Editado por Harlequin Ibérica.
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28001 Madrid
© 2018 María Luisa Sicilia
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Nadina o la atracción del vacío, n.º 239 - mayo 2018
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Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-9188-156-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Epílogo
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
A Lidia y a los que, como ella, aún piensan
que merece la pena ser honesto,
ser leal a tus principios, ser valiente.
Que la fortuna siempre favorezca a los audaces.
El vértigo es algo diferente del miedo a la caída.
El vértigo significa que la profundidad que se abre ante
nosotros nos atrae, nos seduce, despierta
en nosotros el deseo de caer.
MILAN KUNDERA. La insoportable levedad del ser
—¿En serio te tienes que marchar ya? ¿Tan temprano?
Mathieu interrumpió lo que estaba haciendo: comprobar que los cierres de la mochila estaban asegurados y no se dejaba nada que más tarde pudiese echar en falta. Catherine llevaba puesta una de sus camisas y nada más debajo. Ni siquiera alguno de sus conjuntos de lencería de Agent Provocateur o La Perla o cualquier otra marca, cuya sola visión desataba en él los más bajos instintos. Los bajos y todos los demás. Aunque había una explicación para que Catherine hubiese renunciado a la ropa interior, la que lució la noche anterior había quedado inservible. No es que lo lamentase y ella estaba, si cabe, incluso más bella y provocadora así, con la camisa entreabierta y exhibiéndose sin pudor.
—Sabes que sí —murmuró.
Había tratado de no hacer ruido para no despertarla, pero no lo había conseguido y ahora la tenía allí, tan cerca que debía recurrir a toda su capacidad de autocontrol para no comenzar a acariciarla. Tan suave, tan cálida… Recién levantada, los vestigios del sueño todavía en el rostro, la melena castaña revuelta y enmarañada, pero que le gustaba aún más que cuando la llevaba peinada y alisada. Y eso ya era decir mucho. Le encantaba cómo olía su pelo y, cuando pensaba en el sexo con Catherine, era aquel roce sedoso y perfumado lo que con más fuerza se le presentaba. Catherine dejaba a su paso un débil pero identificable rastro de flores que inevitablemente le empujaba a ceder al deseo de ir tras ella. Por lo común conseguía dominarlo. Estaba en su naturaleza y, por si no fuera suficiente, se había entrenado para ello: para evitar las acciones impulsivas.
—Armand llegará en veinte minutos y los demás nos están esperando en el refugio. No puedo retrasarme.
—¿Y si somos rápidos?
Se acercó aún más, apoyó los brazos sobre sus hombros y las manos en su nuca y lo besó sin ninguna prisa. Sus labios dulces y sus senos apretando contra su camiseta, su vientre desnudo contra la abotonadura del pantalón tipo cargo que vestía. A eso se le llamaba poner las cosas difíciles.
No intentó resistir más. Le abrió la camisa y la cogió por la cintura mientras su boca tomaba una iniciativa que Catherine no dudó en cederle. Tampoco ella perdió el tiempo. Apresurada y a bruscos tirones, le arrancó la camiseta.
La levantó a pulso. Ella enlazó las piernas por detrás de sus caderas. Sus cuerpos estrechamente unidos. Sabía que aquello le gustaba. También a él. Tras su apariencia formal y cuidada, Catherine ocultaba un lado más vibrante y exigente. La primera noche que pasaron juntos, cuando se quedó desnudo ante ella, tuvo la sensación de que acababa de pasar un examen. La mirada de Catherine decía que no se habría conformado con menos.
Después de todo era muy bella, pensó al contemplar su rostro, sus labios llenos y sensuales, en el momento exacto en el que el placer hizo que los entreabriera húmedos y apetecibles.
No midió el tiempo. No conscientemente, no era tan ruin. Pero no pudo ser casualidad que cuando ya reposaban sobre la cama deshecha, su reloj le avisase de que faltaban solo cinco minutos para su cita.
Los brazos de Catherine aún le rodeaban el cuello. Mathieu notó al instante cómo la languidez desaparecía y se ponía en tensión.
—Vas a irte, ¿no es así? Vas a hacerlo de todos modos.
De nuevo tuvo una de esas certezas que a menudo le sobrevenían cuando estaban juntos: la de haber cometido un error.
Se incorporó, todavía sin alejarse demasiado.
—Escucha, ¿por qué no vienes con nosotros? No tienes que quedarte aquí sola.
Lo miró como si le hubiese pedido que lo acompañase a la luna dando un paseo.
—¿A ascender por un desnivel vertical de quinientos metros?
—Podrías hacerlo. Estás en forma. Podrías conseguirlo si te lo propusieras.
Lo dijo de veras. No lo habría afirmado si no pensara que era cierto. Pero la actitud de Catherine se tornó a la defensiva. También compartían eso. Los dos tenían un carácter fuerte.
—No voy a escalar montañas solo porque tú necesites encontrar a cada momento nuevas ocasiones de jugarte la vida. Te lo dije desde el principio.
Advirtió el peligro. Lo mismo que en otros ámbitos, si se arriesgaba, no era porque ignorase las posibles consecuencias, era porque pensaba que podía mantenerlas bajo control.
No quiso entrar en su juego. Se centró en lo inmediato.
—También yo te avisé de que este fin de semana iba a subir el macizo de Sialouze y aun así decidiste acompañarme.
—¡Son los primeros días libres que te tomas en seis meses!
El aviso de mensajería instantánea del móvil puso un punto y aparte nítido y cortante al reproche.
La frialdad impermeable que adquirió su expresión hizo que el arrebato de Catherine se esfumase tan pronto como había aparecido. Bajó el rostro como si diese la discusión por perdida. Mathieu sabía que entre sus muchas virtudes estaba la de ser una mujer inteligente. Se arrepintió. Quizá ella tenía razón y estaba actuando de un modo egoísta. Llevaban ocho meses juntos y ambos eran conscientes de que se encontraban en un momento delicado. Debían decidir si realmente estaban dispuestos a intentarlo o arrojaban la toalla.
—Ven conmigo —dijo suavizando la voz—. Avisaré a los chicos y les diré que no me esperen. No subiremos a Sialouze. Buscaremos una pared más sencilla. Tú y yo. Solos. Juntos.
Era lo más parecido que se le ocurría a un acuerdo de paz y era justo para los dos. Le suponía una renuncia. Los dedos le ardían cuando pensaba en acariciar el muro de roca de Sialouze. El esfuerzo que requería la ascensión, su cuerpo abrazado a la piedra, la atracción del vértigo, la inmensidad del vacío. No era fácil de explicar a quien no lo había vivido. Pero tenían por delante un bonito día de primavera y estaban en los Alpes, en plena Provenza. Había multitud de posibilidades, escaladas más asequibles, sendas a través de cañones, piragüismo…
—¿Qué me dices? ¿Lo intentamos?
Sus compañeros de cordada habían iniciado la ruta la víspera. Ellos se quedaron en Avignon, visitando la fortaleza y paseando por las murallas. Catherine se veía radiante y él también había disfrutado del día. Alquilaron un coche para llegar a Mont Ventoux y pasaron la noche en un exclusivo hotel rural que Catherine había descubierto gracias a una revista de viajes. Las habitaciones estaban pintadas en alegres colores vivos y el mobiliario había sido escogido con mimo. Había jarros de lavanda recién cortada en todas las esquinas y un SPA a disposición de los huéspedes. Estaba dispuesto a renunciar al Sialouze, aunque era la razón por la que habían ido hasta allí. Pero ni siquiera por Catherine y toda su perfecta y deslumbrante belleza, se quedaría encerrado entre las cuatro paredes del hotel los únicos días auténticamente libres de los que podría disfrutar en meses, como muy bien había señalado ella. Por mucho encanto que tuvieran.
Catherine alzó el rostro y respondió:
—No se trata de eso.
El aviso de mensaje volvió a repetirse. No le gustó cómo sonó, no el mensaje, sino el tono de Catherine. Recogió su camiseta del suelo y se la puso. Ella continuaba en la cama con solo la camisa, pero también comenzó a buscar su ropa interior en el cajón de una de las mesillas.
Había una butaca junto a la cama. Mathieu se sentó. Los codos apoyados en los muslos y los dedos pinzando el puente entre las cejas. Lo hacía a veces, cuando necesitaba descargar la tensión. Fue solo un segundo, enseguida se soltó y la miró a los ojos.
—Entonces, ¿qué es?
—No puedo seguir adelante de este modo. Creí que podría, que podríamos, pero me equivoqué.
A pesar de sus imprevisibles y en apariencia espontáneos arranques de pasión, en el fondo siempre tuvo el convencimiento de que era fría. No se le ocultaba que todos sus pasos eran medidos, que no dejaba nada al azar. No si podía evitarlo. No lo había considerado un factor irresoluble. En cierto sentido, también él era así y por eso había creído que podrían encajar.
No solo Catherine se había equivocado.
Sus ojos brillaban. Nunca la había visto llorar. El móvil volvió a pitar. Los dos habían perdido, pero al menos en ese punto, sería ella quien se saliese con la suya.
Le quitó el sonido, pero antes de dejarlo sobre la cómoda y hacerle a Catherine la pregunta que estaba aguardando, tecleó un breve mensaje.
Subid sin mí.
Le enseñó la tarjeta de identificación al vigilante de turno. El gendarme la introdujo en el lector y la barrera se elevó permitiéndole el acceso. Dejó la motocicleta, una Yamaha Hyper Naked MT-10 de color negro con solo algunos detalles en aluminio, en el espacio reservado para el personal y fue a su taquilla a cambiarse. No estaba de servicio activo, así que se trataba de ropa cómoda y adecuada para entrenar.
En los vestuarios solo había hombres, pero la visita habría resultado como mínimo interesante para las mujeres. Los agentes del GIGN —el Grupo de Intervención de la Gendarmería Nacional— dedicaban todas las horas de su jornada laboral a ejercitarse, entrenamiento exhaustivo de alto nivel físico y militar. Excepto cuando surgía una emergencia, por supuesto.
—¡Eh, chicos! Mirad quién ha venido. Pensábamos que a estas alturas estarías en Cannes o en Niza con tu chica Catherine-soy-demasiado-pija-para-sudar. ¡Te rajaste, tío! Eso no se le hace a un compañero.
Philip, cabeza rapada al cero, uno noventa y cinco de altura, y noventa kilos de puro músculo y fibra, le arrojó su camiseta sudada. Mathieu la esquivó.
—No lo pagues con él —terció Jean, uno de sus mejores amigos dentro del cuerpo y también fuera, mientras se ataba las botas—. Cuando salías con aquella tatuadora que era como la hermana gemela de Eduardo Manos Tijeras estabas tan dócil que parecías su perrito.
Los hombres rieron, pero Philip se revolvió agresivo.
—¿De qué coño estás hablando? Las mujeres me suplican a mí, yo no suplico a ninguna mujer. Además, yo no soy el problema, el problema es él —dijo señalando a Mathieu—. La próxima vez que traigas a tu novia, asegúrate de que no nos jode el plan.
En el vestuario se hizo un silencio tenso. Solía ocurrir. Demasiada testosterona junta. Nadie quería agachar la cabeza. Y en parte, Philip tenía razón. Había un código no escrito y una de sus reglas era no dejar colgado a un compañero, ni siquiera por tu propia madre.
—Déjalo estar, Philip —medió Jean. Era otra regla: no disputas, pero Mathieu no necesitaba ayuda. Podía resolver sus propios asuntos.
—Ya no es mi novia. Hemos cortado —dijo secamente.
—«¿Estás diciendo que quieres que lo dejemos?».
Fue lo que le preguntó. Catherine respondió escueta: «Sí». Aunque no terminó ahí la cosa. Luego vinieron reproches, intentos de reconducir la situación, lágrimas, despedidas… Demasiado tiempo y esfuerzo para algo que los dos tenían claro que no podrían salvar. Resultaba más y más evidente con cada palabra que pronunciaban. Después de la discusión aún tuvo que llevarla al aeropuerto de Avignon. Todo eso en una mañana.
Escuchó exclamaciones de sorpresa, incluso algún taco. Uno de ellos proveniente del mismo Philip.
—Joder. Vaya, tío. No tenía ni idea. Perdona —dijo más bajo, y le tendió la mano como gesto de buena voluntad—, siento haber sido tan capullo.
Mathieu se la estrechó.
—No tiene importancia. Olvídalo.
Los demás también murmuraron algunas palabras amistosas. Mathieu solo quería que se olvidaran del tema y pasaran a otro asunto. Por suerte en unos minutos empezarían con las prácticas de simulación y nadie volvería a traer a colación el tema de su vida sentimental.
Jean le echó una mano.
—Te habría gustado, Mathieu. Hicimos cima en cinco horas y doce minutos. Y qué pared. No hay otra como Sialouze. Al día siguiente fuimos a Les Calanques y también estuvo bien, pero ni punto de comparación.
—Lo sé —respondió—. La subí el domingo. —En cuatro horas y cincuenta y ocho minutos. Pero eso no lo dijo.
Otra vez todas las miradas se dirigieron hacia él.
—¿Tú solo? —preguntó Jean.
Levantó el rostro y los enfrentó.
—Sí.
Jean no dijo nada, pero Philip sacudió la cabeza.
—Estás loco, Girard, y lo sabes.
Lo reconocía. Se merecía la reprimenda. Nunca se debía acometer una ascensión en solitario, menos una de grado 7a y extrema dificultad como el macizo de Sialouze. Los agarres estaban recibidos en la roca y los anclajes y las cuerdas te protegían de una caída. Pero podías lesionarte al resbalar, abrirte la cabeza contra el muro de piedra, sufrir un desvanecimiento o que te cayera encima un alud de rocas. También podías ir caminando por una acera de París una tranquila tarde de mayo y que un andamio mal asegurado se desplomase justo cuando pasabas por debajo. La vida estaba llena de riesgos. Había intentado explicárselo a Catherine, pero no había resultado lo bastante convincente.
Philip, Jean y los demás eran distintos. Eran como él. Aunque ante todo debían respetar las reglas, sabía que podían entenderle.
—Quizá —dijo respondiendo a Philip con una pequeña sonrisa—, pero os aseguro que no me arrepiento. Fue impresionante. Llegar allá arriba, sin nadie más… Volvería a hacerlo ahora mismo.
Vio sus miradas de reconocimiento. Sí, ellos le entendían. Los ánimos volvieron a relajarse.
—¿Cuánto tardaste? —preguntó Philip.
—No te lo voy a decir porque no quiero que llores.
—Cabrón… —dijo a la vez que le daba un fuerte empellón en el hombro. Mathieu no se lo tomó a mal. Era su forma amistosa de decir: te envidio—. Un día tenemos que subir solos tú y yo. Sin estas nenazas.
Esa vez los golpes cayeron sobre Philip. La sirena suspendió los amagos de pelea. Los hombres salieron al campo de entrenamiento y empezaron a calentar. Jean se quedó junto a él.
—¿Así que es definitivo lo de tu chica?
—Definitivo. Ya no es mi chica.
Jean sacudió la cabeza.
—No hagas caso a esos idiotas, y no actúes como un idiota tú también. Hay vida más allá de esto. No sé cuál era el problema, pero esa mujer…. No es para alguien como Philip, claro —dijo mirando al aludido que a unos pocos pasos escupía en la hierba—, pero tú tampoco eres como él. Podías haber dejado esto atrás.
Mathieu se revolvió. Aquello se parecía mucho a lo que le había dicho Catherine.
—«Tienes una licenciatura en derecho internacional, hablas cuatro idiomas, ¿por qué tienes que conformarte con ser un simple policía?».
Ahí fue cuando terminó la discusión, pero que lo dijera Jean le molestó aún más.
—¿Tú también crees que lo que hacemos no vale la pena?
Jean torció el gesto.
—No es eso. Solo digo que, a veces, cuando estoy en casa con mi mujer y mis hijos y tengo que marcharme porque han vuelto a subir el nivel de alerta, bien, pues en algunas ocasiones, cuando eso ocurre, me alegraría que fuese otro quien ocupase mi lugar. —Jean hizo una pausa antes de continuar—. De hecho, estoy pensando en pedir el traslado, ¿te parece mal?
Habían comenzado a correr, así que no veía el rostro de Jean, pero era un buen tipo y un buen amigo. Tenía un niño de tres años y una niña de pocos meses esperándole en casa. Su mujer era profesora y había pedido una excedencia para ocuparse del bebé ese año. ¿Cómo iba a parecerle mal que Jean también quisiera estar con ellos?
—Hazlo si es lo que deseas. Si te sirve de algo, tienes todo mi apoyo.
Jean le dirigió una corta sonrisa sin interrumpir la carrera.
—Sí que sirve. Por eso escúchame, de amigo a amigo. Si de verdad te gusta esa chica, llámala y dile que estás muy arrepentido y acepta un puesto de asesor en alguna de las empresas de su familia. Si no lo haces por ti, hazlo por mí. Así podré ir algún día a verte y pedirte que me devuelvas el favor. Me conformaría con ser jefe de seguridad o escolta privado.
—Eres un mamonazo.
Jean soltó una carcajada y apretó la carrera. Mathieu dejó que se adelantase. Sabía que no hablaba en serio, pero aun así la sugerencia no le había hecho maldita gracia. La familia de Catherine tenía dinero y no solo dinero. Poseían poder, influencias, ocupaban puestos en consejos de administración de importantes holdings empresariales… Ella iba de independiente y decía que su trabajo como analista de mercados en una de las mayores entidades bancarias del país se lo había ganado solo gracias a sus propios méritos —que él no le negaba—. Pero lo primero que había hecho a las pocas semanas de comenzar a salir juntos, era proponerle una oferta muy parecida a la que acababa de sugerir Jean.
Él le había dejado claro que no tenía ninguna intención de dejar el GIGN. Mathieu pensó entonces que no se había dado por vencida. También supo que nada de lo que dijese o hiciese Catherine le haría cambiar de opinión.
Subió el ritmo de carrera, pero apenas había dado media vuelta al campo, cuando su localizador personal comenzó a sonar. Y el de Jean, el de Philip… Muchos hombres por todo el campo y fuera de él, en las salas de tiro o en la torre de pruebas, recibieron el aviso.
El mensaje era idéntico para todos. Por aquel día, el entrenamiento se daba por concluido.
—Uno o más individuos armados mantienen retenidos en un supermercado a un grupo de entre doce a quince personas, entre ellos un niño de seis años. Se han efectuado disparos y el propietario ha resultado muerto o herido grave. Varios testigos afirman haberle visto caer al suelo tras escuchar un disparo. Aún no ha podido ser atendido por personal sanitario. El agresor o agresores no han sido identificados. No se descarta un posible ataque yihadista.
Las palabras se sucedían con rapidez y el transmisor las dotaba de un timbre metálico cargado de estática. La voz y los datos llegaban con frialdad, limpios de toda emoción, aunque tras el tono neutral se percibía la tensión. Situación del supermercado, accesos, planes de evacuación y otras contingencias. Los hombres permanecían sentados en la trasera del furgón, portando sus armas, silenciosos y en estado de máxima concentración.
Una mañana cualquiera de martes en París. Un asalto a un supermercado kosher en el tranquilo barrio de Bercy, al sureste de la ciudad. Doce o más personas que a aquellas horas podían estar muertas. Quién sabe si habría más en riesgo en otros puntos. El modus operandi habitual en los atentados islamistas. Que el asalto se hubiese producido en un establecimiento dedicado a la venta de alimentos considerados puros por los judíos más ortodoxos, había hecho saltar todas las alarmas.
—Treinta y dos minutos desde que se oyeron los primeros disparos.
Veintiséis desde que sonó la alerta en el busca. Doce para ponerse el uniforme reglamentario: botas, pantalón, chaqueta, pasamontañas, guantes protectores, chaleco antibalas, casco con visera, los correajes para las armas cortas, la munición y el fusil de asalto. Otro más para subir al furgón blindado. Veintidós, según la previsión oficial, para atravesar París a toda velocidad con las sirenas puestas y sin detenerse en semáforos ni cruces gracias a los motoristas que abrían el camino por delante de ellos y les dejaban vía libre. Podía parecer poco o mucho, según la óptica de quien observase. Cuarenta minutos esperando una posible sentencia de muerte eran sin duda demasiados, pero en las situaciones límite el tiempo cobraba una dimensión distinta, perdía consistencia, resultaba complicado ceñirse a una escala. No importaba tanto el tiempo, lo que contaba era el resultado.
—Llegada prevista en un minuto.
El furgón se detuvo con un frenazo seco. Mathieu accionó el mando de la puerta y bajó cuando todavía estaban en movimiento. El vehículo con otra de las brigadas llegó a continuación y aparcó en paralelo.
Los gendarmes habían acordonado la zona. A una distancia prudente, pero suficiente para permitir la observación se encontraban periodistas, vecinos, familiares alarmados, curiosos, muchos coches oficiales y sanitarios. Ambas brigadas se mantuvieron al margen, convertidos en el centro de atención de todas las esperanzas y las miradas.
Su mera visión ya era intimidante. Vestidos por completo de negro, fuertemente armados, perfectamente sincronizados, con cientos de horas de entrenamiento intensivo a sus espaldas. Parecían escapados de alguna película de acción futurista. Una visión oscura y nada confortadora. No era un efecto a subestimar.
Los GIGN, la unidad de élite de la policía francesa. Ni siquiera en las fuerzas armadas había muchos otros cuerpos que alcanzasen su nivel de especialización en situaciones de crisis. La liberación en 1994 de un Airbus con más de doscientos pasajeros a bordo, en las que las únicas víctimas mortales fueron los secuestradores, constituía una de sus acciones más conocidas y exitosas. Mil balas disparadas en el reducido espacio del Airbus. Trece efectivos del GIGN heridos. Cuatro terroristas armados con fusiles AK-47 y ametralladoras UZI abatidos. Ninguna víctima mortal entre los civiles durante el asalto.
Cuando sucedió, Mathieu solo tenía siete años. Siguió el secuestro en las noticias, los tres días, sin despegarse del televisor hasta que se produjo la liberación. Su padre estaba dentro de aquel avión. Viajaba a Argelia por cuestiones de trabajo. Era ingeniero en una de las plantas de extracción de gas. Después le contó que todo fue tan rápido que apenas recordaba cómo ocurrió, cómo fue cuando aquellos hombres uniformados invadieron el avión. Solo que estaba seguro de que moriría, que todos morirían. Pero no murió. Ellos le salvaron.
En cuanto finalizó los estudios de Derecho comenzó a prepararse para acceder al cuerpo de policía. Se lo había prometido a su madre, terminaría la carrera y luego decidiría. La decisión fue seguir adelante. Ni la incomprensión feroz de su madre ni el afecto preocupado de su padre pudieron impedirlo. Aprobó las pruebas de acceso y, tras dejar transcurrir los dos años reglamentarios, presentó la solicitud para ingresar en el GIGN. Se la concedieron a la primera. Pronto haría tres años.
Desde entonces había vivido en primera persona numerosas intervenciones con rehenes, siempre protagonizadas por delincuentes comunes. Atracadores atrincherados en bancos puestos hasta las cejas de drogas sintéticas. Padres de familia que desencadenaban un escenario de horror en los cuartos de estar de sus propias casas y amenazaban con quitarse la vida, pero siempre fracasaban, no así con sus hijos o sus esposas. Enfermos aquejados de trastornos mentales severos que almacenaban verdaderos arsenales debajo de sus camas y decidían un buen día emplearlos contra sus vecinos.
Ningún atentado terrorista. Ninguna auténtica situación de caos y emergencia nacional, como la masacre del Bataclan o la crisis del semanario Charlie Hebdo. Por aquel entonces ya formaba parte del GIGN, pero tenía como destino asignado Lille, no París. Sin embargo, no se consideraba un novato. Estaba preparado.
—Brigada Alfa, puerta de acceso principal. Brigada Bravo, accesos interiores.
Mathieu formaba parte de la brigada Bravo. Habían ensayado el protocolo cientos de veces hasta convertirlo en una coreografía ejecutada al milímetro. Dos hombres agazapados y protegidos con escudos a ambos lados de la puerta principal. Tres más tras cada uno de ellos a muy corta distancia. Los unos inmediatamente a continuación de los otros. Las viseras de los cascos bajadas. El rostro oculto por el pasamontañas. Armas cortas y largas en posición de ataque. Lanzagranadas de humo dispuestos y equipos térmicos diseñados para permitir la visión a través de los gases. Listos y esperando solo una orden. Dispuestos a arriesgar sus vidas porque ese era su trabajo. El trabajo que no le gustaba a Catherine. De ahí la discusión y finalmente la ruptura. No se trataba de la montaña, era todo lo demás.
—Brigada Alfa lista y en posición.
Desde las calles y los bloques vecinos sus movimientos eran registrados por decenas de cámaras. Una y otra vez los portavoces de la policía insistían en la necesidad de mantener el secreto de las actuaciones, pero las advertencias resultaban inútiles. En aquel mismo instante las imágenes pasaban de móvil a móvil a una velocidad exponencial, diez, cien, diez mil, revelando posiciones y tácticas, cantidad de hombres y armas. Seguramente también Catherine habría oído ya las noticias.
—Brigada Bravo accediendo a las entradas interiores.
El supermercado compartía aparcamiento subterráneo con el resto de viviendas y oficinas del edificio. Los gendarmes habían bloqueado los ascensores y se habían ocupado de desalojar a los civiles. Solo tenían que preocuparse de los rehenes. Liberarlos y devolverlos a sus hogares sanos y salvos. Neutralizar a los atacantes. También sobre aquello existía un protocolo de actuación. Disparos al hombro u otras zonas no vitales siempre que no implicase riesgo para la vida de los rehenes ni de los agentes. Mathieu había pasado horas y horas practicando en los ejercicios de tiro. Tenía una efectividad del noventa y nueve por ciento con un objetivo estático.
—«¿Lo harías?» —había preguntado ella en una ocasión—. «¿Dispararías a matar?».
No le gustó lo que vio en su expresión: la condena por adelantado, como si le acusase ya del delito de erigirse en juez y verdugo.
—«Supongo que no lo sabré hasta que llegue el momento».
—«Me gustaría que no tuvieses que hacerlo. No querría estar en tu lugar. No querría tener que tomar esa decisión».
Tampoco él. Pero no trató de justificarse ni intentó que lo entendiera. En realidad, por aquel entonces ya había comenzado a admitir que su relación con Catherine no tenía futuro.
—Los análisis de las grabaciones de las cámaras de seguridad de los comercios vecinos han facilitado una posible identificación positiva. Se trata de Dominique Bouadla, veintiséis años, francés, hijo de emigrantes argelinos, delincuente común. Antecedentes por atraco y robo con fuerza. Los servicios de información no tienen constancia de su vinculación al DAESH. Aparentemente entró en solitario en el establecimiento, se desconoce si tiene algún cómplice en el interior.
La información llegaba con fluidez. La situación parecía más sencilla de lo que inicialmente se temía. Un único asaltante, quizá un atracador que se había puesto nervioso y no sabía cómo salir del lío en el que se había metido. Solo tendrían que entrar, evitar que siguiera siendo un peligro y devolver al resto de implicados a su rutina.
La puerta del almacén estaba cerrada con llave. Un agente desmontó la cerradura en menos de veinte segundos y sin hacer ningún ruido. Los demás le rodeaban con las armas en alto, listos para intervenir.
—Brigada Bravo. Acceso posterior habilitado. Solicitamos autorización —comunicó Vincent Ledoux, treinta y ocho años, grado de mayor y uno de los hombres en activo con más experiencia en el cuerpo.
—Autorización concedida, brigada Bravo. Procedan a intervención según código 3.
—Código 3 operativo —replicó Ledoux antes de volverse hacia Mathieu—. Girard, vienes conmigo. Los demás, manteneos alerta.
No tuvo que responder. Bastó con una mirada y un leve asentimiento. Ledoux abrió la puerta. Muy despacio empujó la hoja desde el quicio, utilizando el resguardo de la pared. Esperaron en tensión, las pistolas y los rifles apuntando hacia el vacío. Estaba oscuro. No se oía nada.
—Ahora.
Hileras de estanterías metálicas, cajas, botellas, olores intensos y mezclados que se colaban incluso a través del casco. Las luces estaban apagadas y a ninguno de los dos se le pasó por la cabeza encenderlas.
Avanzaron con lentitud, midiendo cada paso, evitando tropezar y delatar su presencia. El almacén era de dimensiones reducidas, no más de cuatro metros de ancho y siete u ocho de largo, pero el espacio estaba aprovechado al máximo. Los envases de detergente se apilaban formando torres inestables y torcidas. Las cajas vacías se amontonaban desordenadas en un rincón.
Algo se movió con rapidez frente a ellos.
Apuntaron a la vez y en la misma dirección. Un gato de pelaje tan negro como sus uniformes se escabulló entre los embalajes de cartón.
—Joder —musitó Ledoux con voz casi inaudible.
Aguardaron sin hacer un solo movimiento, con la vista fija en la estrecha franja de luz que se filtraba a través de una rendija. La puerta que les conduciría al supermercado y a Bouadla.
Cruzaron una mirada. Ledoux asintió y continuaron el avance conforme al plan establecido.
Código 3, un perfil de actuación bajo. Entrada discreta, tratando de sacar el máximo partido del factor sorpresa. Se empleaba cuando el número de rehenes era elevado, no así el de secuestradores. Si el asaltante era solo uno, no sería difícil reducirle, incluso para dos únicos agentes. Si intervenían con una fuerza mayor —un asalto por la puerta principal, como el secuestrador estaría aguardando— era más probable que se produjeran heridos entre los civiles.
Solo tenía un inconveniente: el riesgo era aún mayor para los hombres que hacían de avanzadilla.
Mathieu estaba tranquilo, aunque no era esa la palabra que mejor lo describiría. Se sentía sereno, concentrado, expectante, en tensión. No tenía miedo. Quizá era absurdo y se debía a que aún no había vivido suficientes experiencias duras, aunque en los años que llevaba en el cuerpo —y también fuera, en la montaña— había acumulado unas cuantas situaciones críticas. Catherine le había dicho que era de locos o de inconscientes, que cualquier persona con dos dedos de frente evitaría poner en peligro su vida y no se dedicaría a buscarlo a diario. Él había tratado de defenderse. No porque tratase de convencerla, sabía que sería en vano, sino porque no era justo. Claro que había un riesgo, pero no se trataba de locura ni de inconsciencia, era una incertidumbre bajo control. Llevaban los chalecos, tenían el entrenamiento, sabía cómo actuar en cada circunstancia, escoger la opción más ventajosa. Era como en la montaña. «Sigue los pasos, respeta las normas, prepárate a conciencia y luego hazlo». También era cierto que, igual que en la montaña, o en el deporte de competición, o en cualquier actividad extrema y arriesgada, existía una parte de desafío personal, de reto ante ti y ante los demás. Requería de la tenacidad precisa para seguir adelante.
Llegaron a la puerta. Mathieu sintió el flujo del torrente sanguíneo circulando con más fuerza en las sienes y en el cuello. Había estudiado las respuestas químicas del organismo ante las situaciones de estrés. Eran beneficiosas y actuaban en su favor. Crecía la producción de adrenalina y cortisol, subían las pulsaciones, se ensanchaban los capilares, las pupilas se dilataban y se extremaba la capacidad de alerta y respuesta.
Ledoux se situó contra la pared. Mathieu se quedó ante el umbral. La mirada fija en aquella puerta que su superior comenzó a entornar. La respiración controlada. El MP5 a la altura del hombro. Cada cargador tenía treinta balas y podía dispararlas a una velocidad de ochocientas por minuto con un alcance de seguridad de hasta cien metros. Pese a tanta eficiencia letal, la prioridad era no usarlas a la ligera, no causar bajas innecesarias, salvaguardar a toda costa las vidas que trataban de proteger. Esa era la razón por la que Ledoux había escogido a Mathieu y no a cualquier otro. Por su habilidad como tirador.
Todos los agentes destacaban por sus cualidades físicas. Debían pasar unas duras pruebas antes de ser admitidos, adiestrarse en la desactivación de explosivos, hacer prácticas de paracaidismo y submarinismo, lucha cuerpo a cuerpo, artes marciales; además debían disparar mejor que bien, con excelencia. Si querían pertenecer a los GIGN debían ser los mejores en todo, pero una vez que estaban dentro cada uno tenía asignada una misión dentro del área en la que destacara. Mathieu Girard sobresalía como tirador. Mes tras mes los informes le clasificaban entre los diez primeros. Era el primer sorprendido. No lo buscaba, no lo pretendía. Simplemente ocurría.
En los tres años que llevaba en el cuerpo había actuado como tirador avanzado en numerosas intervenciones reales. Había disparado a cuatro hombres. Con los cuatro procedió del mismo modo: disparo al hombro derecho y avance hasta apuntar a quemarropa contra el pecho. Si se hacía bien, era efectivo: soltaban el arma, el brazo quedaba inutilizado y, si apreciaban su vida —¿y quién no la apreciaba?—, no se les ocurría hacer ni un solo movimiento. Los cuatro se recuperaron tras la intervención quirúrgica y no les quedaron secuelas graves.
Sin embargo, era lo que peor sobrellevaba, peor que la ansiedad por llegar demasiado tarde, que la posibilidad de resultar herido, gravemente herido, una lesión medular, algo que le imposibilitase continuar con la vida tal y como la entendía. Podía controlar todo aquello, pero le inquietaba que llegara el día en que tuviera que decidir y escogiera la alternativa incorrecta. Le preocupaba equivocarse, bien por una vacilación o por una acción precipitada.
Catherine le habría respondido que lo dejase, que abandonase antes de que tuviera que arrepentirse de no haberlo hecho antes.
Pero era otra de las cosas que nunca había llegado a contarle.
Ledoux alzó el pulgar de su puño derecho en una silenciosa cuenta atrás. Así hasta tres. Primero cruzó Ledoux e inmediatamente lo hizo él.
Un recuadro estrecho, un refrigerador con bebidas, un mostrador repleto de frutas y verduras, estanterías impidiendo la visión de la zona de entrada y las cajas. Ningún hombre armado, ningún rehén, ningún herido. Sonidos confusos. Costaba discernirlos a través del casco. Llegaban bajos, amortiguados. El llanto sofocado de un niño, ruegos suplicantes y angustiados: «Por favor, por favor, déjenos marchar», un hombre hablando en árabe, rezando en árabe. Era uno de los idiomas en los que Mathieu se defendía. Varios veranos los había pasado en Argelia con su padre. Pero, aunque no hubiese sido así, igualmente habría podido reconocer aquella frase.
En el nombre de Allah, el misericordioso, el compasivo…
Bouadla era francés, pero hijo de argelinos. Se obligó a repetirse que eso no quería decir nada, el siete por ciento de la población practicaba la fe en el islam. No era un delito ser musulmán ni tampoco rezar. Sí lo era asaltar un supermercado, disparar al dueño, retener y amenazar de muerte a los clientes. Pero los GIGN no eran ejecutores, no eran soldados, no eran jueces.
No si no era estrictamente necesario.
Avanzó por el pasillo lateral, pegado a las estanterías. Ledoux lo hizo por otro en paralelo. Estaban solos, pero sabía que bastaría una única palabra para que todos los efectivos entrasen en tromba en el local. Podían haberlo llenado todo de humo, arriesgarse a introducir un dron, pero los analistas de crisis habían diagnosticado que el caso no presentaba complicaciones. Un único agresor, un atracador reincidente.
Se detuvo al final del pasillo y utilizó la mira integrada en el cañón del fusil y conectada al visor interno del casco. Hombres y mujeres tendidos en el suelo, un niño acurrucado junto a su madre, el dueño con un disparo en el vientre, sangrando, la mano cubriéndole la herida; aún respiraba, aunque con dificultad. Un joven con una cazadora negra de cuero, en pie y de espaldas, con la cabeza inclinada sobre el pecho. Él era quien rezaba.
Allah akbar. Allah akbar.
No le veía las manos, no sabía con qué amenazaba a los rehenes ni cuál era el brazo que empuñaba el arma. No podía abatirle por la espalda sin asegurarse de que siguiera siendo una amenaza, a no ser que le disparase a la nuca.
No iba a dispararle a la nuca.
Mathieu vaciló. Podía esperar, aguardar a que se volviera. Solo un poco más. Algunos segundos. Quizá Ledoux tuviese un ángulo mejor.
Entonces lo hizo, se giró. Bouadla se dio la vuelta y Mathieu vio la pistola, una Griazev de fabricación rusa, capaz de atravesar los chalecos antibalas. También vio por la cazadora entreabierta el cinturón de explosivos plásticos adosados a su cuerpo, el móvil que accionaría la detonación.
—La ilaha illa Allah…
Abandonó el resguardo de la estantería. Registró la sorpresa en los ojos de Bouadla, las pupilas agrandándose, el mínimo amago de movimiento de su brazo. No tuvo tiempo de nada más. Mathieu efectuó un único disparo. El hombre cayó hacia atrás empujado por la violencia del impacto.
Mathieu cerró los ojos, solo una décima de segundo. Luego los abrió y contó, esperando la detonación. Tres. Dos. Uno.
No ocurrió. El cuerpo de Bouadla se golpeó contra el suelo, pero no se produjo la explosión. Los rehenes gritaban aterrados. La mujer abrazaba a su hijo y lo cubría con su cuerpo. Ledoux apareció a su espalda, cubriendo los flancos en previsión de la posible presencia de más cómplices.
—Agresor abatido. Porta explosivos C4 conectados a un dispositivo electrónico —comunicó Ledoux por la línea interna.
La brigada apostada en la puerta principal irrumpió en el local. Comenzaron a evacuar a las víctimas. Algunos echaron a correr en cuanto sonó el disparo, pero otros se mostraban aturdidos, necesitaban ayuda para incorporarse y caminar. Philip cargó con la mujer y con su hijo en sus propios brazos, el MP5 a la espalda y la pistola enfundada en la cartuchera. Los demás registraban todos los rincones. Abrían puertas de aseos y buscaban cualquier lugar donde alguien más hubiera podido esconderse.
—Evacuación completada. ¡Rápido, todos fuera excepto Montand! —ordenó Ledoux.
El artificiero se aproximó al cadáver de Dominique Bouadla.
—Buen trabajo, Girard. Ya me encargo yo. Salid todos.
Ledoux le estrechó por el hombro. Aquel mínimo gesto consiguió relajar un poco la tensión que atenazaba todos los músculos de su cuerpo. Antes de abandonar el supermercado dirigió un último vistazo al rostro desfigurado por la bala.
Al menos por aquella vez no había resultado tan difícil tener que decidir.
Se apoyó contra el lateral del furgón, fuera del alcance de cámaras y curiosos, y se quitó el casco y el pasamontañas. Agradeció el aire fresco en el rostro. Si Bouadla hubiese detonado los explosivos no habría vuelto a respirar nunca más. Ni el chaleco, ni el casco ni las armas habrían servido de nada. A esas alturas estarían hechos pedazos junto con los escombros del supermercado.
Esa había sido la verdadera duda. El problema que había tenido que procesar en las décimas de segundo que transcurrieron desde que vio los explosivos hasta que accionó el disparador. Podía haberse precipitado y hacer que saltasen por los aires. A veces la única opción era tratar de negociar. Pero la expresión de Bouadla —y la experiencia, la lógica, la intuición, el sentido común— le advirtieron de que su intención era inmolarse y llevárselos a todos consigo. Que hubiese llegado tarde para impedirlo y en el momento oportuno para convertirse en otra de sus víctimas era algo que no cabía rectificar.
El tiempo se había ralentizado mientras aguardaba la detonación.
No había visto pasar su vida ante sus ojos. Solo había esperado, sintiendo el latido de su corazón, cada pulsación retumbando fuerte en su cabeza, en su pecho, como si también fueran a estallar de un segundo a otro.
—Estaba aguardando a que entrásemos para detonar los explosivos. Los rehenes lo han confirmado —dijo Jean acercándose a Mathieu a la vez que también se quitaba el casco—. «Esperaré a que entren los policías y luego se acabó. Recibiremos el juicio de Allah» —apostilló dando a sus palabras un leve acento del Magreb y un marcado toque de sarcasmo.
Jean, igual que Philip y otros cuantos más, formaba parte de la brigada Alfa. La que se encontraba apostada junto a la puerta, la que habría recibido todo el impacto de la explosión si hubiesen optado por la intervención frontal y directa.
—Gracias, Jean. Es bueno saberlo. —No se había permitido poner en duda la seguridad de que había hecho lo correcto, pero al fondo del todo persistía cierto asomo de inquietud. ¿Y si el cinturón de explosivos hubiese sido falso? Si solo se hubiese tratado de una imitación bien conseguida. Otro chalado tratando de conseguir su inefable minuto de fama.
Philip también se les unió. Le palmeó en la espalda con fuerza. Venía de buen humor.
—Relájate, Girard. Eres la estrella de la semana. Hasta tu chica se arrepentirá después de esto e irá a chupártela esta noche a tu apartamento. Math, Math, eres mi héroe… —dijo entre jadeos en una mala imitación femenina.
Rompió a reír a carcajadas y algunos más le corearon. Sobre Mathieu llovieron golpes, abrazos y empellones cariñosos. Él lo soportó todo con una sonrisa. Si la decisión del mando operativo hubiese sido otra, en aquel momento estarían tratando de rescatar los cuerpos de aquellos mismos compañeros de entre los restos humeantes del supermercado. Había buenas razones para sentirse eufóricos.
—Vamos, señores —dijo Ledoux poniendo un poco de seriedad al grupo—. Se acabó la fiesta. Volvemos a casa.
El dispositivo adosado al cinturón de Bouadla era sencillo y los artificieros habían conseguido desactivarlo sin mayores problemas. Ahora otro equipo especializado se encargaría de transportar y almacenar en un lugar seguro los explosivos.
El trayecto de regreso fue mucho más relajado que el de ida. Las bromas y las risas continuaron. La reacción habitual después de la tensión.
—Tarde libre para todos los que han participado en el operativo. Mañana a las ocho, reunión de trabajo para analizar la capacidad de respuesta y las posibles mejoras a introducir. Hasta entonces diviértanse. Abracen a sus hijos. Los que los tengan —añadió Ledoux anticipándose al comentario obsceno que Philip musitó entre dientes y que hizo soltar más risas a los que tenía cerca—. Y gracias a todos por su contribución.
Se pusieron en marcha. Todavía tenían tareas pendientes antes de regresar a sus casas. Depositar las armas en la armería, deshacerse del uniforme… El informe podrían elaborarlo desde su propio ordenador y adjuntarlo más tarde al expediente. Cuando todo estuvo en orden, Mathieu terminó de vestirse y recogió el móvil de la taquilla.
Desbloqueó la pantalla sabiendo lo que iba a encontrarse. Docenas de llamadas perdidas y mensajes. De su madre, de su padre, otros familiares, amigos… Catherine.
No tenían la seguridad de que estuviese entre los que participaban en el operativo. Había ochenta efectivos del GIGN en París, y solo veinticuatro habían participado en la operación. Pero siempre que ocurría algún incidente, una noticia que saltaba a los medios, el móvil se le colapsaba. Aunque sucediese en Burdeos y él estuviese en Lille. Cada vez que se anunciaba una nueva alerta llovían los mensajes preguntando si estaba bien, si se encontraba a salvo, si había razones para temer un nuevo peligro.
Reenvió a todos las mismas palabras tranquilizadoras. Estoy bien. No os preocupéis. Más tarde llamaría a su madre, a su domicilio de Lyon, y le explicaría lo sucedido. Imaginó su reacción. El silencio que se haría, luego musitaría que había hecho bien. Al menos eso esperaba. También llamaría a su padre en Laghouat, y él respondería antes y después volverían a tener la misma conversación que tantas otras veces habían mantenido, que Occidente no podía responder al problema aislándose y mirándose el ombligo, que la solución no pasaba por la fuerza y la violencia.
Mathieu no podía estar más de acuerdo.
Deslizó la pantalla y se detuvo en el último número que apareció en el visor. Pulsó la rellamada. Catherine respondió al tercer toque de aviso.
—¿Mathieu? ¿Eres tú? ¿Estás bien? —La voz tensa, nerviosa. No costaba reconocer la inquietud.
—Sí, soy yo. Disculpa que no haya contestado antes. Hasta ahora no he podido mirar el móvil.
—Me enteré por las noticias —dijo aún alterada—. Están diciendo que llevaba suficientes explosivos como para volar todo el edificio. ¿Estabas allí? ¿Estabas entre ellos?
Tardó un poco en contestar. Le dio tiempo a coger el casco de la moto, a subirse la cremallera de la cazadora y a decidir que tampoco se lo iba a contar a Catherine. No por teléfono.
—Estaba allí y también los demás, Jean, Philip… Todo el grupo de Mont Ventoux. Los conoces.
—¿Philip es ese tipo alto y rapado que parece tener ocho años de coeficiente mental y catorce de edad hormonal?
Mathieu rio y Catherine también al otro lado de la línea. Era bueno oírla. Le recordó algunas madrugadas cuando los dos olvidaban el trabajo, los respectivos trabajos, y solo eran ella y él, desnudos y desvelados entre las sábanas.