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Santa Teresa de Lisieux.

Santa Teresa de Lisieux

(María Francisca Teresa Martin Guérin,
Alançon, 2 de enero de 1873 – Lisieux, 30 de septiembre de 1897)

MONJA DE LA ORDEN DE LAS CARMELITAS DESCALZAS

CANONIZADA el 17 de mayo de 1925 por Pío XI
DOCTORA DE LA IGLESIA el 19 de octubre de 1997 por Juan Pablo II
PATRONA de las misiones junto con san Francisco Javier, y de Francia junto con santa Juana de Arco
RECIBE SEPULTURA en el santuario de Santa Teresa, en Lisieux
SE CONMEMORA el 1 de octubre
PROTEGE a los enfermos de tuberculosis y otras enfermedades infecciosas
SANTUARIO PRINCIPAL santuario de Santa Teresa, en Lisieux

Introducción

No habían pasado aún veinte años tras su muerte cuando Pío XI proclamó a Teresa de Lisieux «la santa más grande de los tiempos modernos». Teresa del Niño Jesús batió todos los récords de la historia de la santidad: fue beatificada en 1923 y canonizada al cabo de tan solo dos años, el 17 de mayo de 1925, constituyendo una excepción a los términos previstos por el código de derecho canónico.

Su imagen, las iglesias dedicadas a ella y las estatuas que la representan se encuentran en gran número. Amada por pontífices, religiosos y misioneros, así como por el pueblo, que se dirige a ella con inalterada confianza, Teresa de Lisieux sigue representando todavía hoy un soplo de aire fresco dentro de la Iglesia universal. Pese a la brevedad de su vida, que duró poco más de veinticuatro años, la devoción de Teresa se difundió por todo el mundo. Si bien era casi desconocida en el momento de su muerte, no tardó en alcanzar una enorme popularidad, digna de los grandes santos que siguen siendo objeto del amor del pueblo de Dios merced a la sencillez y autenticidad del mensaje que testimoniaron con su experiencia.

La joven carmelita poseía mucho de la época en que vivió, empezando por su lenguaje, cargado de afectividad, devoción y temor de ofender a Dios con el pecado; pero se distinguió en su tiempo por el coraje y la audacia con que osó adentrarse en los territorios inexplorados de la faz de Dios, que la llamaba a compartir el sufrimiento de la pasión, aunque entregándose enteramente a su amor misericordioso. Levantando el vuelo sobre las angostas visiones de su época, que en su sentir expresaban una imagen de Dios indigna de su amor, Teresa no acudió a Dios en busca de la justicia vengadora, sino en pos de la misericordia y el amor que aspira a la plena comunión con los hombres.

Aun integrada en el ambiente del Carmelo, orden consagrada a la contemplación del misterio de Dios y a una forma de vida bastante rigurosa, Teresa supo animar su vida de fe y la de los demás. Con la experiencia de su existencia llegó a la esencia del mensaje de Cristo y lo difundió de un modo sumamente original en el mundo que la rodeaba. Esta audacia espiritual, iluminada por la gracia del Espíritu Santo, impregnó sus escritos, de entre los cuales el más famoso es Historia de un alma, una autobiografía dividida en tres partes. Es preciso sumergirse en esas páginas, cargadas de humanidad y vida interior en la presencia de Dios y de la Virgen María, para comprender la riqueza y la novedad de su camino espiritual dentro de la Iglesia y para la salvación de los pecadores.

Iluminada por la sabiduría de Dios, Teresa de Lisieux, pese a carecer de preparación teológica, entregó al mundo la doctrina del «pequeño camino» para llegar hasta las más altas cumbres de la santidad. La pequeñez del hombre se convierte en grandeza ante el Altísimo tan solo si es capaz de despojarse de sí mismo: antes que una doctrina, el «pequeño camino» es la experiencia personal de Teresa, una trayectoria vital que unió la contemplación del misterio de Dios a la plenitud del amor por las cosas más pequeñas, por los obstáculos y los fracasos más insignificantes de la vida, con una intensidad de amor que nunca menguó.

La santa siempre aspiró a grandes cosas, aunque comprendió que solo podía realizarlas volviéndose pequeña, como un niño en brazos de su madre.

Una infancia feliz

No es poco lo que se sabe de la vida de santa Teresa de Lisieux y, de hecho, gran parte de los avatares de su existencia se conocen gracias a su autobiografía, Historia de un alma, escrita de su puño y letra, con gran lujo de detalles e inusitada intensidad. El texto consta de tres manuscritos, correspondientes a tres periodos diferentes de su recorrido vital, que constituyen la principal fuente de información —y, por supuesto, la más autorizada— sobre los detalles de su existencia y de su singular experiencia de fe.

En el preámbulo del manuscrito A, Teresa cuenta que esta historia de juventud fue escrita por Él (Dios) mismo, y que desea dedicar su contenido a la madre Inés (su hermana Paulina), superiora de las carmelitas, con la intención de darle a conocer la historia de su alma.

En la historia de mi alma, hasta mi entrada en el Carmelo, distingo tres periodos bien definidos; el primero, a pesar de su corta duración, no es el menos fecundo en recuerdos: se extiende desde el despertar de mi razón hasta la partida de nuestra madre querida para la patria celestial.1

Teresa pertenecía a una familia más o menos acomodada, que además de disfrutar de bienestar vivía en profunda armonía de corazón y espíritu. Y precisamente la historia de su familia es el telón de fondo sin el cual no es posible comprender la figura de esta santa. Sus padres, Luis y Celia Martin, habían anhelado en su juventud consagrar su vida a Dios: Celia quería formar parte de la congregación de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl; mientras que el deseo de Luis era retirarse a la soledad del Gran San Bernardo para seguir la regla agustina de silencio y contemplación, en sintonía con su temperamento.

Sin embargo, las puertas de la vida en el claustro se cerraron ante ellos: ninguno de los dos fue acogido en estas órdenes y no pudieron abrazar la tan deseada carrera religiosa; por lo que decidieron, tras recorrer un camino espiritual y siguiendo el consejo de su confesor, unirse en matrimonio y vivir su fuerte vocación religiosa en el ámbito familiar, guiando también a su descendencia en la senda de la fe.

De esta unión nacieron nueve hijos (entre los años 1860 y 1873), si bien cuatro de ellos murieron en la tierna infancia. Sus nombres fueron, de mayor a menor: María (sor María del Sagrado Corazón, carmelita en Lisieux, 1860-1940); Paulina (sor Inés de Jesús, carmelita en Lisieux, 1861-1951); Leonia (sor Francisca Teresa, visitandina, 1863-1941); Helena (1864-1870); José Luis (1866-1867); José Juan Bautista (1867-1868); Celina (sor Genoveva de la Santa Faz, carmelita en Lisieux, 1869-1959); Melania Teresa (16 de agosto-8 de octubre de 1870); y finalmente, el 2 de enero de 1873, Teresa. Con su nacimiento tal vez se colmaba el doloroso vacío dejado por los hermanos que no habían cruzado el umbral de la infancia.

Por todo ello, no es difícil imaginar que, en casa de los Martin, se respiraba un ambiente de espiritualidad serena y profunda: efectivamente, el matrimonio vivía la cotidianidad con el pensamiento dirigido hacia la presencia de Dios, empezando por las cosas más pequeñas. De ahí que los hagiógrafos de santa Teresa hayan destacado especialmente la extraordinaria naturaleza de sus gestos diarios, probablemente aprendida en el hogar.

La pequeña Teresa fue bautizada en la iglesia de Nôtre-Dame tan solo dos días después de su nacimiento en la ciudad normanda de Alençon y desde edad temprana se mostró afectuosa y vivaracha. Con este temperamento despertaba el afecto de toda la familia y era siempre objeto de las más amables atenciones. Celia, su madre, era una escritora prolífica y envió un gran número de cartas a su hermana monja para contarle cosas de la pequeña Teresa; estos textos constituyen hoy un excepcional testimonio de los intensos días vividos por la niña. En una de estas cartas puede leerse:

La pequeña tiene un ingenio de lo más sorprendente; se me acerca y me acaricia deseándome la muerte… Y cuando la regaño, me dice: «Es que yo quiero que vayas al Paraíso: ¡y siempre dices que hay que morir para llegar allí!».2

Las cartas de Celia hablan con profundo amor y ternura sobre la pequeña Teresa y su relación con las demás hermanas: Paulina y María, las dos hermanas mayores, no le quitaban el ojo de encima y no podían dejar de cubrirla de besos y caricias. Más adelante, la santa recordaría este periodo como el más feliz de su vida.

Estaba muy orgullosa de mis dos hermanas mayores, pero mi ideal de niña era Paulina… Cuando estaba empezando a hablar y mamá me preguntaba «¿En qué piensas?», la respuesta era invariable: «¡En Paulina…!». En otra ocasión pasaba mi dedito por el cristal de la ventana y decía: «Estoy escribiendo: ¡Paulina…!». Oía decir con frecuencia que seguramente Paulina sería religiosa, y yo entonces, sin saber muy bien lo que era eso, pensaba: «Yo también seré religiosa».3

Luego estaba Celina, la penúltima de las hermanas, su compañera de juegos: Teresa habla de ella con gran afecto y ternura en Historia de un alma, al recordar su complicidad y el tiempo que pasaban juntas.

Recuerdo que, en efecto, no podía estar sin Celina, prefería levantarme de la mesa sin terminar el postre a dejar de seguirla cuando se levantaba. Me revolvía en mi silla alta, pidiendo que me bajasen, y nos íbamos las dos juntas a jugar.

[…] Los domingos, como yo era muy pequeña para asistir a los oficios, mamá se quedaba a cuidarme. Me portaba muy bien, andaba de puntillas durante todo el tiempo de la misa; pero en cuanto veía abrirse la puerta, en una explosión de alegría sin igual, me precipitaba al encuentro de mi linda hermanita que llegaba «engalanada como una capilla», y le decía: «¡Celinita, dame pronto pan bendito!». A veces no lo tenía, porque había llegado tarde… ¿Qué hacer entonces? Era imposible que yo me quedase sin él: era «mi misa»… Muy pronto hallamos la solución: «¡No tienes pan bendito, pues, bien, hazlo!». Dicho y hecho: Celina toma una silla, abre la alacena, toma un pan, corta un bocado, y muy seriamente recita un avemaría sobre él, luego me lo ofrece, y yo, después de haber hecho la señal de la cruz, lo como con gran devoción, encontrándole enteramente gusto a pan bendito…4

En la primera parte de su biografía, Teresa utiliza con profusión palabras como «afecto», «gozo» y «ternura» en relación con su familia: fue una época que dejó en ella una huella indeleble de dulzura y seguridad a la vez. El mundo entero le sonreía; y todo lo engrandecía su temperamento vital y curioso, aunque a veces obstinado y orgulloso:

En verdad, todo me sonreía en la tierra: encontraba flores a cada paso y mi buen carácter contribuía también a hacerme agradable la vida.5

Primeros dolores