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Retrato del padre Pío

Padre Pío

(Francesco Forgione, Pietrelcina, 25 de mayo de 1887
– San Giovanni Rotondo, 22 de septiembre de 1968)

FRAILE MENOR CAPUCHINO

CANONIZADO el 16 de junio de 2002 por Juan Pablo II
SEPULTURA en la iglesia del Padre Pío en San Giovanni Rotondo
SE CONMEMORA el 23 de septiembre
SE ASOCIA CON los estigmas

SANTUARIO PRINCIPAL santuario de San Pío (iglesia del Padre Pío, iglesia de Santa María de las Gracias y Casa Alivio del Sufrimiento) en San Giovanni Rotondo

SEDE PRINCIPAL DE LA ORDEN basílica de San Francisco de Asís (Umbría, Italia)

Introducción

El padre Pío de Pietrelcina fue una figura compleja y fascinante, aunque también controvertida. Por eso, a menudo, las palabras y los conceptos comunes no bastan para describir sus características humanas y espirituales.

A pesar de que se haya dicho y escrito mucho sobre su historia, gran parte de su personalidad sigue siendo un misterio y probablemente, todavía hoy, el propio santo tendría mucho que decir a cada uno de nosotros.

Canonizado en 2002 en la plaza de San Pedro por el papa Juan Pablo II, san Pío sigue atrayendo hasta San Giovanni Rotondo, en la provincia italiana de Foggia, a personas provenientes de todas las partes del mundo, sin que el tiempo que permaneció en la tierra como «simple y humilde fraile», como él mismo solía autodefinirse, haya dejado de suscitar interés.

La humildad que se asocia siempre con su persona es probablemente la virtud que lo convirtió en un ser tan popular y amado por sus contemporáneos, ya fueran personas comunes o autoridades, figuras institucionales o celebridades. Su humanidad, fuerte y tierna al mismo tiempo, marcó la historia de muchos que acudieron a él en momentos de desaliento o profunda desesperación.

Su rostro permanece asociado de manera inevitable al de la misericordia divina, al gesto y a la palabra que acoge y perdona, guía, sugiere, cura e inspira cambios en el corazón de las personas, en particular en aquellas afligidas por mayores sufrimientos. A través de su propio sufrimiento, tanto físico como espiritual, el padre Pío nunca dejó de perseverar en el bien, y se entregó en cuerpo y alma a la voluntad de Dios. Su maestro fue san Francisco de Asís, cuya regla eligió como modelo a seguir.

Actualmente, sus hijos espirituales siguen siendo muy numerosos y los grupos de oración con su nombre, que tienen la misión y el deseo de seguir los pasos y el mensaje de misericordia y confianza total en el Señor, se cuentan por todo el mundo.

La fama y la estima de los que goza el personaje no provienen únicamente de la canonización; el sensum fidelium declaró su santidad mucho antes de la proclamación oficial de la Santa Sede, cuando él todavía vivía.

Su vida discurrió a caballo entre las dos guerras mundiales y estuvo marcada por el sufrimiento y el dolor, lo que le permitió comprender profundamente la enseñanza y el ejemplo de Cristo. No menos importante fue el don de los estigmas que, por un lado, provocó en él una profunda alegría, ya que lo consideraba una señal de intimidad y elección divinas, pero por otro lado, fue también la causa de numerosas persecuciones, acusaciones y aislamiento.

La Iglesia Católica ha reconocido su santidad y, asimismo, la grandeza y el heroísmo de la virtud con que vivió su intensa experiencia de vida humana espiritual. Sus restos, trasladados a la basílica de San Pedro en ocasión del Jubileo, en febrero de 2016, se ofrecen a la devoción y la oración de sus hijos espirituales, procedentes de todo el mundo.

En este breve itinerario se tratará de ilustrar los aspectos más significativos de san Pío sin aspirar a la confección de un estudio completo y exhaustivo, sino un testimonio donde encontrar el reflejo de la luz divina, que nos permitirá sumergirnos en su profunda e insaciable sed de Dios.

Francesco

Francesco fue el nombre que su madre eligió para aquel niño tan especial que con los años se convertiría en el padre Pío.

El 25 de mayo de 1887, Giuseppa di Nunzio y Grazio Forgione tuvieron al cuarto de sus hijos, un niño al que decidieron llamar Francesco debido a la gran devoción que sentía la madre por el santo de Asís. Su nacimiento representó para la familia una gran bendición, ya que dos de sus tres hijos habían muerto al poco de nacer.

Francesco Forgione fue bautizado el día después de su nacimiento en la iglesia de Santa Ana de Pietrelcina, un pequeño pueblo de la región del Samnio, en el centro de Italia, lugar donde su juventud transcurrió con serenidad, antes de emprender el fascinante viaje de la vocación religiosa. En realidad, el acta de nacimiento sitúa la casa de la familia Forgione en Piana Romana, en un terreno que era propiedad del matrimonio y pertenecía a Pietrelcina.

La iglesia de Santa Ana estaba al lado de la vivienda de la familia Forgione y fue precisamente allí donde se inició en el aprendizaje del mensaje cristiano y donde, unos años más tarde, ofició su primera misa.

Francesco amó mucho su pueblo, Pietrelcina, que estaba a solo once kilómetros de Benevento, donde el joven se vio obligado a trasladarse en 1918, apenado pero al mismo tiempo ilusionado por el deseo de seguir su camino religioso.

Después de San Giovanni Rotondo, que fue su casa hasta la muerte, Pietrelcina representaba para él el recuerdo vivo de un periodo bello y sereno, el cobijo seguro en tantos momentos oscuros de su existencia, atormentada por el dolor.

El único medio de subsistencia de la familia Forgione era el trabajo del campo. De este modo, la decisión de Francesco de iniciar la vida monástica, obligó a su padre a abandonar la tierra natal para irse a América y buscar un trabajo mejor. Giuseppa y Grazio siempre habían sido grandes trabajadores y padres serios y atentos con sus hijos, además de fervorosos creyentes. La familia transmitió a su hijo, desde su tierna infancia, una fe genuina y sólida. De hecho, de niño ya pasaba mucho tiempo rezando, ajeno a los juegos propios de los niños de su edad, a los que incluso evitaba porque le molestaban sus blasfemias, como recordaba su madre.

De nada servían las palabras de Giuseppa, que hubiera querido verlo jugar alegremente con los demás niños. Sus compañeros lo recuerdan como un niño de pocas palabras, un poco huraño, al que no le interesaban los pasatiempos o las travesuras de los críos de su edad. Su carácter delicado y su tensión interior hacia lo sagrado pronto se manifestaron. La madre contaba que el pequeño Francesco iba a la iglesia cada día por la mañana y por la noche para ver a Jesús y a la Virgen.

Junto a las prácticas religiosas diarias, Francesco iba a la escuela y se ocupaba del rebaño. Cuando hacía mucho calor o siempre que tenía la oportunidad, prefería cobijarse bajo la sombra de una pequeña cabaña de paja, donde seguía meditando sobre la vida de Jesús y su sufrimiento en la cruz del Calvario.

Algunas veces, sus compañeros le contaban a su padre, entre risas, que veían a Francesco recitando el rosario mientras vigilaba los animales en el prado. No sorprende, por tanto, que solieran referirse a él con el apodo de u’ santariello («el santito»). Sin duda, a los ojos de aquellos chiquillos debía de resultar muy extraño que un niño prefiriese la oración al juego y afirmase que veía a Jesús y a la Virgen María.

Su primer director espiritual, el padre Agostino di San Marco in Lamis, contaba en su diario que los primeros éxtasis y apariciones fueron muy precoces, cuando Francesco tenía solo cinco años. Ya a esa edad deseaba dedicar su vida al Señor.

La limosna

Para san Francisco de Asís la questua o limosna tenía una importancia fundamental en la vida de los frailes menores. No podía ser de otro modo para un hombre que «mantenía una relación tan estrecha con la dama Pobreza».

Para el fundador de una orden mendicante, la limosna, además de ser, igual que el trabajo, un medio de subsistencia, debía ser un medio de santificación personal y comunitaria.

El capítulo IX de las Fuentes Franciscanas trata precisamente del hecho de pedir limosna:

Que todos los frailes se esfuercen en seguir la humildad y la pobreza de nuestro señor Jesucristo, y recuerden que nada nos es permitido tener, de todo el mundo, como dice el apóstol, sino la comida y la ropa, y con esto tenemos que contentarnos.

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San Francisco de Asís, del pintor renacentista Neri de Bicci, Academia de las Ciencias de Croacia, Zagreb.

La barba de fraile

La sumisión, el silencio dócil de Francesco y su atención a las necesidades del prójimo fueron las cualidades humanas que, junto con una vida espiritual intensa dedicada a la búsqueda de la dimensión de lo divino, prepararon el terreno a la decisión definitiva de la consagración sacerdotal.

En este camino vocacional, que Francesco se sintió llamado a seguir desde muy pequeño, había influido mucho el ejemplo de su madre, devota de san Francisco, así como el encuentro con un fraile mendicante que a veces cruzaba el pueblecito y llamaba mucho la atención del pequeño Francesco. Se trataba del hermano Camilo, del convento de San Elías de Pianisi. Al futuro padre Pío enseguida le gustó su barba, al igual que la dulzura y la bondad del humilde fraile que, de vez en cuando, pasaba por las casas para pedir limosna. El encuentro quedó grabado en el fondo del corazón de Francesco; le gustaba conversar con él sobre Jesús y María, que para él eran una compañía cotidiana y familiar, tanto que pensaba que así era para todo el mundo. El impacto que tuvo en el niño el franciscano fue tal que decidió ser como él: un fraile con barba, al servicio de los hombres y de Dios.

En sus años de adolescencia, Francesco tenía la conciencia cada vez más clara de que Dios lo había llamado para cumplir una misión, que él deseaba realizar y comprender más profundamente.

En la primavera del año 1896, fue con su padre al santuario de Altavilla Irpina, al que llegaron tras recorrer veintisiete kilómetros a lomos de un burro. Allí asistió a un acontecimiento que lo marcó para siempre.

El templo estaba a rebosar de gente que sufría, lacerada por la pobreza, las enfermedades y los dolores de la vida. En medio de los rezos de aquella multitud devota, Francesco, silencioso, observaba y meditaba. Se preguntaba qué sentido tenía todo aquel sufrimiento, manifestando así la inquietud que lo había empujado a abrirse a la dimensión de la trascendencia divina y a las grandes preguntas de la vida.

Esa intensa reflexión fue interrumpida por la desesperación de una madre. La mujer, atormentada por la condición dramática de su hijo, corrió al altar y abandonó a la criatura deforme, gritando desesperadamente a Dios que se lo llevara con él. Esta escena causó un gran impacto en el joven Francesco, así como en los fieles que estaban presentes en el santuario, un episodio de una intensidad inmensa, que dejó sin palabras a los presentes, como ocurre a menudo ante las muestras del dolor ajeno.

De pronto, el silencio invadió la sala cuando los allí reunidos presenciaron estupefactos lo que ocurrió a continuación: el niño deforme, de repente, se puso en pie y corrió a abrazar a su madre, milagrosamente sano.

Todos los biógrafos de Francesco refieren este episodio, narrado también algunos años más tarde por el propio padre Pío. De hecho, fue él mismo quien afirmó que en ese momento ya no le quedó ninguna duda sobre la llamada que sentía en su corazón y decidió escucharla.

Ante el dolor transformado en alegría, confusión y fascinación, Francesco supo entender el mensaje que cambiaría su vida. Tuvo la certeza de que la tierra era el reflejo del cielo y de que Dios estaba presente entre los hombres, con su ternura y misericordia, sobre todo allí donde habitaban el dolor y la miseria.

El deseo de dedicar su vida a Dios estaba claro, soñaba con convertirse en una imagen de su rostro y su dulzura, a través de la cercanía y la oración por la humanidad herida.

Sus padres no obstaculizaron en absoluto esa vocación tan pura y libre de dudas; al contrario, decidieron de inmediato que tenía que estudiar para poder dedicarse a la vida religiosa.