Abel Sánchez

Miguel De Unamuno


UNA HISTORIA DE PASIÓN



Al morir Joaquín Monegro encontróse entre sus papeles una especie de Memoria de la sombría pasión que le hubo devorado en vida. Entremézclanse en este relato fragmentos tomados de esa confesión ––así la rotuló––, y que vienen a ser al modo de comentario que se hacía Joaquín a sí mismo de su propia dolencia. Esos fragmentos van entrecomillados. “La Confesión” iba dirigida a su hija:





No recordaban Abel Sánchez y Joaquín Monegro desde cuándo se conocían. Eran conocidos desde antes de la niñez, desde su primera infancia, pues sus dos sendas nodrizas se juntaban y los juntaban cuando aún ellos no sabían hablar. Aprendió cada uno de ellos a conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza. En sus paseos, en sus juegos, en sus otras amistades comunes, parecía dominar e iniciarlo todo Joaquín, el más voluntarioso; pero era Abel quien, pareciendo ceder, hacía la suya siempre. Y es que le importaba más no obedecer que mandar. Casi nunca reñían. «¡Por mí como tú quieras… !», le decía Abel a Joaquín, y este se exasperaba a las veces porque con aquel «¡como tú quieras…  !» esquivaba las disputas.

-¡Nunca me dices que no! -exclamaba Joaquín.

-¿ Y para qué? -respondía el otro. -

-Bueno, este no quiere que vayamos al Pinar -dijo una vez aquel, cuando varios compañeros se disponían a un paseo.

-¿Yo? ¡pues no he de quererlo… ! -exclamó Abel-. Sí, hombre, sí; como tú quieras. ¡Vamos allá!

-¡No, como yo quiera, no! ¡Ya te he dicho otras veces que no! ¡Como yo quiera no! ¡Tú no quieres ir!

-Que sí, hombre…

-Pues entonces no lo quiero yo…

-Ni yo tampoco…

-Eso no vale -gritó ya Joaquín-. ¡O con él o conmigo!

Y todos se fueron con Abel, dejándole a Joaquín solo. Al comentar este en sus Confesiones tal suceso de la infancia, escribía: «Ya desde entonces era él simpático, no sabía por qué, y antipático yo, sin que se me alcanzara mejor la causa de ello, y me dejaban solo. Desde niño me aislaron mis amigos.»

Durante los estudios del bachillerato, que siguieron juntos, Joaquín era el empollón, el que iba a la caza de los premios, el primero en las aulas y el primero Abel fuera de ellas, en el patio del Instituto, en la calle, en el campo, en los novillos, entre los compañeros. Abel era el que hacía reír con sus gracias y, sobre todo, obtenía triunfos de aplauso por las caricaturas que de los catedráticos hacía. «Joaquín es mucho más aplicado, pero Abel es más listo… si se pusiera a estudiar… » Y este juicio común de los compañeros, sabido por Joaquín, no hacía sino envenenarle el corazón. Llegó a sentir la tentación de descuidar el estudio y tratar de vencer al otro en el otro campo, pero diciéndose: «¡bah!, qué saben ellos… », siguió fiel a su propio natural. Además, por más que procuraba aventajar al otro en ingenio y donosura no lo conseguía. Sus chistes no eran reídos y pasaba por ser fundamentalmente serio. «Tú eres fúnebre -solía decirle Federico Cuadrado-, tus chistes son chistes de duelo.»

Concluyeron ambos el bachillerato. Abel se dedicó a ser artista siguiendo el estudio de la pintura y Joaquín se matriculó en la Facultad de Medicina. Veíanse con frecuencia y hablaba cada uno al otro de los progresos que en sus respectivos estudios hacían, empeñándose Joaquín en probarle a Abel que la Medicina era también un arte, y hasta una arte bella, en que cabía inspiración poética. Otras veces, en cambio, daba en menospreciar las bellas artes, enervadoras del espíritu, exaltando la ciencia, que es la que eleva, fortifica y ensancha el espíritu con la verdad.

-Pero es que la Medicina tampoco es ciencia -le decía Abel-. No es sino una arte, una práctica derivada de ciencias.

-Es que yo no he de dedicarme al oficio de curar enfermos -replicaba Joaquín.

-Oficio muy honrado y muy útil… -añadía el otro.

-Sí, pero no para mí. Será todo lo honrado y todo lo útil que quieras, pero detesto esa honradez y esa utilidad. Para otros el hacer dinero tomando el pulso, mirando la lengua y recetando cualquier cosa. Yo aspiro a más.

-¿A más?

-Sí, yo aspiro a abrir nuevos caminos. Pienso dedicarme a la investigación científica. La gloria médica es de los que descubrieron el secreto de alguna enfermedad y no de los que aplicaron el descubrimiento con mayor o menor fortuna.

-Me gusta verte así, tan idealista.

-Pues qué, ¿crees que sólo vosotros, los artistas, los pintores, soñáis con la gloria?

-Hombre, nadie te ha dicho que yo sueñe con tal cosa…

-¿Que no?, ¿pues por qué, sino, te has dedicado a pintar?

-Porque si se acierta es oficio que promete…

-¿Que promete?

-Vamos, sí, que da dinero.

-A otro perro con ese hueso, Abel. Te conozco desde que nacimos casi. A mí no me la das. Te conozco.

-¿Y he pretendido nunca engañarte?

-No, pero tú engañas sin pretenderlo. Con ese aire de no importarte nada, de tomar la vida en juego, de dársete un comino de todo, eres un terrible ambicioso… -¿Ambicioso yo?

-Sí, ambicioso de gloria, de fama, de renombre… Lo fuiste siempre, de nacimiento. Sólo que solapadamente.

-Pero ven acá, Joaquín, y dime: ¿te disputé nunca tus premios?, ¿no fuiste tú siempre el primero en clase?, ¿el chico que promete?

-Sí, pero el gallito, el niño mimado de los compañeros, tú…

-¿Y qué iba yo a hacerle…  ?

-¿Me querrás hacer creer que no buscabas esa especie de popularidad… ?

-Haberla buscado tú…

-¿Yo?, ¿yo? ¡Desprecio a la masa!

-Bueno, bueno, déjame de esas tonterías y cúrate de ellas. Mejor será que me hables otra vez de tu novia.

-¿Novia?

-Bueno, de esa tu primita que quieres que lo sea.

Porque Joaquín estaba queriendo forzar el corazón de su prima Helena y había puesto en su empeño amoroso todo el ahínco de su ánimo reconcentrado y suspicaz. Y sus desahogos, los inevitables y saludables desahogos de enamorado en lucha, eran con su amigo Abel.

¡Y lo que Helena le hacía sufrir!

-Cada vez la entiendo menos -solía decirle a Abel-. Esa muchacha es para mí una esfinge…

-Ya sabes lo que decía Oscar Wilde, o quien fuese: que toda mujer es una esfinge sin secreto;

-Pues Helena parece tenerlo. Debe de querer a otro, aunque este no lo sepa: Estoy seguro de que quiere a otro.

-¿Y por qué?

-De otro modo no me explico su actitud conmigo…

-Es decir, que porque no quiere quererte a ti… quererte para novio, que como primo sí te querrá.

-¡No te burles!

-Bueno, pues porque no quiere quererte para novio, o más claro, para marido, ¿tiene que estar enamorada de otro? ¡Bonita lógica!

-¡Yo me entiendo!

-Sí, y también yo te entiendo.

-¿Tú?

-¿No pretendes ser quien mejor me conoce? ¿Qué mucho, pues, que yo pretenda conocerte? Nos conocimos a un tiempo.

-Te digo que esa mujer me trae loco y me hará perder la paciencia. Está jugando conmigo. Si me hubiera dicho desde un principio que no, bien estaba, pero tenerme así, diciendo que lo verá, que lo pensará… ¡Esas cosas no se piensan… coqueta.

-Es que te está estudiando.

-¿Estudiándome a mí? ¿Ella? ¿Qué tengo yo que estudiar? ¿Qué puede ella estudiar?

-¡Joaquín, Joaquín, te estás rebajando y la estás rebajando… ! ¿O crees que no más verte y oírte y saber que la quieres y ya debía rendírsete?

-Sí, siempre he sido antipático…

-Vamos, hombre, no te pongas así…

-¡Es que esa mujer está jugando conmigo! Es que no es noble jugar así con un hombre, como yo, franco, leal, abierto… ¡Pero si vieras qué hermosa está! ¡Y cuánto más fría y más desdeñosa se pone más hermosa! ¡Hay veces que no sé si la quiero o la aborrezco más… ! ¿Quieres que te presente a ella…  ?

-Hombre, si tú…

-Bueno, os presentaré.

-Y si ella quiere…

-¿Qué?

-Le haré un retrato.

-¡Hombre, sí!

Mas aquella noche durmió Joaquín mal rumiando lo del retrato, pensando en que Abel Sánchez, el simpático sin proponérselo, el mimado del favor ajeno, iba a retratarle a Helena.

¿Qué saldría de allí? ¿Encontraría también Helena, como sus compañeros de ellos, más simpático a Abel? Pensó negarse a la presentación, mas como ya se la había prometido…

-¿Qué tal te pareció mi prima? -le preguntaba Joaquín a Abel al día siguiente de habérsela presentado y propuesto a ella, a Helena, lo del retrato, que acogió alborozada de satisfacción.

-Hombre, ¿quieres la verdad?

-La verdad siempre, Abel; si nos dijéramos siempre la verdad, toda la verdad, esto sería el paraíso.

-Sí, y si se la dijera cada cual a sí mismo…

-¡Bueno, pues la verdad!

-La verdad es que tu prima y futura novia, acaso esposa, Helena, me parece una pava real… es decir, un pavo real hembra… Ya me entiendes…

-Sí, te entiendo.

-Como no sé expresarme bien más que con el pincel…

-Y vas a pintar la pava real, o el pavo real hembra, haciendo la rueda acaso, con su cola llena de ojos, su cabecita…

-¡Para modelo, excelente! ¡Excelente, chico! ¡Qué ojos! ¡Qué boca! Esa boca carnosa ya la vez fruncida… , esos ojos que no miran… ¡Qué cuello! ¡Y sobre todo qué color de tez! Si no te incomodas…

-¿Incomodarme yo?

-Te diré que tiene un color como de india brava, o mejor, de fiera indómita. Hay algo, en el mejor sentido, de pantera en ella. Y todo ello fríamente.

-¡Y tan fríamente!

-Nada, chico, que espero hacerte un retrato estupendo.

-¿A mí? ¿Será a ella?

-No, el retrato será para ti, aunque de ella.

-¡No, eso no, el retrato será para ella!

-Bien, para los dos. Quién sabe… Acaso con él os una.

-Vamos, sí, que de retratista pasas a…

-A lo que quieras, Joaquín, a celestino, con tal de que dejes de sufrir así. Me duele verte de esa manera.

Empezaron las sesiones de pintura, reuniéndose los tres. Helena se posaba en su asiento solemne y fría, henchida de desdén, como una diosa llevada por el destino. «¿Puedo hablar?», preguntó el primer día, y Abel le contestó: «Sí, puede usted hablar y moverse; para mí es mejor que hable y se mueva, porque así vive la fisonomía… Esto no es fotografía, y además no la quiero hecha estatua… » Y ella hablaba, hablaba, pero moviéndose poco y estudiando la postura. ¿Qué hablaba? Ellos no lo sabían. Porque uno y otro no hacían sino devorarla con los ojos; la veían, no la oían hablar.

Y ella hablaba, hablaba, por creer de buena educación no estarse callada, y hablaba zahiriendo a Joaquín cuanto podía.

-¿Qué tal vas de clientela, primito? -le preguntaba.

-¿Tanto te importa eso?

-¡Pues no ha de importarme, hombre, pues no ha de importarme… ! Figurate…

-No, no me figuro.

-lnteresándote tú tanto como por mí te interesas, no cumplo con menos que con interesarme yo por ti. Y, además, quién sabe…

-¿Quién sabe, qué

-Bueno, dejen eso -interrumpió Abel-; no hacen sino regañar.

-Es lo natural -decía Helena- entre parientes… Y además, dicen que así se empieza.

-¿Se empieza, qué? -preguntó Joaquín.

-Eso tú lo sabrás, primo, que tú has empezado.

-¡Lo que vaya hacer es acabar!

-Hay varios modos de acabar, primo.

-Y varios de empezar.

-Sin duda. ¿Qué, me descompongo con este floreteo, Abel?

-No, no, todo lo contrario. Este floreteo, como le llama, le da más expresión a la mirada y al gesto. Pero…

A los dos días tuteábanse ya Abel y Helena; lo había querido así Joaquín, que al tercer día faltó a una sesión.

-A ver, a ver cómo va eso -dijo Helena levantándose para ir a ver el retrato.

-¿Qué te parece?

-Yo no entiendo, y además no soy quien mejor puede saber si se me parece o no.

-¿Qué? ¿No tienes espejo? ¿No te has mirado a él?

-Sí, pero…

-¿Pero qué… ?

-Qué sé yo…

-¿No te encuentras bastante guapa en este espejo?

-No seas adulón.

-Bien, se lo preguntaremos a Joaquín.

-No me hables de él, por favor. ¡Qué pelma! –

-Pues de él he de hablarte.

-Entonces me marcho…

-No, y oye. Está muy mal lo que estás haciendo con ese chico.

-¡Ah! ¿Pero ahora vienes a abogar por él? ¿Es esto del retrato un achaque?

-Mira, Helena, no está bien que estés así, jugando con tu primo. Él es algo, vamos, algo…

-¡Sí, insoportable!

-No, él es reconcentrado, altivo por dentro, terco, lleno de sí mismo, pero es bueno, honrado a carta cabal, inteligente, le espera un brillante porvenir en su carrera, te quiere con delirio…

-¿Y si a pesar de todo eso no le quiero yo?

-Pues debes entonces desengañarle.

-¡Y poco que le he desengañado! Estoy harta de decirle que me parece un buen chico, pero que por eso, porque me parece un buen chico, un excelente primo -y no quiero hacer un chiste-, por eso no le quiero para novio con lo que luego viene.

-Pues él dice…

-Si él te ha dicho otra cosa, no te ha dicho la verdad, Abel. ¿Es que voy a despedirle y prohibirle que me hable siendo como es mi primo? ¡Primo! ¡Qué gracia!

-No te burles así.

-Si es que no puedo…

-Y él sospecha más, y es que se empeña en creer que puesto que no quieres quererle a él, estás en secreto enamorada de otro…

-¿Eso te ha dicho?

-Sí, eso me ha dicho.

Helena se mordió los labios, se ruborizó y calló un momento.

-Sí, eso me ha dicho -repitió Abel, descansando la diestra sobre el tiento que apoyaba en el lienzo, y mirando fijamente a Helena, como queriendo adivinar el sentido de algún rasgo de su cara.

-Pues si se empeña…

-¿Qué… ?

-Que acabará por conseguir que me enamore de algún otro…

Aquella tarde no pintó ya más Abel. Y salieron novios.

El éxito del retrato de Helena por Abel fue clamoroso. Siempre había alguien contemplándolo frente al escaparate en que fue expuesto. «Ya tenemos un gran pintor más», decían. Y ella, Helena, procuraba pasar junto al lugar en que su retrato se exponía para oír los comentarios y paseábase por las calles de la ciudad como un inmortal retrato viviente, como una obra de arte haciendo la rueda. ¿No había acaso nacido para eso?

Joaquín apenas dormía.

-Está peor que nunca -le dijo a Abel-. Ahora es cuando juega conmigo. ¡Me va a matar!

-¡Naturalmente! Se siente ya belleza profesional… .

-¡Sí, la has inmortalizado! ¡Otra Joconda!

-Pero tú, como médico, puedes alargarle la vida…

-O acortársela.

-No te pongas así, trágico.

-¿Y qué voy a hacer, Abel, qué voy a hacer… .?

-Tener paciencia…

-Además, me ha dicho cosas de donde he sacado que le has contado lo de que la creo enamorada de otro…

-Fue por hacer tu causa…

-Por hacer mi causa… Abel, Abel, tú estás de acuerdo con ella… , vosotros me engañáis…

-¿Engañarte? ¿En qué? ¿Te ha prometido algo?

-¿Y a ti?

-¿Es tu novia acaso?

-¿Y es ya la tuya?

Calló se Abel, mudándosele la color.

-¿Lo ves? -exclamó Joaquín, balbuciente y tembloroso-. ¿Lo ves?

-¿El qué?

-¿Y lo negarás ahora? ¿Tendrás cara para negármelo?

-Pues bien, Joaquín, somos amigos de antes de conocernos, casi hermanos…

-Y al hermano, puñalada trapera, ¿no es eso?

-No te sulfures así; ten paciencia…

-¿Paciencia? ¿Y qué es mi vida sino continua paciencia, continuo padecer?.. Tú el simpático, tú el festejado, tú el vencedor, tú el artista… Y yo…

Lágrimas que le reventaron en los ojos cortáronle la palabra.

-¿Y qué iba a hacer, Joaquín, qué querías que hiciese… .?

-¡No haberla solicitado, pues que la quería yo… !

-Pero si ha sido ella, Joaquín, si ha sido ella…

-Claro, a ti, al artista, al afortunado, al favorito de la fortuna, a ti son ellas las que te solicitan. Ya la tienes pues…

-Me tiene ella, te digo.