial entre la penumbra. Una cama bajo el albor gélido de dos focos separa la indiferencia de dos varones que mal llevan traje y corbata. Ambos se hallan sentados sobre grandes maletas: uno sonrosado y horondo retira el sudor de su frente y la vista del recién llegado, el segundo, gris y funcionarial, manosea con guantes de látex su teléfono móvil. Bolsos inmensos del Ministerio del Interior y una sábana blanca sobre el lecho invaden el confort minimalista que debió precederlos: paredes desnudas, una vitrina vacía, otra con libros de Física, Electricidad, Álgebra... Con indolencia, los dos hombres de traje se levantan. Un dibujo circular de Cristo parece velar la estancia en un bosquejo rabioso sobre el cabecero. El de gruesa cintura y mejillas de holgazán sigue con su mirada la de Misericordia sobre ese pergamino añoso. No agoniza el crucificado, ya ha fallecido. Su cuerpo, representado por una centena de trazos a carboncillo, se deforma sostenido por los tres clavos de la pasión y el daño que el envejecimiento le ha infringido. Ahí es un dios pequeño y sufriente, impotente ante el tamaño de la cruz y la tenacidad del hierro. Aunque su compañero gris parece desaprobarlo con el rostro, el policía orondo llega hasta el fumador con la mano tendida.

—Cuánto tiempo, Horacio.

—Sí. Mucho —responde este con un débil apretón de manos. Sigue sondeando el extraño cuadro.

—Casi desde la facultad —el obeso añade que se enteró de que a Mercedes le pasó lo de Carmen—. Lo siento —y se aplasta la corbata al preguntarle cómo está.

—¿Tú qué crees, Tabárez?

—No pretendo creer nada.

—Entonces ya somos dos. ¿Dónde está el forense?

—Misericordia, llevamos dos horas esperándote para levantar el cuerpo.

—¿Y qué? —para cuestionar también si los recortes del ministerio se han llevado a la Policía Científica y al forense con su secretario.

—Es una maldita sobredosis —dice el llamado Tabárez incluyendo en la mirada a sus dos compañeros y que amanecieron tres colombianos muertos en la Cañada Real, que no les joda ni les haga perder más el tiempo.

—Una sobredosis de la que se encarga todo un comisario —Misericordia deja caer su maletín sosteniendo que, por cierto, Tabárez, felicidades por tu ascenso. El pelirrojo y el inspector, que parece un funcionario de ventanilla, murmuran entre sí.

—Gracias.

—En serio, felicidades. Has sabido servir como les gusta.

—Basta ya —exhorta Tabárez, cerrando los puños y sin mirarlo, a que empiece con la diligencia, que se quieren llevar el cuerpo de una vez.

—Si solo digo que te tomas muy en serio esta responsabilidad —afirma alzando la barbilla, también que, comisario... es lo que en Derecho siempre quisiste ser.

—Y tú juez —la placa le brilla en el cinturón—, un juez ecuánime y renovador.

—Así es.

—Pues deje entonces de jodernos —suelta el agente desgarbado y pecoso.

Su superior lo calla apaciguándolo con las manos. Luego se vuelve hacia Misericordia y le acusa de haber echado abajo meses de trabajo, que si no le da vergüenza haber dejado libres a dos tíos así. Si sabe que se marcharon a Jamaica, el inspector con guantes de látex.

—Tabárez, no hurgues más en aquello. El pinchazo a Noriega no estuvo autorizado —Horacio carraspea y concluye que lo siente, pero que tuvo que invalidar esa prueba.

—Muchos no opinan así —contesta Tabárez.

—Los mismos fiscales que se olvidaron de firmar esa escucha.

—Las asociaciones de jueces son las que piden tu inhabilitación.

—Y tu incompetencia la que volvió inocentes a esos malnacidos.

—¿Por eso es a ti a quien llaman corrupto? —le inquiere el comisario mientras vuelve a sosegar a sus subalternos.

—Contigo usan lo de hombre del partido —dice Misericordia.

—Somos policías, alguien en este puto país tendrá que ser leal a la ley y al Gobierno —para después añadir que ya ni siquiera los jueces lo son.

—Alguien con dos causas por prevaricación no debería seguir siendo juez —vuelve el pelirrojo a interrumpir.

—Horacio, podrías haber llegado tan lejos —los ojillos embuchados de Tabárez recorren su figura—, lo tenías todo: la inteligencia, la visión, hasta los contactos en el Tribunal Supremo.

—Tan lejos que ahora estoy en Lavapiés con un cadáver para desayunar y la Nacional cagándose en mi madre —se aparta para abrir el maletín y que empiecen de una vez con la diligencia, murmura.

—¿A que no sabíais que nuestro querido juez de guardia estuvo a punto de ser magistrado? —el gordo sonríe afirmando que nadie sabe qué le impidió lograrlo. Se da media vuelta y continúa diciendo que en fin, que acabarán rápido, y reparte órdenes a los otros dos.

El fumador revuelve documentos y comienza a consignarlos. Sus manos ásperas contradicen su caligrafía romántica y resuelta.

—Por la decoración de la casa es mujer, joven —carraspea y prosigue que será blanca y española por los libros y que, como no hay fotos, soltera y sin hijos—. Dime su nombre.

—¿Y el cuerpo?

—Tabárez, ya he visto tantos que prefiero la burocracia —y evidencia los papeles insistiendo en cómo se llama.

—No lo sabemos —determina el comisario. La humedad cerca el cuello de su camisa.

—No me jodas, ¿está en su casa y no tiene identificación?

—Quizá no viva aquí, su nombre no aparece por ningún lado —y que es otro caso de heroína, que hasta la autopsia no hay mucho que investigar, para con la cabeza señalar el lecho iluminado con dureza.

—¿Sobredosis? —el juez sostiene que no es normal en una casa así.

—Lo que es, es muy sencillo y el atestado también. Por desgracia no hay ni un documento, ni ordenador, los cajones vacíos... Y es la única vivienda habitada del edificio. Los demás vecinos no la conocen, son paquistaníes o viejos casi sordos.

—O, como tú, no quieren hablar.

—Pregúntales tú mismo.

—Insistid vosotros, el forense lo agradecerá.

—Sabemos que no hay alquiler declarado —alega el gordo realizando un gesto de prisa y que el bloque pertenece a una sociedad con sede en Suiza.

—¿Pero qué mierda es todo esto, Tabárez? —poniéndose en pie y repitiendo lo de una casa en Lavapiés de propiedad suiza.

—Son las siete de la mañana —le contesta con sorna que a quién más quiere que despierten, que si también al ministro para aclarar las dudas de un burócrata.

Este hace ademán de romper la diligencia, pero tras dudar, practica un agrio tachón bajo la sonrisa de los tres policías.

—¿Quién va a llevar el caso? —pregunta al comisario.

—Si no sale como desaparecida, nadie —responde que tiene la jeringuilla todavía en la vena, Misericordia, y que en el registro ya le dirán quién es.

—¿Y si no dicen nada?

—Pues ya sabes dónde acabará... y bajo la responsabilidad del juez de guardia.

—Pon a dos inspectores, y que sean buenos —ordena este.

—Primero acabaremos el atestado —Tabárez arguye y, llamándolo querido amigo, le sugiere que se lo ponga por escrito, que tiene problemas de oído con los que llaman incompetente a la policía.

Horacio busca por su abrigo de montaña. Al encontrar la cajetilla de tabaco, se limita a estrecharla dentro del bolsillo.

—¿Por qué lo vuelves algo personal?

—No sé, Misericordia, supongo que por los compañeros. Ya sabes que hubo un tiempo en que te aprecié. Además, es una sobredosis —con los brazos en jarra para que lo compruebe de una vez por sí mismo.

Chistando con los dedos, insta a sus hombres a retirar la sábana de la cama.

—Una sobredosis y una pena —Tabárez asevera contemplando el cadáver—, mucha burocracia, pero una auténtica pena.

Sobre el lecho yace desnuda una joven de cabello azabache y piel blanca, pupilas mínimas y desnortadas, labios azules. Una jeringuilla prendida del brazo derecho.

El padre de Lucía vivía en un recuerdo lejano, pero no borroso, cuando su madre también falleció. Esa muerte sí se derramó seca y tangible, perpetrada como la prueba de vestirse con un primer luto y acercarse al ataúd para observar cuán diferente es el tacto, el lenguaje, la postura de un ser fallecido. Desde allí, y con solo trece años en sus calcetines y coletas, Lucía levantó la vista para contemplar el sepelio: ni un rostro conocido, ni un guiño cómplice fue capaz de advertir entre los trajes oscuros y los crisantemos marchitos. ¿En quién confiar ahora que nadie podría ya protegerla, que no quedaba ninguna barrera entre ella y el recuerdo de la presencia paterna? Quizá a gritos en todo ese gentío, quizá en aquella mujer bajo el maquillaje corrido que era su tía. Fue ella, Mercedes, quien corrió a abrazarla con el mismo olor a tabaco y las mismas manos de princesa de su madre, la que repitió a todos los invitados que, pobrecita, ella la cuidaría pese a haber estado situada siempre tan lejos entre los recuerdos de familia. Y es que para su sobrina, Mercedes era poco más que una desconocida bajo una compasión incómoda, poco menos que un garabato con rasgos de su madre ya pálida y fría. Aquel rostro histriónico, relajado con el cigarrillo en los labios, en efecto compartía las facciones persignadas en todas las fotos de familia: las pequitas junto a la nariz, la mirada indecisa, el cabello rojo que a cada generación enorgullecía. Sin embargo, los pechos de Mercedes lucían bajo la blusa negra, mientras que el cáncer había horadado los de su hermana hasta liberar las parcas allí escondidas.

Corriendo entre el postín de flores y refugiándose en el aseo, nada le debía anticipar a Lucía cómo años después lograría doblegar esa soledad y esa huida frente a cualquiera que adquiriera su nombre en la agencia de citas y pagara una suma por su compañía. Ya con diecinueve años, consiguió acostumbrarse al paso y peaje de los hombres por su cintura, aprendió a tolerar el repelús a tantas variedades de tactos, deseos y órdenes sin que ello la lastimara, sino al contrario, la hiciera más dura. Junto a un hombre, no era aquella encerrada en el baño para comprobar si el veneno adolescente en sus senos era el mismo que detuvo el corazón materno. Otra era.

Durante más de un año, la sangre y la piel de su progenitora habían soportado todo tipo de tratamientos contra la carcoma adentrándose en sus pechos. Primero el izquierdo, luego el derecho. Más tarde radioterapia, quimio, cirugía para concluir con desvaríos de morfina que invocaban a quien fuera padre de la niña. Y él no estaba, ni su rostro grave, ni sus manos inmensas, por más que su ausencia habitara en cada rincón de la casa donde moraron y olvidaron juntas y separadas madre e hija. Sus libros, su bufanda en el perchero, el sonido de cada paso en la escalera reconstruían una figura que la primera intentaba estrechar de nuevo y que la segunda no llegaba a sacar de donde las entrañas solo dan miedo. Y es que aquella había sido su casa, su obra, un hogar levantado para su familia y donde poco a poco se moriría esta. Una casona andaluza al norte para el retoño, un chalé salvaje más allá de Tetuán para vislumbrar el espinazo de la sierra y seguir el peregrinaje de la luna, un lugar donde los enanos existían y podían protegerla, levantarle un arco-iris o llevarla hasta los sueños. Un olmo casi más viejo que la propia ciudad ensombrecía el tejado y levantaba el suelo del jardín con la fuerza de imponer su nombre a toda ella: la Casa del Olmo, así era por todos conocida.

Y fue entre aquellas paredes de piedra donde Carmen, la madre llorada en el tocador, se acuarteló tras la anochecida donde todo dio comienzo. Su cabello taheño, su juventud, sus palabras de aprendiz de princesa se envanecieron bajo ese árbol sin adentrarse en ningún otro hombre ni amistad, solo en el teléfono, el cuidado de su hija y los recuerdos, siempre los dichosos recuerdos trenzándose y pudriéndose mientras el cáncer trabajaba solícito. El epílogo a tan diligente obra se le ofrecía a Lucía al abrir la puerta y regresar al velatorio. Su mejor vestido ya había sido negro, pero allí quedó ungido de un significado pleno.

El resto de lo que pudiera vestirla ni siquiera llenaba una maleta y es que lo más preciado de su infancia y de aquel chalé próximo a la Dehesa de la Villa carecía de naturaleza material: amigos imaginarios en los recovecos del árbol, azaleas que la saludaban, golondrinas que le enseñaban a hablar como ellas. ¿Dónde se carga o lleva la soledad? Lucía en su curiosidad, también en su mudanza de huérfana por los trasbordos del metro, pero no en la sonrisa que aprendió muy tarde. Siempre, siempre había observado y callado, siempre había sido una Pippi Calzaslargas ensimismada y sin arrojo, sin vecinos que buscaran su amistad, sin esa gracia socarrona y sin trenzas, pero sí con la introspección de dejarse volar.

Ensayándola en la escalera mecánica de Noviciado, alcanzó el lugar al que ahora pertenecía, el mismo donde Carmen se hubo criado y donde a sus trece años ella envejecería. Fuera del suburbano, la adultez se hizo lastre en su maleta como el escaso valor que guarda la vida. Arrastrándola por los adoquines de San Bernardo, levantó la mirada porque ahí estaba: el antiguo hogar de sus abuelos frente al Ministerio de Justicia convertido ahora en casa de huéspedes por su tía.

Tras su puerta y su mirilla plomiza no la aguardaba ella, más bien nadie entre el variopinto rosario de inquilinos que medraban, reían o tarareaban sobre los recuerdos de ambos abuelos. Con las piernas juntas, la valija muy próxima, esperó sentada a que Mercedes apareciera. El flequillo largo y los ojos esquivos no lograron alejarla de la curiosidad de todos por aquella sobrina que la muerte y la ley habían asignado sin herencia alguna a su tía. Como pudo, vadeó las preguntas viendo al sol de otoño declinar tras las cortinas. Su nueva tutora no vino, pero un joven servicial acabó por tomar su equipaje de adulta y llevarla a la que sería su alcoba tras la cocina: un armario con naftalina, un abrazo de humedad, una ventana a un patio de luces. Echada en la cama sin sábanas y contemplando las goteras, la huérfana no tomó conciencia de aquel viejo cuarto del servicio, solo del aroma que había dejado ese chico con una calculadora en el bolsillo.

¿Quién hubiera dicho que en tan solo unos días, aquel veinteañero despistado y sin afeitar acabaría por tomar el pensamiento de la recién llegada? Solo ese dios menor que rige el primer amor, ese que siempre se huele, se siente, se padece, pero jamás tolera ser agarrado. Seis años más tarde, cuando su oficio se basó en permitir ser ella la acariciada, la muchacha cerraba los párpados y buscaba entre los recuerdos la salvaguarda que no encontraba en el salón del restaurante o el palco de la ópera. Así, mientras un nuevo hombre sin rostro ni cariño pagaba por su compañía, ella buceaba a lo largo de su adolescencia y llegaba hasta aquel primer romance tímido, algodonoso y jamás pronunciado con el mejor huésped de su tía. Tenía por nombre Manuel y poco más de veinte años en su barba tan despistada como todo su atuendo de estudiante de Física. No eran de su dominio las palabras, que siempre le salían agarrotadas y esquivas, sino las ecuaciones, las fórmulas, el mismo lenguaje que Lucía había utilizado de niña para charlar con las margaritas o convencer a las lombrices para abandonar el suelo. Desorientada en la enormidad del piso repleto de desconocidos, la cercanía de aquel doctorando se convirtió en el asidero que Mercedes, reducida a unos tacones de madrugada y su ropa en el tendedero, no fue. La huérfana apenas conseguía hablarle, ni tan siquiera fijar su mirada en Manuel y su juventud indómita, pero un código arcano y visceral se cernía entre ambos: el de los números. Una cábala de cábalas les hacía compartir descubrimientos o sonrisas por encima de la distancia, la edad y la timidez mutua si una ecuación irresoluble, un logaritmo, una incertidumbre se disponía entre ambos. Nadie de entre los otros arrendados llegaba a compartir esos guiños matemáticos de un rincón a otro de la vieja estancia de los abuelos, nadie los entendía, ni mucho menos Mercedes tras otra nota de la comida está en la nevera, no sé cuándo volveré.

Pero Manuel era adulto, lejano como un tótem sagrado cuyos símbolos y actos se encontraban en los lugares más insospechados: su espuma de afeitar, su calculadora, sus pasos, sus ruidos, sus formas de encender el fuego o remover el café escuchadas a través del tabique. Despertaba y corría en pijama tras él para contemplar juntos el cielo desde la ventana y que le pronosticara niebla, lluvia o fase lunar, siempre con su aspecto atolondrado mirando estratocúmulos o trasformadas de Furrier, llegando tarde, siempre con Lucía de puntillas en su cuarto para oler su ausencia y leer las cartas de su novia de toda la vida esperándolo en el pueblo.

Esos párrafos manuscritos no le inspiraban pena ni envidia, solo la vergüenza de ser ella quien alguna vez se rindiera a su cuerpo furioso bajo la camiseta. No los necesitaba, la muchacha tenía esa otra intimidad, su secreta ligadura. Retrasando los deberes de Matemáticas, ardía en deseos de que unas llaves sonaran contra la puerta y fuera él quien las empuñara. Entonces Manuel se sentaría a su lado en la mesa camilla de su abuela y podría asentir a sus explicaciones y escuchar a su lapicero dedicarle nuevas operaciones. ¿Cuánto amor primerizo cabía allí? ¿Cuántos miedos y misterios se escondían para la pelirroja? Los suficientes para henchir el sueño, los necesarios para avivar el dilema de esconder su femineidad en el dormitorio o tocar su pie fortuito bajo la mesa. Qué fácil si la vida cupiera en una derivada o un límite, si Manuel siempre le asintiera con su mirada paternal a lo Gregory Peck.

Pocas veces más en la vida, Lucía se permitió volver a colmar ese espacio que le germinó en el alma gracias a Tales y Euclides. Una vez que salió de aquella casa, intentó protegerlo, embaldosarlo a cuantas intromisiones un hombre pudiera perpetrar, en especial si allí entraba con la llave del dinero en la mesilla de noche. Pretendía moldear los sentimientos, hacerlos lógicos mediante una ecuación precisa que los gobernara. Quizá así adquiriera la fortaleza necesaria para seguir peregrinando de cliente en cliente y de hotel en hotel en esos trayectos de abrigo largo, en esas recepciones de cuatro estrellas donde se identificaba como chica de compañía, para ser aún más tenaz y aguerrida, más clarividente para leer en los ojos del hombre la forma de materializar sus deseos y pulsar la interfaz, entre provocación y sigilo, de que vivía.

En el auricular, la línea telefónica vibra. Tras colgar, él queda inmóvil. Su despacho bajo un silencio hermético. Esa misma mudez en todos sus aparatos. Juan Albay de la Rocha, delegado del Gobierno en Madrid, camisa abotonada, americana gris pizarra. Respaldado en su sillón, junta una a una las yemas de los dedos. Observa el espacio surgido entre ellos. Nada allí ni en la calle rompe el orden ni la quietud.

Madrugada plena, calle de Miguel Ángel nº 25: palacete de los Marqueses de Borghetto, antigua embajada del Imperio Japonés, hoy sede de la Delegación del Gobierno. En el artesonado del techo, pavos reales y flores de loto. Carpas doradas, dragones y grullas en el estucado de las puertas. Vacío el edificio. Vacía por una vez la Castellana al otro lado de esos muros. Orden y ausencia es todo el palacio. Albay suspira. Reclina la cabeza sobre los puños. Tangentes los codos a la arista de la mesa. Aprieta los párpados. Abre las manos para taparse el rostro.

Magdalena, Laudes, volver sin ti a la rutina, a la liturgia de las horas. Señor, tu misericordia que es mía estuvo en mi mano y ahora que descansas vuelvo a orarte. Sin esa comezón, sin el error de haber sido ella. Ella en el sueño y el no dormir, la vida, que es contigo, Marita, mi guía y la brújula de Juan. Esa tentación y ese dolor nunca más sobre mí, nacido sin madre. No se me irán, que no, por mucho que me arrodille ante el Señor. Que se calle, todo fue según lo pensado y tranquilo Juan debe estar. Lo he planeado para ti, para que nunca se sepa y yo lo guarde muy hondo. La paz necesitaba y llevársela a Marita y a todo cuanto tengo. ¿Olvidar a mí o a Magdalena? No sabré, Señor, dame tiempo para ser digno de ti y tu sacrificio. Marita, mi esposa, dame tiempo también en tus hijos y vientre. Tiempo que será mucho y no tengo. No vuelve a haber tiempo para mí, para pensar o que alguien escuche a Juan. Ni un minuto para calmarle, que nervioso sigue. Solo laudes y mantener tu comprensión, Padre, porque Magdalena sigue en mí. La noto que me corre por las entrañas. Dios me miraba. Y ahora también, siempre, que soy su pastor y doy la vida por mis ovejas. Me ha mirado porque yo soy Juan y Juan siempre es mirado por Dios. Él en las sienes, pero conmigo cuando al final supe hacer lo que pensaba. La misma fuerza de Abraham sacrificando a Isaac porque el delegado da la vida por sus ovejas. El Señor tiene compasión con todos y con su mano, que soy yo. Él me estrechó por dentro como si Juan fuera el guante y tú la mano. ¿Puede eso quitarme el dolor?

En el remanso oriental del despacho, un crucifijo sobre la mesa. De aleación metálica, solo dos varillas ortogonales. Apenas una forma interpretable como cuerpo. Albay de la Rocha lo observa. Joven y bien parecido. Los iris muy negros y sin el brillo de su cabello. Su vida discurre por la asíntota de los cuarenta. Un libro, también dos guantes sobre la mesa. Sus falanges trabadas unas con otras. Viste un Armani que le cuadra pecho y hombros. Sus manos regias, limpias, blancas. Con ellas se retira y aprieta la humedad de los ojos. El anular cerrado por una alianza de oro.

Magdalena, mi compañera, y ahora muero por ella y ya no muero porque mi familia más importante era. ¿Por tu cristalina fuente verá ella mis ojos, mis entrañas? Juan, el huérfano, es transparente para el Señor. A Él sirvo, que ya solo en amar es mi ejercicio, repito. Pablo dice en los Romanos que amar no hace daño a nadie y yo le creo, pero ensucié a mi mujer, a ti, Marita, que en tus hijos es mi futuro. Pero el amor es de Dios, es tuyo, mi Señor. Con ella estaba tan cerca de ti porque Magdalena me llenaba el alma de ti amoroso y hacía sentir a Juan dios con blasfemia. Ella se dejó desposar y reparar donde su madre violada, pero no enderezar ni que la callara. Si solo hubieras sido esa compañía que Marita no es... pero quisiste hacerme daño. Y yo solo sirvo al Señor, como un sacerdote sin sacramentos, pastor que guarda Madrid. Todo mi caudal a su servicio, pero nunca tranquilo, solo con la chica que ya es nunca más. Su mesa tranquila y su padre y sus hijos queridos. Que él ha sido valiente, como a Marita le gusta, he sido valor esta madrugada con el Señor tan, tan dentro porque Magdalena no perdonó ni buscó ser perdonada. Juan, pastor bueno, la ha llevado hasta ti.

Sin expresión su rostro mediterráneo y bien parecido. Barba de la mañana, los ojos hacia un infinito cerrado en la puerta. Calma y más calma en cada ladrillo y molécula. En la mesa pilas de documentos. En el techo, una lámpara Utagawa apagada. Dos barcas y dos pescadores entre juncos dibujados en el papel. Albay de la Rocha apoya un maletín en las rodillas. Una doble cerradura. Retira la mirada de su interior. Arruga la faz. Aparta la valija golpeándola con el dorso de la mano. De nuevo las manos al rostro, los párpados apretados.

Apenas se recompone. Tira del nudo de la corbata. Deshace su geometría de seda italiana. Un suave susurro. Toma el libro. Tapas negras, tinta dorada. Años y años en sus pastas y esquinas. Más en su papel caduco y amarillo. Al abrirlo, la simetría de ambas páginas en dos columnas también simétricas. Dirige la lámpara sobre él. No así su lectura.

Busco aquí en el Evangelio al Señor con mi alma, sin otro oficio que amar. Mi fe inmensa de Pablo a los romanos que la justicia de Dios, que parte de la fe en la fe se consuma. Esa que Magdalena tú escondías, tenías desde tu bautismo, pero negabas. Vivirá en Marita, cerca, con su amor de impostura, pero no, porque yo sirvo al Padre y soy su soldado. Juan es bueno, repítelo. Bueno. En la rectitud y justicia, bases de tu trono, amor y lealtad proceden de tu presencia, Salmo 89 que él oraba en la batalla sirviendo a Dios y al partido entre los hombres. El Señor es generoso y Juan es Job y acepta a su madre muerta y su amor, si así es tu voluntad y aunque no encuentre consuelo.

Corren las páginas impulsadas por sus uñas frías, brillantes de manicura. Desliza el dedo corazón por su arista. Vuelve a pasar varias decenas de hojas. El foco deforma su rostro. Ahonda sus ojos, engrosa su frente. Oculta la fauna nipona en tapices y puertas. Juan Albay de la Rocha se yergue, traga saliva ante el Evangelio de Lucas.

Aquí. Capítulo 23, la crucifixión de Jesús. La calma que Tú me das necesito y sí, volver a tu pasión por mí, por nosotros, para alcanzar la gloria. Llegados al lugar llamado de la calavera, los crucificaron allí a él y a los malhechores: uno a la derecha y otro a la izquierda. Compartimos cruz y peso y el mío, orgullo, soberbia. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. A Magdalena, dirigida hacia ti también, Padre, perdónala con tu perdón por esas noches y por sus labios y palabras que eran el consuelo del sin madre. Luego se repartieron sus vestidos echándolos a suerte. El pueblo estaba allí mirando. Los jefes se mofaban de él, como, Magdalena, tú de mi familia y de mí, diciendo ha salvado a otros; pues se salve sí mismo, a mí con ella, si él es el Cristo de Dios, el elegido. Lo es y en su amor yo tengo miedo porque me llegó en el adulterio contra Marita, que también se burlaban de mí, de él los soldados, que se acercaban para ofrecerle vinagre y le decían: si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo, a tu hija díscola Magdalena, ponla en tu seno, ella con sus preciosos ojos, mi lumbre. Había también sobre él una inscripción: este es el rey de los judíos. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba: ¿no eres tú el Cristo? ¿Yo también lo soy? Sí, Él mismo me lo dijo. Pero el otro lo reprendió diciendo: ¿ni siquiera tú temes a Dios, tú que estás padeciendo el mismo suplicio? Yo te temo tanto como te amo, igual que a Juan mismo, que al final fue mucho más fuerte el temor, no, era vergüenza. Amor con miedo en ti y en mí confundidos, adulterio de alma, de labios sin mujer. Y añadía el malhechor: Jesús, acuérdate de mí, sí, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Él le contestó: yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

Los ojos de Misericordia siguen fijos sobre el lecho iluminado. Bajo el pergamino de Cristo y sus manos llagadas, yace otra forma de la muerte, pero cercana y aún cálida en la piel y el aura de la joven desnuda. El juez logra cubrirse la boca y la barbilla para luego alcanzar la cicatriz rubricada en su mejilla izquierda.

—No sé qué cojones pasa con la heroína —sentencia el comisario Tabárez, y que esto parece otra vez los ochenta, pero el fumador, impertérrito ante los trazos corporales de la fallecida, no responde.

Las sábanas celestes son, arreciadas de arrugas sobre las que descansa dispersa y calma una cabellera que imita a la antracita. El cuerpo desvestido no tiene mácula, herida, signo alguno de las inquinas del ser o las sentencias del tiempo. Febrero y sus nieves se resguardan en su piel, donde también, y desde hace unas horas, parece hacerlo un escalofrío. Difícil es interpretar la expresión de su rostro con la elegía azulada de un vómito en los labios: nada de paz, sino aversión y asco, también la irritación de quien es despertada de un sueño. Todo parece una burla porque la barbilla o las manos niegan haber dejado la niñez muy atrás.

Rígidos y con el rostro grave, Tabárez y los otros dos policías examinan al juez. Este arrastra los dedos por su barba abriéndola en surcos efímeros. Repara en el agente pelirrojo para de nuevo contemplar los pasos parados de la muerta. Las yemas de sus dedos buscarían el cielo en las sábanas, si en su brazo derecho no floreciera el lirio pardo de una jeringa. Por encima del codo, una cinta se cierra en un nudo ya relajado, la aguja se mantiene agazapada bajo la epidermis y el pulso callado de una vena. El gordo contiene el aire hinchando su labio superior. Misericordia ha subido una persiana: el amanecer oblicuo derrama nuevas sombras sobre el apartamento y planta cara a los focos. El único policía de uniforme cuchichea algo a su oficial, que lo aparta para volver al silencio boscoso que los rodea. Encaramado a este, el magistrado rodea la estancia estudiando sus estanterías y rincones, comprobando los cajones vacíos y solo un telescopio de aficionado en el armario.

—¿Y vamos a enterrar a esta chica sin lápida ni nombre?

—Ya veremos —le contesta Tabárez, y también que a ver si hay suerte con las huellas.

—Si no la reclaman, hasta puede acabar en algunas prácticas de Anatomía —arguye el inspector gris y macilento.

Misericordia arruga las notas que había rellenado y, mirándolo, le pregunta cuántos hijos tenías, Tabárez, si dos.

—Ya lo sabes —objeta que dos niñas, pero solo en vacaciones y algún fin de semana.

—¿Y no recuerdas la sensación, la responsabilidad de darles un nombre recién nacidas?

—Horacio, no sigas por ahí.

—Saber quién eres lo es todo.

—Seguiremos el protocolo de estos casos.

—A la mierda el protocolo. ¿Qué tendrá? ¿Veinte años?

—Es nuestro trabajo y no el único —le espeta de nuevo el policía grasiento y calvo preguntando por qué de repente se toma el suyo tan en serio.

—Hay demasiadas cosas que no cuadran —dice señalando la habitación.

—No te pongas sentimental porque sea una cría… Cargas con el papeleo de indocumentada, dispones lo de siempre y punto.

—¿Dónde están la cuchara, la documentación, la heroína?...

—Juez, déjeme que le recuerde que llega dos horas tarde —le contesta el agente pecoso y uniformado.

—Se llevó todo el forense —Tabárez añade que sabe que no se hace así, pero que en la Cañada Real tienen a tres tíos con una bala en la cabeza.

—Yo hago las diligencias de la autopsia —responde el juez.

—Tú hacías la guardia en un bar y estabas ilocalizable —grita que mientras tanto su querida chiquilla ya se empezaba a corromper.

—¿Quién es el forense?

—Ese nuevo... ¿Cómo se llama? —y, sonriendo, Tabárez se contesta a sí mismo que Olivenza.

Misericordia vuelve a golpearse los bolsillos en pos de su tabaco para preguntar cómo era la papelina, la droga.

—¿Por dónde cojones vas?

—Justo por donde suponéis —describiendo con los ojos un círculo sobre los tres funcionarios para repetir la cuestión y afirmar que cuando un policía pregunta sobre alguien, sigue la droga que está en su cuerpo.

—Tendrás problemas si abres una investigación por homicidio.

—Y más en pleno centro —el inspector grisáceo se frota las manos enguatadas mientras dice que le pregunte al Ayuntamiento.

—Misericordia, no hay medios ni humor para tus paranoias y tonterías —con el pañuelo Tabárez se seca el sudor, y que firme que lo levanten y a tomar por culo—. Sí, mírala: blanco y en botella, sobredosis.

—¿Cuál de tus yonquis de Embajadores tiene estos libros? —en dirección a la estantería repite: Electrotecnia, Cálculo, Ondas— Ni una cicatriz de agujas, ¿y se va a pinchar hasta matarse así porque sí?

—Usted no está en la calle, no sabe la de chavales que prueban ahora el caballo —afirma el pelirrojo.

—Sí sé que una primeriza diestra no se pincha con la izquierda —opina el aludido.

—¿Cómo sabe que es diestra?

—La marca de escribir —con el cigarro sin prender, la señala en su propio dedo y pregunta dónde está su ropa.

—¿Ropa? —arguye el comisario—. Ya está bien, Misericordia. Tendrás lo que buscas en la autopsia y el análisis de la droga.

—¿Y huellas? ¿No habéis tomado ninguna?

—No en un caso de sobredosis. No, con el sueldo congelado otra vez. No, con tres narcos liquidados por vete tú a saber quién y el jefe superior cagándose en todos nosotros.

—Llama a la Científica y que vuelva.

—No, le dices tú a Peñalver que yo no estoy dispuesto y te peleas con él —deshaciendo Tabárez la doblez del pañuelo—, y si queréis, me abrís un expediente.

Sus subordinados lo observan con una expresión de apego que el inspector de traje gastado rompe afirmando que, juez, sigue sin entender que hay tres cadáveres por delante saliendo en los telediarios.

—Esto es solo una prioridad para usted.

Misericordia niega con su rostro barbado. Observa la armonía momentánea de la aurora sobre la muerta. Por tercera vez pregunta por la papelina.

—El famoso juez Misericordia y la droga siempre de la mano —sonríe el gordo subiéndose la correa y los pantalones.

—Tú eres quien se empeña en la sobredosis.

—Por muy juez que seas, nadie de este cuerpo te dirá una mierda de drogas.

—Ya veo, viejo amigo —con ironía y el cigarrillo sin encender en los labios.

—Este viejo ya no es tu amigo, nadie con placa en este puta ciudad lo es —Tabárez declara con desdén, y que si le mantiene la palabra es por la que fue su mujer y porque es un maldito desgraciado.

—Yo también sentí tener que invalidar aquel pinchazo, pero había lagunas en la autorización del fiscal. Sabes que me era imposible seguir sosteniendo esa prueba.

El comisario, cuerpo hacia delante, que cualquier otro la hubiera aceptado ya que había jurisprudencia al respecto. Misericordia entorna los ojos y no contesta.

—¡Una conversación en la que dos tíos hablan de lavar dinero! —exhorta el gordo mirando al techo hasta que, acercándose, le pregunta cuánto le pagó Noriega.

—Efectivamente, podría hacer que te expedientaran.

—¿Cuánto, Horacio?, ¿cuánto?

—Como tú dices, solo hago mi trabajo —y vuelve a cerrar los ojos, el sol broncíneo acaricia las paredes—. Mejor, peor... pero es lo que hay.

—¿Aquella vez también? —murmura Tabárez, y que si sabe detrás de cuántas muertes estará Noriega.

—Los cargos de sus hombres no eran por asesinato.

—¿Por qué no se lo preguntas tú?

—Veo que todas las muertes no son iguales.

—Como la justicia. Tu justicia… —señalándolo.

—Esta chica es mi justicia y también la tuya.

—Te equivocas, la mía es la que tú jodiste —las miradas de ambos se solapan frente a la cama.

—Pero la competencia en este cuerpo es solo mía. ¿Acaso has olvidado aquella lección de Derecho Procesal?

—Misericordia... pero si te tienen apartado para papeleos y sumarios de poca monta —sonriendo, Tabárez le invita a que curse las órdenes que quiera para que ellos investiguen, pero que no harán nada y nadie les dirá nada—. Todos sabemos que ¿cuánto te queda? —se pregunta, y que igual seis meses, contesta, para que el Tribunal Supremo lo inhabilite por lo de esa escucha o por cualquiera de las otras mierdas que tiene encima— Así que danos órdenes, las que quieras, los papeles se pierden muy fácilmente en la Jefatura y además el Ayuntamiento también querrá que se pierdan. Así que firma de una vez la puta diligencia para que podamos llevarnos a la cría.

A las palabras y gritos del oficial, Horacio les ha dado la espalda. Cruzados de brazos, los otros dos agentes lo observan, con los documentos en una mano. Mira una mesa vacía donde la alborada atestigua movimientos recientes en el polvo.

—Está bien —se vuelve mientras acaricia su mandíbula y dice que se la lleven, que para mañana, Tabárez, le manden el atestado y que ponga a dos inspectores en el caso—, te llegará por escrito. A ver qué dice la autopsia.

Una sonrisa de triunfo brota en los labios de los tres integrantes del Cuerpo Nacional de Policía.

—Sabia decisión, Misericordia —con las manos, el gordo les transmite una orden—. Y sigue mi consejo, el de aquel viejo amigo de estudios: procura que este, que ella no sean tu problema.

El aludido no contesta, ni tan siquiera mira los regios ademanes del comisario al darse la vuelta. Su antiguo compañero solo contempla el cadáver sedoso y disperso.

Cuatro manos en guantes de látex logran cerrarse en sus muñecas y tobillos, poniendo un cepo a la muerte sobre el lecho azul. La jeringuilla, la cinta ya no están en su piel, sino en sendos precintos de plástico. El cabello, como una cascada de brea, cae hacia el suelo y roza la cremallera de la bolsa. Nada se mueve. El rigor mortis que le atenaza las articulaciones se infiere de los contornos de la funda. Antes de cerrarla, los dos policías contemplan con detenimiento la figura de párpados cerrados. Un rasguño arenoso parece indicar la firma del juez de guardia de aquel veintiocho de febrero. El quejido de la cremallera al cerrarse separa a la muerta de la luz que sostenía su piel.

Soy un hombre. Me digo a mí mismo que lo soy también contra la mala fortuna. Muchas veces ese fario se me presentó en la vida. Si de él escapé, fue con valor, con esfuerzo y con lucha. Unas veces contra aquellos que me querían mal, otras contra mí mismo. Creo que en casi todas salí victorioso, incluso cuando debí aplacar esa víctima del deseo que también soy. Nací casi sin nada y siendo nadie e hijo de nadie. A pesar de eso, he superado muchas veces la adversidad y sus caprichos. Lo hice solo. Eso mismo debo repetir desde hoy: convertir en oportunidad los designios sobrevenidos. Noriega ayer me ofreció una. A su manera, la de la calle, pero me echó un guante. Si soy un hombre, debo sortear la amenaza y cogerlo. Solo si lo soy. Al fin y al cabo la rabia, el trabajo y el uso inteligente de mis fuerzas me sacaron de donde nací. Debo ejercer de nuevo esas cualidades. Olvidar la desidia y el insomnio que últimamente me han acometido. Sé que puedo apartar de nuevo la sensibilidad para dejar que actúe la fortaleza.

Estamos en 2013 y llevo de nuevo dos años en Madrid. Para alguien de provincias, inteligente y con ambición, esta ciudad es en sí misma un anhelo. Para mí, una obsesión. Un capricho ajeno me hizo estar demasiado lejos. Aquí confluyen las decisiones y todos los caminos. Aquí, el fuego y la espontaneidad. A por todo eso vine. Me dicen que ya no tengo edad para nuevas pretensiones. Quizá sea cierto porque los cincuenta son el clímax de la madurez, los años para ejercer el máximo poder. No es nuevo este anhelo. Cada noche duerme religiosamente a mi lado. El deseo de crecer que siempre he tenido: llegar al lugar donde por capacidad o mérito pertenezco. La desgracia me hizo no alcanzarlo en su momento y por eso aspiro al mismo reconocimiento que perdí al marchar. Fue por la suma de un error y una injusticia. Ambos por no ser juzgado como un hombre sino más bien como un perro. Dicen que de entre las cosas malas de la vida, las peores son las que no llegas a entender. Tal vez en aquel momento ninguno nos comprendiéramos. Lo cierto es que no hicimos por intentarlo, yo el primero. La vergüenza era mayor que cualquier otro sentimiento. Solo recuerdo gritos y llantos. ¿Quién es capaz de entender eso?

Hace mucho o cincuenta años, nací en un lugar absurdo y retrasado otros cincuenta más. Pocos conocen su nombre ignorado por los mapas y por mi costumbre de decir que lo hice en Madrid. De aquí es mi mente y mi futuro de viejo. También mis búsquedas y preguntas sin respuesta. El Registro Civil señala una aldea de Tierra de Campos llamada Urones de Castroponce. Desde el entierro de mi madre no he vuelto a pisarla. Desde que vine a la Complutense hace treinta y pico años, solo ese día para darle sepultura. Ella solía llamarme todos los octubres. Me pedía que la acompañara en los Santos a llevar flores a mi hermano. Creo que el desgraciado de mi padre sigue vivo, pero nunca me requirió para eso. Ahora para nada puede hacerlo. Supongo que solo espera a su propia tumba. Y es que para mí Urones representa eso: la muerte y no solo de las personas, también de la ambición, de la pasión, del éxito. Es un sitio de espera: a la lluvia, al panadero, al Corpus, a la cosecha. No es lugar para buscar, tampoco para anhelar si, como yo, procedes de uno de esos linajes que nunca tuvieron tierras ni abolengo, solo un apellido compasivo que alguna monja inventara para un huérfano. Ahí está otra vez la muerte, en Castilla siempre agazapada. Cuanto tiene Urones es para ella: un cementerio, una iglesia, una placa a los caídos, creo que cuarenta habitantes. Entre todo eso, crecí sin inodoros, ni luz eléctrica. Cuando volví para el entierro, ya tenía teléfono y ruta para la escuela. Nunca acogió agua ni colinas, solo un inmenso páramo de cereal y la sed de bestias y de hombres. La primera es de agua, la otra de no ser ellos mismos.

La vida fue irónica cuando, debiendo salir de Madrid, me destinaron a un juzgado del Pirineo. Yo, un niño de la estepa castellana, debía afrontar la madurez entre la nieve del estúpido Juzgado de Primera Instancia de Boltaña, Huesca. Mi cuñada me obligaba a dejar mi casa aquí y el puesto en la Magistratura que tanto había pretendido. Viví muchos meses como un proscrito, lejos, casi escondido en un hostal. Cuando el Ministerio por fin dio curso a mi comisión, el único destino lejano que quedaba era ese, otro pueblo apenas señalado en los mapas. En él me obligaron a desperdiciar siete años, sí, siete años de vida despachando divorcios y problemas de lindes. Hace casi dos, me fue permitido volver.

No he logrado recuperar ese tiempo: los contactos, las posibilidades, el prestigio. Quizá por haber perdido la juventud o la ilusión. Esta ciudad se ha vuelto una mujer radiante y madura, una de esas que miras de lejos y te planteas que ojalá. Fría y hostil como ellas. Todos cuantos la pisan son ahora más rápidos y competitivos, más ambiciosos y engreídos. De estudiante la conocí vibrante y espontánea. Ya no tiene para mí eso, pero sigue siendo Madrid. Me libré de Boltaña y de sus inviernos sin fin, pero hasta ahora no he vuelto a ser lo fuerte que fui. Quizá porque sigo sin resolver mi pasado, ni lograr mi futuro.

Ayer, mientras tomaba una copa, Noriega se sentó en el taburete de al lado. Ignoraba su rostro y sus facciones, pero en seguida reconocí su voz al invitarme a un trago. Es igual de aguda y ridícula que la grabada por la policía. Acabó por ofrecerme también un atajo, otra forma de recuperar aquel tiempo desperdiciado en la montaña de Huesca. Él no lo admite, pero yo sé que el juez decano es de su cuerda, si no, no me habría asignado este sumario. Es increíble que en tan poco tiempo alguien haya crecido así. A Noriega lo han beneficiado los vacíos de poder en el centro, la reducción de horas y medios de la policía, y que la droga pase mejor por Barajas que por Gibraltar. Aquella vez, con René Blondin era poco más que el jefecillo de la noche en Malasaña. Lo habían expulsado de un cártel menor de la cocaína en la Ría de Arosa. Pocos sabemos que ya se está metiendo en el blanqueo y la administración. Su oferta es, en realidad, una aberración para el estado de derecho. No debo llamarlo oferta si no hay margen real para decir que no. Sí oportunidad. Quisiera creer que es por deudas de amor o incluso de honor, pero es solo por lealtad. Cualquiera que haya leído su ficha sabe que aún no encarna a un hombre de despacho ni de negociación. Por eso no encajaba su lenguaje con su actitud y afán de conciliación. Debo confiar en lo útil que le soy, en que ignora cómo funciona un juzgado. Sobre todo, debo ser fuerte como otras veces fui. Basta con interpretar su no oferta, sentirla como una compensación por Boltaña. Puedo ser más flexible que mi corazón. Si algo aprendí de mi padre, es que la vida no es como es, sino como se siente. Solo debo hacer por sentirme poderoso. Solo debo sentirme el hacha sobre ellos que son de madera.