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Foca / Investigación / 162

Adrian Vogel

Rock ‘n’ Roll: el ritmo que cambió el mundo

Presentación de Miguel Ríos, con un preludio de Igor Paskual

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El presente libro propone al lector un estimulante viaje que le permitirá conocer los orígenes y a los principales protagonistas del «ritmo que cambió el mundo ». Protagonistas que, por cierto, no se limitan a los músicos que participaron en esta auténtica revolución: sin discográficas, empresarios, incluso mafiosos, sería difícil entenderla. Y no se puede olvidar que en su éxito desempeñaron un papel de primer orden no sólo el mercado de canciones, esto es, el desarrollo de los soportes físicos en que se compra y vende la música, sino la difusión de ésta por medio de la radio y sus listas de éxitos. Por no hablar del cine, que tanta importancia tuvo a la hora de configurar gran parte de la imaginería con la que se acabaría identificando el rock. Con un gran despliegue de datos, pero sin perderse en lo anecdótico, Adrian Vogel articula un clarificador relato sobre el largo proceso que, no exento de presiones, corrupción, boicots…, condujo a lo que sin duda es una de las máximas expresiones de la cultura popular de las últimas décadas. ¿Se imagina el mundo sin el rock? No, ¿verdad? Cuando acabe de leer este libro, entenderá por qué.

De la cosecha del 56, el autor, de la prensa (miembro fundador de la revista Ozono) y la radio musical (las primeras FM rock de Madrid, 99.5 y Onda 2, y el Para Vosotros Jóvenes de Carlos Tena en RNE), dio el salto a la industria discográfica. Desde finales de los setenta ha trabajado en Madrid, Nueva York y París para Gong, Epic/CBS/Sony, Polydor, RCA/Zafiro, Edel, Nuevos Medios y dos compañías propias (Compadres y DMM). También fundó dos editoriales musicales y ha dirigido los contenidos de diversas webs.

Desde 2007 mantiene el blog pop El Mundano y el canal El Mundano TV en YouTube, imparte clases y conferencias, y participa en seminarios. En el curso 2016-2017 empezó a colaborar en el Máster de Industria Musical y Estudios Sonoros de la Universidad Carlos III de Madrid, y desde finales de 2017 lo hace con la revista cultural Jot Down.

Como autor, participó en el libro colectivo Dylan, un libro de AU (Fundamentos, 1974) y en 2014 publicó el libro electrónico Mi Mundial Brasil 2014 (Punto de Vista Editores). Su último trabajo, Bikinis, fútbol y rock & roll (Foca), vio la luz en 2017.

Diseño de portada

RAG

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Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Adrian Vogel, 2018

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-16842-26-1

 

 

AGRADECIMIENTOS

A Igor Paskual por su apoyo,

asesoramiento técnico y crítica constructiva,

que sirvieron de acicate

y empuje para acometer y ordenar

conceptos para este libro.

A Miguel Ríos por ser Miguel Ríos.
Ni más ni menos.
Nuestro hermano mayor, quien
tantas puertas nos abrió con su
ejemplo y tantos caminos nos descubrió.

PRESENTACIÓN

Catálogo de emociones

En 1960, los discos nuevos olían a gasolina y sonaban a futuro. Con sólo abrir la funda, la peste narcótica del vinilo daba un tufillo de realidad a los sueños imposibles. En el pequeño almacén de la sección de discos de los Almacenes Olmedo de Granada, donde trabajaba de aprendiz, aquel olor me ponía. Claro que me ponían mucho más las canciones que salían de aquellas maravillas a 45 rpm.

El nuevo libro de Adrian Vogel, Rock ‘n’ Roll. El ritmo que cambió el mundo, contiene, entre otras muchas cosas, un gran catálogo de emociones con nombre de canción. Entre ellas está la historia de la aparición de cientos de artistas, autores, discográficas, músicos y productores, y de su repercusión social en los medios de comunicación y hasta en la política de la época. Su andadura abarca lo acaecido en algunas ciudades de EEUU en la segunda mitad de los años cincuenta, un tiempo en el que, en nuestro país, estábamos en el limbo plomizo de la dictadura de Franco.

Para alguien como yo, que fue abducido para enrolarse en las inciertas filas del rock & roll, comprenderán que este libro que ahora presento, y que cuenta todo lo que no pude saber entonces, sea algo como la Biblia para el creyente. Es el primero que relata, en nuestra lengua y de una forma apasionante y prolija, la excitante historia del nacimiento de esta música, los nombres de los que la inventaron y los míticos lugares donde dio sus primeros pasos. Somos muchos los que abrazamos una fe desconocida sustentada en un canon de tres acordes, predicada a golpe de pelvis por un tipo electrizante, que cantaba en un idioma incomprensible que claramente decía «corre, chaval, corre».

Al ser el relato de los orígenes, cuenta los infinitos cruces y mestizajes, el ancho espacio y el largo tiempo que necesitaron las músicas que conformaron el rock & roll para fundirse, para tomar carta de naturaleza y poner a la juventud de la mitad del siglo XX a bailar sobre la tumba de los prejuicios morales de una sociedad inmoral y mentirosa; una sociedad que trataba a los afroamericanos como ciudadanos de segunda categoría. En esta crónica, se siguen las influencias y el rastro sonoro que dejaron los primeros bluesmen, el góspel en iglesias de todo credo, el country, el ragtime, el R&B y los mil y un ritmos que trenzaron el nacimiento de la música que colocaría, por primera vez en la historia, a los jóvenes al frente de su destino.

El anterior libro de Adrian me pareció un trabajo monumental, de gran valía documental, histórica y sociológica, altamente recomendable. Bikinis, fútbol y rock & roll es un jugoso ensayo sobre la llegada de la modernidad y los nuevos modelos de comportamiento social durante los grises años de la chusca dictadura franquista.

Encaré la lectura de este nuevo libro con gran interés e hice algo que debí hacer con el anterior, algo que recomiendo a los futuros lectores que hagan con este: leerlo escuchando las canciones que son la banda sonora de un tiempo y un país que juro que fue el de mi juventud. Un montón de temas inmortales sonaron en Spotify. ¡Qué gozada! Como se trata de un texto que habla de canciones que condicionaron y perfilaron muchas vidas, en el que se cuentan las vicisitudes y el capricho de la fortuna por las que pasaron muchas de ellas, volver a escucharlas, sabiendo el intrincado itinerario que las llevó al éxito o al fracaso, es muy emocionante.

El relato está lleno de historias que desconocía y que me hacen amar mucho más esta música. Pongo un ejemplo entre mil: la primera persona que grabó «Hound Dog», de Leiber y Stoller, fue Big Mama Thornton, la cantante de Alabama, y no Elvis, como siempre creí. Poder escuchar a golpe de ratón la infinidad de canciones datadas en el libro te da la dimensión y el interés del texto, además de la posibilidad de comprobar por qué aquella música se perfiló para revolucionar el mundo.

Leyendo estas páginas descubres que las canciones eran la materia prima del tinglado que alumbró miles de disqueras, y que tenían muchas más vidas que los gatos. Versiones sobre creaciones, mayoritariamente, de músicos de color, dando vueltas en el espacio y en el tiempo de la rueda de la fortuna, editadas por pequeñas compañías que sonaban en emisoras locales de pueblos remotos, hasta llegar a la meta de los grandes sellos discográficos y a la garganta, casi siempre, de un cantante blanco y guapo. Y de ahí al éxito planetario. Siempre supe que, en la música popular de los EEUU, los músicos afroamericanos pusieron mucho más que los blancos en la creación del mito del rock & roll, y este libro lo ratifica.

En los años cuarenta y cincuenta, todo músico tenía una visión propia de un tema ajeno. Hasta que, en los sesenta, llegaron Dylan, The Beatles y The English Army, el compositor, lejos del spot de la fama, podía ser un tipo a sueldo fijo. Con las nuevas estrellas, las versiones pasaron a ser, más que una necesidad de repertorio, un tributo a los antiguos maestros. Pero eso es otra historia.

El paso de Adrian Vogel por la industria discográfica, así como su carrera de comunicador aportan al relato un sin número de anécdotas que van desde una detallada información del puesto al que llegaron las canciones en las listas americanas hasta el método mafioso con el que las discográficas compraban radiaciones por medio de la payola. Los tejemanejes de una industria rocambolesca, en la que el creador era muchas veces el único perdedor, se cuentan con la fluidez de una narración periodística, de la que es muy difícil escapar.

Por último, llega el tributo a los muchos hombres y a las menos mujeres fundamentales en el nacimiento y desarrollo del rock & roll. Adrian conoció a tipos míticos del negocio de los discos y del mundo editorial, cuando trabajó como ejecutivo en la CBS de Nueva York. Gente –por sacar dos nombres– de la talla de John Hammond, descubridor de Bob Dylan entre otros, y Jerry Wexler, productor de un montón de talentosos artistas como Aretha Franklin. Estos gigantes lo sentaron a su mesa y le contaron su formidable experiencia. Leyendo lo escrito, se descubre la enorme admiración que los pioneros del rock & roll provocan en mi prologado amigo.

Eso sí, nada en comparación con la que él siente por las grandes canciones, porque estas son el catálogo de las emociones.

Miguel Ríos

 

PRELUDIO

Bienvenidos al mejor libro en castellano sobre el origen del rock ‘n’ roll. Y, posiblemente, también a uno de los mejores que hayan editado en cualquier idioma.

Se trata de un prodigio de datos, una apisonadora documental engarzada como una cota de malla para mostrarse como una red en la que aprender, bailar y disfrutar de cómo se formó la música que terminaría siendo el mayor exponente de cultura popular de la segunda mitad del siglo XX.

La importancia del libro reside en que tiene muy en cuenta que el rock ‘n’ roll no nace de un día para otro y que no nace en el vacío, en medio de la nada. Que se trata de un proceso de muchísimos años y que implica diversos elementos y agentes sonoros, así como otras disciplinas, por ejemplo, la economía y la tecnología.

Adrian no se olvida de nada y pone énfasis en todos y cada uno de los factores que dieron lugar a la gestación del rock. Presta gran atención a la influencia española en la creación de la maravillosa síncopa y también a los numerosos judíos cuya contribución es básica –no sólo– como avezados empresarios. Pone hincapié en la importancia de la radio y sus listas de éxitos (el famoso Top 40) para que la presencia en las ondas le diera la difusión necesaria. Para que esto sucediera se cuentan con detalle todos los acuerdos, las presiones, las huelgas, los boicots, la corrupción, el poder de las editoriales y también la importancia de las tramas mafiosas que jalonan la trastienda del rock. Y, por supuesto, está el cine como generador de gran parte del imaginario que luego abrazaría el rock. No se olvida de los soportes físicos donde se compra y vende la música, es decir, el mercado de canciones.

Todo eso y mucho más están presentes en este libro que es una enciclopedia general resumida, pero no abreviada. De cada página se extrae un licor delicioso que hay que digerir con calma. Es un libro que se disfruta y se asimila mejor si la acompañamos de la banda sonora que el propio libro nos va contando. Veremos que una de las cuestiones más entretenidas es ver cuál es el primer rock ‘n’ roll de la historia. Las candidatas son incontables y resulta muy ilustrativo escuchar el proceso ya que Adrian se ocupa de una época que es fronteriza y que anuncia el comienzo de algo diferente donde se están formando cientos de sonidos que aún no saben con certeza adónde van.

Lo esencial es que Adrian Vogel combina dos miradas fundamentales que, generalmente, se suelen mostrar por separado. Cada libro o documental muestra una faceta u otra. Es decir, la orate pasional y el lado académico. Además, Vogel tiene una visión de conjunto ya que funciona como un historiador y explica los contextos en su totalidad. Pero, al mismo tiempo, tiene la capacidad de narrar las historias particulares con gran acierto, engarzadas como piedras preciosas en un gran bloque de oro que contribuyen a la historia general. Así veremos cómo se financió el fichaje de Elvis por RCA y qué trascendencia tuvo en el rock. Es decir, se ofrecen momentos como pinceladas particulares que influyeron en el cuadro global y viceversa. Pura orfebrería.

La avalancha de datos puede producir una sobredosis. Pero también es un subidón de entusiasmo por el ritmo narrativo, el rigor en la cita, y la procedencia de esa información y, sobre todo, por el gozo supremo de entender una historia que pocas veces se ha abordado con esta ambición. Sí, hemos entendido la Revolución francesa y podemos documentar no sólo sus datos en los archivos, sino las distintas visiones de por qué se produjo. Este libro hace lo mismo, ya que Vogel tiene alma de profesor de Historia, y explica por qué las cosas pasan de esta manera y no de otra. Hay sociología, historia, mucho archivo y cuestiones técnicas bien explicadas. Es decir, ofrece una visión que es un poliedro que, a su vez, no deja de ser una pieza única.

En estas páginas se habla de algo que es importante para nuestro tiempo, para nosotros y, sobre todo, para quienes vivimos por y para esta enorme pasión que es el rock and roll. Aquí está la explicación, el sostén teórico de estos cientos de artistas y canciones que han convertido nuestra vida en algo que es mucho mejor de lo que hubiera sido sin ellos. Nadie se puede imaginar cómo hubiera sido este mundo sin el rock and roll o el rock (la diferencia la explica Vogel en el libro). Nadie se puede imaginar lo que hubiera sido un mundo sin Elvis o sin The Beatles. Pero las circunstancias únicas que facilitaron su nacimiento pocas veces se han explicado de forma tan global y de manera tan contundente. Era necesaria esta visión que pusiera sobre el papel la importancia de las compañías independientes de esta forma exhaustiva. Quizá sea demasiado intenso para algunos paladares. Pero hablamos de un libro que mezcla historia, narrativa y ambición documental. Merece la pena que ocupe las bibliotecas a modo de libro de consulta. Y es que, hasta ahora, en el ámbito hispanoamericano, nadie se había atrevido a afrontar esta temática en la que, curiosamente, España y sus sonidos tienen tanto que ver en su formación. Mi fascinación por la obra de Vogel se debe a que, por fin, un texto escrito en castellano y desde España tiene el nivel suficiente para estar a la misma altura que los libros anglosajones. El rigor, la pasión y la exactitud nos libran del compilatorio habitual de anécdotas que tanto se da por nuestro país. Si hay algo parecido a una «aventurilla» en esta obra es porque sirve al propósito general. Porque ayuda a la información global.

Así que prepárense para deglutir estas páginas poco a poco, porque despiertan el cerebro como la cocina tecnoemocional, pero llena el estómago igual que un plato tradicional. Todo lo escrito es importante, y admite varios niveles de lectura para disfrutarlo tanto como un libro de aventuras como un diccionario donde acudir en caso de duda.

Ha llegado Adrian Vogel para que nos haga escuchar, bailar, disfrutar, leer y, por fin, pensar. Vive le Rock!

Igor Paskual

Compositor, escritor y músico

 

INTRODUCCIÓN

It’s Only Rock ‘n’ Roll (But I Like It).

The Rolling Stones, 1974 (M. Jagger & K. Richards)

Escribir este libro sobre el rock ‘n’ roll original suponía un doble reto. El primero por hacerlo desde España sobre un ritmo estadounidense (que conquistó el mundo occidental). Creo que la distancia geográfica ha podido solventarse por mi experiencia vital (viví cinco años en Nueva York) y profesional (tanto en medios como en discográficas): a través de contactos, conversaciones, entrevistas, etc. se ha formado un conjunto de testimonios de primera mano que deberían proporcionar una visión completa y más cercana. Los libros musicales y las biografías, las (prácticamente desaparecidas) revistas especializadas (de ayer y hoy) y los documentales de la BBC (Reino Unido) y PBS (EEUU) ayudaron a completar el panorama.

Y el segundo reto era precisamente porque al escribir desde España este «manual» marcaría un hito: sería el primero que se publicaría en nuestro país sobre la historia del rock ‘n’ roll. Evidentemente ha habido traducciones de autores anglosajones. Y muchos artículos de prensa y revistas, fascículos coleccionables, programas de radio, etc. pero nunca un autor español había escrito un libro al respecto. Por raro que parezca. A mí también me sonaba extraño. Así que este reto se convirtió en un desafío. Espero haber estado a la altura. Ustedes serán quienes juzguen.

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Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa.

Emma Goldman (1869-1940)[1]

El baile ha estado asociado a la música popular desde la noche de los tiempos. Siempre nos ha gustado cantar y bailar, dos elementos indispensables sea el estilo musical que sea. El baile además ha ayudado a la propagación de los distintos ritmos que surgían. El siglo XX fue especialmente prolífico en este sentido. Y la influencia de los ritmos negros, llegados desde África al continente americano, fueron decisivos.

Situémonos en la década de los cincuenta del siglo pasado: dos géneros musicales van a dominar el mundo occidental, el mambo y el rock ‘n’ roll. Ambos asociados a bailes que rompieron moldes y entroncados en sonidos negros.

El dublinés George Bernard Shaw (1856-1950), premio Nobel de Literatura 1925, decía que «el baile es una expresión perpendicular de un deseo horizontal». Acertada definición de una experiencia lúdica y sensual. No vivió para conocer la exuberancia del mambo y el rock ‘n’ roll. El primero más tórrido y el segundo más acrobático.

En el resumen final del año musical de 1955 la revista Billboard, la biblia del negocio discográfico, señalaba «Cerezo rosa» de Pérez Prado, el san Pablo del mambo, como la canción del año. En segunda posición quedaba «(We’re Gonna) Rock Around The Clock» de Bill Haley and His Comets, el primer n.º 1 en EEUU del rock ‘n’ roll. Atención, el primer n.º 1, no el primer éxito ni el primer rock ‘n’ roll. A lo largo de las siguientes páginas verán como hay varias canciones candidatas a ser el primer rock ‘n’ roll de la historia (alguna del propio Bill Haley como «Rock The Joint» de 1952, la primera en fusionar country y rhythm & blues). Y la cosa sigue sin estar clara más de medio siglo después.

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La cultura fue un instrumento de anticipación, por lo que parecía útil recurrir a ella para entender qué estaba ocurriendo y hacia dónde podíamos ir en el futuro[2].

Esteban Hernández

Es necesario hacer algunas observaciones antes de entrar en faena. Aclarar conceptos y términos. Empecemos por estos últimos y las diferentes denominaciones (rock ‘n’ roll, rock and roll, rock & roll y rock).

El disc jockey Alan Freed acuñó la expresión rock ‘n’ roll en el título de su programa de radio: The Moondog House pasó a llamarse Moondog Rock ‘n’ Roll Party[3]. Sucedió en la WJW-AM de Cleveland, donde se había mudado en 1950 desde Akron (también del estado de Ohio). Freed descubrió en la principal tienda de discos de Cleveland, Record Rendezvous, que muchos adolescentes blancos escuchaban y compraban race records (Jerry Wexler en las páginas de Billboard cambió el denigrante apelativo por el de rhythm & blues). Es decir, música negra. El dueño de la tienda, Leo Mintz, le animó a programar en su espacio nocturno esta música que despertaba el interés de estos jóvenes. Mintz patrocinaba los programas de Freed desde que este comenzó su carrera en Akron y fue decisivo para su desembarco en Cleveland. Muchos atribuyen a él y no a Freed la creación de la denominación de rock ‘n’ roll.

El nombre de rock ‘n’ roll en realidad era el eufemismo para describir la música negra que gustaba a los blancos. Más que para ocultar su origen la pretensión era evitar problemas a la chavalería en sus casas. Alan Freed fue el primer DJ blanco del norte de EEUU en programar música negra.

Freed, Mintz y el promotor Lew Platt organizaron el 21 de marzo de 1952 el primer concierto de rock ‘n’ roll de la historia, Moondog Coronation Ball, en el Cleveland Arena (pabellón deportivo donde se jugaba al baloncesto, hockey sobre hielo y se organizaban veladas de boxeo). Entre otros artistas el cartel lo componían The Dominoes (de Billy Ward), Paul Williams and The Hucklebuckers, Tiny Grimes and His Rocking Highlanders, Danny Cobb y Varetta Dillard. Se estima que acudieron 25.000 jóvenes (sobrepasando la capacidad del recinto, lo que provocó su suspensión una vez iniciado). El éxito de público fue notorio y disparó el ascenso de Freed en las ondas. Cleveland se convertía en la primera ciudad del rock ‘n’ roll, el nuevo sonido urbano. La sede del Rock and Roll Hall of Fame está situada en Cleveland.

Pero no se puede pasar por alto que rock ‘n’ roll ya se usaba con anterioridad en algunos viejos blues en alusión a las relaciones sexuales. Y posteriormente al baile. Bernard Shaw vuelve a hacer acto de presencia.

La frase rocking and rolling tiene un origen naval: describía el movimiento de los navíos en el mar. También hace referencia al balanceo de las mecedoras (rocking chairs). En 1934 las tres hermanas Boswell, blancas de clase media de Nueva Orleans, editaron una canción llamada «Rock And Roll». En la película Transatlantic Merry-Go-Round, de ese mismo año, la cantaron montadas en un bote de atrezo[4]. El columnista Maurie Orodenker de Billboard empezó a usar rock and roll en 1942 para describir canciones rítmicas como «Rock Me» de Sister Rosetta Tharpe.

Hacia 1948 ya había canciones que mezclaban los conceptos de baile y sexo como «Good Rockin’ Tonight» de Roy Brown y «Rock All Night» de The Ravens. En 1949 Jimmy Preston and His Prestonians tuvo un top 6 en rhythm & blues con «Rock This Joint», también grabada por Bill Haley and The Saddlemen en Essex. La de Preston contiende por ser el primer rock ‘n roll y la versión de Haley por el primer rockabilly. En 1951 «We’re Gonna Rock» de Gunter Lee Carr ya se ceñía únicamente al aspecto del baile. Lo de Alan Freed es de 1952. Y fue definitivo. Aunque el primer éxito nacional de rock ‘n’ roll tardó en llegar y data de 1953: «Crazy Man Crazy» de Bill Haley and His Comets.

El maestro Charlie Gillett, en su canónico El sonido de la ciudad, diferenciaba rock ‘n’ roll de rock and roll, rock & roll y de rock[5]: la primera acepción es la que se refiere a la música de los pioneros y se extiende más o menos hasta 1959, al «día que la música murió» como cantaba Don McLean en su «American Pie»; rock and roll es la evolución del nuevo género musical ampliado a estilos como el rockabilly, el doo wop, el surf, las girl groups, el twist, etc. El rock & roll sería la internacionalización del rock and roll al sustituir la conjunción inglesa and por un signo e incluir el producido en otros países e idiomas. Y rock será a partir de 1964, coincidiendo con la explosión de The Beatles y los nuevos grupos británicos. Es la expresión que definirá un nuevo modelo cultural. Si el primer rock ‘n’ roll representó la rebelión juvenil y adolescente, su nieto, el rock, supuso la revolución de los jóvenes occidentales a partir de la década de los sesenta. Y en ambos casos la constatación de un nuevo poder económico, el de la gente joven, como nunca antes se había producido en la historia de la humanidad. En todos los aspectos: el creativo, el empresarial y el profesional (con el añadido de la creación de nuevos oficios y puestos de trabajo). Y por tanto una enorme fuerza de consumo.

A lo largo del libro irán surgiendo las distintas listas de éxitos, principalmente las de pop, race/rhythm & blues y hillbilly/country, indistintamente del formato (disco sencillo, a 78 rpm primero y después a 45 rpm, o el LP de 12 pulgadas). La de pop reflejaba los superventas nacionales, los que rompían barreras (el crossover) y llegaban a todos los públicos (predominantemente blancos urbanos). En un país segregado, las poblaciones también tendían a estarlo, así como las expresiones musicales. Los discos llamados race records eran de música negra (conocidos anteriormente como sepia). Los intérpretes eran afroamericanos, el público también y los discos se vendían en los barrios negros. Podían ser de distintos estilos musicales (incluso recitados como los sermones religiosos). Lo que les diferenciaba del resto era el color de la piel de los artistas. La lista de race records (1945-1949) relevó al Harlem Hit Parade. Las jukeboxes (gramolas), la radio y otros factores, que veremos más adelante, acercaron parte de esta música a los jóvenes blancos. El denigrante race records (cuya autoría se atribuye a Ralph Peer, entonces director artístico de OKeh Records y uno de los pioneros de las primeras discográficas y descubridor de innumerables figuras) fue sustituido por el de rhythm & blues (R&B). Ya se mencionó anteriormente a Jerry Wexler como autor del cambio de nombre. Y además supuso concretar el tipo de música que reflejaría la lista. Hillbilly también era ofensivo (significa «palurdo») y se decidió usar country tras varios cambios: en 1944, Billboard reemplazó hillbilly por folk songs and blues luego por country and western en 1949 y finalmente se redujo a country. Los artistas y consumidores de este género eran blancos rurales con escasos recursos económicos. Esto lo tenían en común con los primeros creadores del blues acústico y su público. En ambos casos la presencia artística femenina era habitual tanto en los grupos de folk y country como en el blues.

El concepto «mercado de canciones» irá surgiendo con relativa frecuencia y su presencia será notoria, aunque no sea mencionado. Las razones son múltiples. Empezando por las distintas versiones que se hacían de la misma canción y terminando por la importancia de los editores musicales que promovían autores y partituras. Los editores empezaron a ver amenazada su privilegiada posición en la industria musical con la aparición del rock ‘n’ roll, debido al creciente protagonismo de las discográficas. En los sesenta, con la cultura rock perdieron su preponderancia porque todos los nuevos roqueros eran autosuficientes (componían sus propias canciones).

La irrupción del rock ‘n’ roll rompió barreras raciales. El mercado de canciones ayudó con las distintas versiones enfocadas a los diversos públicos. Los jóvenes blancos y negros creaban la misma música, compartían el mismo baile y los mismos sonidos. La integración llevó tiempo, no fue inmediata, pero sucedía en paralelo a lo que el escritor Norman Mailer reflejó en los cincuenta como hípsteres. Estos primeros hípsteres son descritos en su ensayo The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster de 1957. Un hípster era un licenciado universitario urbanita blanco de clase media con inquietudes artísticas e intelectuales. El propio Mailer los definía como los existencialistas estadounidenses. Su música favorita era el jazz (sobre todo Miles Davis), fumaban marihuana, incorporaban jerga de los guetos y frecuentaban círculos literarios. Eran los blancos negros. El libro de Mailer refleja un movimiento que se inició en los cuarenta y se publicó cuando la Generación beat ya estaba en marcha.

El rock ‘n’ roll triunfó debido a la fuerza de su ritmo, a la de los jóvenes representados en sus artistas y autores (era la primera vez en la historia que se componía para adolescentes) y a la tenacidad de los empresarios que crearon más de cien discográficas independientes.

El pop moderno comenzó a mediados de los cincuenta con el rock ’n’ roll

y, básicamente, era una mezcla de dos tradiciones

–el rhythm & blues negro y las melodías blancas[6].

Nik Cohn

[1] Esta frase, «If I can’t dance I don’t want to be in your revolution», atribuida a Emma Goldman (nacida en Kaunas, entonces Imperio ruso, hoy Lituania, y fallecida en Toronto, Canadá), conocida como «la mujer más peligrosa de América», apareció por primera vez como lema de una camiseta en la Nueva York de 1973. Estaba basada en un incidente real recogido en su libro autobiográfico Living My Life, de 1931 [http://www.lib.berkeley.edu/goldman/Features/danceswithfeminists.html].

[2] E. Hernández, El fin de la clase media, Madrid, Clave intelectual, 2014, p. 14.

[3] The Quarrymen con John Lennon, Paul McCartney y George Harrison dejaron de llamarse así cuando pasaron de ser un grupo de skiffle para hacer rock ‘n’ roll y competir en algunos concursos. El nuevo nombre elegido fue el de Johnny and The Moondogs, tal fue la influencia del programa de Alan Freed. Luego volvieron a llamarse Quarrymen y cambiaron de nombre un par de veces más antes del definitivo de The Beatles.

[4] [https://www.youtube.com/watch?v=6b5oWwFUhN0].

[5] C. Gillett, El sonido de la ciudad, Barcelona, Robinbook, 2008, p. 25.

[6] N. Cohn, Awopbopaloobop Alopbamboom, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1969 (Vintage Classics, 2016), p. 1.

CAPÍTULO I

Iconografía del rock ‘n’ roll

No es la idea la que apasiona, sino la pasión la que idealiza[1].

José Bergamín

La iconografía del rock ‘n’ roll tiene sus raíces en el cine, antes de la popularización de la música y su baile. Dos películas son el pistoletazo de salida y una tercera supone el aldabonazo definitivo: Salvaje (The Wild One, 1953), Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955) y Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955). Las dos primeras, protagonizadas por Marlon Brando y James Dean respectivamente, van a marcar el territorio de la moda, de las actitudes. En definitiva, del estilo de vida.

Marlon Brando en Salvaje es el líder de una pandilla de moteros, The Black Rebels Motorcycle Club. Se introduce por primera vez en la gran pantalla el concepto de tribu urbana. También se establecen varios iconos: la ropa (cazadoras de cuero, camisetas, botas y vaqueros), las patillas (James Dean y Elvis Presley las adoptaron) y las motos (eran Triumph). Estas quedarán desplazadas muy pronto por los coches en la mitología del rock (aunque las Harley Davidson mantendrían su estatus simbólico). Producida por Stanley Kramer y dirigida por Lázló Benedek, uno de los momentos cumbre es cuando una chica pregunta a Brando: «¿Johnny contra qué te rebelas?», y él contesta: «¿Qué tienes?». Este breve diálogo es toda una declaración de intenciones. Y sobre el que se construirá el edificio de actitudes y comportamientos del rock ‘n’ roll. La película fue prohibida en varios países. En Gran Bretaña no se estrenó hasta 1968 y en la España franquista no se vio hasta 1974 (un pase en TVE).

James Dean, además de las patillas también se apuntó a ponerse vaqueros. En Rebelde sin causa, sus patillas eran más discretas que las de Brando, pero estableció el modelo de jeans que llevar, los Levi’s 501. Los personajes de Brando y Dean son paralelos, dos caras de la misma moneda. Del líder pandillero con moto pasamos al desorientado adolescente urbano de instituto con coche. Y se baja el listón de la edad de los protagonistas. Ambos tienen una ira interior que los consume y los conduce invariablemente a meterse en líos. Nicholas Ray, director de Rebelde sin causa basado en un relato suyo, construye una descripción del nuevo adolescente de los suburbios de los blancos acomodados, surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Ray que vivió en Madrid, donde su local Nikas fue vital en el desarrollo de los pioneros del rock & roll madrileño, volverá a aparecer más adelante (como hombre de radio). Rebelde sin causa también tuvo problemas con la censura franquista y no se estrenó hasta 1964.

Si estas dos primeras películas reflejaban un ambiente, y marcaban estilo, en Semilla de maldad se escuchó rock ‘n’ roll por primera vez en una película. Dirigida por Richard Brooks, supuso el relanzamiento del «(We’re Gonna) Rock Around the Clock» por Bill Haley and His Comets, compuesta por Max C. Freedman and James E. Myers en 1952. Haley grabó su versión en 1954 para su debut con Decca, producida por Milt Gabler (figura clave en la evolución de la música popular sobre el que se incidirá posteriormente). Originalmente una cara B encontró su camino cuando sonó en los títulos de crédito del principio de la cinta. Y desde ahí cambió la historia de la música popular. Se convirtió en el primer n.º 1 del rock ‘n’ roll y el virus se propagó por todo el mundo occidental. Haley dejó obsoletos a los crooners iniciando una nueva era. El tema del filme no facilitó su estreno en España: un profesor blanco llega a un instituto de un gueto, a una clase multirracial; diversos alumnos son, digamos, problemáticos y antisociales. Los alborotos en los estrenos europeos tampoco ayudaron y fue prohibida en España hasta 1964.

El cine ya era un fenómeno de masas y se convirtió en un aliado formidable del nuevo ritmo. Hasta la explosión del «Rock Around The Clock» sólo hubo un puñado de éxitos:

La ya mencionada «Crazy Man Crazy» por el propio Bill Haley (Essex, 1953);

«Shake, Rattle and Roll» compuesta por Jesse Stone para Big Joe Turner (Atlantic, 1954), que fue n.º 1 de rhythm & blues y 22 en pop, mientras que la versión de Bill Haley del mismo año (Decca) fue n.º 7 en pop;

«Seventeen» de Boyd Bennett and His Rockets (King, 1955) fue n.º 5 en pop y la versión de The Fontane Sisters llegó al 3 (Dot, 1955);

«Ain’t That A Shame» es otro ejemplo del funcionamiento del mercado de canciones: la versión original de su autor Fats Domino (Imperial, 1955) fue n.º 1 de rhythm & blues y llegó al 10 en pop impulsada por la versión de Pat Boone (Dot, 1955), que alcanzó el n.º 1 en pop;

«Maybellene» de Chuck Berry (Chess, 1955) fue el primer éxito de rock ‘n’ roll de un artista afroamericano: n.º 1 de rhythm & blues y 5 en pop.

Los grandes estudios cinematográficos estuvieron más rápidos que las grandes discográficas y se lanzaron a seducir a esta nueva audiencia con películas rocanroleras (que irán salpicando el relato en los siguientes capítulos) y captaron a Elvis Presley como astro del celuloide.

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El rock ‘n’ roll era una arma peligrosa, de acero cromado, explotaba a la velocidad de la luz, reflejaba la época, sobre todo la presencia de la bomba atómica que había sucedido unos años antes. En esos momentos la gente temía por el fin del mundo. En el horizonte se vislumbraba el gran enfrentamiento entre el capitalismo y el comunismo. El rock ‘n’ roll te hacía olvidar el miedo, rompía las barreras raciales, religiosas e ideológicas[2].

Bob Dylan

Con los ejemplos de Hollywood hemos visto la transición de las motos a los coches. Pero al ser el rock ‘n’ roll un fenómeno global debemos tener en cuenta el poder adquisitivo de los jóvenes de otros lugares. Las motos, especialmente las de baja cilindrada, fueron objeto de fascinación. Las scooters fueron el símbolo de los mods británicos de los sesenta. En esa misma década la pujante industria catalana de motocicletas alimentaba los sueños de muchos jóvenes españoles. La Derbi 50 era el modelo deseado. Si para los padres españoles era complicado tener un coche para los hijos era imposible. Las diferencias de poder adquisitivo entre EEUU y el resto marcaron las diferencias. Y es indudable que los coches, especialmente los descapotables, son uno de los grandes iconos del rock ‘n’ roll.

En lo que los estadounidenses consideran folk (que incluye tanto al blues rural como al country primitivo) los trenes y los barcos de vapor eran los referentes del transporte. A medida que los autores e intérpretes de música popular se urbanizaron (el blues eléctrico de Chicago, el rhythm & blues y el rockabilly en Memphis, el swing de Nueva York y el jazz de Kansas City, el country de Nashville, el bluegrass de Kentucky, etc.) fueron apareciendo camionetas y coches. Y el Cadillac, a ser posible descapotable, fue el gran símbolo del estatus de éxito.

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But look at us now, quit driving, some things hurt more much more than cars and girls./

Pero míranos ahora, deja de conducir, algunas cosas duelen mucho más que los coches y las chicas.

«Cars And Girls», Prefab Sprout, 1988 (Paddy McAloon)

Esta frase de una canción de los británicos Prefab Sprout, que su autor Paddy McAloon dedicó a Bruce Springsteen criticando su limitación temática, es otra demostración de los coches como iconos.

La película American Graffiti dirigida por George Lucas en 1973 (y producida por Francis Ford Coppola) es una prueba más (aunque la acción se desarrolla a principios de los sesenta, pero arranca con el «Rock Around The Clock»). Aparecen modelos clásicos como el Chevrolet Impala y el Ford Thunderbird. Apuntada ha quedado la preferencia por el Cadillac, con sus espaciales aletas traseras, y más concretamente el rosa.

Elvis Presley era un enamorado de los Cadillac: llegó a tener una docena y su favorito era el rosa, un modelo Fleetwood de 1955. En realidad fueron dos, comprados en 1955: el primero, su primer Cadillac, un modelo de 1954, originalmente de color rosa, que apenas duró unos meses (tuvo un accidente al fallar el revestimiento de un freno y acabó incendiándose en la cuneta). Fue reemplazado por otro Fleetwood, pero azul. Elvis lo mandó pintar de rosa. Es el que siempre mantuvo y el que usaba para las giras. El color rosa de su Cadillac fue inmortalizado en la canción «Baby Let’s Play House» (Sun, 1955), su primer hit nacional (n.º 5 de country) y el penúltimo sencillo que editó con Sun Records antes de firmar por RCA. Elvis, en su versión, modificó la letra original de esa canción: cambió la mención a «la religión» del original por un Cadillac rosa. Cuando Buddy Holly registró el tema como una maqueta para Columbia cantó la versión de Elvis.

La trascendencia del Cadillac rosa de Elvis Presley modificó los colores de los modelos de otros fabricantes. Ford era el único que traía el rosa como opción de serie (los Cadillac se pintaban a gusto del consumidor). Aparte del de Elvis (al segundo, el que ha sobrevivido, le pintó el techo de blanco) el otro Cadillac rosa icónico es el descapotable. El que pudimos ver en El Cadillac rosa, la película de 1989 protagonizada por Clint Eastwood. A Eastwood, un caza fugitivos, le encargan encontrar a una mujer que se ha fugado con su hija de ocho meses en el Cadillac rosa descapotable del marido, un supremacista. En esta mediocre road movie Jim Carrey hace un cameo interpretando a un imitador de Elvis.

Fats Domino también conducía un Cadillac rosa.

Pink Cadillac es el título de un álbum de John Prine (1979) y de una canción de Bruce Springsteen (1983) que fue versionada entre otros artistas por Bette Midler (1984), Natalie Cole (1988), Carl Perkins (1992), Graham Parker (2003) y Jerry Lee Lewis (2006). Melissa Etheridge la canta en sus conciertos. La canción del Boss tiene un claro componente sexual, una metáfora de los genitales femeninos en la misma medida que los coches representan una fijación fálica. Esta misma metáfora fue cantada por Aretha Franklin en «Freeway Of Love», ganadora de un Grammy en 1985: «Montaremos en la autovía del amor en mi Cadillac rosa». El Cadillac (al igual que otras marcas, lo cual es una prueba más de los coches como uno de los iconos fundamentales del rock ‘n’ roll) ha servido de inspiración para varias canciones. Destaca «Brand New Cadillac» de Vince Taylor (1959) que The Clash rescató en London Calling (1979). La fascinación por los Cadillac llegó a España de la mano de Loquillo con «Cadillac solitario», compuesta por Sabino Méndez.

El rosa es uno de los colores del rock ‘n’ roll y su asociación va más allá de la automovilística: los trajes de escenario de Elvis Presley o las camisas tejanas rosas (objeto de deseo para muchos jóvenes europeos) son ejemplos claros. Y se podría ampliar a los colores pastel. El negro de las chupas de cuero es el otro color dominante y mucho más amenazador.

La pasión por las cuatro ruedas y los desplazamientos se ve reflejada en la creación de rutas míticas (en la misma medida que los ríos Misisipi y Misuri lo son para los viajes fluviales).

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It winds from Chicago to LA, 
More than two thousand miles all the way.
Get your kicks on Route sixty-six.

«(Get Your Kicks On) Route 66», Nat King Cole, 1946 (Bobby Troup)

La Ruta 66 (US Route 66), conocida como «la calle principal de EEUU» o «la carretera madre»[3], atraviesa dos tercios del oeste norteamericano y abarca desde Chicago (Illinois) hasta Los Ángeles, en California (la tierra prometida). Inaugurada en noviembre de 1926, fue una de las autovías originales de la Red de Carreteras Federales de Estados Unidos.

La canción compuesta por Bobby Troup mitificó el estatus de la ruta. La versión original de Nat King Cole (Capitol, 1946) fue un éxito tanto en la lista de música negra como en la pop. Bing Crosby con las Andrew Sisters también triunfó con su versión en la lista pop ese mismo año (mercado de canciones). Chuck Berry le dio otra lectura y los Them de Van Morrison y The Rolling Stones (la mejor en mi opinión) la incluyeron en sus LP de debut.

I’m leaving St. Louis, I’m going out Grand Avenue
I got to go to Memphis, something over there that I want to do.

«Highway 61 Blues», 1932, Roosevelt Sykes (R. Sykes)

La US Route 61 es la gran competidora de la Ruta 66. Y la más musical. Denominada como la highway blues, nace en Nueva Orleans, recorre el delta del Misisipi, varios estados y muere en la ciudad de Wyoming, en el estado de Minnesota. Transcurre en paralelo al mencionado río en la mayor parte de sus 2.300 km. Si la 66 busca el oeste, la 61 desde el sur se encamina al norte. Fue, junto con el transporte fluvial, protagonista de las grandes migraciones de afroamericanos del sur, en su mayoría trabajadores rurales, en busca de empleo en las ciudades del norte. Y recorre puntos clave de la música popular estadounidense: Nueva Orleans, el delta del Misisipi, San Luis, Memphis y Clarksdale. Esta última localidad, del estado de Misisipi, es tan importante en la historia del blues como lo es Bristol[4] (Tennessee) en la del country. En Clarksdale se encuentra el cruce entre la 61 y la 49 donde, según la leyenda, Robert Johnson vendió su alma al diablo a cambio de ser un maestro del blues (Johnson compuso «Cross Road Blues» en 1936 que los rocanroleros británicos versionaron hasta la saciedad, empezando por Eric Clapton y Cream). En Clarksdale, cerca de este cruce, falleció en un accidente de coche Bessie Smith, una de las grandes damas del blues. Y ahí vivieron y actuaron todos los grandes del blues.

La lista de músicos, autores y canciones (con predominio del blues) que han hecho referencia a la Ruta 61 es demasiado extensa. Por terminar tan sólo citar el Highway 61 Revisited, uno de los mejores álbumes de Bob Dylan (la 61 pasaba por su Duluth natal) e incluía la canción del mismo título.

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Where lived a country boy named Johnny B. Goode / Donde vivía un chico del campo llamado [Johnny B. Goode

Who never ever learned to read or write so well / Nunca aprendió a leer y escribir bien, 
But he could play the guitar / pero podía tocar la guitarra 
just like ringin a bell / como quien suena una campana. 

«Johnny B. Goode», 1958, Chuck Berry (C. Berry)

La guitarra eléctrica es la gran insignia musical del rock ’n’ roll. No hay instrumento más representativo. Y con el rock, a partir de los sesenta, aparecieron los guitar heros. Pero no conviene olvidar la batería: Earl Palmer de Nueva Orleans aplicó el backbeat (acentúa el segundo y cuarto tiempo) cambiando la historia del rock ‘n’ roll. Palmer adoptó el backbeat al compás de cuatro tiempos del rock ‘n’ roll. Recogía una técnica del dixieland (al final de los temas) y de las palmas y panderetas usadas en el góspel urbano. Desde la grabación del primer disco de Fats Domino «The Fat Man» introdujo esta variante en el rock ‘n’ roll. De Nueva Orleans se trasladó a Los Ángeles donde formó parte de los legendarios Wrecking Crew, los músicos de sesión más solicitados de EEUU.

Del rhythm & blues (y del jazz) el rock ‘n’ roll heredó el saxo (y la sección de metales). Con la electrificación el contrabajo cedió el paso al bajo eléctrico, más cómodo de transportar.

XVIII

La guitarra eléctrica se fue haciendo hueco poco a poco. Desde la rítmica a la solista. Las guitarras eléctricas ya habían hecho acto de presencia, por ejemplo, en el jazz y en el blues urbano de Chicago. Pero su impacto definitivo vino de la mano del rock ‘n’ roll. Nunca antes de Chuck Berry (o Bo Diddley) se habían usado de forma tan protagonista. Como en todo se necesita una estrella para liderar una tendencia. La electric guitar encontró a Chuck Berry. Gracias a él este instrumento pasó a formar parte del espectáculo. Y el componente sexual, tan presente en el rock ‘n’ roll, transformó la guitarra en un símbolo fálico.

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Sin el bajo Fender no tendríamos rock ‘n’ roll ni Motown.

La guitarra eléctrica llevaba esperando pareja desde 1939.

Se convirtieron en una sección rítmica eléctrica, y eso lo cambió todo.

Quincy Jones

Hay una película de 1978, Grease (basada en el musical de Broadway), que refleja la mayoría de esta imaginería rocanrolera como señas de identidad: chicas, coches, cazadoras de cuero, vaqueros (con el bajo de los pantalones remangados), pantalones pitillo, patillas, tupés, bailes, música, pandillas, los colores pastel, la ropa negra, la camisa rosa de Travolta (con el pañuelo de la chaqueta y los calcetines del mismo color), zapatillas deportivas, faldas de vuelo con lunares, etc. La acción transcurría en un instituto de 1959.

Coches, calles, zapatos de ante, callejones, hoteles, moteles, autopistas, las jukeboxes, gasolineras, fiestas y padres proporcionaron el contexto en el que los cantantes empezaron a considerar el amor de manera que no sólo tenía aspectos físicos, sino que tampoco era inevitablemente eterno. Al asimilar esta música sin necesidad de pensar demasiado sobre ella, el púbico de la música popular desde 1956 se ha formado unas sensibilidades bastante diferentes de las generaciones precedentes que fueron educadas
en el sentimentalismo y el melodrama[5].

[1] J. Bergamín, El cohete y la estrella, Madrid, Ed. Cátedra, 1981, p. 89.

[2] Entrevista realizada por Bill Flanagan en [bobdylan.com].

[3] Fue John Steinbeck quien la denominó así en Las uvas de la ira (1939).

[4] Ralph Peer organizó sus primeras audiciones y grabaciones de folk y country en Bristol. El entonces director artístico de Victor (y un pionero de la industria discográfica) descubrió en esas primeras sesiones de 1927 a Jimmie Rodgers y a la Carter Family, quienes se habían desplazado desde Poor Valley (Valle Pobre) de los montes Apalaches en su Virginia natal. La aportación de Maybelle Carter es, según Johnny Cash, más influyente que Hendrix en la guitarra: hacía la melodía con las cuerdas de abajo y el ritmo con las de arriba y descubrió a Chet Atkins. June, futura esposa de Cash, es su hija.

[5] Gillett, op. cit., p. 21.