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Retrato de la santa, del convento de Santa Teresa de Ávila.

Santa Teresa de Ávila

(Ávila, 28 de marzo de 1515 - Alba de Tormes, 15 de octubre de 1582)

RELIGIOSA Y MÍSTICA ESPAÑOLA

CANONIZADA en 1622 por Gregorio XV
RECIBE SEPULTURA en la basílica de Santa Teresa de Alba de Tormes
SE CONMEMORA el 15 de octubre
PROTEGE a los escritores, los huérfano y las personas en busca de gracia
SU SÍMBOLO es el lirio

SANTUARIO PRINCIPAL Basílica de Santa Teresa de Alba de Tormes y convento de la Encarnación de Ávila

Mística y doctora de la Iglesia

El 27 de septiembre de 1970, el papa Pablo VI proclamó a santa Teresa de Ávila Doctora de la Iglesia Universal: fue la primera mujer de la historia en recibir tal reconocimiento. Teresa de Ávila fue un personaje muy relevante en la Reforma católica del siglo XVI, fundó numerosos monasterios y supo unir de forma admirable vida activa y vida contemplativa, experiencias místicas y discusiones con notables, abogados o con superiores de la orden carmelita. También fue una escritora de gran trascendencia: la historia de su vida revela tal fuerza interior que Edith Stein, tras haberla leído, no solo se convirtió al catolicismo, sino que entró como monja en la orden carmelita.

Frère Roger, luterano, el fundador de la comunidad de Taizé, dice de ella:

Santa Teresa de Jesús ganaba, discutía de asuntos, escribía y vivía al mismo tiempo, en su vida profunda, en intimidad con Dios. No en vano esta mujer es desde siempre un modelo clásico de vida contemplativa.1

El martirologio romano sintetiza de este modo su vida:

Entrada en Ávila, España, en la orden carmelita y convertida en madre y maestra de una estrecha observancia, dispuso en su corazón un recorrido de perfeccionamiento espiritual bajo el aspecto de una elevación por grados del alma a Dios; debido a la reforma de su orden pasó por muchas tribulaciones, que siempre superó con invicto ánimo; también escribió libros impregnados de alta doctrina y cargados de su profunda experiencia.

En el interior de la basílica de San Pedro, la estatua de Teresa de Ávila (o Teresa de Jesús, que es el nombre que adoptó cuando entró en el monasterio reformado, cambiando el suyo como si fuera una novicia) figura entre las de los fundadores de órdenes religiosas. En el pedestal puede leerse: «Madre espiritual y fundadora», puesto que su reforma renovó el Carmelo hasta tal punto que lo convirtió en una nueva orden.

Teresa de Jesús hizo mucho no solo por los carmelitas y la Iglesia, sino también por los cristianos de todos los tiempos, que en sus escritos han hallado y hallan una guía espiritual y una luz; y en ella, a una mujer que pasó por dolores y adversidades de todo tipo con valentía y determinación, siempre con el apoyo de una certeza inquebrantable: solo Dios basta.


1 Citado en C. Ros, Teresa di Gesú. Vita, messaggio e attualità della Santa di Avila, Cinisello Balsamo, San Paolo Edizioni, 2016.

La infancia

Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo del año 1515 en Ávila, Castilla, en el seno de una familia de origen judío de hidalgos, la pequeña nobleza que transmitía el título por la línea masculina. De hecho, su abuelo era un «converso», es decir, un judío convertido al cristianismo, que emparentó con familias nobles a través del matrimonio de sus hijos.

Era una época de gran auge de la potencia española, el denominado Siglo de Oro. Tras el viaje de Cristóbal Colón que llevó al descubrimiento del Nuevo Mundo, España extendió sus dominios a amplios territorios de la América central y meridional, lo que le supuso inmensas riquezas, mientras que en el plano interno, la monarquía se sentía cada vez más fuerte y asumió el deber de proteger a la Iglesia en su lucha contra los árabes y la herejía, que en Europa adoptó las características de la Reforma protestante de Martín Lutero.

La pequeña Teresa fue bautizada en la iglesia de San Juan de Ávila el 4 de abril, el mismo día en que, por una curiosa coincidencia, se inauguró el monasterio de la Encarnación de la misma ciudad, que tanto tendría que ver en su vida.

La suya era una familia numerosa —Teresa fue la sexta de once hijos—, que en el libro de la Vida describió como llena de virtudes cristianas; el mantenimiento de la fe católica estaba rígidamente supervisado por el padre, Alonso Sánchez de Cepeda, y por la madre, Beatriz de Ahumada. Las lecturas con las que se formó Teresa fueron las vidas de los santos, como convenía a una joven, pero también esas novelas de caballerías que tanto habían inflamado a otra relevante figura del catolicismo español, Ignacio de Loyola, nacido pocos años antes.

En 1522, la muchacha huyó de su casa junto con Rodrigo, uno de sus hermanos, con la intención de ir a evangelizar a los «infieles» aunque fuera a costa de morir como mártires. Sin embargo, los encontraron pronto a los dos y los llevaron de nuevo a casa de los padres:

Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo.2

Por desgracia, su madre murió pronto (en diciembre de 1528 o enero de 1529), probablemente a consecuencia de las complicaciones de su último parto, del que había nacido Juana. Teresa tenía casi doce años y, desesperada, buscó consuelo en la Madre de todos:

Apenas empecé a entender lo que había perdido, abatida fui ante una imagen de Nuestra Señora y le supliqué con muchas lágrimas que ella fuera mi madre.3

La imagen a la que la muchacha acudió en busca de ayuda fue posteriormente identificada con Nuestra Señora de la Caridad, colocada en la actualidad en la catedral de Ávila, pero que en aquel momento se hallaba en la capilla de San Lorenzo, que hoy ya no existe.

Teresa se quedó huérfana justo en el momento de la pubertad, cuando empezaba a descubrir las pequeñas vanidades de las jóvenes: se ponía vestidos elegantes e incluso apareció un primer cortejador. Tras la muerte de la madre, fue María, la hermana mayor, quien debió ocuparse de los hermanos más pequeños hasta que en 1531 se casó. Al padre no le gustaba mucho la idea de tener a una adolescente en casa sin una guía que la vigilase y, por lo tanto, decidió enviar a Teresa al convento de las monjas agustinas de Nuestra Señora de García.

Carlos I y Felipe II

Gracias a la hábil política matrimonial de sus predecesores, Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico (emperador entre 1519 y 1556) se convirtió en el soberano español en cuyo Imperio «no se ponía nunca el sol»: a las posesiones de la Corona en Europa y Sudamérica se unió el Imperio de los Habsburgo; España era la primera potencia mundial.

Tras haber consolidado la corona imperial luchando contra el rey de Francia Francisco I, a quien no le gustaba ver su Estado cercado por las posesiones españolas, Carlos I se erigió como defensor del catolicismo. Se empeñó también en reconstruir la unidad de la Iglesia, rota por la reforma protestante de Martín Lutero, quien, en 1517, había fijado en la puerta de la catedral de Wittenberg sus noventa y cinco tesis contra la práctica de vender indulgencias, gracias a la cual el papa recaudaba fondos para convertir Roma en una ciudad cada vez más suntuosa y repleta de monumentos.

Asimismo, el reinado de Carlos I vivió algunas divisiones: aunque en España el catolicismo no se discutía, en los dominios de los Habsburgo se extendían las guerras de religión, que ensangrentaron toda Europa durante la segunda parte de su reinado.

Su hijo Felipe II , que reinó entre 1556 y 1598, solo heredó los dominios españoles, mientras que los alemanes pasaron al hermano de Carlos, Fernando; de todos modos, España continuó siendo el estado europeo más fuerte y Felipe II mantuvo la política paterna de defensa del catolicismo y, sobre todo, de la Iglesia, distinguiéndose por su gran celo. Luchó también en primera fila en la batalla de Lepanto (1571), de la que los turcos salieron derrotados y con su avance en Europa bloqueado, y se obstinó en defender a su país de las infiltraciones protestantes, que podían entrar por la vecina Francia, afligida por las guerras de religión y de poder entre los católicos y los hugonotes.

Felipe II apoyó los esfuerzos del Concilio de Trento (1545-1563), que, con sus resoluciones para llevar a cabo la llamada Reforma católica (o Contrarreforma), intentaba volver a dar credibilidad y fuerza a la Iglesia, a través de un mayor rigor moral y una formación más atenta del clero (en esta época se instituyeron los seminarios). Mientras tanto, la Inquisición dominaba la situación general, un ambiente en el que cada vez se difundían más el recelo y la intolerancia.

El primer monasterio

A Teresa al principio no le gustó mucho la idea de vivir recluida en un monasterio, y ante la perspectiva de tomar el velo sintió lo que ella misma definió como «una aversión muy fuerte». Aun así, en la monja que guiaba a las internas encontró una compañía agradable y le gustaba conversar con ella. Fue en este monasterio donde aprendió las primeras nociones de la oración, que más adelante se convertiría en una parte tan importante de su espiritualidad. Poco a poco, aquella fuerte aversión se fue transformando en una duda, estimulada por las lecturas que Teresa hizo en ese periodo, entre ellas el Epistolario de san Jerónimo. Profesar empezó a perfilarse como un posible camino, también porque al parecer la idea de casarse tampoco le atraía demasiado. Pero Teresa tenía una certeza: si pronunciaba los votos, no sería entre las agustinas.

Tras un año y medio en el monasterio de Nuestra Señora de García, sin embargo, Teresa enfermó gravemente y su padre se vio obligado a llevarla de nuevo a casa.

Mientras tanto, en su familia se había producido una transformación radical: su padre había dejado de trabajar para vivir de las rentas y los ingresos familiares disminuyeron de forma importante, lo que empujó a los hermanos a irse a las Indias en busca de fortuna. Teresa, por su lado, comunicó a su padre la decisión de hacerse monja, a lo cual don Alonso se opuso con firmeza: solo podría hacerlo después de su muerte. Ella no desistió y, sin su permiso, eligió el convento carmelita de la Encarnación simplemente porque estaba cerca de su casa. Así, planificó una segunda huida de la casa paterna con su hermano menor, Antonio, al que había convencido de hacerse fraile, esta vez no para ir a luchar contra los moros, sino para convertirse en monja.

Esta decisión, aparentemente bien arraigada en su espíritu, en realidad le provocó una feroz lucha interior, porque su amor por Dios no era tan fuerte que pudiera hacerle olvidar los afectos humanos, pero Teresa consiguió sobreponerse.

El Carmelo

Al alba del 2 de noviembre de 1535, Teresa, que tenía veinte años, se presentó a las puertas del monasterio carmelita de la Encarnación de Ávila. Su ingreso fue aprobado por las monjas ancianas del convento y un año después se celebró la vestidura solemne. A pesar de la pena interior que ese paso le había costado, pronto se dio cuenta de que su decisión había sido la correcta:

En tomando el hábito, luego me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se hacen fuerza para servirle, la cual nadie no entendía de mí, sino grandísima voluntad. A la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca jamás me faltó hasta hoy, y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura.4

Pero, desde el momento en que se convirtió en novicia a todos los efectos debió aprender muchas cosas: no solo la liturgia y los cantos y todo lo concerniente a la vida espiritual, sino también cómo comportarse, cómo caminar, cómo dirigirse a la priora… Aunque la vida en el monasterio al principio no fue fácil, a Teresa la sostuvo el deseo auténtico de hacerse monja. Soportó todas las dificultades y el 3 de noviembre de 1537 realizó su profesión religiosa.

Sin embargo, pronto sintió una especie de desilusión: se dio cuenta de que la regla que preveía la clausura a menudo se incumplía; en el convento convivían cerca de doscientas hermanas; las tareas estaban mal distribuidas; los encuentros en el locutorio eran demasiado frecuentes, lo que acarreaba consecuencias para la vida contemplativa, que de este modo no podía vivirse con plenitud. Además, existían marcadas diferencias sociales entre las monjas; por ejemplo, a las que, como ella, procedían de una familia noble, se les asignaban celdas mejores y más espaciosas, y gozaban de un tratamiento de favor.

Mientras tanto, la salud de Teresa, que siempre fue un poco frágil, se quebró, y la joven se vio obligada a abandonar el monasterio y alojarse en casa de su hermana para restablecerse. No obstante, nadie encontraba un remedio a sus dolencias; así, terminó en manos de una curandera, que intentó tratarla con unos extraños brebajes que no solo no la curaron, sino que la debilitaron todavía más y la deshidrataron casi del todo, con lo que empeoraron los fuertes dolores en el pecho que la atormentaban.