Octavia y Jay son dos curiosos superhéroes, en una hipotética sociedad futura, que se encargan de limpiar el mundo de seres estereotipados y malvados. En la vida ordinaria se dedican a la venta de excusados secos y a la compra y reutilización de excrementos, que se preocupan de recolectar casa por casa realizando para ello una inigualable performance. Sin embargo, cuando deciden colocarse su ropa interior por encima de los pantalones, se convierten en peligrosos personajes que actúan con violencia desmedida cuando es necesario.

Stereotype destroyer es una novela de superhéroes escrita en clave de humor en la que, no obstante, se realiza una despiadada crítica del orden social actual y de las formas de comportamiento de las clases dominantes.

Stereotype destroyer

Alega

www.edicionesoblicuas.com

Stereotype destroyer

© 2018, Alega

© 2018, Ediciones Oblicuas

EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

08870 Sitges (Barcelona)

info@edicionesoblicuas.com

ISBN edición ebook: 978-84-17269-62-3

ISBN edición papel: 978-84-17269-61-6

Primera edición: mayo de 2018

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

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Contenido

Rockero

Don y Doña

Chiqueada

Sacerdote

Narcotraficate

Recompensa

Tristeza

Jay

Primermundista

Superficies planetarias

Octavia

¿Muertos?

El autor

Rockero

Ding dong. Ding dong. Sonó el timbre en una gran casa enclavada en una gran colonia en una gran ciudad. De esas que crecieron sin control ni planeación asemejándose a un corazón latiente, incrementando su tamaño impulsada por negocios e industrias fusionándolo todo a su paso. Aunque la lejana colonia logró conservar intactas sus calles de piedra, ahora pueden ser invadidas por cualquier persona y por cualquier flanco conectadas con venas y arterias de cemento.

—¿Quién? —Abrió pues la puerta un niño. Sin dar tiempo a contestar, se orilló a hacer una segunda pregunta—. ¿Qué se te ofrece?

—Mire, ando vendiendo abono y comprando excremento. ¿Será que le interesa?

—¡Ah! Excremento es caca. ¿Verdad?

—Sí, yo la compro.

—¡Ah! Je, je, pues no tenemos. —El niño soltó una risa pausada.

—¿Cómo no van a tener si todos evacuamos?

—Oh. Evacuar es hacer caca. ¿Verdad?

—Sí, yo compro caca humana. ¿Será que les interesa? —dijo la compradora.

—Mmm, déjame, le pregunto a mi papá, permíteme. —El niño cerró la puerta y se dirigió sonriendo hacia la cocina.

—Apá Raul, hay una muchacha que dice si le vendemos nuestra caca. ¿Qué le digo?

—Ja, ja, no la jodas, Rutilio. ¿Cómo está eso?

—Pues eso dice.

—Pregúntale a Gerardo, yo estoy preparando la comida ahora.

—¡Va!

—Apá Gerardo, dice una muchacha si le quieres vender tu caca. ¿Qué le digo?

—¡No mames! ¿Cómo está eso? —dijo Gerardo frente a su computadora.

—Ah, pues yo no sé, pero está bien vestida y se ve buena onda.

¡Na! Dile que no. —Rutilio se dirigió a la puerta, la abrió y miró a la muchacha.

—¿Verdad que compras caca?

—Sí, por supuesto. ¿Qué le dijeron?

—Ah, pues no me creen, deja, le digo a mi mamá, espérame. —Cerró la puerta, subió las escaleras y preguntó.

—Amá Ruth. ¿Tu venderías tu caca? —Ella estaba haciendo complicados reportes desde su computadora. Oyó las palabras de Rutilio, no quiso saber el fondo de la situación, se limitó a contestar.

—Si alguien me la comprara, ¿por qué no? —dijo con voz lenta moviendo sus labios con energía proveniente de su cerebro, al tiempo que dirigía ondas eléctricas produciendo imágenes y pensamientos abstractos. Daba órdenes a las manos para que los dedos teclearan enunciados coherentes.

—Pues afuera una muchacha te la compra. ¿Qué le digo?

—¿Quién timbró? —dijo Ruth, aprovechando su posición de madre para dirigir la plática.

—Pues la muchacha compra cacas —habló Rutilio dándole a su voz un tono que dejó a la pregunta de su madre como tonta.

—¿Y en serio compra cacas? —dijo ella sin dejar de teclear.

—¡Oh, que sí! —contestó Rutilio desesperado.

—Uh, pues yo no tengo por ahora —contestó Ruth pausadamente. Rutilio se dirigió de nuevo a la puerta y le dijo a la muchacha.

—Mi mamá no tiene. ¿A cómo la compras?

—A treinta centavos el kilo. También vendo abono para plantas. Eso no lo mencionó, ¿verdad?

Na. Además, están todos ocupados. Ven, pasa. —La dirigió a la sala—. Voy a entrar al baño, yo te vendo la mía —dijo Rutilio.

—Va. Pero tome, póngala aquí. —Sacó un artefacto para facilitar la recolección de excretas.

El niño entró, probó apretar sus intestinos y poco a poco logró sacar todo el desayuno. Salió con el artefacto cargando y se lo entregó a la muchacha. Ella lo depositó y pesó en una báscula.

—Son 221 gramos, le debo 7 centavos. ¿Está bien? —dijo ella.

Putsss. ¿Tan poquito?

—Sí, pero imagine si junta toda la de su familia en una semana.

—¿Cuánto me darías por toda?

—¿Cuántos viven?

—Mis dos papás, mis dos mamás y mis dos hermanas.

—Ah. Eso son siete personas, mmm, déjeme ver, mmm. Más de mil centavos. Pero por no hacer nada. Le pudiera decir a sus padres que le regalaran este dinero a usted y tendría para comprar golosinas todas las semanas.

—De todos modos es poco, yo te regalo la mía.

—Va. Entonces regresaré otro día. Entrégueles este folleto a sus padres, por favor, ahí explica para qué quiero el excremento, explica las características del abono y viene información sobre unos excusados que tengo a la venta. ¡Gracias, niño!

La muchacha salió de la casa, se dirigió a su camioneta, vació su artefacto en una de tantas cubetas que traía y lo limpió. Entró en el asiento principal. Dedujo que por ser hora de la comida sería difícil que la atendieran en las demás casas. Recordó al niño y le agradó la idea de tener dos papás y dos mamás. Pensó que la colonia tenía las características para vender sus productos. En una de las avenidas principales parqueó su camioneta, entró en un lugar de comida, se sentó y ordenó.

Octavia era una muchacha trabajadora de veintisiete años. Extrañó a su compañero Jay de diecinueve, quien estaba laborando desde el cuartel, lugar donde vivían y tenían montado su negocio. Se dedicaban a recolectar excremento, lo depositaban al aire libre junto con hojarascas secas, hojas verdes y otros desechos orgánicos haciendo lo que ella llamaba «compostear». Después del tiempo requerido el excremento mezclado se convertía en tierra lista para abonar plantas. Octavia y Jay la empaquetaban. También se dedicaban a fabricar excusados especiales para recibir excretas. En la construcción donde estaba su casa, usaban todo el primer piso como taller. En el segundo nivel estaba el cuarto de ella, el de Jay y uno secreto. Todos los días entraban a este cuarto a planear la segunda parte de la jornada.

Octavia llegó al cuartel, subió al segundo piso, entró en el cuarto secreto y saludó a su compañero: «¿Qué onda, mi Jay?». Le preguntó si tenía listo el itinerario de patrullaje para ese tarde. Él estaba vestido para la ocasión, ella se puso su uniforme. Subieron a la camioneta y comenzaron a patrullar. Se dirigieron a una universidad, y se sentaron a una mesa en la cafetería. Allí encontrarían montón de culpables, ahora tenían que actuar.

Estuvieron un rato mirando gente hasta que él señaló a un tipo con lentes que hablaba por celular y se había sentado a una mesa. «Puede ser», dijo ella levantándose. Se acomodó en la mesa contigua. Lo observó: «Sí, nena», lo escuchó decir muy seguro, con acento espectacularmente adinerado. «Ya lleva tres frases trilladas, lo voy a abordar», dijo. Jay esperó mirándola con atención.

El tipo de los anteojos oscuros ya había terminado su comunicación satelital cuando ella le dijo «Hola». Se sentó frente a él, comenzaron a platicar. Le hizo preguntas de toda clase presentándose como novata en la universidad queriendo descifrar de golpe todo el campus.

Luego se despidió, regresó con Jay y le dijo que se había salvado, que no era el típico galán. Que estuvo muy cerca de elegirlo, tenía cantidad de frases trilladas que a simple vista lo orillaban al estereotipo de galán, pero descubrió timidez e inseguridad. Lo descartó, lo dejó en paz, lo dejó seguir viviendo.

Se levantaron, se movieron y se detuvieron en el pasillo de un edificio, donde una barda dividía el jardín. Octavia se sentó alcanzándola apenas con su trasero. Jay tuvo que bajar los glúteos. Frente a ellos se abrió la puerta del salón, salieron los alumnos de la clase de teoría musical. Se fueron acomodando en el pasillo, otros se fueron sentando en la barda y otros se fueron dispersando.

Octavia puso atención en un tipo que vestía pantalón de lona roto, botas vaqueras, chaleco de cuero y aretes. Lo observó con detenimiento. El tipo se despidió y comenzó su andar. «Jay, este carnal apesta a estereotipo». Elevaron los músculos que siempre se relacionan con lo sexual y comenzaron a seguirlo hasta el parqueadero.

Lo esperaron acomodados en un lugar donde no entorpecían la circulación. Revisaban cada carro que salía esperando ver al tipo de cabellera extremadamente larga. Por fin salió en un carro viejo y destartalado. Después de algunas decenas de minutos de tráfico, el carro se paró en una colonia bastante austera. Él sacó su bajo del maletero y se dirigió a un local con una cortina de metal que estaba corrida a medias. Estaban por comenzar a ensayar.

—Me gusta cómo haces eso —dijo Jay.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Cómo decides a la persona que vamos a eliminar. Yo pensé que el bajista sería elegido, pero resultó ser el guitarrista. ¿Qué guía tu olfato estereotipador? —preguntó Jay.

—Sé que debo concentrarme, escuchar y observar con detenimiento. De la nada surge mi elección, como si tuviera un vaso imaginario. Cada frase trillada y actitud estereotipada lo va llenando. Cuando logran desparramar el nivel del agua es hora de desparramar su sangre —dijo Octavia.

—Se le veía rebelándose ante la testosterona, pero reconociendo su propia agresividad. En casi todas las letras de sus canciones aparecía la crítica a su padre, pero no sé, Octavia, ¿no dudaste, aunque fuera un poco? —le preguntó.

—Mmm, pues al principio no, nada, en lo absoluto. Lo que sé es que ya está muerto, enfoquémonos en otro. ¿Crees que alcanzaremos a escoger uno más o lo dejamos para mañana? —dijo ella.

—Te pasas de pucha. Mejor mañana, vamos a descansar —contestó Jay.

Don y Doña

En la colonia de calles empedradas. A un pedazo de madera de encino viejo y muy bonito, se le habían instalado tres bisagras y una manija de hierro opaco que recordaba lo pesado. La madera abría la dimensión interior para hacer contacto con la exterior. La encargada de abrir se aseguró de que no era inapropiado hacerlo valiéndose de un pequeño invento incrustado en el pedazo de encino. Igual que daba un adelanto de lo que sucedería al abrir, permitía observar a la persona que pedía interactuar. Daba una visión y quitaba el miedo. La encargada se animó a hacerlo porque el invento le obsequió un futuro inmediato seguro. Vio a una muchacha joven bien vestida y a un joven muchacho cargando una caja de herramientas. Esta imagen viajó a su cerebro y no registró relación con peligro alguno. En poco tiempo su sentido de alerta se tranquilizó, describiendo lo que vio como dos fontaneros o jardineros queriendo vender algo.

Y abrió, interactuó, se interesó y los dejó entrar al jardín.

Octavia, agraciada con el don del habla, con el don de mirar y escuchar, con el don de saber dejar las situaciones con pocos silencios, con el don de deshacerlos con diversión, con el don de descubrir los puntos débiles en la seguridad de las personas y con el Don, que parecía ser esposo de la Doña que abrió tras de ella mirándola. Logró interesarlos en el excusado seco, uno que no necesita agua. «Con este excusado se ahorrarán litros y litros de agua que se va por las tuberías queriéndose ir al mar, toda esa que acompaña nuestras gracias amarillas y cafés, toda esa que representa millones de centavos al año». Así habló, dando cifras bien calculadas, por persona, por litro o por semana. Jay la auxiliaba sacando y armando uno en el acto.