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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Catherine Mann

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Todo lo que deseo, n.º 4 - abril 2018

Título original: Billionaire’s Jet Set Babies

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-147-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

DESDE que creara su propia empresa de limpieza de aviones privados, Alexa Randall había encontrado un sinfín de objetos que la gente se dejaba olvidados, y había de todo. La mayoría de las veces eran cosas como por ejemplo un smartphone, una tablet, una carpeta, un reloj… Siempre se aseguraba de hacérselos llegar a su dueño. Pero también había encontrado cosas más comprometidas, como unas braguitas, unos boxers, y hasta algún juguete erótico. Todas esas cosas las recogía con unos guantes de látex y las tiraba a la basura.

Sin embargo, el hallazgo de ese día marcaría un hito en la historia de A-1 Servicios de Limpieza de Aviones Privados. Nunca antes alguien se había dejado un bebé a bordo. Bueno, dos en aquel caso.

Al verlos, se le cayó al suelo el cubo en el que llevaba los productos de limpieza, y aquel golpe seco sobresaltó a los pequeños, que dormían hasta ese momento. Sí, dos niños gemelos, con el pelito rubio y rizado y mofletes de querubín. Los niños debían tener más o menos un año y a juzgar por la ropita azul y rosa que llevaban respectivamente debían ser niño y niña.

Estaban sentados en sendas sillitas de bebé sobre un sofá de cuero a un lado del avión, el avión privado de Seth Jansen, el dueño de Aviones Privados Jansen. El mismo que se había hecho millonario al inventar un mecanismo de seguridad con el que prevenir atentados terroristas en los despegues y los aterrizajes.

Si conseguía añadirlo a su cartera de clientes su pequeña empresa de limpieza despegaría, pero para eso tenía que lograr impresionarlo con su trabajo.

Los niños parpadearon y se movieron un poco, pero al cabo de unos segundos volvieron a quedarse dormidos. Alexa se fijó en un papel que había enganchado en el bajo del vestidito de la niña con un imperdible. Se inclinó hacia delante y entornó los ojos para leerlo.

 

Seth, siempre has dicho que querías pasar más tiempo con los gemelos, y ahora tienes la oportunidad de hacerlo. Perdona que no haya podido avisarte con tiempo, pero es que un amigo me ha sorprendido invitándome a una estancia de dos semanas en un spa. Disfruta ejerciendo de papá con Olivia y Owen.

Besos y abrazos, Pippa.

 

¿Pippa? Alexa se irguió espantada. ¿Pippa Jansen, la ex de Seth Jansen? Aquello era surrealista. Alexa se metió las manos en los bolsillos del pantalón, unos chinos de color azul oscuro que eran, junto con el polo azul, que llevaba el logo de la compañía, el uniforme de A-1.

¿Qué mujer firmaría una nota con «besos y abrazos» a un hombre del que se había divorciado y que, por lo que daba a entender, no se preocupaba en absoluto de sus hijos? Anonadada, Alexa se dejó caer en un sillón frente a los pequeños pasajeros. ¡No podía creerse que hubiese podido ser tan insensible como para dejar a sus hijos en el avión privado de su exmarido sin haberle dicho nada!

Los ricos jugaban según sus reglas, una triste realidad que ella conocía demasiado bien porque se había criado en ese mundo. La gente le había dicho muchas veces lo afortunada que había sido su infancia. ¿Afortunada de haber tenido una niñera con la que había pasado más tiempo que con sus padres? Lo mejor que le había pasado en la vida era que su padre hubiese llevado a la ruina la empresa familiar. Lo único que le había quedado a Alexa había sido un fondo fiduciario de su abuela con 2000 dólares, que había invertido en hacerse socia de una empresa de limpieza que estaba a punto de irse a pique por la dueña, Bethany, una mujer ya mayor que no podía seguir cargando con todo el trabajo ella sola. Alexa había recurrido a sus contactos y había conseguido revitalizar el negocio.

Su ex, Travis, se había mostrado horrorizado al conocer su nueva ocupación, y se había ofrecido a ayudarla pasándole una pensión para que no tuviera que trabajar, pero Alexa había declinado sin dudar su ofrecimiento. Prefería fregar suelos y limpiar inodoros a depender de él.

Cuando otra empresa la había llamado para subcontratar la suya para encargarse de la limpieza de uno de los aviones privados de Jansen apenas había podido creer que hubiese tenido tan buena suerte. Pero ahora que se había encontrado con «aquello», tenía un serio problema. No podía ignorar a esos dos bebés y seguir limpiando.

Tendría que llamar a seguridad, y a la ex de Jansen podían meterle un buen puro, y posiblemente también a Jansen. Y ella perdería la oportunidad que llevaba tanto tiempo esperando. Tenía que localizar al padre de los gemelos cuanto antes.

Tomó el móvil y buscó el número de Aviones Privados Jansen. Lo tenía porque llevaba casi un mes intentando conseguir una entrevista con Jansen, pero solo había logrado que su secretaria accediera a pasarle el folleto de A-1 con su propuesta.

Miró a los pequeños, que seguían durmiendo plácidamente. En fin, tal vez surgiera algo bueno de aquello si conseguía hablar con Jansen, solo que no sería como había planeado, y dudaba que estuviese muy receptivo cuando supiese el motivo de su llamada.

–Aviones Privados Jansen; espere un momento por favor –le contestó una voz femenina, y la dejó en espera con una música de fondo.

Un ruidito llamó su atención, y al alzar la vista vio que Olivia, la niña, estaba removiéndose en su sillita, dando patadas, acababa de tirar al suelo su mantita y poco después le siguió un zapato. Justo en ese momento la pequeña escupió el chupete y empezó a lloriquear, despertando a su hermano, que parpadeó y contrajo el rostro. A los pocos segundos se le había contagiado el llanto de su hermana.

Sin apartar el móvil de su oído, Alexa intentó tranquilizarlos.

–Eh, pequeñines, no lloréis –les dijo–. Supongo que tú debes de ser Olivia –le dijo a la niña, haciéndole cosquillas en el pie descalzo. Esta dejó de lloriquear y se quedó mirándola. Su hermano se calló también, para alivio de Alexa–. Y tú eres Owen, ¿a que sí? –le dijo al niño, acariciándole la tripita–. Ya sé que no me conocéis, pero hasta que aparezca vuestro padre tendréis que confiar en mí.

Recogió del suelo la mantita, la dobló y la dejó sobre el sofá antes de peinar con la mano los rizos de Owen, que estaba empezando a inquietarse de nuevo, mientras volvía a escuchar por cuarta vez la misma melodía en el teléfono.

¿Y si los niños se ponían a llorar otra vez o les entraba hambre? Abrió la cremallera de la bolsa de tela y se puso a inspeccionar su contenido. Leche en polvo, potitos, pañales… Con suerte quizá la tal Pippa hubiese dejado alguna dirección de contacto en caso de que el padre no se presentara.

El ruido metálico de pisadas en la escalerilla del avión la hizo incorporarse y volverse justo en el momento en que un hombre aparecía en el umbral de la puerta. Era alto y ancho de espaldas, pero como estaba a contraluz no podía verle la cara. De manera instintiva, Alexa se colocó delante de los niños en actitud de protección y luego cerró el teléfono.

–¿Puedo ayudarlo en algo?

El hombre se adentró un poco más, hasta que las luces del techo iluminaron su rostro. Alexa lo reconoció de inmediato, porque había estado buscando información sobre su compañía en Internet y había visto algunas fotos: Seth Jansen, fundador y presidente de Aviones Privados Jansen.

Las piernas le flaquearon de alivio; ya no tendría que preocuparse por qué hacer con los niños. Aunque quizá no fuera solo de alivio. El tipo era aún más guapo en persona. Debía medir un metro noventa y el traje gris que llevaba, y que tenía toda la pinta de ser caro y hecho a medida, resaltaba su cuerpo musculoso. De pronto, a Alexa le pareció como si el espacioso interior del avión hubiese encogido.

Su cabello rubio oscuro tenía algunas mechas más claras, por efecto del sol, como atestiguaba también su piel morena. Además, olía a aire fresco no a aftershave, a colonia y a puro, como su padre y su ex, se dijo arrugando la nariz al recordar esos olores.

Incluso sus ojos evocaban la naturaleza. Eran del mismo verde que las aguas del Caribe que bañaban la costa de la isla de San Martín, al este de Puerto Rico, donde había estado una vez. Ese verde brillante que hacía que uno quisiese zambullirse de cabeza para explorar sus profundidades. Se estremeció de imaginarse nadando por esas aguas cristalinas y se reprendió por estar pensando esas cosas tan poco apropiadas y mirando boquiabierta a aquel hombre como si fuese una divorciada hambrienta de sexo. Que era lo que era en realidad.

–Ah, señor Jansen. Buenas tardes –lo saludó–. Soy Alexa Randall, de A-1 Servicios de Limpieza de Aviones Privados.

Él se quitó la chaqueta y, al fijarse en que llevaba el cuello de la camisa desabrochado y la corbata aflojada, a Alexa le hizo pensar en un nadador olímpico confinado en un traje de ejecutivo.

–Ya veo –dijo él. Miró su reloj–. Sé que llego pronto, pero es que tengo que salir lo antes posible, así que si pudiera darse un poco de prisa, se lo agradecería.

Y pasó por delante de ella y de los niños, sus niños, sin mirarlos siquiera. Alexa se aclaró la garganta.

–¿Sabía que va a tener compañía en el viaje?

–Se equivoca usted –respondió él, guardando su maletín en un compartimento sobre el asiento en el que había dejado su chaqueta–. Hoy viajo solo.

–Pues me temo que ha habido un cambio de planes.

Seth giró la cabeza para mirar a Alexa Randall. Sí, sabía quién era aquella guapa rubia, pero no tenía tiempo y no estaba interesado.

–¿Le importaría decirme de qué habla?

Tenía menos de veinte minutos para ponerse en camino desde Charleston, Carolina del Sur, a San Agustín, en Florida. Tenía una reunión de negocios para la que llevaba seis meses preparándose, una cena con los Medina, una familia real que vivía en el exilio en los Estados Unidos. Un buen negocio si la cosa salía bien; una oportunidad única, de las que solo se dan una vez en la vida.

Le daría la libertad necesaria para volcarse más en la filial filantrópica de su compañía. Libertad… una palabra que había adquirido para él un significado muy distinto en comparación con los días en los que había pilotado un avión fumigador en Dakota del Norte.

–Le estoy hablando de… esto.

Alexa le tendió un papel y se hizo a un lado, dejando al descubierto a… ¡sus hijos! Tomó el papel y lo leyó. ¿Qué? ¿En qué diablos estaba pensando Pippa dejándole a los gemelos así? ¿Cuánto tiempo llevaban allí? ¿Y por qué diablos no lo había llamado en vez de dejarle una nota, por amor de Dios?

Sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y la llamó, pero de inmediato le saltó el buzón de voz. Sin duda estaba evitándolo. Justo en ese momento le llegó un mensaje. Lo abrió, y todo lo que decía era:

 

Kería asegurarme d k lo supieses. Te dejo a los gmlos en el avión. Perdona x no decírtelo antes. Bsos.

 

–¿Qué diablos…? –Seth se contuvo antes de soltar una palabrota delante de los niños, que estaban empezando a aprender a decir sus primeras palabras. Guardó el teléfono y se volvió hacia Alexa–. Perdone que mi ex le haya obligado a hacer de niñera. Naturalmente le pagaré un extra. ¿No se fijaría usted en qué dirección se fue? –le preguntó.

–Su exmujer no estaba aquí cuando llegué. He intentado llamarlo a su oficina –respondió Alexa levantando su móvil–, pero su secretaria no me dejó decir una palabra y me puso en espera hasta que ha aparecido usted. Si llega a tardar un poco más habría tenido que llamar a seguridad y habría venido alguien de los servicios sociales y…

A Seth se le estaba revolviendo el estómago de solo pensarlo y alzó una mano para interrumpirla.

–Gracias, es suficiente; ya me hago una idea de lo que habría pasado.

A Seth le hervía la sangre. Pippa había dejado solos a los niños dentro de un avión en su aeropuerto privado. ¿Y cómo la había dejado subir allí el personal de seguridad? Probablemente porque era su ex. Allí iban a rodar cabezas. Estrujó la nota de Pippa y la arrojó. Luego se relajó para no asustar a los pequeños, y desabrochó el cinturón de la sillita de Olivia.

–Eh, ¿qué pasa, princesa? –dijo levantándola muy alto para hacerla reír.

La niña dio un gritito, entusiasmada, y cuando sonrió Seth vio que le había salido un diente. Olía a melocotón y a champú de bebé, y no había tiempo suficiente para darse cuenta de todos los cambios que parecían sucederse día a día en sus hijos.

Quería a sus hijos más que a nada en el mundo, desde el instante en que los había visto moviéndose en una ecografía. Había sido una suerte que Pippa le hubiese dejado estar presente el día en que habían nacido, teniendo en cuenta que ya entonces había empezado el procedimiento de divorcio. Detestaba no poder estar cada día con ellos, perderse los momentos importantes, por pequeños que fueran.

Alargó la mano y le revolvió el cabello a Owen.

–Eh, chavalín, os he echado de menos.

Lo tomó en brazos también y se dijo que tenía que mantener la cabeza fría. Enfurecerse no le serviría de nada. Tenía que averiguar qué iba a hacer con sus hijos. No podía llevárselos con él.

En la época en la que se había mudado a Carolina del Sur había sido un idiota de remate que se había dejado deslumbrar por el lujo. Así fue como había acabado casado con su ex. Se había criado con unos valores sencillos, en un entorno rural, pero había perdido aquellos valores cuando había ido en busca de playas y fortuna.

Ahora vestía aquellos trajes de chaqueta y corbata en los que se sentía prisionero, y ansiaba los momentos de soledad que le proporcionaban esos vuelos de un lugar a otro. Sin embargo, había aprendido que, si quería hacer negocios con cierta gente, tenía que vestirse de acuerdo con el papel que tenía que representar y aguantar las pesadas reuniones de negocios. Y aquel posible acuerdo con la familia Medina era muy importante para él. Miró su reloj y dio un respingo. Debería haber salido ya.

–¿Le importaría sujetar un momento a mi hijo mientras hago unas llamadas? –le pidió a Alexa.

–No, por supuesto que no.

Alexa extendió los brazos, y cuando Seth le pasó al pequeño le rozó sin querer un seno con la mano. Era un seno blando y tentador. Aquel simple y breve roce accidental lo excitó de un modo inesperado.

Alexa gimió como si le hubiese dado una descarga eléctrica. Lo mismo que le había pasado a él.

Olivia apoyó la cabecita en su hombro con un bostezo, devolviéndolo a la realidad. Era un padre con responsabilidades. Pero también era un hombre. ¿Cómo podía ser que no se hubiese fijado en el atractivo de aquella mujer al subir al avión? ¿Tanto lo había cambiado el ser rico que estaba empezando a ignorar a quienes estaban por debajo de él? Aquel pensamiento lo incomodó, pero también hizo que mirara a Alexa con más detenimiento.

Llevaba el cabello, de un rubio claro, recogido con un sencillo pasador plateado, y vestía unos pantalones de color azul oscuro y un polo azul claro que hacía juego con sus ojos. No le quedaba ajustado, pero tampoco disimulaba sus curvas.

En otras circunstancias le habría pedido su teléfono, la habría invitado a cenar en uno de los ferris que recorrían el río, y la habría besado bajo el cielo estrellado hasta dejarla sin aliento. Pero ya no tenía tiempo para citas románticas; el trabajo lo mantenía muy ocupado y estaban también sus hijos.

Sus ojos se posaron en el logotipo que llevaba impreso el polo de Alexa, el mismo que llevaba el papel de la carta de presentación que le había enviado con el folleto informativo de su pequeña empresa, A-1 Servicios de Limpieza de Aviones Privados.

–Sí, le envié una carta ofreciéndole nuestros servicios –le dijo ella enarcando una ceja cuando él levantó la cabeza–. Supongo que ese será el motivo por el que estaba mirando mi polo, ¿no?

–Evidentemente; ¿por qué iba a mirarlo sino? –respondió él con aspereza–. Debería haber recibido una respuesta de mi secretaria.

–La he recibido, y cuando no tenga tanta prisa le agradecería que me concediese una entrevista, porque si no es molestia querría que me explicase los motivos por los que ha rechazado mi propuesta.

–Le ahorraré tiempo y me lo ahorraré a mí también: no me interesa correr riesgos con una compañía tan pequeña como la suya –le dijo él.

Alexa lo miró con los ojos entornados.

–No leyó mi propuesta hasta el final, ¿verdad?

–La leí hasta que mi intuición me dijo que dejara de leer.

–¿Y se dejó llevar por su intuición?

–Así es –respondió él, con la esperanza de que su respuesta pusiera fin a aquella incómoda situación. De pronto, lo asaltó una sospecha–. ¿Y cómo es que está usted limpiando en vez de alguien de la compañía con la que tengo contratado el servicio de limpieza?